ALGUIEN EN QUIEN CONFIAR
—Menos mal que os encuentro —gritó Gavin.
Cuando abrí los ojos y levanté la vista lo vi sonriéndome con las manos en las caderas y la maleta a sus pies. Llevaba unos pantalones de algodón azul oscuro y una camiseta blanca bajo una chaqueta ligera de algodón de color negro. Aunque no había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos habíamos visto, me pareció más alto y más mayor.
Jefferson siguió durmiendo con la cabeza apoyada en mi regazo. Estaba tan exhausto que se había ido deslizando sobre el banco y, al igual que yo, se había sumergido en un profundo sueño. Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido, pero al parecer era muy tarde. Había muy poca gente moviéndose en el interior del vestíbulo de la estación. Me froté los ojos para despejarme.
—Gavin, qué contenta estoy de verte —dije.
—He estado un buen rato buscándote y buscándote. Ya casi había perdido la esperanza, porque había pasado por aquí y como estáis en el banco del fondo no os había visto. Afortunadamente he decidido echar un último vistazo.
Yo asentí y todo lo que había sucedido se me vino encima: lo que había hecho tío Philip, la huida, el autobús hasta Nueva York, la horrible experiencia de la visita a mi padre, la desaparición de Jefferson en Port Authority y el robo de nuestras pertenencias. Ante la sorpresa de Gavin me eché a llorar, las compuertas que reprimían mis lágrimas se abrieron por completo y mis sollozos y temblores despertaron a Jefferson.
—Oh, Christie —dijo Gavin sentándose rápidamente a mi lado—. Pobre Christie. —Me rodeó los hombros con su brazo y yo escondí la cara en su pecho con el cuerpo sacudido por los sollozos—. Ahora todo irá bien. Todo irá bien.
—¿Qué pasa? —preguntó Jefferson, frotándose somnoliento la cara con la palma de las manos. Entonces se dio cuenta de que Gavin estaba con nosotros—. ¡Gavin!
—Eh, Jefferson, ¿cómo te va? —Gavin pasó los dedos juguetonamente por los desordenados cabellos de Jefferson.
—Estoy hambriento —declaró mi hermano inmediatamente—, y no tenemos dinero para comer —añadió frunciendo el ceño.
—¿No tenéis dinero? ¿Qué ha pasado? —preguntó Gavin mirándome.
Lentamente aparté la cabeza de su pecho para contarle las desafortunadas experiencias en Nueva York y cómo al final habíamos perdido todo lo que poseíamos y todo nuestro dinero. Gavin meneó la cabeza y apretó la boca con una expresión que significaba que él se iba a hacer cargo de todo.
—Bueno, lo primero que haremos será ir a comer algo caliente. Allá al fondo hay un pequeño restaurante, lo he visto cuando os estaba buscando. Vamos —nos urgió—, si comes algo caliente te sentirás mejor. —Con el dorso de la mano me enjugó las lágrimas suavemente y sonrió.
—Y también se llevaron lo que Christie acababa de comprarme —se quejó Jefferson—. ¿Puedo tener otro cuaderno?
—Ya veremos, Jefferson. Cada cosa a su tiempo —dijo Gavin.
Qué fuerte y seguro me parecía y qué feliz me hacía estar a su lado. Mi corazón latía suavemente y sentí que la tensión y el miedo que me habían dominado en el banco abandonaban ahora mi cuerpo.
Tomé de la mano a Jefferson y Gavin, a su vez, tomó mi otra mano. Cogió su maleta y nos llevó al restaurante. Una vez encargamos la comida, Gavin nos contó que había salido de su casa inmediatamente después de mi desesperada llamada telefónica.
—He escrito una nota, la he dejado encima de la nevera y me he ido. Papá se habrá disgustado, pero mamá se encargará de tranquilizarlo. Les he prometido llamarlos en cuanto pueda. No les he dicho que os habíais escapado —añadió rápidamente—, pero Philip puede llamarlos o ellos a él. ¿Y ahora quieres contarme algo más de lo que ha sucedido? —preguntó—, ¿y por qué te has escapado?
Dirigí la mirada a Jefferson e hice un gesto con la cabeza.
—Luego —dije en voz baja. Gavin asintió comprensivo.
A Jefferson comer caliente le dio ánimos y lo puso contento. Describió nuestro viaje, habló con todo detalle de la gente que ocupaba el autobús, de las cosas que había visto, de nuestros viajes en taxi por Nueva York y el policía que lo había reprendido por alejarse de mi lado.
Cuando estábamos acabando de comer, Gavin planteó la pregunta más obvia e importante.
—¿Y qué has pensado hacer?
—No quiero volver a Cutler s Cove, Gavin —dije con firmeza, entornando los ojos con determinación. Gavin me examinó durante unos instantes y luego se recostó en su asiento.
—Bueno, tengo el dinero que guardaba para el viaje, pero no va a durar siempre. ¿Adónde quieres ir? ¿Qué quieres hacer?
Lo medité durante unos instantes. Tía Trisha estaba fuera, mi padre natural era un desastre, pero había un sitio. Yo había estado allí en una ocasión con mis padres, aunque era tan pequeña que apenas lo recordaba. A veces papá y mamá hablaban de él y la dulce tía Charlotte.
—Quiero ir a Lynchburg, Virginia, y de allí a The Meadows —declaré.
—¿The Meadows? —Gavin alzó las cejas, interesado.
—Es la antigua plantación de la familia, ¿recuerdas? Te la he mencionado en alguna carta. Es donde la abuela Cutler y la desagradable tía Emily, la hermana mayor, le hicieron la vida imposible a mamá. Allí es donde yo nací. ¿Te acuerdas ahora?
Gavin asintió lentamente.
—Cuando la odiosa Emily murió mis padres visitaron a tía Charlotte. Una vez fui con ellos. Apenas recuerdo la visita, pero sí recuerdo a tía Charlotte y a Luther, su marido. Me dio algo que todavía guardo, un bordado con un canario en una jaula. Ella lo dibujó e hizo todo el trabajo. Oh, es un lugar perfecto para nosotros, Gavin —dije, excitada ante aquella idea—. Nadie pensará buscarnos en ese sitio.
