A TRAVÉS DEL ESPEJO
Aunque estábamos agotados cuando fuimos a dormir la noche anterior, nos despertamos al oír a tía Charlotte cantar en el pasillo «¡Arriba, arriba, cabecitas dormilonas, vamos, levantaos, saltad de vuestras camas!». Luego tía Charlotte rompió a reír y después, cuando abrí los ojos, vi a Jefferson asomado a la puerta que comunicaba nuestras habitaciones, parcialmente abierta todavía. Entró en mi habitación y saltó a mi cama, arrastrando por el suelo el borde del camisón de Luther.
—Despierta, Christie. Despierta —dijo, sacudiéndome el brazo—. Gavin gruñe y gime, no quiere levantarse —protestó Jefferson. Yo también gemí. Luego me froté los ojos y me incorporé apoyándome en los codos. La luz del sol llegaba a través de las ventanas iluminando las partículas de polvo que danzaban en sus rayos, haciendo que parecieran finas joyas flotantes.
—Ayer fue un día muy largo, Jefferson, y todos estábamos muy cansados.
—Yo no estoy cansado —afirmó—. Quiero desayunar y pintar cuadros con tía Charlotte. Nos ha llamado. Vamos —dijo volviendo a sacudir mi brazo.
—Está bien. Está bien. —Lancé un profundo suspiro y miré hacia la ventana, recordando la sensación de otra presencia—. Ve a lavarte y te ayudaré a vestirte.
Jefferson se subió el camisón de Luther hasta los muslos y salió corriendo hacia el cuarto de baño, rozando con sus pies el suelo de madera. Cuando acababa de ponerme la falda y la blusa, oí una suave llamada en la puerta y se asomó Gavin, que ya se había vestido.
—Son las seis y media de la mañana —gimió con ojos somnolientos—. ¿Has dormido bien? ¿No has tenido más pesadillas?
—No eran pesadillas, Gavin. Alguien estaba mirando por la ventana —dije y él sonrió—. Alguien estaba ahí. ¡Y creo que volvió cuando ya nos habíamos dormido!
—Está bien, está bien —concedió Gavin frotándose el estómago—. Estoy hambriento. Me pregunto qué habrá de desayuno.
Jefferson volvió corriendo. Estaba completamente despierto y hasta se había peinado con las manos. Le ayudé a vestirse mientras Gavin se arreglaba; más tarde fui a lavarme la cara, e hice lo que pude con mi cabello ante la falta de un peine o un cepillo. El aroma de beicon ascendía por las escaleras hasta el piso superior, y cuando entramos en la cocina encontramos a Luther acabando de servir una fuente de huevos con beicon. Charlotte vestía otro de sus exclusivos diseños inspirados en un saco de patatas, éste cubierto con botones de diferentes tamaños y colores. En los hombros llevaba un gran lazo rosa.
—Buenos días a todos. ¿Habéis dormido bien? —preguntó—. Ha venido esta noche el Hombre de Arena. Se paseó por la casa.
—Oh, era ése —dijo Gavin sonriendo con los ojos llenos de picardía. Esperó a ver si yo les contaba lo de la cara en la ventana.
—Yo no he oído al Hombre de Arena —dijo Jefferson.
—Porque ya estabas dormido y no tenía que ponerte arena en los ojos —explicó tía Charlotte—. Sentaos. Primero desayunaremos bien y luego nos dedicaremos a nuestras tareas, ¿no es así, Luther? —Luther emitió un gruñido y bebió su café de un trago mientras se levantaba de la silla.
—Estaré afuera —dijo, miró a Gavin y añadió—, en el granero.
—Iré en cuanto acabe el desayuno —contestó Gavin. Luther asintió y se fue.
—¿Todos queréis huevos con beicon? —preguntó Charlotte—. Los he hecho con la yema hacia arriba porque así parecen caritas sonrientes.
—Y huelen estupendamente, tía Charlotte —dije—. ¿Puedo ayudarte?
—Ya está todo. Siéntate y os serviré como solía servir a mi padre y a Emily hace muchos, muchos años.
Sirvió el desayuno, se sentó y habló sin parar mientras desayunábamos, describiéndonos cómo era la vida cuando ella era una jovencita.
—Cuando murió papá y Emily se convirtió en Miss Mandamás, todo cambió —concluyó con tristeza—. Ya no desayunábamos como lo estamos haciendo ahora. Emily nos obligaba a vender casi todos los huevos en la tienda de Upland Station.
—¿Y la abuela Cutler? —pregunté.
—¿La abuela Cutler?
—Tu otra hermana, Lillian.
—Oh —contestó con una extraña expresión—. Se marchó y se casó cuando yo aún era pequeña —dijo rápidamente—, la veía muy poco, pero Emily siempre la criticaba. —Se inclinó hacia nosotros—. Emily lo criticaba todo —murmuró como si Emily estuviera en la otra habitación, escuchando. Luego unió las manos y sonrió.
»Primero le enseñaré a Jefferson las pinturas y los pinceles y lo dejaremos jugando, y luego subiremos al ático y podrás elegir la ropa y los zapatos que quieras ponerte, ¿de acuerdo? ¿No es estupendo?
—Sí, tía Charlotte.
Contemplé la cocina. En la fregadera había platos sucios de otras comidas anteriores y el suelo parecía como si nadie lo hubiera fregado durante semanas. Las ventanas estaban sucias de polvo y de mugre, tanto adentro como afuera.
—Haré todo lo que pueda para ayudarte a limpiar la casa.
—Magnífico, magnífico, magnífico —dijo riendo—. Lo pasaremos muy bien, como cuando éramos pequeños y teníamos un perdiguero que se llamaba Kasey Lady que cada mañana me despertaba poniendo su hocico en mi cara.
Gavin me miró y sonrió. Tía Charlotte tenía el espíritu de una niña pequeña, pero no la mente. Allí me sentía sana y salva, tan segura como pudiera estarlo en una burbuja mágica, como si finalmente hubiera logrado escapar a la maldición de los Cutler.
