UN PADRE DE VERDAD
Llegamos a Cutler Cove. Jefferson no había estado nunca despierto hasta tan tarde. El silencio a nuestro alrededor, el brillo de las estrellas en la negra calma del océano y la profunda oscuridad en los recodos de las esquinas, le mantenían pegado a mi, con su manita apretando con fuerza la mía. Los únicos sonidos que llegaban hasta nosotros eran los chirridos y crujidos del muelle y de las embarcaciones cuando las olas se elevaban y caían y el clic-clac de nuestros pasos sobre las aceras y la calzada. Jefferson no se tranquilizó un poco hasta que las luces de la calle de la población junto al mar aparecieron, brillantes, ante nosotros. La sorpresa y la admiración superaron sus temores y su cansancio y empezó a hacerme preguntas.
—¿Adonde vamos, Christie? ¿Por qué caminamos tanto? ¿Por qué no le hemos pedido a Julius que nos lleve?
—Porque no quiero que nadie sepa que nos hemos ido, Jefferson. Ya te lo he dicho, nos hemos escapado —le dije en voz baja. Parecía cosa natural hablar en murmullos.
—¿Por qué? —murmuró a su vez Jefferson—, ¿Christie? —Me apretó la mano—. ¿Por qué?
—¿Es que quieres quedarte a vivir con tía Bet y tío Philip, Richard y Melanie para el resto de tu vida? ¿Quieres?
Sorprendido por mi exabrupto, Jefferson meneó la cabeza y abrió los ojos.
—Pues yo tampoco, por eso nos hemos escapado.
—¿Y adonde iremos? —preguntó—. ¿Con quién viviremos?
Aceleré el paso arrastrándole casi. ¿Adonde iríamos? No fui consciente hasta ese momento de que no teníamos un destino. No podíamos ir con tía Trisha porque estaba haciendo una gira. De repente, se me ocurrió una idea.
—Vamos a ir a Nueva York —dije—. Vamos a buscar a mi verdadero padre y viviremos con él. Nadie puede ser peor que las personas con las que hemos estado viviendo y lo que hemos tenido que aguantar —murmuré.
No quise comprobar la reacción de Jefferson ante mi idea. Seguí adelante, caminando por el lado más oscuro de la calle para que las sombras nos protegieran. No quería que nadie nos viera y lo comunicara.
El único lugar que a estas horas de la noche estaba abierto en Cutler Cove era la estación de autobuses. Era una estación pequeña que contaba tan sólo con un banco de madera, una fuente de agua y una máquina de cigarrillos. Detrás de la taquilla había un hombre de cabellos grises y rizados con algunos rizos que le caían sobre la frente, de unos cincuenta años. Cuando entramos, estaba leyendo una novela de bolsillo. Durante unos instantes no vio que estábamos allí, luego se enderezó rápidamente en su asiento y nos miró con unos ojos de ardilla llenos de sorpresa y de curiosidad.
—¿Qué estáis haciendo vosotros dos a estas horas? —preguntó alzando ligeramente las cejas grises que parecían dos signos de interrogación.
—Hemos venido a tomar el próximo autobús a Nueva York —dije procurando parecer más mayor—. Mi primo nos ha acompañado, pero como no podía aparcar hemos venido caminando —añadí mientras él nos estudiaba con expresión de sospecha—. ¿Cuánto cuesta el billete a Nueva York? —pregunté con firmeza—. ¿Y cuándo sale el próximo autobús?
—A Nueva York, ¿eh? Bien, ida y vuelta cuesta…
—No, sólo ida —añadí inmediatamente mientras él me miraba con severidad—. No volveremos en autobús —aclaré luego.
—Humm… bien, entonces el suyo será la mitad —dijo señalando a Jefferson. Luego me miró a mí—. Tú pagas billete de adulto. —Yo no quería gastar más dinero del necesario porque no tenía mucho, pero me satisfacía comprobar que el hombre pensaba que era lo bastante mayor para viajar sola con mi hermano—. Ya sabes que el autobús no va directo a Nueva York desde aquí —añadió empezando a picar los billetes—. Tiene parada en Virginia Beach y luego en Delaware.
—Está bien —dije dejando la maleta en el suelo y acercándome a la taquilla.
—Habéis tenido suerte porque llegará un autobús dentro de veinte minutos. Pero sólo es un enlace que para en dos estaciones más antes de Virginia Beach. Tendréis que bajar allí y coger el… —Comprobó los itinerarios—. El primero es el de las ocho cuarenta. Va a la estación de Port Authority, en Nueva York.
—Port Authority está bien —dije mientras contaba el dinero minuciosamente en la taquilla. El hombre volvió a alzar las cejas.
—¿Has estado antes en Nueva York? —preguntó con escepticismo.
—Muchas veces. Mi padre vive allí —repuse apresuradamente.
—Oh, ya veo. Una de esas familias donde el padre vive en un sitio y la madre en otro, ¿eh?
—Sí —repuse. Sus ojos se suavizaron y su talante se hizo más simpático.
—Y tu madre no quiere llevaros a ver a vuestro padre, ¿verdad?
—No, señor. —El hombre asintió con afectación.
—Bien, creo que podría meterte a ti también en la tarifa más barata. Pero no es asunto mío —añadió.
Tras coger los billetes me dirigí con Jefferson al banco. Mi hermano se quedó mirando al hombre hasta que éste volvió a su libro, luego se volvió y me miró a mí con expresión severa e inquisitiva.
—¿Por qué le has contado todas esas mentiras?
—Shh —dije acercándolo a mí—. Si no lo hubiera hecho, no nos hubiera vendido los billetes. Hubiera llamado a la policía y les hubiera dicho que tenía aquí a un par de vagabundos.