—Lynchburg, hum —dijo Gavin pensativo.
—The Meadows está casi a ochenta kilómetros, en un pequeño caserío que se llama Upland Station. Recuerdo que los autobuses no llegan hasta allí. Es un lugar muy pequeño. ¿Tienes dinero suficiente para comprar los billetes de autobús hasta Lynchburg? —pregunté—. Quizá luego podamos coger un taxi para hacer el resto del camino.
—No lo sé, primero tenemos que enterarnos de lo que cuestan los billetes. Oye, Christie, no tienes ropa… Jefferson tampoco, no crees que…
—No quiero volver a Cutler s Cove —repetí, con intensa expresión de enfado y determinación—. Ya encontraremos la manera; seguro que la encontraremos. Encontraré un trabajo y ganaré algún dinero. Haré cualquier cosa para no volver —añadí con seguridad—. Lavaré platos, fregaré suelos, cualquier cosa. —Impresionado por mi resolución y tenacidad, Gavin se encogió de hombros.
—Muy bien, espera a que averigüe el precio de los billetes —dijo.
—¿Puedo comprar un juguete nuevo? —preguntó Jefferson rápidamente. Ya se había acabado la leche y se había comido hasta las miguitas de su pastel de manzana.
—Ya veremos —contestó Gavin.
Tenía dinero suficiente para comprar los billetes hasta Lynchburg y aún le sobraron veintisiete dólares. Cuando le dijimos a Jefferson que necesitábamos hasta el último penique para comer y para el taxi que nos llevaría hasta The Meadows, mi hermano gimoteó. Finalmente Gavin lo consoló con un juego de cartas muy barato y con la promesa de que le enseñaría muchos trucos durante el viaje.
Tuvimos que esperar otra hora antes de que pudiéramos subir al autobús. Gavin y Jefferson fueron al cuarto de baño, luego lo hice yo y después nos sentamos en un banco de la sala de espera. Jefferson empezó a jugar con las cartas y, mientras estaba distraído, le conté a Gavin lo que me había hecho tío Philip, evitando los detalles más desagradables. Gavin me escuchó y, a medida que yo le iba contando, él fue abriendo más y más los ojos. Vi cómo la expresión de su cara cambiaba de la sorpresa a la piedad y luego a la indignación, cuando yo rompí a llorar otra vez, con unas lágrimas ardientes que me quemaban los ojos.
—Deberíamos volver y contárselo todo a la policía; sería lo más correcto —dijo Gavin con unos ojos tan llameantes que me recordaron el mármol negro pulimentado.
—No quiero, Gavin. No quiero tener nada más que ver con él ni con mi tía o esos horribles primos —gemí—. Además, ellos siempre encuentran el modo de confundir las cosas y acusarnos a Jefferson y a mí de todo lo malo que sucede. Lo que deseo es alejarme totalmente de ellos. Será lo mejor, siempre y cuando esté contigo —añadí.
Enrojeció durante unos instantes y luego adquirió una expresión de seguridad y de madurez que me recordó a papá, sobre todo por la manera de echar los hombros hacia atrás y levantar la barbilla.
—Nadie te volverá a hacer daño, Christie, nunca más, no mientras estés conmigo —me prometió. Yo le sonreí y me colgué de su brazo y apreté mi mejilla contra su hombro.
—Me hace muy feliz que hayas podido ayudarnos, Gavin. Ya nada me da miedo. —Cerré los ojos y sentí su aliento en mi cabello y luego sus labios. Sonreí y me relajé. Repentinamente, me sentí llena de nuevas esperanzas.
Como Gavin estaba con nosotros y logró distraer a Jefferson, el viaje a Lynchburg transcurrió mucho más rápido de lo que era previsible. Mantuvo a Jefferson ocupado contando cartas o postes de teléfono. Elegíamos un color y acumulábamos puntos cada vez que aparecía el color elegido. La lluvia que nos había seguido hasta Nueva York se había desplazado hacia el mar, y durante la mayor parte del viaje gozamos de un cielo azul y de unas suaves nubes de algodón. Si embargo, aunque habíamos salido a primera hora de la mañana, las paradas y los retrasos nos hicieron prever que llegaríamos a Lynchburg a primera hora de la noche. Tan sólo comimos un poco con la idea de ahorrar la mayor cantidad de dinero posible. Gavin nos aseguró que no tenía apetito y sólo comió una barrita dulce, pero cuando llegamos a nuestro destino sólo nos quedaban dieciocho dólares y treinta centavos.
Al salir de la estación de autobuses encontramos a dos taxistas apoyados en sus vehículos, charlando. Uno de ellos era un hombre alto y delgado de cara estrecha y nariz afilada; el otro era más bajo, y parecía más suave y amistoso.
—¿Upland Station? —preguntó el taxista más alto—. Está a unos ochenta kilómetros. Les costará cincuenta dólares.
—¿Cincuenta dólares? No tenemos tanto —dije con tristeza.
—¿Cuánto lleváis encima? —preguntó.
—Dieciocho —contestó Gavin.
—¡Dieciocho! Vamos, no encontraréis a ningún taxista que os lleve a Upland Station por ese dinero. —La respuesta casi hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas. ¿Qué podíamos hacer ahora?
—Esperad —dijo el otro taxista cuando empezábamos a alejarnos de allí con tristeza—. Yo vivo a treinta kilómetros en aquella dirección y ya es hora de volver a casa. La distancia que falta os la cobraré a dieciocho dólares.
—Qué no hará Joe por una jovencita —dijo con acritud el taxista alto.
—Muchas gracias, señor.
Entramos en la parte trasera del coche. Era un taxi viejo con asientos rotos y ventanillas sucias, pero al menos era un vehículo.
—¿A quién conocéis en Upland Station? Ese sitio es como una ciudad fantasma —preguntó el conductor.
