FELIZ CUMPLEAÑOS
Las densas capas de nubes que se habían formado durante la noche en el océano todavía cubrían el cielo cuando me desperté a primera hora de la mañana. No podía dormir; hoy no, no podía hacerlo el día más importante de mi vida. Aparté la colcha rosa y blanca y salté del lecho con dosel de lunares de color rosa, me acerqué a la ventana y contemplé los campos que se extendían entre nuestra casa y el hotel. La mayor parte de los empleados del jardín ya se habían levantado y estaban trabajando en sus múltiples labores de mantenimiento. Vi también a uno de los huéspedes dando su diario paseo matinal. La mayoría se hospedaban en el Cutler Cove año tras año y eran de edad avanzada.
A mi derecha el océano parecía tan argénteo como las monedas de plata, podía verse a las hambrientas gaviotas caer en picado sobre las playas en busca del desayuno. En la distancia, la línea del océano casi se confundía con el fondo gris. Desde luego no era el mejor panorama para un día de ensueño: había esperado despertarme en una mañana soleada, con el mar centelleante como nunca lo hubiera visto antes, con la luz del sol flameando a través de los pétalos de las rosas, los narcisos, los tulipanes y transformando las hojas de los árboles en un jugoso verde primavera.
De pequeña solía soñar que el hotel, los campos, las playas y el océano eran un mundo fantástico de mi propiedad en el que yo reinaba como una nueva Alicia. Le daba a todo un nombre absurdo, e incluso pretendía que las personas que conocía fueran realmente animales vestidos de la misma guisa que los seres humanos. Así, el chef, Nussbaum, era un león viejo, y su sobrino, León, que tenía un cuello muy largo y era su ayudante, era en cambio una jirafa. Los botones que correteaban de aquí para allá eran conejos, y Mr. Dorfman, que merodeaba por el hotel a todas horas con los ojos bien abiertos acechando cualquier equivocación o falta de eficacia, era un búho indiscreto. Me impresionaba el retrato de la abuela Cutler en el vestíbulo, a quien le arrogaba el papel de perversa hechicera. Hasta a los gemelos de tío Philip y tía Bet, Richard y Melanie, que tanto se parecían, les daba miedo el retrato de la abuela Cutler y se asustaban el uno al otro, o a mí o a Jefferson, diciendo:
—¡La abuela Cutler vendrá por ti!
Aunque mamá nunca me había contado los detalles más horribles, yo sabía que la habían tratado muy mal cuando volvió a Cutler Cove. Me parecía imposible que alguien hubiera despreciado a mi hermosa y querida madre. Cuando era pequeña a veces me quedaba mirando el retrato de la abuela Cutler e intentaba descubrir, en ese rostro duro y descarnado, las causas de su crueldad. Cuando pasaba por delante del retrato, sus fríos ojos grises me seguían siempre y a menudo sufría pesadillas por la noche.
El retrato de su marido, el abuelo Cutler, era diferente. Esbozaba una ligera sonrisa, pero había algo en su mirada que hacía que me alejara de allí rápidamente y me asegurara que llevaba todos los botones abrochados. Yo sabía vagamente que se había portado muy mal con la abuela, Laura Sue, y que como consecuencia de ello mamá había nacido, aunque lo que sucedió exactamente nunca llegaron a contármelo. Formaba parte del misterioso pasado, de la sombría y desgraciada historia de los Cutler. La mayor parte de mi herencia permanecía sellada a cal y canto, oculta en viejos documentos guardados en cajas de acero o en álbumes de fotografías en polvorientas cajas en algún lugar del desván del hotel.
En él todavía trabajaban unas pocas personas que recordaban a la abuela y al abuelo Cutler y que nunca querían responder a las preguntas que yo les hacía.
—Debes preguntárselo a tu madre, Christie. Son asuntos de familia. —Como si «asuntos de familia» fuera equivalente a «top secret».