Después del desayuno Gavin salió a ayudar a Luther y Charlotte se llevó a Jefferson a su estudio para darle las pinturas y los pinceles. Yo me dediqué a limpiar la cocina. Cuando acabé de hacerlo, me fui a explorar la casa. A mitad del pasillo me detuve porque me pareció oír algo a mis espaldas, pero cuando miré no vi a nadie. Únicamente… la oscilación de una cortina.
—¿Quién está ahí? —grité. Nadie respondió y nada se movió. Sentí miedo y corrí en busca de tía Charlotte y de Jefferson. Durante el trayecto, observé que Charlotte había pintado tallos y flores ya marchitos, dándoles brillantes tonalidades rosa y blanco, rojo y amarillo, y dejándolos en jarrones que había colocado por todas partes. Como si quisiera llenar de arco iris lo que antes había sido un mundo gris y sombrío.
Encontré a Charlotte y a Jefferson en una habitación pequeña junto a la biblioteca. Cuando me asomé, Charlotte levantó la vista del bordado y sonrió. Jefferson estaba ocupado pintando las paredes. Tenía las mejillas manchadas y los brazos llenos de pintura hasta el codo.
—Nos estamos divirtiendo —dijo Charlotte con la cara llena de alegría y luego añadió rápidamente—: Se supone que los jovencitos son unos desaliñados.
—Tienes razón en eso. ¿Tía Charlotte, puedes enseñarme la habitación donde estuvo mi madre y nací yo?
—Oh, sí, sí, sí. Es «La Habitación Mala» —dijo levantándose—. Yo también estuve en ella.
—¿La habitación mala?
—Ya verás —dijo llevándome escaleras arriba.
Cuando vi aquella habitación, comprendí inmediatamente el apodo de «La Habitación Mala». Parecía la celda de una prisión. Era un cuarto pequeño, con una cama estrecha apoyada contra la pared de la izquierda. La cama no tenía cabezal, tan sólo era un colchón encima de una estructura metálica. Junto al lecho había una pequeña mesilla de noche y encima una lámpara de petróleo que, según pude observar, no se había encendido desde hacía años. Ahora allí vivían las arañas. Las paredes eran de color gris oscuro y no había ni ventanas ni espejos. A la derecha se abría un pequeño cuarto de baño. Observé que había moho y podredumbre. Debía de hacer mucho tiempo, ya que de ese grifo había salido agua, pensé.
Contemplando aquella horrible habitación, sentí parte del terror y la tristeza que debió de sentir mi madre cuando la obligaron a entrar allí para dar a luz en esa covacha. Qué sola debió de sentirse y, a la vez, cuán temerosa. Sin la luz del sol, sin aire fresco, tan sólo aquellos colores fríos contemplándola… un castigo por haber hecho algo malo.
—Tienes razón al llamarla «La Habitación Mala», tía Charlotte —dije. Luego recordé lo que me había dicho antes—. ¿Por qué te pusieron aquí?
—Porque también yo fui desobediente y tenía un bebé creciendo en mi vientre.
—¿Un bebé? ¿Y qué le sucedió? ¿Era un niño o una niña? —pregunté rápidamente.
—Un chico. Emily decía que el diablo se lo iba a llevar a su casa. Tenía la marca del diablo en la parte derecha de la nuca, aquí —dijo volviéndose y señalando el lugar.
—¿La marca del diablo?
—Ajá, ajá —dijo asintiendo con énfasis—. Parecía una pezuña y Emily decía que también le crecería una cola.
—Es mentira, tía Charlotte —le dije sonriendo—. En realidad no tuviste un bebé, ¿verdad?
—Oh, sí que lo tuve. Te enseñaré el lugar donde vivió un tiempo —añadió con tristeza.
La seguí a través del pasillo. Mientras avanzábamos no pude dominar mi sensación de que alguien nos estaba siguiendo, pero cada vez que me volvía a nadie veía. ¿Sería porque la casa era tan grande y estaba llena de sombras por lo que yo tenía aquellas sensaciones?
Charlotte se detuvo y abrió la puerta de una habitación que al parecer antes había sido el cuarto de los niños. En el centro de la misma había una cuna y dentro una muñeca cubierta hasta la barbilla con una sabanita de color azul desteñido. Al verla sentí escalofríos. ¿De verdad tía Charlotte había tenido un niño o tan sólo era producto de su infantil imaginación?
—¿Cuánto tiempo tenía tu bebé antes… antes de que el diablo se lo llevara, tía Charlotte? —le pregunté.
Meneó la cabeza.
—No lo recuerdo. Un día estuvo aquí y al día siguiente desapareció. Emily nunca me dijo cuándo se lo llevó el diablo. Un día miré aquí y ya se había ido —dijo mirando la muñeca.
—¿Y Emily te dijo que se lo había llevado el diablo?
—Ajá. Una noche vio al diablo entrar en el cuarto de los niños y luego oyó reír al bebé. Cuando se acercó a la puerta, el diablo ya había cogido a mi bebé y se lo llevaba volando por la ventana adoptando la forma de un pájaro negro.
—¿Y cómo pudiste creer esa sarta de mentiras, tía Charlotte?
Se quedó mirándome un instante.
—Mi bebé desapareció —concluyó con los ojos llenos de lágrimas—. Yo miré la cuna.
—¿Quién puso ahí la muñeca? —pregunté.
—Lo hizo Emily porque yo estaba muy triste y lloraba mucho —dijo—. Decía que hiciera ver que la muñeca era él y que no llorara, o vendría el diablo y también se me llevaría a mí.
—¿Y el padre del bebé, tía Charlotte? ¿No se indignó?
—Emily decía que el diablo era su padre. Decía que el diablo entró una noche en mi cuarto mientras yo estaba dormida e hizo que el bebé creciera en mi vientre.