—¿Y la policía nos hubiera arrestado y esposado? —preguntó Jefferson, incrédulo.
—No nos hubieran arrestado, nos habrían enviado de vuelta al hotel.
—Mamá decía que es malo decir mentiras —me recordó.
—No se refería a esta clase de mentiras; ella se refería a las mentiras que hacen daño a los demás, sobre todo a las personas que quieres y que te quieren —expliqué. Jefferson entrecerró los ojos y consideró la respuesta. Vi que digería la idea y luego se recostaba en el asiento con expresión de aprobación. Poco después llegó el autobús. En el interior había media docena de personas, la mayoría sentada en la parte central y trasera del vehículo y aparentemente dormidas.
—Arriba, madrugadores —dijo el conductor.
—Sí, señor.
—Bien, es el mejor momento para viajar —añadió. Cogió nuestras maletas y las puso en el maletero y luego se fue a charlar con el empleado de la estación.
Nosotros nos acomodamos en el segundo asiento de la derecha y miré al conductor y al vendedor de billetes a través de la ventanilla. Nos estaban mirando. Me dio un brinco el corazón. ¿Hablaban de nosotros? ¿Iban a llamar a la policía? Pasados unos minutos, ambos se echaron a reír por algo que habían dicho y el conductor del autobús volvió. Cerró la puerta y puso en marcha el motor. Contuve la respiración y apreté con fuerza la manita de Jefferson. Instantes después dejábamos atrás la estación de autobuses. El vehículo torció hacia la calle principal de Cutler Cove y el conductor aceleró. Pasamos ante los almacenes y las tiendas que conocía de toda la vida. Y también ante el despacho del alcalde y la comisaría de policía y luego ante la escuela. Poco después estábamos en la carretera que lleva a Virginia Beach y Cutler Cove fue quedando atrás hasta desaparecer. Era la primera vez que viajaba sola, pero cerré los ojos y me tragué el miedo.
Jefferson se durmió durante el trayecto a Virginia Beach y cuando llegamos bajó del autobús y caminó prácticamente dormido por la estación de Virginia Beach, más grande y concurrida. Pero la actividad y los ruidos reinantes no le hicieron mantener los ojos abiertos y volvió a quedarse dormido apoyado en mi hombro mientras esperábamos la llegada del próximo autobús.
Esta vez, en cuanto pudimos acomodarnos en nuestros asientos, yo también logré dormir. Horas y horas después, cuando nos detuvimos de nuevo para que subieran los pasajeros en Delaware, me desperté y observé que estaba lloviendo. Jefferson abrió los ojos poco después e inmediatamente me dijo que quería ir al cuarto de baño.
—Espero que no te dé miedo ir solo, Jefferson —dije—. Yo no puedo acompañarte.
—No tengo miedo. Sólo es un cuarto de baño —declaró haciendo acopio de valor, aunque parecía muy preocupado. Yo aproveché también para ir al cuarto de baño y comprar algunas cosas para comer.
—Yo quería huevos revueltos —protestó Jefferson cuando le di un recipiente de leche y unas galletas de avena—. Y tostadas y un vaso de zumo de naranja.
—Ya comeremos todas estas cosas cuando lleguemos a Nueva York —contesté.
—¿Tu verdadero padre también vive en una gran casa? —preguntó—. ¿Tiene ama de llaves y mayordomo?
—No lo sé, Jefferson.
—¿Y tiene una esposa que será nuestra nueva madre?
—No sé si ha vuelto a casarse. No sé mucho sobre él —dije con tristeza—. Así que por favor no me hagas más preguntas, Jefferson. Quédate sentadito y mira el paisaje, ¿de acuerdo?
—Es aburrido —protestó enfurruñado, cruzando los brazos sobre el pecho—. Tendría que haber traído alguno de mis juegos. ¿Por qué no he traído algunos juguetes?
—Jefferson, no hemos tenido tiempo de empaquetar muchas cosas. Por favor, pórtate bien —le rogué casi llorando. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adonde iba?
Jefferson se encogió de hombros, bebió la leche y se comió las galletas, e igual que yo permaneció callado durante el resto del viaje. No dejó de caer una ligera llovizna y, finalmente, vi la ciudad de Nueva York recortada a lo lejos contra el cielo. A medida que nos íbamos acercando se iba haciendo cada vez más grande, con la cima de los edificios rascando el cielo gris. Cuando vi el rótulo de Lincoln Tunnel y observé que entrábamos en Nueva York, mi corazón comenzó a latir con fuerza. Empecé a recordar todo lo que mamá me había contado de Nueva York, lo grande que era, la cantidad de gente que había y lo difícil que era ser extranjero en la ciudad. Pero también recordé lo mucho que le gustaba Nueva York a tía Trisha. Si le gustaba tanto no podía ser tan mala, pensé.
Jefferson empezó a ponerse nervioso cuando entramos en el Lincoln Tunnel. Parecía inacabable pero luego, de pronto, salimos a la luz y a las calles de Nueva York. El tráfico y el ruido era tal y como mamá me lo había descrito. Nadie parecía darse cuenta de que todavía lloviznaba. Jefferson, con la cara pegada a la ventanilla, no se perdía detalle: los vendedores ambulantes, los taxis, los policías a caballo, la gente pidiendo o durmiendo en los portales y mucha gente vestida de forma estrafalaria corriendo de aquí para allá, unos con paraguas pero la mayoría sin ellos. Instantes después llegamos a la enorme estación de autobuses y el conductor anunció:
—Nueva York, Port Authority. Tengan cuidado al bajar.
Tomé a Jefferson de la mano con tanta fuerza que cuando bajamos se lamentó de dolor. Esperamos a que el conductor sacara nuestras pequeñas maletas del maletero. Las cogí, entregué a Jefferson la suya y entramos en la estación. Había gente de todas partes y al parecer todos sabían a dónde se dirigían.