—Es mejor que no lo sepas —me contestaba siempre Mrs. Boston, nuestra ama de llaves, que también lo había sido de la abuela Cutler.
¿Y por qué era mejor que no lo supiera? ¿Cuándo tendría la edad apropiada para enterarme? Papá decía que a mamá le resultaba muy penoso hablar de ello porque sólo le traía malos recuerdos y la hacía llorar.
—Y tú no quieres que llore, ¿verdad? —me contestaba, y yo sacudía la cabeza e intentaba olvidarlo.
Pero era imposible olvidar un pasado que permanecía en las tinieblas, un pasado al que apenas se aludía, que podía convertir una sonrisa en una expresión de tristeza o de temor; un pasado que me llamaba desde los antiguos retratos o desde las tumbas de piedra de tío Randolph y tía Clara Sue en el viejo cementerio. A veces, me hacía sentir como si fuera la mitad de una persona, como si la otra mitad de mí fuera a emerger algún día de aquellas oscuras sombras para presentarse como la verdadera Christie Longchamp.
Estos sentimientos los provocaba principalmente el hecho de que sólo sabía unos pocos detalles de mi verdadero padre. Sabía su nombre, Michael Sutton, y en la biblioteca del colegio descubrí también que había sido una estrella de la ópera muy popular, famosa en los teatros de Londres y de Broadway. Su carrera sufrió una mala trayectoria y desapareció de los escenarios. Mamá no hablaba de él. Nunca me había dicho cómo se enamoraron, cómo nací yo y por qué nunca le conocí.
—Algún día te lo contaré todo, Christie… cuando seas lo bastante mayor para comprenderlo —me respondía cuando yo le hacía alguna pregunta.
Oh, siempre he aborrecido que las personas mayores me den esta respuesta. ¿Cuándo tendré la edad suficiente para comprender por qué uno se enamora y luego el amor desaparece, por qué se odian y se hieren los unos a los otros, por qué alguien como la abuela Laura Sue, que una vez fue joven y hermosa, está ahora atormentada e incapacitada y retraída? Supe desde el principio que mi edad no era el problema, sino que a mamá le resultaba muy doloroso hablar del pasado. Me apenaba verla así, pero también sentía pena de mí misma. Tenía derecho a saber… a saber quién era yo.
Mientras contemplaba el paisaje a través de la ventana sentí un escalofrío y me abroché el botón superior del pijama. Esta mañana de junio era tan gris y helada como mis pensamientos. Hasta los gorriones, que normalmente revoloteaban hasta posarse en los cables del teléfono fuera de mi dormitorio, parecían hoy demasiado tranquilos, como si supieran que era mi cumpleaños y quisieran comprobar mi reacción al ver el cielo nublado. Agitaban las alas nerviosos, pero seguían agazapados, mirando.
Fruncí el ceño, doblé los brazos bajo el pecho e incliné los hombros en una postura que mamá aborrecía. Me era imposible ocultar lo que sentía. Papá decía que yo era un termómetro.
—En cuanto te miro la cara —decía—, puedo decir si hoy hará o no un buen día.
Tenía razón. Parecía un libro abierto, así de fácil era leer lo que llevaba escrito en mi interior. El tiempo siempre afectaba mi carácter. Cuando llovía incesantemente nunca miraba por la ventana, hacía ver que afuera el tiempo era bueno e ignoraba el golpeteo suave y continuo de las gotas de lluvia en el tejado. Pero cuando la luz del sol atravesaba las cortinas de encaje de mi cuarto y me besaba el rostro, abría los ojos y saltaba de la cama, porque seguir durmiendo hubiera sido como estar prisionera y la luz del día fuera la llave que abriera la pesada puerta de acero que me mantenía encerrada.
Mr. Wittleman, mi profesor de piano, opinaba lo mismo de mí. Escogía a propósito alguna pieza de Brahms o de Beethoven para que practicara en los días oscuros y nubosos y algo dulce y ligero de Chaikovski o de Liszt para los días soleados. Decía que cuando llovía mis dedos pesaban diez gramos más.