Qué horror, pensé, para la dulce y temerosa Charlotte debió de ser muy fácil convencerla de la existencia de todas esas supercherías.
—Emily debió de ser el propio diablo para haceros todas esas cosas a ti y a mi madre. Me satisface no haberla conocido nunca —le dije.
—Si no te portas mal, no la conocerás nunca. Pero si por el contrario te portas mal, irás al infierno y Emily es quien recibe en la puerta a quienes allí van. Eso dice Luther.
Miré otra vez a la muñeca que estaba en la cuna y pensé en la extraña y terrible historia que se ocultaba tras las paredes de la casa de la antigua plantación. «Quizá sea mejor no ahondar demasiado ni hacer demasiadas preguntas», pensé, mientras salía de la habitación detrás de tía Charlotte.
Cuando bajábamos las escaleras, me volví y creí ver una sombra que se movía por la pared, aunque no le dije nada a Charlotte. Estaba segura de que si lo hacía, me diría que era el fantasma de la perversa Emily.
Cuando el reloj de la época del abuelo señaló las doce, Charlotte dejó a un lado su labor de bordado y anunció que había llegado la hora de preparar la comida de los hombres. La ayudé a preparar los bocadillos y, poco después, entraron Luther y Gavin. En cuanto vi a Gavin observé que había estado haciendo un trabajo duro. Tenía la ropa llena de briznas de heno, las manos sucias de grasa, así como el cuello y la cara; estaba despeinado y congestionado por el cansancio.
—Voy a lavarme primero —me dijo y luego añadió susurrando—: No bromeaba al hablar de trabajo duro. Me estoy ganando nuestra manutención.
—Luther, ¿Gavin puede venir después de comer al ático a escoger ropa para Christie y Jefferson? —preguntó Charlotte cuando nos sentamos a la mesa y empezamos a comer.
Luther alzó la vista del plato.
—Tened cuidado allá arriba, porque el suelo no está muy seguro —le dijo a Gavin.
—Sí, señor. —Observé que todo le hubiera parecido bien antes que volver al trabajo con Luther.
La idea de explorar el ático y curiosear en medio de cosas de otros tiempos también le atrajo a Jefferson; estaba deseando dejar sus pinturas y pinceles y acompañarnos.
Charlotte abrió el camino hablando ininterrumpidamente mientras arrastraba los pies con las manos dobladas sobre el vientre como una geisha. Nos contó cuánto le gustaba ir a jugar al ático cuando era niña.
—Me quedaba allí sola y no tenía miedo —añadió, deteniéndose al final del pasillo ante una puerta estrecha que daba a una oscura escalera, iluminada únicamente por una bombilla de poco voltaje que colgaba de un grueso alambre. Al subir, siguiendo a Charlotte, los escalones crujieron peligrosamente.
—Nadie se preocupaba de cuánto tiempo pasaba yo aquí arriba —nos dijo—. Ni siquiera Emily —emitió una risita antes de continuar—, porque así no molestaba a nadie. —Se detuvo en la cima de la escalera y se volvió a mirarnos—. Es lo que mamá solía decirme: «Charlotte, no molestes a nadie». Qué cosa más absurda. Yo nunca he molestado a nadie. ¿Cómo podría hacerlo?
Gavin me dirigió una sonrisa y esperamos mientras Charlotte contemplaba el ático.
—No hay luz —dijo—. Sólo la que viene de las ventanas y la de las lámparas que llevas. Por cierto, aquí puse una. —Encendió una lámpara de petróleo que estaba a la izquierda, al final de la escalera. La seguimos rápidamente.
Parecía como si nadie hubiera entrado en el ático desde hacía años. Gruesas telarañas cruzaban el final de la escalera y colgaban de cada rincón y de cada hendidura. El polvo era tan espeso, que quedaban las marcas de nuestros pasos grabadas en el suelo. Gavin, Jefferson y yo nos detuvimos en la entrada y contemplamos aquel gran ático que casi tenía la misma superficie de la mansión. Los cuatro grandes ventanales que daban a la fachada aportaban algo de luz, y en los rayos de sol que se filtraban a través de ellas observé las densas partículas de polvo que movía el aire que entraba por las rendijas de las paredes y de los bastidores. Fue casi como entrar en una tumba, con ese ambiente tan denso y rancio y todas esas cosas enterradas e intactas durante años y años.
—¡Cuidado! —nos previno Gavin cuando entramos. El suelo crujía de forma alarmante.
—¡Mirad! —gritó Jefferson señalando hacia la derecha, donde una familia de ardillas se había construido una cómoda casa. Se asomaron curiosas, moviendo con arrogancia el hociquito y escondiéndose en los rincones, entre los baúles y los muebles. Había sofás y sillas viejos, mesas y armarios, así como cómodas y cabezales de camas. También había antiguos retratos y uno de ellos, en particular, me llamó la atención porque se trataba del retrato de una muchacha más o menos de mi edad, en cuyo rostro aparecía una sonrisa tierna y angélica. Ninguno de los personajes de los otros retratos había despegado la boca; en todos dominaban las expresiones serias y graves.
—¿Sabes quién era esa muchacha, tía Charlotte? —le pregunté levantando el retrato que tenía un marco de plata.
—Era la hermana pequeña de mi madre —explicó Charlotte—. Emily decía que murió al dar a luz cuando sólo tenía diecinueve años porque su corazón era demasiado débil.
—Qué pena. En el retrato parece feliz y hermosa. —Todas las familias tienen sus maleficios, pensé. Por culpa de uno les ocurren cosas malas a sus parientes, por culpa de alguien que flota en los maleficios como si flotara en medio de una tormenta. La muchacha del retrato daba la impresión de no haber sufrido nunca una pesadilla; seguro que no se imaginaba que iba a morir trágicamente. ¿Era mejor vivir con cierto temor o pretender que el mundo era un arco iris, como estaba haciendo Charlotte? Me pregunté todas estas cosas mientras volvía a dejar el retrato en el polvoriento estante.