—¿Dónde está tu padre? —preguntó Jefferson mirando a su alrededor.
—Todavía no sabe que estamos aquí —contesté—. Tengo que buscar su número de teléfono y llamarle. —Vi que había una fila de teléfonos públicos y hacia allí nos dirigimos a toda prisa. El tamaño del listín de teléfonos era enorme, Jefferson abrió los ojos espantado.
—¡Aquí hay un montón de números de teléfono! —exclamó.
—Vigila las maletas y mi bolso mientras busco su número, Jefferson —dije. Mi hermano asintió y yo empecé a pasar las páginas. Cuando llegué a Sutton, el alma se me cayó a los pies. Había más de dos páginas de Sutton y más de una docena que se llamaban Michael, Mike o M.
—Necesito monedas —dije—. Un montón de monedas. —Cogí el dinero que me quedaba y busqué un sitio donde obtener cambio. Vi un quiosco de periódicos y hacia allí me dirigí rápidamente.
—Perdone —dije cuando el hombre me atendió—. ¿Me podría dar cambio para el teléfono?
—¿Pero qué te crees que es esto, el Banco de Manhattan? —replicó haciendo una mueca con la boca—. Compra algo y tendrás cambio.
—Pero… está bien. Deme una chocolatina —dije entregándole cinco dólares—. Todo el cambio en monedas, por favor.
—¿Es que vas a llamar a alguien a Manhattan? —Meneó la cabeza pero me devolvió el cambio en monedas. A Jefferson le hizo muy feliz la chocolatina.
Empecé a marcar los números con dedos temblorosos. ¿Qué diría? ¿Cómo empezaría? ¿Cómo lo llamaría cuando contestara… papá? ¿Michael? ¿Mr. Sutton? Nadie contestó al primer número y una anciana respondió al segundo.
—¿Es la residencia de Michael Sutton, el cantante?
—¿El cantante? No. Michael es fontanero —contestó.
—Oh, perdone.
A medida que iba marcando números de teléfono, iba obteniendo diferentes respuestas, unas educadas y amables, otras muy molestas por la llamada. Un hombre creyó que se trataba de una broma y empezó a lanzar juramentos. Finalmente llamé a otro de los Mr. Sutton y después de cuatro timbrazos contestó una mujer de voz seca y profunda, como la de alguien que acabara de despertarse.
—Pregunto por Michael Sutton el cantante —empecé.
—Sí —interrumpió ella.
—¿He marcado bien el número? —pregunté.
—¿Quién eres, una de sus alumnas?
—¿Alumnas? Sí, señora. Creo que hoy tengo clase con él.
—Bueno, pero no será hasta la tarde —dijo ella cortante.
—Sí.
—Bien, pues ¿qué quieres? —preguntó.
—¿Está ahora aquí?
—Está en cuerpo pero no en alma —contestó y luego se echó a reír.
—¿Puedo hablar con él, por favor?
—En este momento está indispuesto. Vuelve a llamar dentro de… una hora —dijo.
—Pero…
Colgó antes de que pudiera decir otra palabra. Al menos había encontrado al Michael Sutton que me interesaba y copié la dirección del listín de teléfonos. Jefferson, que estaba sentado observando tranquilamente a la gente y los ruidos que se producían a su alrededor, me miró con expectación.
—Bueno —dije—. Al fin lo he encontrado. Iremos en taxi.
—¿Un taxi? Estupendo —contestó muy contento. Seguí los rótulos que nos conducían a la entrada de la calle 41. Cuando salimos, vi la fila de taxis aparcados junto al bordillo de la acera. Había dejado de llover, pero el cielo todavía estaba gris y desapacible. El conductor del primer taxi avanzó hacia nosotros rápidamente. Era un hombre alto y delgado con unos tupidos mostachos castaños.
—¿Necesita un taxi, señorita? —preguntó.
—Sí, señor.
—Bien, pues suban —dijo cogiendo nuestro equipaje y poniéndolo en el maletero—. Suban —añadió, señalando los asientos traseros. Jefferson entró rápidamente y se puso a mirar por la ventanilla del otro lado—. ¿Adonde, señorita? —preguntó el conductor, tras subir al vehículo él también.
Le di la dirección.
—Oh, Greenwich Village, ¿eh? —Se puso en marcha y avanzamos en medio del denso tráfico a esas horas como si fuéramos el único vehículo que transitaba por la calle. Sonaron bocinas, gritos de conductores, pero él giró y aceleró con indiferencia en cuanto cambiaron las luces del semáforo. En un instante bajamos volando la calle de la ciudad, Jefferson y yo sujetos con los cinturones de seguridad.
—¿Es su primer viaje a Nueva York? —preguntó el conductor.
—Sí, señor.
El taxista soltó una carcajada.
—Lo imaginaba. Parecían muy asustados cuando salieron de la estación. Pero no teman. No se metan en los asuntos de los demás —dijo— y todo irá bien.
—Uf. —Jefferson lanzó una risita ahogada.
El conductor dio unas cuantas vueltas, nos llevó por una calle muy larga, luego giró de nuevo por una esquina en la que había un restaurante y una floristería. Redujo la velocidad y finalmente se detuvo. Miré por la ventanilla hacia una hilera de edificios de aspecto destartalado. La mayoría estaban descoloridos y las puertas de entrada cubiertas de pintadas. Los edificios eran grises y sucios; las ventanas de los pisos más bajos estaban cubiertas de polvo y mugre que se había endurecido después de la lluvia.
—Aquí es —dijo el taxista—. Son cinco cuarenta.
Saqué seis dólares y se los entregué.
—Gracias. —Salió del taxi y sacó nuestras maletas.