—A Charlotte Booth. Es mi tía. Vive en una antigua plantación que se llama The Meadows.
—¿The Meadows? Sí, ya sé, pero ahora no puedo subir hasta allí porque estropearía los amortiguadores y los neumáticos del coche. Tendréis que subir desde la carretera —dijo.
Luego habló de cómo se iban muriendo las pequeñas poblaciones, de la economía, de los cambios del Sur y de por qué las cosas ya no eran lo que habían sido cuando él era joven en Lynchburg.
Aunque no había luna, el cielo estrellado brillaba lo bastante para que pudiéramos ver algo del paisaje mientras lo atravesábamos, pero una media hora después de dejar la estación de autobuses, empezaron a aparecer unas nubes oscuras que se movían como una cortina que nos separara del cielo. Las granjas y los pueblecitos que encontramos a lo largo del camino estaban muy alejados los unos de los otros. Sentí como si estuviera abandonando el mundo real y entrara en un mundo de sueños mientras la oscuridad aumentaba y se cernía sobre la carretera, delante de nosotros. Las casas deshabitadas y los establos se ocultaban en ese halo de oscuridad y sólo de vez en cuando podíamos ver su silueta recortada contra un pequeño grupo de árboles o en una solitaria elevación del suelo, o en las casas todavía pobladas que parecían como perdidas y pequeñas. Imaginé a unos niños de la edad de Jefferson con temor de mirar afuera, a las tinieblas, que parecían deslizarse por el suelo fuera cual fuese el viento que soplara sobre el tejado y a través de cada rincón y cada abertura.
Jefferson se acercó a mí. Ningún coche se cruzó con el taxi, parecía como si estuviéramos caminando por el borde del precipicio del mundo. La radio del taxi crujía a causa de las interferencias. El taxista la golpeó varias veces, protestó pero al cabo de un rato la apagó y viajamos en relativo silencio hasta que finalmente apareció una señal indicando Upland Station.
—Es aquí —anunció nuestro conductor—. Upland Station. Si pestañeáis no lo encontraréis —dijo riendo.
Ya no me acordaba de lo pequeño que era. Con el almacén, correos y el pequeño restaurante cerrado, parecía un pueblo fantasma. El taxista avanzó un poco más y se detuvo a la entrada de la avenida que conducía a The Meadows. Había dos pilares de piedra coronados con una bola de granito, pero había crecido maleza y hierbas entre los pilares, como si nadie hubiera pasado por allí durante años y años.
—Ya no puedo seguir —dijo el conductor del taxi—. La antigua plantación de The Meadows está a una media milla de la entrada.
—Gracias. —Gavin le dio el dinero que nos quedaba.
Salimos del coche y el taxista reanudó su marcha. Como el cielo estaba cubierto, nos dejó en medio de la oscuridad. La noche se había cerrado a nuestro alrededor con tanta rapidez que no pude ver los ojos de Gavin. Jefferson me apretó la mano como si en ello le fuera la vida.
—Quiero ir a casa —gimió.
—Espero que haya alguien —murmuró Gavin y de repente pensé, ¿y si no están? Podía haberles sucedido algo que les hubiera obligado a marcharse—. Me temo que será un largo paseo en medio de la oscuridad en balde —nos advirtió Gavin.
—No lo creo, Gavin —le aseguré yo.
—Hum, hum —murmuró sin demasiada confianza. Cogió mi otra mano y los tres nos pusimos en marcha en medio de la oscuridad, por un camino lleno de baches y guijarros.
—No me extraña que el taxista no quisiera transitar por este camino —dijo Gavin.
De la profundidad del bosque que se extendía a nuestra derecha surgió un ruido espectral. Me sobresalté y me giré para ver de qué se trataba.
—Sólo es un búho —me aseguró Gavin— que nos advierte que estamos en su territorio. Al menos es lo que diría mi padre.
Cuando mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, pude ver con mayor claridad la copa de los árboles y de los pequeños arbustos. Parecían centinelas de la noche vigilando a los intrusos inesperados.
—Tengo frío —se quejó Jefferson. Pero sabía que lo que en realidad pretendía era acercarse más a mí. Ahora que el búho había silenciado sus lamentos, el único sonido que oíamos era el de nuestros pasos sobre la gravilla suelta.
—Aún no he visto ninguna luz —dijo Gavin extrañado.
Giramos entonces un recodo y los extremos de unas chimeneas de ladrillo y el tejado largo y de dos aguas de la casa de la plantación apareció ante nosotros, una oscura silueta contra un cielo aún más oscuro. La casa se erigía como un lóbrego monstruo gigantesco que de pronto se hubiera elevado del pozo de oscuridad que había en el suelo.
—Esto no me gusta —protestó Jefferson.
—Por la mañana su aspecto será mucho mejor —le prometí. La promesa iba dirigida tanto a mi hermano como a mí misma.
—Allá se ve una luz —dijo Gavin aliviado. A través de las ventanas de la primera planta pudimos ver una luz tenue y parpadeante—. Al parecer utilizan velas o lámparas de petróleo —murmuró.
—Quizá haya un apagón a causa de una tormenta —sugerí.
—No parece que haya llovido recientemente —contestó Gavin. Sin comprender la razón, ambos hablábamos susurrando.
Cuando nos acercamos a la fachada de la casa, pudimos divisar con mayor claridad el porche. Entre la gran hilera de columnas discurrían tupidas enredaderas que parecían los tentáculos de alguna temible criatura que asiera con sus garras a la gran casa. Encontramos el camino de la entrada entre unos setos. Estaba resquebrajado, descantillado; nos detuvimos un momento y contemplamos el sombrío porche frontal.
—¿Ya has pensado en lo que vas a decirles? —preguntó Gavin. Pero antes de que pudiera responderle, una oscura sombra a nuestra derecha adquirió repentinamente la forma de un hombre y se acercó a nosotros. Llevaba una escopeta en la mano.
—Quietos —ordenó— o disparo. —Jefferson se lanzó a mis brazos de un brinco. Miré a Gavin y me acerqué a él—. ¿Quiénes sois? ¿Habéis venido a molestarnos otra vez?