—Qué increíble es todo esto —dijo Gavin mirando de un lado a otro—. Deben de haber ido acumulándolas durante años y años.
—Mi padre y su padre y el padre de su padre lo guardaban todo —nos explicó Charlotte—. Cuando algo era reemplazado, se trasladaba aquí y aquí se ha ido almacenando. Emily solía decir que esto era el cementerio de la casa. A veces quería atemorizarme, miraba al final de la escalera y susurraba: «Los muertos están ahí arriba. Pórtate bien o bajarán durante la noche para asomarse a tu ventana».
—¿Para asomarse a tu ventana? —repetí. Gavin alzó la vista, esperando a ver si yo contaba lo que había visto la noche anterior.
—Sí —dijo Charlotte—. Emily aborrecía subir aquí. Por eso yo venía a jugar, porque así Emily me dejaba en paz —añadió riendo—. Y así no tenía que hacer todas las labores que ella quería que hiciera.
Charlotte podía tener un corazón de niña, pensé, pero a su manera, era muy inteligente.
—Vamos —nos urgió empujándonos hacia los baúles que había a la derecha—. Miremos el que está más lejos, el que tiene las cosas más antiguas.
Pasamos junto a hileras de cajas de cartón, algunas de ellas repletas de papeles y libros antiguos y otras con platos, tazas y objetos de cocina. Encontramos cajas con zapatos y botas y cajas llenas de ballestas y de herramientas oxidadas. Gavin encontró una caja con viejos libros y cogió uno para mirarlo de cerca.
—Asombroso —dijo—. Es una lista de esclavos con una relación pormenorizada de lo que se pagó por cada uno de ellos. Mira.
Me incliné sobre la página abierta y leí: «Darcy, edad 14 años, peso 40 kilos, doce dólares».
Gavin siguió rebuscando entre los libros.
—Y ahí hay otros legajos que describen las cosechas, lo que se quedaban, lo que compraban y lo que tenían que pagar; son hechos históricos, es probable que un museo considerase este legado como muy valioso.
Jefferson encontró una pistola oxidada, bloqueada por la herrumbre y los años.
—Bang, bang, bang —gritó agitándola.
—Cuidado, Jefferson —le advertí—. Puedes hacerte un corte con alguna arista oxidada.
—Christie —dijo Gavin tras abrir una arqueta de madera de cerezo oscuro—, mira esto. —Me arrodillé a su lado. En la arqueta había toda clase de objetos de tocador femeninos: cepillos, peines y espejos con mango de madreperla, algunos con camafeos en el dorso y en los mangos. Había también joyas para vestidos, entre ellas collares de perlas de buena imitación, pendientes de perlas, agujas y brazaletes y una gargantilla de plata con rubíes y esmeraldas de imitación. Todo parecía hecho a mano y en buen estado a pesar de su antigüedad, lo que me hizo pensar que verdaderamente el ático era un lugar mágico que mantenía congeladas en el tiempo las cosas que albergaba.
—Qué preciosidad.
—A ti te sentaría muy bien —susurró Gavin acercando su cara a la mía. Fue como si una mano cálida me acariciara el pecho, y cuando me ruboricé miré rápidamente a tía Charlotte que se dedicaba a abrir cajas y baúles lanzando exclamaciones de excitación mientras iba descubriendo las cosas que había descubierto cuando niña. Para ella era como volver a encontrar a viejos amigos.
—Aquí hay unos vestidos preciosos, querida —dijo Charlotte, abriendo un gran baúl de metal. Allí encontré vestidos, corpiños y escudetes, vestidos con largos corpiños que llegaban hasta el cuello y mangas ajustadas abullonadas en la parte superior. Había corpiños de color con faldas blancas, algunas con cinturones que también eran de color. Otro baúl estaba repleto de enaguas ligeramente acolchadas.
Otros baúles guardaban ropas que habían estado de moda siglos atrás. Descubrí capas y ropas de montar, sombreros y mantones de seda, así como chales de terciopelo. Jefferson encontró un baúl lleno de sombrillas y otro de botas altas de cuero todavía en bastantes buenas condiciones. Mientras tanto, Gavin encontraba entre los baúles de la izquierda ropa de hombre, desde calzones a abrigos y uniformes del ejército. Le gustaron los uniformes de la Primera Guerra Mundial y eligió uno cuya chaqueta le iba que ni a la medida.
Jefferson y yo empezamos a elegir y a probarnos las cosas, riéndonos de nuestro aspecto con aquellos vestidos y zapatos antiguos. Charlotte se unió a nosotros, probándose ora un chal ora una chaqueta, y riéndose ante su imagen reflejada en unos antiguos espejos de tocador que había detrás de los baúles y de las cajas de cartón. De repente oímos unas risas que no eran las nuestras. Al menos Gavin y yo las oímos. Charlotte no pareció haberse dado cuenta y Jefferson estaba demasiado ocupado. Agarré el brazo de Gavin y susurré:
—¿Qué ha sido eso? —Miramos hacia el otro extremo del ático, pero no vimos a nadie.
—Supongo que habrá sido un eco —dijo Gavin, aunque no estaba demasiado seguro. Escuchamos, pero no oímos nada más.
Finalmente reunimos las cosas que nos parecieron mejor y llenamos un baúl con ropas para Gavin, para Jefferson y para mí.
—Bajaremos todas estas cosas y las lavaremos —dije.
—Espera —gritó Gavin—. Esta noche me gustaría que te pusieras esto.
Había encontrado una falda ancha y larga de color rosa claro con lo que parecía un miriñaque kilométrico. El ajustado corpiño de encaje dejaba los hombros al descubierto.
—Y yo me pondré esto —dijo sosteniendo en alto un frac y unos pantalones estrechos que llegaban hasta debajo de las rodillas. Las mangas del traje eran anchas en la parte superior y muy estrechas en las muñecas, pero se abrían para cubrir las manos hasta casi los dedos. Luego se inclinó y cogió un sombrero de copa. Metió la mano en el bolsillo del frac y sacó una corbata de seda negra con un lazo delante.