—Podrías haber nacido flor —decía alzando las cejas color castaño oscuro, tan espesas como cepillos—, por esa forma tan particular que tienes de florecer y oscurecerte.
Yo era consciente de que me estaba tomando el pelo aunque no sonriera. Era un hombre duro, y sin embargo tolerante. Enseñaba música a varios jóvenes en Cutler Cove y me dejaba entrever de muchas maneras que me consideraba su discípula más prometedora. Me dijo que hablaría con mi madre, que debía ir a Nueva York y tener una audición en Juilliard.
Me aparté de la ventana cuando oí a mi hermano menor, Jefferson, salir de su dormitorio y acercarse al mío atravesando el corredor. Esperé a que el pomo de la puerta girara con lentitud. Le gustaba entrar subrepticiamente mientras yo dormía y saltar de pronto a mi cama, a pesar de que siempre le echaba de allí con cajas destempladas. Le dije a mamá que el dibujante de Daniel el Travieso tuvo que haber conocido primero a Jefferson.
Como ya me había levantado, le iba a sorprender. El pomo de la puerta giró, ésta fue abriéndose poco a poco y Jefferson se asomó. En el instante en que adelantó el pie para entrar, yo abrí de golpe la puerta.
—¡JEFFERSON! —grité. Mi hermano se sobresaltó, soltó una carcajada, de un salto se encaramó en mi cama y se tapó con la colcha. También llevaba puesto el pijama y yo le propiné una fuerte palmada en el trasero—. Te avisé que no lo hicieras más. Tienes que aprender a llamar a la puerta.
Asomó la cabeza por debajo de la colcha. Éramos tan diferentes… Jefferson nunca estaba deprimido, a él nunca le afectaba el clima, a menos que le privara de hacer algo que hubiese planeado. Era capaz de salir a jugar tanto bajo una lluvia cálida y ligera como en un día de sol radiante. En cuanto se sumergía en su mundo de fantasía, nada le importaba ya. Mrs. Boston tenía que llamarlo cuatro o cinco veces para que le prestara atención, y cuando lo interrumpían, entornaba aquellos ojos de zafiro hasta convertirlos en una fina línea oscura de expresión enfadada. Tenía el temperamento, los ojos y la constitución de papá y la boca y la nariz de mamá. Sus cabellos eran castaño oscuro la mayor parte del año, pero en verano, quizá porque se pasaba la mayor parte del tiempo al sol, sus cabellos se aclaraban y adquirían el color de las almendras.
—Hoy es tu cumpleaños —dijo ignorando mis protestas—. He venido a darte dieciséis estirones de oreja y uno más para que tengas buena suerte.
—No, no lo harás. ¿Quién te ha dado la idea?
—Raymond Sanders.
—Bueno, pues le dices que se las estire él dieciséis veces. Sal de mi cama y vuelve a tu cuarto para que pueda vestirme —le ordené. Mi hermano se sentó, dobló la manta sobre su regazo y me miró con ojos oscuros e inquisitivos.
—¿Qué clase de regalos te van a traer? Vas a tener cientos. Va a venir mucha gente a tu fiesta —siguió diciendo, con las manos abiertas y las palmas hacia arriba.
—Jefferson, no es de buena educación pensar en los regalos. Ya es bastante que vengan todas esas personas, algunas desde muy lejos. Y ahora sal de aquí antes de que llame a papá —dije, señalando la puerta.
—¿Te traerán un montón de juguetes? —preguntó interesado, con la mirada llena de expectación.
—Lo dudo mucho. Tengo dieciséis años, Jefferson, no seis.
Sonrió. Mi hermano aborrecía que le regalaran ropa en lugar de juguetes el día de su cumpleaños. Abría apresuradamente las cajas, echaba un vistazo a las prendas de vestir e inmediatamente iba a la siguiente, esperanzado.
—¿Por qué es tan importante cumplir dieciséis años? —preguntó.