—No, señor —contestó Gavin de inmediato.
—He venido a visitar a mi tía Charlotte —intervine yo.
—¿Tía Charlotte? —Se acercó más hasta que la débil luz de las ventanas iluminó su piel y sus ojos. Entonces pude ver que se trataba de un hombre alto y flaco—. ¿Quién eres?
—Me llamo Christie y soy hija de Dawn —le expliqué enseguida—. Este es mi hermano pequeño, Jefferson, y el del hermano de mi padre, Gavin.
—¿La hija de Dawn? —preguntó bajando el arma—. ¿Y has venido hasta aquí desde el océano? ¿Dónde están tus padres?
—Han muerto —le dije—. Han muerto en un terrible incendio en el hotel.
—¿Quieres decir que han muerto?
—¿Podemos entrar, Luther? —pregunté—. Hemos estado viajando todo el día y toda la noche.
—Oh, claro, claro. Vamos. Cuidado con los escalones —nos advirtió—. Muertos… —murmuró.
Los tres subimos rápidamente los escalones que desembocaban en la enorme entrada. Los zapatos crujieron sobre los ladrillos sueltos del suelo del porche y los que parecían murciélagos salieron volando de los aleros y del tejado. Luther se adelantó y abrió la puerta. Cuando la luz le iluminó la cara observé que en sus cabellos castaños ya habían aparecido algunas canas que le caían sobre la frente surcada de profundas arrugas. Tenía una nariz larga y curvada, ojos castaño oscuro e innumerables y finas arrugas en cada extremo. La barba tupida y gris formaba parches en su cara bronceada, y cuando se acercó capté el aroma de tabaco de mascar.
—Entrad —nos invitó, introduciéndonos de inmediato en la casa de la antigua plantación.
Nos encontramos en una gran entrada que llevaba al fondo, desembocando en un pasillo iluminado por velas y lámparas de queroseno que terminaba en una escalera circular. Los tres levantamos la vista hacia los grandes retratos de familia que cubrían las paredes y Jefferson empezó a reír. Los rostros de aquellos que una vez debieron de haber sido severos caballeros del Sur y mujeres desgraciadas de rostro acongojado habían cambiado; alguien diría que a causa de una acción vandálica. Habían dibujado divertidos mostachos y alegres barbas en aquellos que carecían de ellos… ¡incluidas las mujeres!, utilizando pintura amarilla, rosa y roja habían añadido color para animar el negro y el blanco anteriores. Algunos rostros ostentaban lunares en las mejillas, proporcionándoles un aspecto como de víctimas del sarampión; otros portaban ridículos lentes en los ojos y una mujer tenía un anillo verde en las aletas de su nariz.
—Esto es obra de Charlotte —explicó Luther—. Consideraba que formaban una imagen demasiado grave y triste. Emily debió de sufrir un sobresalto en su tumba —añadió sonriendo y mostrando una boca desdentada.
—Yo vine aquí hace tiempo, pero ya no me acordaba.
—Qué divertido —dijo Jefferson—. Yo también quiero pintar. ¿Puedo?
—Pregúntaselo a Charlotte. Tiene muchos cuadros en el ático que quiere pintar —contestó Luther emitiendo un chasquido.
—¿Dónde está tía Charlotte?
—Oh, quién sabe. Estará con una de sus labores o arreglando algo por la casa. Vamos a la sala de estar; es ahí, a la derecha. Haced como si estuvierais en vuestra casa, yo mientras iré a buscar a Charlotte. ¿Este es el único equipaje que traéis? —preguntó dirigiéndose a Gavin.
—Sí, señor —contestó.
—Nos robaron nuestras cosas en la sala de espera de la estación de autobuses de Nueva York —le expliqué rápidamente.
—¿Ah, sí? Nueva York. Ya he oído que allí suceden estas cosas. Te pueden robar o matar a los pocos minutos de haber llegado —dijo Luther, asintiendo.
—Puede pasarte cualquier cosa si no tienes cuidado de ti mismo —le confesé con tristeza.
Seguimos avanzando por el pasillo. La casa me pareció aún más grande de lo que recordaba. Sobre nuestras cabezas colgaban arañas de luces cuyos bulbos de cristal parecían trozos de hielo a la luz mortecina de las velas y de las lámparas de petróleo. Nos detuvimos ante la primera puerta según nos indicó Luther. Había encendidas dos lámparas de petróleo, sobre una mesa redonda una y la otra encima de una mesa junto a un sofá de color oscuro. Luther se dirigió a la derecha y encendió otra que reposaba en una estantería.
—Descansad aquí un momento —dijo, y salió apresuradamente.
Los tres miramos a nuestro alrededor. Sobre el largo sofá semicircular había el tapizado de recuadros más estrafalario que haya visto en mi vida. Parecía como si hubieran unido entre sí docenas de trapos, trozos de toalla y hasta de paños para limpiarse las manos sin fijarse en el color o en el material. Y lo mismo podía decirse del acolchado que tapizaba la silla que había frente al sofá.
En algunas paredes reconocí los bordados de tía Charlotte. Habían colgado al azar cuadros de árboles y de niños, granjas de animales y animales salvajes, como si na Charlotte hubiera entrado en aquella habitación y los hubiera puesto allí donde había un espacio. Aquí y allá, en medio de estas obras manuales, había antiguos cuadros con escenas campestres, casas y, nuevamente, retratos de antepasados.
—¡Mirad eso! —gritó Jefferson, señalando un rincón a la derecha. Allí estaba un reloj de la época de los abuelos pero sobre los números tía Charlotte había dibujado y pintado diferentes aves. Las doce era un búho y las seis un gallo. Había petirrojos y pájaros azules de la felicidad, gorriones y cardenales, canarios y hasta un loro. Todos ellos pintados en brillantes colores.
—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó Gavin en voz alta. Como respuesta me limité a menear la cabeza.