—¿Cuál es el ocho dieciocho? —pregunté mirando la numeración.
—Los números están un poco estropeados, pero si los mira de cerca verá el ocho dieciocho frente a usted, encanto. —Se metió en el taxi y se fue. Jefferson y yo nos quedamos en la acera y levantamos la vista hacia la puerta de la entrada del edificio en el que vivía mi padre.
—Vamos, Jefferson —dije levantando la maleta.
—No me gusta esto —protestó—. Es feo. ¿Y dónde está el parque para jugar? —preguntó, mirando a su alrededor.
—Vamos, Jefferson —le ordené cogiéndole de la mano. A regañadientes, mi hermano levantó su maleta, me siguió hasta la puerta y atravesamos una pequeña entrada. En la pared había buzones de correo, y encima de cada uno los nombres de los usuarios. Encontré el nombre de Michael Sutton en el apartamento 3B. En cuanto vi el nombre me puse tan nerviosa que apenas podía moverme. Lentamente abrí la segunda puerta y entramos en la planta baja. A la derecha vi el pasillo, pero no el ascensor.
—No quiero subir escaleras, estoy cansado —protestó Jefferson cuando empecé a subir los escalones.
—Yo también —contesté—. Pero piensa que pronto podremos dormir en una cama.
Tiré de él y empezamos a subir las escaleras. Cuando llegamos al tercer piso, me detuve y miré a mi alrededor. Había un pasillo sucio y oscuro con una única ventanita en un extremo. Parecía como si nadie hubiera limpiado nunca aquellos cristales.
—Huele raro —dijo Jefferson haciendo una mueca.
Olía a moho y a rancio, pero no dije nada. En cambio, me adentré en el pasillo hasta que llegamos ante el 3B. Suspiré profundamente y toqué el timbre. No oí nada y volví a llamar. De nuevo no percibimos ningún sonido.
—A lo mejor no está —murmuré ciando unos ligeros golpecitos a la puerta. Oímos unos pasos, pero nadie abrió.
—Quizá no está en casa —sugirió Jefferson.
—No, acabo de hablar por teléfono —insistí y volví a dar unos golpes en la puerta, esta vez con más fuerza. Momentos después se abrió la puerta y se asomó una mujer rubia teñida, despeinada, mostrando unas anchas raíces negras y que llevaba puesta una camisa de hombre de color azul. Iba sin maquillar y tenía los ojos somnolientos. De un ángulo de la boca le colgaba un cigarrillo encendido.
—¿Qué? —preguntó.
—Soy… he venido a ver a Michael Sutton —expliqué.
—¿Eres la que ha llamado hace un rato? —preguntó con expresión huraña.
—Sí, señora.
—No te digo…
—¿Quién demonios es? —oímos que preguntaba un hombre.
—Uno de tus prodigios, tan ansiosa de convertirse en estrella que ha venido a despertarnos —contestó la mujer—. Entra. —Entonces pareció darse cuenta de la presencia de Jefferson—. ¿Has traído también a tu hermanito?
—Sí, señora.
—Haces de niñera, ¿eh? ¿Cómo es que lleváis maletas?
—¿Puedo ver a Michael?
Jefferson la miraba con asombro. Ella lo miró también, luego a mí, meneó la cabeza y se fue a otra habitación. Yo examiné la sala de estar. Había ropa tirada encima del sofá y de las sillas, tazas sucias en la mesita del café y algunos platos en un extremo de la mesa. La alfombra, descolorida, tenía muchas manchas y pequeños agujeritos de colillas de cigarrillos. A la derecha había un piano viejo con la banqueta tan gastada que había perdido casi todo su color. Encima del piano había una partitura de música abierta y un vaso con algo de líquido dentro. Las persianas de la ventana estaban casi totalmente echadas, permitiendo que entrara tan sólo un poco de la luz gris.
Entonces apareció mi padre vistiendo unos tejanos viejos y abotonándose la camisa. Iba sin zapatos y parecía como si acabara de levantarse de la cama. Llevaba los cabellos, de color gris, largos y despeinados con mechones que le caían sobre las cejas y las sienes. No se había afeitado y su cara era de un tono ceniciento y muy delgada, casi demacrada, con ojos azules embotados por el sueño. Se echó ligeramente hacia atrás y sus estrechas espaldas se enderezaron un poco. Se metió la camisa dentro del pantalón mientras nos miraba atentamente.
Mi corazón dio un brinco. Aquél no era ni mucho menos el misterioso hombre de mis sueños. Ese hombre no se parecía en nada a un astro de la música. Parecía imposible que alguna vez hubiese sido una celebridad. En su rostro no había fuerza, ni confianza, ni esperanza. Este hombre parecía seco, perdido, vacío. Me resultaba increíble que aquellos dedos tocaran el piano o que aquella boca húmeda con los labios relajados hacia abajo hubiera emitido nunca agradables sonidos musicales.
¿Dónde estaban aquellos cabellos oscuros y sedosos y los elegantes ojos color zafiro que, según mi madre, bullían con destellos de picardía? ¿Y aquellos poderosos hombros?
Nos pasó revista a Jefferson y a mí y entonces se llevó las manos a las caderas.
—¿Y bien? ¿Qué quieres?
—Este es Jefferson —dije señalando a mi hermano—. Y yo me llamo Christie. —Esperé un momento para ver su reacción, pero no se produjo ninguna.
—¿Ah, sí? ¿Te ha enviado alguien aquí para las clases?
—No, señor. Soy Christie Longchamp.
—¿Longchamp? —Abrió ligeramente los ojos y se rascó la nuca—. ¿Longchamp?
—Sí, señor. Mi madre se llamaba Dawn.
La mujer que nos había, abierto la puerta salió de detrás de mi padre y se apoyó contra la pared, todavía con el cigarrillo en la boca.