Ambos nos echamos a reír. Tía Charlotte dio unas palmaditas y declaró que ella también encontraría algo bonito que ponerse.
—Organizaremos una fiesta. Haré galletas, dulces de mermelada y le pediré a Luther que saque algunas botellas de vino de diente de león. Christie tocará el piano y nosotros cantaremos. Oh, qué feliz me hace que estéis aquí —aseguró sonriendo y envolviéndonos a los tres con una mirada de felicidad—. Es como… ¡como si hubiera vuelto a nacer con una nueva familia!
Mientras arreglaba nuestro nuevo vestuario, Gavin se llevó a Jefferson con él para ayudar a Luther en los trabajos. Charlotte me ayudó con los vestidos y me estuvo hablando sin parar de los días de su juventud. Cada vez que le preguntaba algo sobre la abuela Cutler, no obtenía respuesta. Me daba la sensación de que recordaba más de lo que me decía, pero fuera lo que fuese, lo que recordara debía de ser desagradable. Sabiendo lo que me habían contado de la abuela Cutler, no me sorprendió en absoluto.
Charlotte decidió que la ocasión era lo bastante significativa como para cenar capones, por lo que salió a convencer a Luther. En cuanto se hubo marchado oí el claro sonido de unos pasos fuera del lavadero.
—¿Gavin? —llamé, pero no obtuve respuesta—. ¿Jefferson? —Ninguna réplica. Lentamente, dejé a un lado las ropas y me asomé a la puerta. Una vez más vi moverse una sombra—. ¿Quién está ahí? —Aunque tampoco obtuve respuesta, tuve la sensación de que allí había alguien más. Mi corazón empezó a latir con fuerza—. Gavin, si se trata de una broma, te diré que no es nada divertida. —Esperé, pero nadie contestó. Lentamente, en silencio, me introduje en el pasillo. El suelo crujió. Me detuve y escuché atentamente. Oí el sonido de una profunda respiración a mi derecha. Di algunos pasos en aquella dirección y entonces… ¡Le vi!
Al principio me quedé tan sorprendida al verle que fui incapaz de emitir un sonido. Era alto, fuerte, tenía unos cabellos oscuros y rizados y unos ojos grandes y también oscuros. Iba sin afeitar y el vello de encima del labio y de las mejillas era tan negro como el pelo de su cabeza.
Finalmente grité y mi grito hizo que echara a correr por el pasillo y desapareciera por una puerta lateral. Cuando se hubo marchado logré tranquilizarme y pensar con más calma, y entonces comprendí que su cara suave y redonda tenía una expresión más curiosa que amenazadora.
Gavin había oído mis gritos y entró corriendo en la casa con Jefferson tras él, seguidos de Luther y Charlotte.
—¿Qué ha pasado?
Yo señalé la puerta que daba al pasillo.
—Le vi. Estaba allí, de pie. Esta vez no han sido imaginaciones mías. Era alto, de cabellos oscuros y rizados y tenía la cara morena. Tenía unos grandes ojos y vestía unos pantalones grises holgados sujetos con tirantes negros.
—¿Quién es? —preguntó Gavin mirando a Luther.
—Es inofensivo —murmuró Luther.
—¿Quién es inofensivo? —volvió a preguntar Gavin rápidamente.
—Es Homer —dijo Luther—. Vive con los Douglas, nuestros vecinos más próximos. No hay que preocuparse —añadió.
—Pero, Luther… entró en la casa la pasada noche, estoy segura de que estaba en el tejado y de que era él quien se asomaba a las ventanas. Creo que nos estaba espiando.
—No te preocupes —repitió y se marchó.
—¿Quién es, Charlotte? ¿Por qué entra así en la casa? —le pregunté volviéndome hacia ella.
Tía Charlotte se encogió de hombros, sonriente.
—A nosotros nos gusta y Luther siempre le da cosas. Yo le doy pasteles y galletas. Se los dejo en la fregadera o en la mesa y en algún momento durante el día entra y se los come. A veces ayuda a Luther en las tareas.
—¿Y no ha intentado hacerte daño? —preguntó Gavin.
—No. Creo que yo le temía más a él de lo que él me temía a mí —contesté yo.
—Sólo quiere saber quiénes sois y por qué estáis aquí —explicó Charlotte—. Es tímido. Quizá porque sus padres lo encontraron en un campo.
—¿Lo encontraron?
—Justo delante de su casa. Como Moisés flotando en las aguas. Apareció allí un día, llorando. Ellos no tenían hijos y lo consideraron como un regalo. Pero todo el mundo sabe que fue abandonado por alguien que no lo quería.
Tía Charlotte se echó a reír.
—Pobre Homer. Cree que cayó del cielo. Bueno —añadió dando unas palmaditas—. Luther me ha dicho que puedo cocinar capones y también que podemos organizar la fiesta esta noche. ¿No es estupendo?
—¿Vendrá también Homer? —preguntó Jefferson lleno de curiosidad.
—Quizá —dijo tía Charlotte y salió rápidamente a empezar los preparativos.
—Bueno, siento no haberte creído la pasada noche —me dijo Gavin asintiendo—. Homer —añadió, meneando la cabeza—. Me pregunto qué otras sorpresas nos esperan en esta casa. Vamos, Jefferson —dijo cogiendo a mi hermano por el hombro—. Volvamos a nuestro trabajo de esclavos. Los hombres de la casa han de trabajar de firme —añadió bromeando.
—¿Ah, sí? Bueno, pues para tu información, Gavin Steven Longchamp, las labores caseras son tanto o más duras que los trabajos del campo, especialmente si la casa ha estado tan abandonada como ésta —le repliqué con las manos en las caderas.
—Uh, uh, sobrinito, hemos caído en desgracia; vayámonos mientras podamos hacerlo.
—¿Qué? —preguntó Jefferson confundido, y Gavin se inclinó hacia mí.