—Hola a todos. Hola, hola, hola —oímos una voz alegre a nuestras espaldas y cuando nos volvimos nos encontramos frente a tía Charlotte. Vestía algo muy parecido a un saco de patatas cubierto con tiras de lazos multicolores. Era tan bajita y regordeta como vagamente la recordaba; seguía peinando los grises cabellos en dos gruesas trenzas, una de ellas sujeta con un lazo amarillo y la otra con uno naranja. A pesar de sus arrugas, tenía una sonrisa infantil y unos ojos grandes, azules y dulces que se abrían como los de una niña. Calzaba pantuflas masculinas de colar marrón con una raya blanca a los lados y un lunar también blanco encima del dedo gordo.
—Hola, tía Charlotte —dije—. ¿Te acuerdas de mí?
—Desde luego —contestó—. Eres la niña que nació aquí y que ahora viene a visitarnos. Me hace muy feliz. Nadie nos visita desde hace mucho tiempo. Emily odiaba las visitas. Si alguien venía a vernos, siempre decía que estaba muy ocupada y que no tenía espacio.
—¿Que no tenía espacio? —dijo Gavin con incredulidad.
—Emily mentía —explicó tía Charlotte inclinándose hacia él—. Pero según ella decir mentiras no era malo. Ahora miente en una fría tumba, ¿verdad, Luther?
—Muy fría, sí —contestó él.
—Bien —siguió Charlotte—. Os daremos las mejores habitaciones y luego podremos charlar y charlar y charlar hasta que se nos seque la garganta.
—Probablemente querrán comer y beber algo después de un viaje tan largo —dijo Luther—. Prepararé algo mientras tú los llevas arriba, Charlotte.
—Estupendo. —Tía Charlotte dio unas palmadas—. Entonces vamos. —Se levantó y Luther se acercó a nosotros.
—No le digáis lo que me habéis contado sobre la muerte de vuestros padres. Ya lo haréis cuando estemos en la cocina. Yo le tenía mucho cariño a tu madre, a los dos nos trató siempre muy bien.
—Gracias, Luther —dije y salimos corriendo detrás de tía Charlotte que mientras caminaba hablaba como si estuviéramos detrás de ella.
—Luther dice que tenemos que hacer alguna de las cosas que Emily quería que hiciéramos, como no gastar luz eléctrica porque es muy cara. La casa es demasiado grande para encender todas las luces —dijo riendo—. No me opongo a las velas o a las lámparas, pero siempre tienes que acordarte de llenarlas con petróleo y, la verdad, es un engorro. ¿No es odioso? —Se detuvo al preguntarlo.
—No tenemos lámparas como éstas en Cutler’s Cove —dije yo.
—Oh —exclamó mirando a Jefferson—. Hola. He olvidado tu nombre.
—Soy Jefferson.
—Jefferson… Jefferson —repitió alzando la vista—. Oh, uno de los hombres de la pared se llamaba Jefferson.
—¿Un hombre de la pared?
—Se refiere a un retrato —le dije yo a mi hermano.
—Sí, un retrato. Fue, hum… presidente.
—Jefferson Davis —apuntó Gavin.
—Sí —dijo ella aplaudiendo—. Ese es. Te lo enseñaré. ¿Y tú cómo te llamas?
—Gavin —contestó sonriendo—. ¿Hay algún Gavin en las paredes?
Lo pensó un instante y luego sacudió la cabeza. Pero volvió a sonreír rápidamente.
—Ya sé. Te haré un retrato y lo pondré en un marco de plata. Ya tengo tu sitio.
—¿Mi sitio?
—Donde tú quieras —aclaró ella.
—Oh —exclamó Gavin mirándome de reojo y sonriendo.
—Estoy cambiando la casa —siguió diciendo mientras caminaba—. Emily hizo de este sitio un lugar triste porque creía que era perjudicial que fuera un lugar alegre y luminoso. Pero Emily ya no está… —Se volvió hacia nosotros—. Murió y salió volando a lomos de una escoba. Eso dice Luther. La vio salir volando.
—¡La vio! —exclamó Jefferson. Tía Charlotte asintió y se inclinó hacia él para hablarle en un susurro.
—A veces, cuando afuera está muy oscuro y hace mucho frío, Emily vuela alrededor de la casa gimiendo y gruñendo y entonces lo que hacemos es cerrar bien las ventanas y las cortinas —dijo enderezándose.
Jefferson me miró con expresión atónita y ni siquiera mi sonrisa alivió su ansiedad.
Subimos las escaleras y, al llegar al segundo rellano, Charlotte se detuvo y señaló hacia la derecha donde todo estaba oscuro.
—Ahí es donde dormía tu madre y naciste tú. Por la mañana te enseñaré la habitación si quieres.
—Sí, me gustaría. Gracias, tía Charlotte.
—Nosotros vivimos en esta zona —explicó girando a la derecha donde había lámparas de petróleo encendidas. Las paredes estaban cubiertas con bordados de tía Charlotte y cuadros antiguos colgados y mezclados sin orden ni concierto. Pasamos junto a una mesita cubierta con lo que parecía un edredón sobre el que había pintado la cara de un payaso.
A pesar del desorden en el que habían colgado y dispuesto las obras, los trabajos de tía Charlotte eran francamente buenos. Observé que a Jefferson le divertían todos aquellos colores y cuadros y comencé a preguntarme a mí misma si tendría algún valor la infantil decoración de Charlotte. Aquella casa oscura como una caverna se había convertido, gracias a ella, en algo alegre y brillante. Mientras pasábamos junto a unos jarrones pintados con brillantes colores y alegres dibujos y formas, linternas de papel colgando de techos y lámparas de araña, tiras de colores de papel sobre paredes y ventanas, me sentí como si de algún modo hubiéramos caído en el mundo fascinante y divertido de Alicia en el país de las maravillas.
—Ésta era la habitación de mis padres —dijo tía Charlotte deteniéndose ante la puerta— y éstos eran ellos —añadió señalando los retratos que colgaban en la pared opuesta. No los había tocado, y aunque ni él ni ella sonreían parecían contrariados. Charlotte se volvió hacia la puerta y la abrió—. Aquí siempre tengo una lámpara encendida, por si acaso vuelven sus espíritus. No me gustaría que chocaran con los muebles —añadió soltando una carcajada. Jefferson volvió a abrir los ojos con asombro.