—¿Dawn? Eres…
—Si. Soy tu hija —anuncié finalmente. Qué extraño sonaba eso y que raro era tener que decirle a un hombre que era mi padre. Sus ojos se abrieron todavía más.
—¿Quien ha dicho que es? —preguntó la mujer que estaba a su espalda con un tono divertido en la voz.
—Callare —replico el sin mirarla—. ¿Eres la pequeña Christie? Claro, claro —dijo asintiendo y luego, finalmente sonrió—. Sólo con mirarte ya me doy cuenta. Tienes su misma cara. Bien, bien, bien… —Se enderezó un poco y se echo los cabellos hacia atrás con la palma de las manos—. Y éste es tu hermanito, ¿eh?
—Sí.
—No puedo creerlo. Uau —sacudió la cabeza y sonrió—. Uau. —Se dirigió a la mujer que estaba a su espalda—. Mi hija —anunció—. No está mal, ¿eh?
—Impresionante —dijo ella echando al suelo la ceniza del cigarrillo.
—Bien, ¿y qué estáis haciendo aquí? Quiero decir… ¿cómo habéis venido? —preguntó.
—En autobús.
—No me tomes el pelo. Habéis venido los dos solos y vuestra madre os lo ha permitido, ¿eh?
—Mi madre… y papá murieron en un incendio —contesté tan rápidamente como pude.
—¿Incendio? —meneó la cabeza—. ¿Qué incendio?
—El hotel se incendió y ellos quedaron atrapados en el sótano —expliqué. Hablar de aquello hacía que se me llenaran los ojos de lágrimas, lágrimas que me nublaban la vista.
—Bueno, ya entiendo. Qué horror. Así que el hotel ya no existe.
—Mi tío lo está reconstruyendo —expliqué. No podía imaginar por qué aquello era tan importante para él. ¿Por qué no le preocupaba más lo que le había sucedido a mamá?
—Ah, claro. Debía de estar asegurado. Así… tu madre… ha muerto. —Meneó la cabeza y miró a la mujer—. ¿Por qué no haces un poco de café? —Ella hizo una mueca como si le hubiera pedido que hiciera una gran hazaña y, a regañadientes, se fue a la cocina—. Ella es… ella es… Catherine. Es cantante en uno de los estudios de la ciudad. Ahí —añadió dirigiéndose al sofá y sacando algunas ropas—, puedes sentarte. Cuéntame cosas de ti. ¿Cuántos años tienes? —preguntó mientras Jefferson y yo nos acomodábamos en el sofá.
—Tengo dieciséis. —¿Cómo podía ignorar la edad que tenía?
—Oh, claro. Y él… —Hizo un gesto señalando a Jefferson.
—Jefferson tiene nueve —contesté.
—Casi diez —añadió él.
—Bien, ya es una edad madura. —Se burló mi padre, pero Jefferson no sonrió, simplemente se lo quedó mirando atentamente con aquella característica mirada fija que ponía nerviosas a ciertas personas. Mi padre soltó una carcajada y se sentó en una silla sin preocuparse de retirar la camisa que había en el respaldo.
—Sí… ha debido de ser horrible para vosotros… un incendio del que ellos no pudieron salir. —Movió la cabeza—. Tu madre era algo más que una hermosa mujer con talento. Yo pude haber hecho de ella una estrella de la canción, pero… —Se encogió de hombros—. ¿Y quién se encarga de vosotros, chicos? ¿Vuestro tío?
—No —repuse apresuradamente—. No queremos vivir con él.
—¿Ah, no? —Se inclinó hacia adelante—. ¿Y por qué no?
—Él y tía Bet no se portan bien con nosotros —dije. Mi padre captó algo en mi expresión o en mi tono porque entrecerró los ojos mientras sopesaba mis palabras. De mirada sagaz, parecía conocer todas las perversidades y las trampas de este mundo.
—Ya veo.
—Y tampoco Richard y Melanie —añadió Jefferson.
—¿Quién?
—Sus hijos, los gemelos.
—Oh, oh. —Su mirada se deslizó hasta nuestras maletas—. Esperad un momento para que lo entienda. Os habéis marchado y habéis venido hasta aquí en autobús. —Yo asentí—. ¿Y tu tío lo sabe?
—No. Nos hemos escapado —dije.
—Oh, ya comprendo. ¿Y cómo diste conmigo? —preguntó con interés.
—Porque he llamado a todos los Michael Sutton hasta que te encontré.
Mi padre soltó una carcajada.
—Bien —dijo dando una palmada—, muchachos, tenéis que volver. No podéis escaparos así. Todo el mundo debe de estar preocupado por vosotros.
—No volveremos nunca —dije con firmeza.
—Mira, querida, no esperarás… —Sonrió—. No imaginarás que puedes vivir aquí conmigo, ¿verdad? —Yo no contesté y él comprendió. La sonrisa desapareció de su rostro, se apoyó en el respaldo de la silla y se quedó mirándonos durante unos instantes—. ¿Cuánto dinero has traído? —preguntó.
—Sólo me quedan veintitrés dólares —contesté.
—Veintitrés… —Meneó la cabeza—. Bien, ¿y tu herencia? Debes de haber heredado algo.
—No lo sé —dije—. No me preocupa.
—Pues debería preocuparte. Es tuya. No puedes permitir que tu tío se la quede. Seguro que existen documentos legales. Seguro. Debes volver y dentro de unos años tendrás tu parte del hotel, de la propiedad y…
—No me importa el hotel. No puedo volver —dije con vehemencia. Quería contárselo todo, pero era como hablar con un perfecto desconocido y me era imposible describirle todo lo que tío Philip me había hecho.