—Cuando te pones furiosa, verdaderamente furiosa —susurró—, estás aún más guapa.
Yo me ruboricé de la cabeza a los pies y permanecí muda mientras él reía y salía corriendo con Jefferson pisándole los talones.
Aquella noche preparamos una cena magnífica. Luther, con su habitual talante silencioso, trajo lechuga fresca, tomates y zanahorias del huerto, así como una patata grande para cada uno de nosotros. Charlotte anunció que íbamos a cenar en el comedor de la casa.
—Igual que solíamos hacer cuando papá traía invitados importantes —dijo y Luther emitió un gruñido de asentimiento.
Yo saqué el polvo y limpié la gran mesa de caoba mientras Charlotte, a su vez, puso un precioso mantel de encaje y me enseñó la porcelana china y la cubertería de plata. Me dijo que Emily guardaba todas aquellas cosas bajo llave en una gran arca, en la despensa.
—Cuando murió y se fue al infierno, Luther rompió el cofre, sacamos todas las cosas y las devolvimos a su lugar. Todavía encontramos cosas que Emily había escondido en varios rincones de la casa —añadió divertida—. ¡Incluso una vez encontramos dinero debajo de una alfombra!
Luther decidió encender las arañas de luces para la cena. Con la mesa puesta, con la vajilla de porcelana china y los cubiertos de plata, la cristalería y las servilletas de lino, el comedor tenía un aspecto muy elegante. Luther cogió dos candelabros de plata y los colocó también encima de la mesa. Entonces subimos a vestirnos. Gavin decidió que tanto él como yo debíamos ponernos la ropa de etiqueta que habíamos encontrado en el ático, mientras que Charlotte le dijo a Luther que se pusiera una camisa y unos pantalones limpios y se cepillara el pelo.
Tras ayudar a Jefferson a vestirse, Gavin llamó a la puerta del cuarto de baño, donde yo estaba arreglándome. Había utilizado los cepillos y peines de la arqueta de cerezo para parecerme a la joven del antiguo marco de plata, el cabello de las sienes hacia atrás y sujeto en la nuca con unas peinetas de perlas. Luego me puse un collar de perlas y pendientes.
—¿Está lista y dispuesta la señora para que la acompañe a cenar? —preguntó Gavin.
—Un momento —repuse ajustándome el miriñaque. «¿Cómo podían llevar las mujeres tantas cosas encima?», me pregunté. Cuando abrí la puerta, fue como si Gavin y yo hubiéramos viajado a través del tiempo. Con el sombrero de copa y el frac estaba muy guapo y elegante: en el ático estas ropas nos habían hecho reír, pero ahora nos parecieron magníficas y perfectamente apropiadas. Observé la expresión de sorpresa y de agrado en sus ojos mientras me contemplaba. Por un momento permanecimos en silencio.
—Qué ridículos estáis —dijo Jefferson, riendo.
—A1 contrario, querido sobrino —replicó Gavin suavemente—. Jamás he visto una joven tan hermosa, Miss Christie —dijo, ofreciéndome su brazo.
—Gracias, Mr. Longchamp. —Jefferson se quedó boquiabierto mientras yo deslizaba el brazo en el de Gavin y avanzábamos por el pasillo. Jefferson nos adelantó corriendo para avisar a tía Charlotte de que ya llegábamos, y ella salió a recibirnos al pie de la escalera.
—¡Oh, qué guapos estáis! —exclamó juntando las manos debajo de la barbilla. Luther apareció tras ella para vernos y nos dirigió una amplia sonrisa.
—Gracias, tía Charlotte —dije yo mientras todos nos echábamos a reír y entrábamos en el comedor donde nos esperaba el banquete.
Tras limpiar la vajilla y la cubertería, Charlotte, Jefferson, Gavin y yo hicimos lo que Charlotte deseaba y nos acomodamos en el salón donde tocaría el piano para ellos. Charlotte llevó allí sus pastelitos caseros de mermelada y Luther sirvió a todo el mundo, incluso a Jefferson, un vaso de vino de diente de león. Después los demás tomaron asiento en el sofá y se dispusieron a escucharme.
Luther había encendido los candelabros y las lámparas de petróleo, y la habitación, a pesar de todo, seguía ofreciendo un ambiente etéreo y místico. Producto, sin duda alguna, de las sombras que habitaban los rincones y de los pesados y viejos cortinajes que cubrían las ventanas.
En primer lugar toqué algo de Mozart y luego de Liszt: la música me hizo sumergir en ese mundo, me dejé llevar por ella, como si las notas trenzaran una alfombra mágica. Al levantar la mirada vi a Gavin vestido con aquel traje antiguo y capté el reflejo de mi aspecto en los paños de cristal de una librería, como si, por un instante, hubiéramos hecho posible que aparecieran los espíritus de los Booth. Me acordé de la muchacha del retrato guardado en el ático e imaginé su sonrisa y la mía, sus ojos deslumbrantes henchidos de vida y de esperanza y que ahora miraban a Gavin a través de los míos. Escuché una habitación llena de risas, de vasos tintineantes; más música, pasos en el pasillo y a alguien, hacía cien años, que me llamaba por mi nombre desde arriba de la escalera.
Cerré los ojos, los dedos se deslizaban por encima de las teclas como si fueran los dedos de un fantasma. Incluso la música no me parecía familiar. Tocaba y tocaba como si nunca fuera a detenerme. Luego abrí los ojos y observé que una sombra se movía al fondo de la habitación. Instantáneamente levanté los dedos de las teclas.
—¿Qué sucede? —preguntó Charlotte. Hice un gesto señalando hacia la sombra; todos se volvieron a mirar y Charlotte sonrió.
—Oh, hola, Homer —dijo.
—Acércate, muchacho —le invitó Luther señalando un asiento—. Deja de corretear por la casa. Siéntate y pórtate bien.