Era una habitación enorme con una gran cama de roble, provista de unos pilares casi tan altos como el techo y de un enorme cabezal en forma de media luna. En la cama todavía había almohadas y sábanas, y también unas tupidas telarañas. Había una chimenea muy grande de piedra con grandes ventanas a cada lado. Las grandes cortinas que las cubrían estaban corridas y parecían más pesadas por años y años de acumular polvo y mugre. Encima de la chimenea colgaba el retrato de un joven Padre Booth. En una mano sostenía un rifle y en la otra una ristra de patos.
La habitación guardaba muchos muebles antiguos de gran calidad de color oscuro, y en una mesilla de noche había una gran Biblia y unas gafas para leer a su lado. Pero olía a humedad y a moho. Cuando Gavin y yo observamos que en el tocador todavía había cepillos y peines y tarros con cremas y algunos de ellos estaban abiertos, intercambiamos una mirada. Era como si aquella habitación fuera una especie de relicario, conservada igual que el día en que el padre de Charlotte había pasado a mejor vida. Recordé que su madre había fallecido mucho antes. Charlotte cerró la puerta y se dirigió a la siguiente.
—Aquí dormía Emily —murmuró—. No he traído ninguna lámpara. No quiero que su espíritu entre en la casa—explico. Después seguimos avanzando y pasamos junto a una puerta cerrada y luego junto a otra—. Luther y yo dormimos aquí —dijo señalando una de aquellas puertas—. Bueno —añadió, deteniéndose—. Y aquí hay dos habitaciones muy hermosas para los invitados. —Abrió la primera puerta y fue a encender la lámpara.
La habitación tenía dos camas individuales separadas por una mesilla de noche. Había dos cómodas a ambos lados y dos grandes ventanas, una a la derecha de la cama de la derecha y la otra a la izquierda de la cama de ese lado.
—Esto es un armario vestidor —dijo tía Charlotte abriendo una puerta—, y esta puerta —añadió dirigiéndose a la otra— comunica con la habitación de al lado. ¿No es encantador?
Entramos a ver la otra habitación, eran idénticas.
—¿Jefferson va a dormir con Gavin o contigo? —me preguntó Charlotte.
—¿Qué quieres hacer, Jefferson?
—Dormiré con Gavin —repuso mi hermano, con una actitud masculina que me hizo sonreír. No quiso admitir que necesitaba dormir con su hermana mayor.
—Estoy de acuerdo mientras no ronque —dijo Gavin con expresión divertida—. Dormiremos en esa habitación —añadió, indicando la habitación contigua.
—El cuarto de baño está al otro lado del pasillo. Hay toallas, siempre las hay y jabón, jabón muy bueno, no el que nos obligaba a utilizar Emily. Y también tenemos agua caliente, aunque a veces se corta y Luther tiene que arreglarlo. ¿Queréis cambiaros de ropa? —preguntó.
—Tenemos un pequeño problema, tía Charlotte —le dije—. Cuando estábamos en Nueva York esperando que Gavin llegara, nos robaron a Jefferson y a mí todas nuestras cosas.
—Oh, querida —exclamó ella llevándose las manos a la garganta—. Qué pena. Bueno —añadió sonriendo—, mañana nos dedicaremos a buscar ropa. Subiremos al ático donde hay muchos baúles llenos de ropa, y también zapatos y sombreros, guantes y abrigos, ¿os parece bien?
—Muy bien —contesté yo mirando a Gavin, quien se encogió de hombros.
—Bueno, pues ahora bajemos enseguida a la cocina a comer algo y después me lo contarás todo, desde el día en que naciste hasta ahora —dijo Charlotte.
—Eso nos puede llevar mucho tiempo, tía Charlotte —le dije sonriendo.
—Oh —exclamó con expresión de tristeza—. ¿Tenéis que volver pronto a casa?
—No, tía Charlotte. No quiero volver a casa nunca más. —Mis palabras la sorprendieron.
—¿Significa que quieres quedarte aquí para siempre… siempre? —me preguntó abriendo los ojos.
—Todo lo que pueda —contesté.
—Entonces para siempre —dijo ella imperturbable, juntando las manos y soltando una breve risita—. Para siempre.
Seguimos tras ella y tía Charlotte tomó a Jefferson de la mano mientras le decía lo mucho que se iba a divertir explorando la casa y los terrenos circundantes. Cuando avanzábamos por el pasillo le habló de los conejos y pollos, y del zorro que siempre estaba al acecho del gallinero. Al llegar a la cocina, Luther ya nos había preparado bocadillos de queso y té. Charlotte abrió una caja de galletas y sacó unos rollitos de mermelada que había preparado ella.
—En cuanto murió Emily —nos explicó—, fuimos al pueblo y compramos veinte libras de azúcar, ¿no es cierto, Luther? —El asintió—. Y lo hemos seguido haciendo. Emily no nos permitía tener azúcar, sólo algún que otro caramelo, ¿verdad, Luther?
—Emily se ha ido y en buena hora nos hemos librado de ella —dijo él con firmeza.
Los tres nos acomodamos alrededor de la mesa y comimos los bocadillos mientras tía Charlotte nos iba contando las cosas que había hecho desde la muerte de Emily. Había entrado en las zonas de la casa que Emily le había prohibido visitar; había abierto baúles y armarios, empezó a perfumarse y hasta se pintaba los labios cuando le venía en gana. Y lo mejor de todo, se había dedicado a sus bordados artísticos y a sus trabajos manuales.
—¿Te gusta pintar cuadros, Jefferson? —le preguntó y él alzó rápidamente la vista.
—Nunca lo he hecho —repuso.
—Oh, tienes que probarlo ahora que estás aquí. Mañana te enseñaré todas mis pinturas y mis pinceles. Luther me ha arreglado un estudio, ¿verdad, Luther?