—Aquí no puedes vivir, querida. No tengo una habitación para ti y, además, no tengo obligación de albergar también a tu hermano. Si te separaras de él… —añadió.
—¿Separarme? —La mano de Jefferson buscó la mía rápidamente—. No, nosotros nunca nos separaremos —dije con firmeza.
—Y no deberías hacerlo. Por eso te digo que tienes que volver. Dentro de unos años, cuando cumplas los dieciocho o cuando hayas recibido la herencia, llámame e iré a buscarte —dijo sonriendo—. Te lo aseguro. Y entonces tendremos una relación normal entre padre e hija. ¿De acuerdo?
Yo no contesté y, con desagrado, sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas.
—El café está listo —dijo la mujer desde la puerta—. No lo voy a servir —añadió, clavando su mirada en mí—. Venid a buscar vuestras tazas.
—No quiero café —dije.
—Yo necesito una taza. No sé si tenemos un poco de leche y galletas. Voy a ver. —Mi padre se levantó—. ¿También cantas? —me preguntó.
—No. Toco el piano —contesté.
—Fantástico. Antes de que te vayas, toca algo. Sería estupendo, ¿verdad, Catherine?
Catherine hizo una mueca.
—No olvides que tenemos que ir a ver a Mr. Ruderman.
—Oh, sí. He tenido un pequeño problema con la IRS y hoy tengo que ver a mi contable. Nada serio, espero. Voy a buscar un poco de café —dijo dirigiéndose a la cocina. Jefferson y yo los oímos hablar entre susurros.
—No me gusta esto —me dijo Jefferson.
—A mí tampoco —contesté.
Sentía el corazón tan pesado que, por un instante, pensé que me caería dentro del estómago. ¿En qué había estado pensando para venir a esta casa?, me pregunté. Sin duda se debía a mi desesperación, y ahora todo lo que me quedaba eran veintitrés dólares.
—Vamos, Jefferson —dije levantándome.
—¿Adonde vamos a ir?
—A algún sitio donde podamos comer algo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —contestó cogiendo de inmediato su maleta.
—Eh —dijo mi padre surgiendo en el umbral de la puerta de la cocina—. ¿Adonde vais?
—Creo que tienes razón, volvemos a casa.
—Claro. Es lo más inteligente. Espera un poco y aguarda a recibir tu herencia. ¿Tienes billete de vuelta? —preguntó y yo asentí, aunque no lo teníamos.
»Espera un momento —dijo buscando algo en su bolsillo—. Toma un poco de dinero. —Y me entregó un billete de cinco dólares.
—Creo que es todo lo que tienes, ¿cómo vamos a ir al centro? —preguntó Catherine acercándose a él rápidamente.
—Tranquila. Cogeremos el metro —contestó.
—¡El metro! —gimió.
—Adiós —dije yo apresuradamente dirigiéndome hacia la puerta. Jefferson salió en cuanto yo la abrí. Miré hacia atrás por última vez. Mi padre estaba allí, sonriendo. No fue hasta que cerré la puerta, bajé las escaleras y volví a la calle que me di cuenta de que él no me había dado un beso, ni al recibirme ni al despedirme.
Fue como si nunca nos hubiéramos conocido.
Había empezado a llover, esta vez con más fuerza, las gotas nos golpeaban la cara y rebotaban en la acera y en la calle. Apreté a Jefferson contra mí y me dirigí a la esquina donde había visto aquel restaurante. Al doblarla, nos envolvieron el viento y la lluvia. Finalmente entramos en el restaurante y nos sacudimos el agua. Teníamos las cabezas empapadas y, cuando nos sentamos, pudimos secarnos la cara y las manos con unas servilletas de papel. Yo tenía poco apetito, pero Jefferson estaba hambriento y comió todo lo que le sirvieron en el plato e incluso algo del mío. Cuando pagué pude comprobar que sólo me quedaban poco más de diez dólares. Me quedé allí mirando a través de la ventana, preguntándome qué haríamos después.
—¿Adonde iremos ahora? —preguntó Jefferson—. Podríamos ir a un cine. O buscar un sitio para jugar.
—Jefferson, por favor. Tenemos que pensar en cosas más importantes.
—Tengo que lavarme los clientes. Mrs. Boston me decía que me los limpiara después de cada comida.
—Mrs. Boston —dije sonriendo al recordarla—. No se me había ocurrido ir a vivir con ella.
—Vamos, me gustaría mucho. —A Jefferson le gustó la idea.
—No podemos, Jefferson. No forma parte de nuestra familia. Tendría que devolvernos a casa. Y mucho me temo que vamos a tener que hacerlo —dije con tristeza. Observé que había dejado de llover y pensé que sería mejor salir antes de que volviera a empezar—. Vamos.
Una vez en la calle busqué un taxi. Había uno aparcado, pero el conductor parecía dormido. Abrió los ojos cuando se sintió observado.
—Estoy ocupado —dijo.
—¿Qué tenemos que hacer para encontrar uno? —pregunté.
—Llamarlo con la mano, querida —explicó. A Jefferson aquello le gustó, era la primera oportunidad de hacer algo divertido. Se dirigió al extremo de la acera y se dedicó a llamar a los taxis que iban y venían. Finalmente se detuvo uno ante nosotros.
—A Port Authority, por favor.
Esta vez colocamos las maletas en los asientos traseros, con nosotros. El trayecto de vuelta fue tan agitado como lo había sido el de ida y el precio fue el mismo. Con algo más de diez dólares en el bolsillo, volvimos a entrar en la gran estación. Esperaba que nos dieran los billetes del autobús para abonarlos en Cutler Cove a nuestra llegada, pero en la taquilla, cuando expliqué mi situación, me dijeron que no podían hacer nada.
—Ve a buscar un policía —me sugirió el hombre—. El siguiente, por favor.