Me cepillé el cabello hacia la espalda y me senté a los pies de la cama.
—Porque cuando una chica cumple dieciséis años, la gente empieza a tratarla de manera diferente —le expliqué.
—¿Cómo? —Jefferson nunca dejaba de hacer preguntas, nos volvía a todos locos con sus «¿por qué?», sus «¿cómo?» y sus «¿qué?»
—Lo hacen. Te tratan más como a un adulto que como a un niño o un bebé, como tú.
—Yo no soy un bebé —protestó—. Tengo nueve años.
—Pues actúas como si lo fueras, entrando aquí todas las mañanas gritando. Ahora vete y vistámonos para el desayuno —le dije levantándome—. Voy a ducharme y a vestirme.
—¿Cuándo vendrá tía Trisha? —preguntó, en lugar de marcharse. Le quedaban un montón de preguntas por hacer.
—Esta tarde, a primera hora.
—¿Y Gavin?
—Hacia las tres o las cuatro. ¿Has acabado, Jefferson? ¿Ya puedo arreglarme?
—Puedes hacerlo —repuso encogiéndose de hombros.
—Yo no me visto delante de los chicos —dije. Mi hermano torció la boca de un lado a otro como si estuviera mascando chicle.
—¿Y por qué no? —preguntó finalmente.
—¡Jefferson! Ya deberías saberlo y no hacer este tipo de preguntas.
—Pues yo me visto delante de mamá y de Mrs. Boston —dijo.
—Porque todavía eres un niño. ¡Vete! —exclamé señalando la puerta.
Jefferson se deslizó fuera de la cama, lentamente, pero luego se detuvo, considerando lo que yo acababa de decir.
—Richard y Melanie se visten y se desvisten uno delante del otro —explicó—. Y tienen doce años.
—¿Y cómo lo sabes? —pregunté.
Todo lo referente a tío Philip y tía Bet me interesaba. Seguían habitando el antiguo sector del hotel y dormían donde lo habían hecho la abuela Laura y Randolph. Sólo ahora los gemelos tenían dormitorios independientes, pero hasta hacía poco lo habían compartido. Yo no iba mucho allí, y cuando lo hacía siempre me quedaba mirando la puerta de la antigua suite de la abuela Cutler. Pero nunca pude asomarme al interior.
—Lo sé porque los he visto —dijo Jefferson.
—¿Has visto vestirse a Melanie?
—Uh, uh. Estaba en el cuarto de Richard y ella entró a coger un par de calcetines azules —explicó.
—¿Comparten los calcetines? —pregunté incrédula.
—Uh, uh —repuso Jefferson moviendo la cabeza—. Y sólo llevaba puesta la ropa interior, sin nada encima —añadió, señalando el pecho. Yo me quedé boquiabierta, porque Melanie ya había empezado a desarrollar el pecho.
—Pues eso no está nada bien —dije, mientras Jefferson se encogía de hombros.
—Nosotros íbamos a jugar al bádminton.
—No me importa. Una chica de su edad no debe pasearse medio desnuda delante de su hermano y de su primo.
Jefferson volvió a encogerse de hombros y entonces se le ocurrió una idea.
—¿Si te traen algunos juguetes, podré jugar con ellos esta noche? ¿Podré?
—Jefferson, ya te lo he dicho. No espero que me traigan juguetes.
—¿Y si lo hacen? —insistió.
—Sí, podrás. Eso si sales de aquí ahora mismo —añadí.
—Estupendo —gritó, lanzándose hacia la puerta en el preciso momento que mamá llamaba y la abría. Casi chocó con ella.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Jefferson iba a salir para que pudiera vestirme —dije, mirándolo llena de furia.
—Vamos, Jefferson. Deja sola a tu hermana. Hoy tiene que hacer muchas cosas —le advirtió mamá.
—Me ha dicho que esta noche podré jugar con sus juguetes —declaró.
—¿Juguetes?