—Era el despacho de Emily —dijo él con expresión radiante—. Saqué todas sus cosas y en su lugar llevé las de Charlotte.
—¿Nunca has trasladado abalorios, Jefferson? —le preguntó Charlotte y él negó con la cabeza—. Oh, aquí vas a divertirte mucho. También tengo libras y libras de arcilla.
—¿De verdad?
—Sí —repuso ella juntando las manos—. Ya sé… lo llevaremos a tu habitación y podrás pintar todo lo que quieras.
—¡Uau! —exclamó Jefferson con un brillo de excitación en los ojos. Tía Charlotte se sentó y juntó las manos. Durante un momento se nos quedó mirando mientras comíamos.
—Bueno —dijo finalmente—. ¿Y cuándo vendrán papá y mamá?
Dejé el bocadillo en el plato.
—Nunca vendrán, tía Charlotte. Hubo un terrible incendio en el hotel y en él murieron. Y ahora nosotros ya no podemos vivir allí.
—Oh, querida. ¿Dices que están muertos? —miró a Luther y éste asintió con el rostro sombrío—. Oh, qué desgracia para vosotros, y para todo el mundo. —Miró con simpatía a Jefferson—. Bien, no dejemos que la tristeza entre en The Meadows. Cerraremos las puertas a la tristeza. Aquí podemos divertirnos muchísimo, podemos cocinar excelentes menús, galletas y pasteles, organizar juegos divertidos y escuchar música.
—Mi hermana toca el piano —anunció Jefferson.
—Oh, toca el piano. —Tía Charlotte juntó las manos—. Tenemos un piano en la sala de estar, ¿verdad, Luther?
—Es probable que esté desafinado y lleno de polvo, pero es un buen piano. La madre de Charlotte solía tocarlo después de cenar —dijo Luther clavando en mí su mirada—. Os deben de estar buscando, ¿no es cierto, muchachos? ¿No vendrán a buscaros?
Miré a Gavin y luego sacudí la cabeza.
—Ignoran que estamos aquí.
—Os habéis escapado, ¿cierto? —No necesitaba respuesta porque lo vio en nuestras caras.
—Por favor, deja que nos quedemos un tiempo, Luther. No te causaremos ningún problema —le supliqué.
—No, señor, no se lo ocasionaremos —dijo Gavin—. Y yo estoy dispuesto a ayudarle en la plantación —añadió.
—¿Has trabajado alguna vez en una granja? —preguntó Luther rápidamente.
—Un poco.
—Bien, tenemos que hacer balas de heno, hay que cortar leña, dar de comer a las gallinas y a los cerdos, recoger la cosecha de agosto. Enséñame las manos —dijo alargando las suyas, y cogiendo a Gavin por las muñecas volvió sus palmas hacia arriba. Luego puso las suyas al lado de las de Gavin—. Mira estas callosidades. Así se ponen trabajando en una granja.
—No me da miedo tener callos en las manos —dijo Gavin secamente. Luther asintió e insinuó una sonrisa, torciendo los labios mientras se recostaba en el asiento.
—Recolectaremos lo que hemos plantado —dijo.
—Yo también quiero ayudar —terció Jefferson.
Charlotte rió.
—Puede aprender a seleccionar los huevos —dijo mientras a Jefferson se le iluminaba la cara.
—Y yo puedo ayudar en las labores de la casa. —Aun con aquella iluminación tan mortecina pude ver con claridad que la casa necesitaba horas y horas de limpieza—. No seremos una carga —les aseguré.
—Desde luego que no, querida —dijo Charlotte—. ¿Pueden quedarse, pueden, Luther?
—Espero que sí. Al menos por un tiempo.
—Ya sé —exclamó luego Charlotte dando unas palmaditas—, en cuanto acabéis de comer puedes intentar tocar el piano.
—Están cansados, Charlotte. Deben retirarse a dormir —dijo Luther.
—Oh, sólo un poquito —gimoteó como una niña—. ¿Puedes tocar sólo un poquito, querida?
—Claro que sí —contesté, y cuando acabamos el té y las galletitas de mermelada, que estaban deliciosas, Charlotte nos condujo hasta la sala de la mano de Jefferson. Me sentí feliz al ver con qué rapidez mi hermano pequeño había hecho amistad con ella y cómo habían desaparecido todos sus temores.
La sala era la habitación más sorprendente de todas. Charlotte había pintado todas las paredes, una de color azul, otra de amarillo, otra verde y la otra de un tono rosa luminoso. Las pinturas y los retratos habían sido sustituidos en las paredes por ropas antiguas con zapatos y botas colgando del borde de los pantalones y de las faldas. En un rincón había una vitrina llena de joyas de la época. Había pintado las patas de las sillas y de las mesas, con los cuatro colores que dominaban las paredes. Aquí y allá había un manchón de pintura en el suelo de madera y también gotas de pintura en el paño de las ventanas.
Gavin y yo nos quedamos contemplando todo aquello con la boca abierta.
—Charlotte quiso que esta habitación fuera su «Habitación de la Felicidad» —explicó Luther.
—Emily no nos dejaba venir mucho aquí —dijo Charlotte—. No quería que le desordenáramos las cosas —añadió para luego seguir con una especie de risita que sonó como un hipo. Jefferson no paraba de dar vueltas, con la cara iluminada por una gran sonrisa de excitación.
—¿Puedo hacer esto en mi habitación? —preguntó.
—Claro que sí —contestó Charlotte—. Mañana lo dispondremos todo en tu habitación y allí podrás pintar.
—No sé si debería, tía Charlotte —tercié yo.
—Desde luego que sí, querida. Es un niño y los niños necesitan hacer las cosas propias de su edad. ¿No es así, Luther?
—Estoy de acuerdo. Si Emily volviera aquí, se moriría otra vez del susto. —Cuánto debió odiarla, pensé.
—Y ahora sentémonos y escuchemos a Christie tocar el piano —dijo Charlotte cogiendo a Jefferson de la mano y llevándoselo al sofá.