Nos alejamos de la ventanilla y cruzamos lentamente el enorme vestíbulo hasta llegar a una hilera de bancos.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Jefferson sentándose a mi lado.
—Necesito pensar.
—Yo también —contestó cerrando los ojos.
No quería llamar a tío Philip y tía Bet y pensé que lo mejor sería telefonear a Bronson. Odiaba tener que darle nuevas preocupaciones después de lo mucho que había sentido la muerte de la abuela Laura, pero no se me ocurría a quién más podía recurrir.
—Espera aquí, Jefferson, mientras voy a llamar por teléfono —dije. Mi hermano asintió, cerró los ojos y se apoyó en su maleta.
Mientras me dirigía a las cabinas de teléfono, el recuerdo de lo que me había hecho tío Philip volvió a mi memoria con particular intensidad. Oí su voz, sentí sus dedos en mi cuerpo y… sólo el pensar en todo ello me aterrorizó. La idea de volver a Cutler Cove y vivir otra vez con tío Philip y tía Bet me amedrentaba. No podía volver, no, no podía hacerlo. Así, cuando descolgué el auricular y empecé a marcar, cambié de opinión y llamé a Gavin.
—No puedo contártelo todo por teléfono, Gavin —dije—, pero he tenido que escapar de tío Philip.
—¿Dónde estás? —preguntó después de un breve silencio.
—Estoy en Nueva York con Jefferson.
—¡En Nueva York!
Le hablé de mi genitor y le conté lo desagradable que fue la visita, sobre todo cuando le dije que no tenía dinero.
—Si se lo has dicho a tu padre, probablemente llamará a tío Philip —me dijo Gavin—. ¿Qué es eso tan terrible que no me puedes contar por teléfono? —preguntó.
—Sucedió por la noche, Gavin. En mi habitación —le dije tragándome las lágrimas. Hubo un largo silencio.
—No te muevas. Espera a que venga.
—¿Vas a venir a Nueva York?
—Ahora mismo. ¿Puedes esperar ahí hasta que llegue? —preguntó.
—Oh, sí, Gavin, sí.
—Estaré ahí, Christie… tan pronto como pueda —me prometió.
Colgué y volví a donde se encontraba Jefferson para decírselo.
—Estupendo —fue su respuesta—. A lo mejor hacemos algo divertido.
—Todavía no sé lo que haremos, Jefferson, pero al menos… al menos Gavin estará aquí —dije con renovada esperanza—. Hasta que venga, tendremos que esperar. Pasarán horas y horas. Vamos, te compraré una libreta para colorear y lápices de colores.
—Y plastilina. Quiero hacer unos soldados.
—Veremos lo que cuesta, porque también necesitamos un poco de dinero para comer.
—¿No habrá llegado Gavin a la hora de comer? —preguntó.
—No. Vamos a tener que esperar mucho, así que no empieces a lloriquear y a quejarte como un bebé.
—No soy un bebé.
—Bien, vamos. Compraremos la libreta. —Había una tienda de juguetes y juegos de viaje. Todo era más caro de lo que había imaginado y sólo le pude comprar una cajita de colores y una pequeña libreta. Me quedaban seis dólares y esperaba que Rieran suficientes para una cena decente. Jefferson y yo nos dirigimos a uno de los extremos del gran vestíbulo y nos sentamos en uno de los bancos. Durante un rato la libreta y los lápices de colores mantuvieron ocupado a mi hermano, pero pronto se cansó y empezó a quejarse.
—¿Puedo ir a dar un paseo?
—Sí, pero no te alejes demasiado. Es un sitio muy grande y puedes perderte —le advertí.
—No me alejaré —me prometió. Yo estaba muy cansada y no me apetecía discutir con él.
—Pasea por ahí —dije señalando—, y quédate donde yo pueda verte.
—De acuerdo. —Se levantó y fue a mirar los pósters y a la gente que caminaba apresuradamente de un sitio a otro. Le vi mirar a la gente y sonreí para mis adentros cuando una anciana se detuvo a hablar con él. Le dio una palmadita en la cabeza y siguió su camino. Jefferson se volvió a mirarme y se alejó un poco más.
—¡Jefferson! —grité, pero él no me oyó. Mientras pudiera verle, pensé, no pasaría nada. Pero mis ojos estaban tan cansados y mis párpados me pesaban tanto que tenía que esforzarme por mantenerlos abiertos. La dura prueba de la noche anterior, el viaje y la decepción que recibí al conocer a mi padre natural me habían fatigado demasiado. Era como si me hubiese metido en un pozo de agotamiento y me fuera hundiendo cada vez más hasta que este agotamiento me cubriera la cara. Cerré los ojos diciéndome que sólo sería un momento, pero en cuanto lo hice, el sueño se apoderó de mí y me incliné a un lado, deslizándome, deslizándome, deslizándome hasta apoyar cómodamente la cabeza en mi maleta.
De repente me desperté sobresaltada. A una cierta distancia había un hombre mirándome. Llevaba una chaqueta sucia, pantalones mugrientos y unos zapatos atados con unos trapos para mantenerlos sujetos y tapar los agujeros de las suelas. Tenía las manos en los bolsillos y observé que sus dedos se movían debajo de la tela. Parecía como si tuviera dos ratones en los pantalones. Yo me enderecé rápidamente. El hombre sonrió descubriendo una boca desdentada. Iba sin afeitar y en la barbilla y en las mejillas tenía como parches de barba cerdosa y mostraba un cabello enmarañado, con algunos mechones pegados en la frente y en las sienes. El ritmo del movimiento en sus bolsillos se incrementó y su lengua entraba y salía de sus labios como si fuera un diminuto animal intentando liberarse y escapar.