Lentamente Homer salió del rincón oscuro y cruzó tímidamente la habitación. Llevaba la misma ropa que cuando yo lo había visto por primera vez y parecía muy tímido, tal como Charlotte lo había descrito.
—Tenemos que presentar a Homer —declaró con firmeza Charlotte mientras Luther lanzaba un gruñido, asintiendo.
—Homer, ésta es Christie, sobrina de Charlotte; su hermano Jefferson y Gavin Longchamp. Son nuestros invitados durante una temporada, así es que no vayas por ahí asomándote y asustándolos, ¿de acuerdo?
Homer asintió con los ojos llenos de curiosidad.
—Hay dulce de mermelada, Homer —dijo Charlotte ofreciéndoselo. El muchacho empezó a comérselo apresuradamente, pero cuando vio que todos lo mirábamos lo hizo más despacio.
—Más música —me pidió.
—Se dice por favor, Homer —terció Charlotte—. Siempre tienes que decir por favor cuando le pidas a alguien que haga algo para ti.
—Por favor —añadió él.
Me quedé pensando un momento y luego empecé a interpretar Camp Town Races, lo cual hizo que Homer dibujase una amplia sonrisa en su rostro. A Luther también le agradó y se levantó para servirnos a todos, excepto a Jefferson, otro vaso de vino de diente de león. Interpreté otras piezas ligeras y luego me detuve para descansar. Bebimos más vino de diente de león, y mientras lo hacíamos, Charlotte sacó unos discos antiguos y los puso en el gramófono.
—Señora —dijo Gavin ofreciéndome su brazo. Me levanté y bailamos un vals lo mejor que pudimos. El vino se nos había subido a la cabeza, así que no nos importaba ofrecer un aspecto ridículo con aquellos trajes ni que no supiéramos bailar el vals. A Charlotte todo le parecía muy hermoso, sonreía y aplaudía. Cada vez que miraba a Homer, éste sonreía y tía Charlotte seguía poniendo música y Gavin me hacía dar vueltas y más vueltas.
—Qué noche más loca y original, ¡pero qué hermosa! —me dijo Gavin—. ¿Eres feliz?
—Sí, sí, sí —canté y él me hizo girar aún más hasta que protesté porque me estaba mareando. Jefferson se había quedado dormido. Había sido un día de mucho trabajo, de juegos, y un solo vaso de vino de diente de león había sido suficiente.
—Creo que deberíamos retirarnos a descansar —dije riendo mientras la habitación giraba a mi alrededor—. Oh, queridos —exclamé apoyando la palma de la mano sobre el corazón—, ninguno de nosotros está acostumbrado a trabajar tanto —añadí riendo.
—Es una buena idea —asintió Gavin dirigiéndose hacia Jefferson para cogerlo en brazos y subirlo por las escaleras, pero Homer se le adelantó de un salto.
—Déjame a mí —dijo levantando a Jefferson como si fuera una pluma mientras Gavin lo miraba sorprendido.
—Cuidado, Homer —le advirtió Luther—. No es una bala de heno.
—Buenas noches, Charlotte —dije levantándome y dirigiéndome a la puerta, adoptando una postura como la de Scarlett O’Hara—. Buenas noches, Luther. Gracias a los dos por esta magnífica velada.
—No nos habíamos divertido tanto desde hace muchísimos años, ¿verdad, Luther? —le preguntó Charlotte.
—No —contestó él, manteniendo la mirada fija en Homer—. Vuelve en cuanto lo hayas dejado en su cama, Homer —le ordenó Luther.
Homer asintió y se movió con una suavidad y una gracia sorprendentes en un hombre de su tamaño mientras subía con Jefferson las escaleras, para dejarlo poco después en la habitación que compartía con Gavin. Una vez allí, lo dejó suavemente en su cama.
—Gracias, Homer —dije—. Ven a vernos mañana —añadí. El muchacho asintió y se marchó enseguida. Gavin le quitó los zapatos a Jefferson y le puso el pijama mientras yo me iba al cuarto de baño. Me miré en el espejo y me eché a reír. Cada vez que me miraba en el espejo, me echaba a reír. No podía detenerme y aún me reía cuando me dirigí a mi habitación. Me senté en la cama riendo. Gavin se asomó a ver qué me sucedía.
—Eh, ¿qué haces? —preguntó y yo contesté con más risas. Gavin sonrió y se acercó—. ¿Qué es eso tan divertido?
La visión de Gavin vestido con el frac me hizo reír aún más, hasta que me empezó a doler el estómago; lancé un gemido y me eché de espaldas en la cama.
—Te vas a hacer pipí encima si no dejas de reír —me advirtió Gavin.
Me lo quedé mirando fijamente y entonces todas aquellas risas se transformaron en llanto. Lloré y lloré, las lágrimas se deslizaban por mi rostro haciendo un zigzag por mis mejillas, unas lágrimas cálidas y desesperadas que emergían de las profundidades de mi pena y de mi dolor. A Gavin le asustó mi repentino cambio y rápidamente se arrodilló a mi lado y empezó a acariciarme el cabello.
—No llores, no llores. Todo se arreglará, te lo prometo. Por favor, no llores, Christie. No puedo verte llorar —dijo y empezó a besarme hasta enjugarme las lágrimas. Yo rodeé su cuello con mis brazos y escondí la cara en su hombro mientras él seguía acariciándome el cabello y susurrando palabras de consuelo. Mis sollozos se fueron reduciendo hasta que conseguí dominarme. Entonces levanté la cara pero dejándola muy cerca de la suya, tanto, que prácticamente nuestros labios se rozaban.
—Christie —susurró. Nos besamos, suavemente al principio y luego con más intensidad, hasta que rozamos la punta de nuestras lenguas y una descarga eléctrica sacudió mi cuerpo. Me besó en el cuello y mis hombros desnudos y yo me eché hacia atrás con un gemido, quería que sus labios bajaran y bajaran pero él dudaba en el borde de mi pecho.
—Gavin…
—Es el vino —susurró—. Te ha puesto triste.