Gavin me dirigió una sonrisa.
—Gánate la cena —murmuró a mi oído, sentándose junto a Jefferson y Charlotte. Luther se quedó en el umbral de la puerta.
Me acerqué al gran piano. Charlotte no lo había tocado, dejando la madera con el color que tenía y tampoco había tocado el taburete. Estaba lleno de polvo, pero cuando pasé la mano por las teclas, me sorprendió lo afinado que estaba todavía.
—¿Puedes tocar Cumpleaños feliz? —me preguntó Charlotte—. Nadie ha tocado Cumpleaños feliz para mí desde hace mucho tiempo.
—Sí. —Y así lo hice. Ante mi sorpresa, Luther empezó a cantar y cuando llegué al fragmento en el que se cantaba un nombre, él vociferó «Querida Charlotte, te deseamos un feliz cumpleaños». Charlotte reía y aplaudía y capté la amorosa mirada que Luther le dirigió.
Toqué algo de Brahms, Lullaby y entonces los ojos de Jefferson empezaron a cerrarse. Charlotte lo tenía rodeado con un brazo y mi hermano había apoyado la cabeza en su hombro, acogedor y suave. Cuando acabé, ya estaba profundamente dormido. Hice un gesto en su dirección y Charlotte abrió los ojos y dijo:
—Shh.
Gavin cogió a Jefferson en brazos y lo subió por la escalera hasta su habitación, con Charlotte siguiéndonos.
—Traeré uno de los camisones limpios de Luther para el niño —dijo y salió apresuradamente.
Le saqué a Jefferson los zapatos y los calcetines y Gavin me ayudó a desvestirlo. Estaba tan cansado que los párpados apenas se movieron mientras nosotros lo desnudábamos. Charlotte volvió con un camisón de franela, demasiado grande para Jefferson, pero pensé que le daría calor y lo mantendría bien abrigado. Lo deslizamos por su cabeza y luego lo metimos en la cama.
—A ti puedo darte uno de mis camisones —me dijo Charlotte, pero yo le contesté que dormiría con la ropa interior.
—Bien, como quieras, me voy a dormir. Mañana nos espera un gran día. «Hay tantas cosas que hacer y tenemos tan poco tiempo…», solía decir Emily. En esto tenía razón. A veces Emily tenía razón, aunque a Luther no le gusta que lo reconozca —murmuró—. Buenas noches, queridos. Dormid bien y no permitáis que el coco se os lleve —añadió soltando una carcajada. Luego se marchó.
Primero fui al cuarto de baño, luego me metí en la cama y apagué la lámpara de petróleo. La habitación quedó casi a oscuras porque el cielo se había abierto y la luz de las estrellas entraba de forma tenue a través de las ventanas. Presté atención y oí a Gavin volver y entrar en la habitación que compartía con Jefferson. Instantes después oí una suave llamada en la puerta que comunicaba las dos habitaciones.
—¿Estás bien?
—Sí, sí.
—¿Puedo entrar a darte las buenas noches?
—Claro que puedes, Gavin —contesté.
Gavin abrió la puerta muy despacio. La lámpara seguía encendida en su habitación, por lo que pude verle con claridad. Sólo llevaba puesta la ropa interior. Avanzó rápidamente hasta un lado de mi cama y se arrodilló junto a ella para quedar a la altura de mi cara.
—Es divertido todo esto, ¿verdad? La dulce Charlotte, todo, es como estar en otro mundo.
—Sí, estoy contenta. Odio el mundo en el que antes estábamos —dije y Gavin asintió comprensivo.
—No podremos quedarnos aquí para siempre.
—Lo sé. Pero me gustaría quedarme todo el tiempo que fuera posible. No será tan malo. Les ayudaremos a arreglar un poco todo esto. Será divertido. Podemos comportarnos como si se tratara de nuestra plantación.
—¿Quieres decir como el señor y la señora de la mansión? —preguntó.
—Sí. —Aquella idea le hizo reír.
—Jefferson parece feliz. Está bien, nos quedaremos. Ahora es mejor que te diga buenas noches —murmuró.
—Buenas noches, Gavin. Me siento muy feliz de que hayas acudido en nuestra ayuda y de que estés con nosotros.
—Era lo único que podía hacer, venir —dijo inclinándose y besándome en la mejilla—. Buenas noches, Christie —repitió, pero no se movió. Yo giré la cabeza hacia él y entonces acercó sus labios a los míos y los besó dulcemente. Pasó la mano por mis cabellos y se levantó.
Mientras se dirigía a su habitación, observé el movimiento de una sombra en la ventana de la izquierda y me sobresalté.
—¡Gavin! —llamé.
Y Gavin volvió.
—¿Qué?
—Alguien estaba mirando por la ventana ahora mismo —dije incorporándome rápidamente.
—¿Qué? —Se dirigió a la ventana y miró afuera—. No veo a nadie. —Abrió más la ventana y asomó la cabeza.
—¿Gavin?
—Shh —dijo prestando atención. Luego echó la cabeza atrás.
—¿Qué?
—Creía que eran unos pasos en el tejado, pero me parece que es el viento. Estoy seguro de que no era nadie, sólo una sombra.
—Pero esta noche no hay luna y no hay sombras, Gavin.
—Entonces debe de haber sido tu imaginación… todas esas historias de Emily cabalgando a lomos de una escoba. ¿Tienes miedo? ¿Te quedarás tranquila?
Miré a la ventana. Estaba segura de haber visto algo, pero no deseaba estropear nuestra primera noche allí.
—Sí, estaré bien.
—Entonces buenas noches.
—Gavin.
—¿Sí?
—Deja un poco abierta la puerta.
—Claro.
Cuando se marchó permanecí con los ojos abiertos echando un vistazo de vez en cuando a la ventana. Ya no vi más sombras ni cabezas y los párpados me pesaban tanto que cuando los cerré me quedé dormida.
Pero durante la noche algo me despertó; la sensación de que alguien me había estado mirando, de que alguien había entrado en la habitación.