Me levanté, asustada. ¿Dónde estaba Jefferson? Había poca gente moviéndose por el vestíbulo, así que pude ver con claridad que no se encontraba donde se suponía que debía estar. Sentí cómo el corazón me daba un vuelco.
—¡JEFFERSON! —grité.
Volví a mirar al hombre, que se había acercado unos pasos, y fue entonces cuando observé que tenía abierta la cremallera de los pantalones. Durante un instante el pánico me dejó paralizada. Luego di media vuelta y me alejé rápidamente atravesando el vestíbulo y salí en busca de Jefferson.
Primero fui hacia la entrada, esperando verle allí contemplando las idas y venidas de la gente, pero no estaba cerca de las puertas. Con el corazón desbocado y la cara congestionada por el miedo, contemplé el inmenso vestíbulo. Me dirigí a la derecha y me detuve en cada tienda y en cada quiosco, pregunté a los clérigos que veía o a la gente que pasaba si habían visto a un muchacho que respondiese a la descripción de Jefferson. Nadie lo había visto.
Cada vez me sentía más arrastrada por el pánico y los latidos del corazón eran ahora más fuertes y más acelerados. Estaba segura de que en cualquier momento me iba a desmayar. Finalmente, vi a un policía y me dirigí hacia él.
—He perdido a mi hermano —le dije llorando—. ¡Lo he perdido!
—Vamos, tranquila —me contestó. Era un hombre alto de cabello castaño claro y unos ojos verdes de expresión amistosa—. ¿Quieres decir que has perdido a tu hermano?
—Estábamos sentados en aquellos bancos del fondo, él se ha ido a dar un paseo y yo me he quedado dormida. Cuando me he despertado, ya no lo he visto —lloriqueé.
—Tranquila, tranquila. ¿Cuántos años tiene?
—Nueve, casi diez.
—Humm, humm. ¿Y tú?
—Tengo dieciséis.
—¿Habíais estado antes aquí?
—No, señor.
—Entonces no conoce todo esto —dijo más bien para sí mismo que para mí—. Bien, muéstrame dónde lo viste por última vez. —Yo le llevé hasta los bancos del fondo. Aquel hombre horrible se había ido—. Estaba por aquí y entonces…
De repente Jefferson apareció en un recodo.
—¡JEFFERSON! —grité corriendo hacia él—. ¿Dónde estabas? ¿Por qué te has alejado y no te has quedado por aquí como te había dicho?
—He ido al baño —respondió, sorprendido por mi reprimenda. Entonces vio al policía.
—¿Qué hacéis los dos aquí? —preguntó el policía.
—Estamos esperando a alguien —contesté.
—Bien, bien, está bien, jovencito —dijo el policía agitando el dedo ante Jefferson—. Debes quedarte aquí para que tu hermana pueda vigilarte, ¿de acuerdo?
Jefferson asintió, con los ojos muy abiertos.
—Por aquí hay gente muy mala que a veces se lleva a los niños —advirtió ante la expresión de asombro de Jefferson.
—Bueno, ya está, muchas gracias —dije poniendo mi brazo alrededor de los hombros de Jefferson—. Ahora volveremos allí y… ¡oh, no! —exclamé—. ¡Oh, no!
—¿Qué sucede ahora? —preguntó el policía, enderezándose y llevándose las manos a las caderas.
—¡Nuestras maletas y mi bolso!
—¿Las dejaste aquí cuando te fuiste a buscar a tu hermano? —preguntó el policía con incredulidad.
—Tuve tanto miedo al perder antes de vista a mi hermano que…
—¿De dónde sois?
—De Virginia —contesté sin poder contener las lágrimas.
—Hombre, hombre —dijo el policía echándose la gorra hacia atrás. Sacó el cuaderno de notas del bolsillo trasero y lo abrió—. Vamos a ver, nombre y dirección. —Yo le di mis datos—. ¿A quién estáis esperando? —preguntó. Miré a Jefferson.
—A mi hermano —contesté rápidamente.
—Muy bien. Dame una breve descripción de lo que habéis perdido —dijo y yo le describí nuestras maletas y mi bolso.
—Había un hombre horrible mirándome antes de que empezara a buscar a Jefferson.
—Humm, humm. Bien, hay unos cuantos por aquí, pero de todas formas dame su descripción. —Y yo así lo hice.
—Bien, haré un informe, pero te aconsejo, jovencita, que no te muevas del sitio donde debéis reuniros con vuestro hermano.
—No lo haremos —le prometí mientras volvía con Jefferson al banco. Hasta el cuaderno y los lápices de colores habían desaparecido.
—¿Quién se ha llevado nuestras cosas? —preguntó Jefferson.
—No estoy muy segura —dije en voz baja. Me sentía como drogada, desilusionada, abrumada por un peso mayor del que podía soportar.
—Tengo hambre —se quejó Jefferson—. ¿Cuándo podremos cenar?
—¿Cenar? Todo nuestro dinero ha desaparecido, Jefferson. Mi bolso ha desaparecido, ¿recuerdas?
—Pero estoy hambriento —gimió.
—Y yo también, pero nadie nos dará nada sin dinero.
—Podemos decirles que ya les pagaremos mañana —sugirió.
—A esta gente no, Jefferson. No nos conocen; esto es Nueva York. Mamá tenía razón. —Lo rodeé con el brazo y lo acerqué a mí—. Durmamos un poco e intentemos no pensar en ningún tipo de comida hasta que venga Gavin.
Las lágrimas, que me quemaban los ojos, comenzaron a deslizarse por mis mejillas.
—No llores, Christie —dijo Jefferson—. Gavin vendrá pronto.
—Sí. —Sonreí a través de las lágrimas—. Gavin vendrá. —Besé a mi hermano y seguí abrazándolo.
Afortunadamente, nos quedamos dormidos el uno en brazos del otro.