—Gavin. —Seguí mirando fijamente sus ojos oscuros—: ¿has estado alguna vez muy cerca de una chica?
—¿Muy cerca?
—¿A su lado y sin ropa? —pregunté. Quizá si no hubiera bebido no me hubiera atrevido a preguntarle aquello. Gavin sacudió la cabeza y me volvió a besar.
El horrible recuerdo de tío Philip agarrándome, empujando y retorciendo mi cuerpo para que él pudiera obtener su placer, volvió a mí, pero esta vez logré apartarlo. Fue asqueroso, pero ahora esto era diferente. Ahora no me daba miedo tocar o besar y quería que el cuerpo de Gavin estuviera muy cerca del mío. Sus labios no me recordaban a los de tío Philip.
—Gavin —susurré—, tócame, rápido, hazme olvidar.
—Christie… eres… el vino…
—No, no es el vino. Por favor —dije—. No deseo pensar en nada más que en ti en este momento.
Lo cogí por la muñeca y acerqué su mano a mi pecho.
—¡Christie! No, así no —dijo—. Siento que juego con ventaja —añadió apartando la mano. Yo giré la cabeza sobre la almohada y hundí la cara para que no viera mi turbación—. Deseo estar contigo —siguió diciendo—, pero no en esta situación tan confusa.
Quise gritarle que no estaba confundida. Que no era el vino, que la mujer que había en mí deseaba nacer de un modo bello y amoroso en lugar de ser desgarrada y torturada e iniciada en la madurez por un hombre enfermo y retorcido. Quería darle a entender que aquélla era mi primera vez, que yo era una muchacha de vida normal y no una a la que habían violado. Mi cuerpo deseaba que lo trataran con ternura, con cariño, con suavidad. Deseaba que nuestros besos fueran besos que alcanzaran los rincones más recónditos de mi corazón, que avivasen mi imaginación; quería que Gavin me tocara e hiciera estallar el fuego de la pasión de un modo que transformara en algo hermoso el amor de un hombre y una mujer, no en algo horrible que me obsesionara para siempre.
—Christie —dijo Gavin tocándome el hombro. Yo contesté con un gemido—. ¿Estás bien?
—No, no quiero conservar el horrible recuerdo que estalla como una burbuja de ácido, que me quema el corazón, no puedo apartar las pesadillas —exclamé irritada—. He huido de Cutler s Cove, Gavin, pero no de las cosas horribles que allí me han hecho. Me siento sucia —gemí—, y ninguna ducha o baño, no importa lo caliente o cuantas veces lo tome, puede limpiarme. Y tú también lo crees, ¿verdad? Por esta razón no quieres tocarme.
—No, Christie —protestó—. No es cierto. Deseo tocarte y tengo que reunir todas mis fuerzas para no hacerlo.
—Oh, Gavin —exclamé llorando—. No seas tan fuerte. Te necesito cerca de mí, muy cerca. —Aquellas palabras salieron de alguna parte de mí que yo ignoraba que existía. Gavin se me quedó mirando largamente y entonces empezó a desabrocharse la chaqueta y la camisa. Lo contemplé mientras se desnudaba a la luz de la lámpara de petróleo. Luego me incorporé y me quité el vestido, quedándome únicamente con el sostén y las bragas. Me deslicé bajo las sábanas y Gavin, después de ir a comprobar que Jefferson seguía durmiendo, se metió en la cama conmigo. Por un momento ninguno de los dos dijimos nada y permanecimos echados con nuestros cuerpos tocándose.
—Christie —dijo él finalmente—, no estoy seguro… quiero decir, ¿qué quieres que haga?
Ahora que él estaba a mi lado, comprendí lo lejos que habíamos llegado y con cuánta rapidez. De pronto aquello me dio miedo. Quizá Gavin tenía razón, quizá no fuera muy correcto hacerlo ahora.
—Abrázame —susurré— y deja que me duerma en tus brazos.
—No es tan fácil como crees —murmuró él y la creciente dureza entre sus muslos me explicó el porqué.
—Oh, Gavin. Qué cruel soy contigo: te atormento, te pido una cosa y luego otra. Deberías odiarme.
—Jamás te odiaría, Christie. Es imposible. —Sus labios volvieron a encontrarse con los míos.
—Gavin, no estoy aturdida, no.
—Lo sé.
—Gavin, hazme olvidar —le supliqué—. Necesito olvidar.
Sus dedos buscaron el cierre del sujetador y lo desabrochó, luego subieron y me deslizó la prenda interior por encima de mis pechos hasta que quedaron al descubierto; me acarició suavemente los pezones, tiesos y estremecidos. Yo entonces deslicé el sujetador por los brazos.
—Christie, Christie… —Sus dedos empezaron a bajarme las bragas por las caderas y los muslos. Levanté una pierna para que me las pudiera sacar del todo y, desnuda a su lado, mi corazón empezó a latir con tanta fuerza que estaba segura que él lo oía.
Gavin se sacó su ropa interior y me volvió a besar mientras suavemente se colocaba entre mis piernas. Sentí su palpitante virilidad y cerré los ojos y después, al abrirlos, pude verme muy bien en el interior de sus ojos y de su rostro.
—¿Christie? —repitió.
—Hazme olvidar, Gavin —susurré apartando de mí cualquier limitación y diciéndome que aquello era amor y no sexo ciego. Y tuve el éxtasis que esperaba. Pronto el recuerdo desagradable de lo que me había sucedido se fue hundiendo más y más alejándose con cada beso, con cada momento de pasión, hasta que vi ante mí el rostro amoroso de Gavin, con sus ojos tan radiantes de amor que centelleaban.
Mi corazón rebosaba amor y también esperanza. Quizá el amor que yo sentía por Gavin y el amor que él me tenía podría, después de todo, derrotar todas las maldiciones que se cernían sobre nuestras familias.
Y me quedé dormida a su lado, soñando en un mañana más luminoso.