—Cree que voy a recibir toneladas de juguetes de regalo —expliqué.
—Oh —sonrió mamá—. Vamos, Jefferson, ve a vestirte para el desayuno,
—Soy un pirata —exclamó, levantando el brazo como si sostuviera una espada—. Yo, ju ju, y una botella de ron —gritó mientras desaparecía como una exhalación. Mamá rió y luego se dirigió hacia mí sonriendo.
—Feliz cumpleaños, cariño —dijo, mientras me abrazaba y me besaba—. Va a ser un día precioso. —Vi el brillo y la felicidad en sus ojos. Estaba muy hermosa con el color que le afluyó al rostro, como una de esas modelos que salen en las páginas de las revistas de modas.
—Gracias, mamá.
—Papá se está duchando y arreglando. Quiere ofrecerte el primer regalo de cumpleaños durante el desayuno. Me parece que tu cumpleaños le ilusiona más que a ti —añadió mamá, acariciándome el cabello.
—Creo que no voy a poder esperar a que venga todo el mundo —dije—. Tía Trisha está en camino, ¿verdad?
—Oh, sí, llamó ayer. Me dijo que te traía los programas de las obras y unas cuantas cosas más del teatro.
—Estoy impaciente. —Me dirigí al vestidor y cogí una falda azul celeste y una blusa de manga corta abotonada hasta el cuello.
—Es mejor que esta mañana te pongas una chaqueta. Hace fresquito —dijo mamá. Entró conmigo en el ropero y contempló el vestido que me iba a poner para la fiesta—. Estarás preciosa —añadió, sosteniéndolo en alto.
Era un vestido de seda rosa sin hombros, con escote en forma de corazón y una falda con volantes encima de varias capas de crinolina. Había llevado los zapatos al tinte para que me los tiñeran del mismo color que el vestido, pensando que sería una locura, y mamá me sorprendió comprándome un sujetador. Incluso a mí me sorprendió el efecto. Contuve la respiración y vi los pechos elevarse y separarse. El rubor me cubrió el rostro, el cuello y el escote. ¿Iba a ponerme eso? ¿Me atrevería?
—Vas a parecer tan mayor —dijo mama y suspiró. Se volvió hacia mí—. Mi niñita está hecha toda una mujercita. Mis pronto de lo que pensamos te vas a graduar en la escuela superior y entraras en la universidad —siguió diciendo, pero ahora su expresión era melancólica.
—Quiero hacer lo que dice Mr. Wittleman, mamá. Quiero tener una audición en Juilliard o en la Sarah Bernhardt —le dije, cosa que hizo desaparecer la sonrisa de su rostro. Por alguna razón, para mí desconocida, a mamá le daba miedo que yo fuera a Nueva York, y no me animaba demasiado a hacerlo.
—Fuera de Nueva York existen muchísimas escuelas de interpretación, por lo demás excelentes… incluso aquí en Virginia hay algunas.
—Pero, mamá, ¿por qué no quieres que vaya a Nueva York?
—Nueva York es demasiado grande. Allí puedes perderte.
—Es en Nueva York donde existen más oportunidades —repliqué—. Me lo ha dicho Mr. Wittleman.
Mamá no contestó. En lugar de hacerlo apareció en sus ojos dulces aquella mirada triste e inclinó la cabeza. Habitualmente era una persona tan vivaz que cuando había algo que entristecía su estado de ánimo yo sentía en mi corazón una terrible sensación de vacío.
—Mamá —le recordé—, ¡allí fuiste tú a la escuela de interpretación, y también fue tía Trish, y mira a dónde ha llegado!
—Lo sé —dijo a regañadientes, admitiendo que lo que yo decía era cierto—. Pero siento temor por ti.
—No soy mucho más joven de lo que tu eras cuando cargaste con la responsabilidad del hotel —le recordé.
—Sí, cariño, es cierto, pero fue la responsabilidad la que cayó sobre mí. No era algo que yo deseara. No tuve otra opción —se quejó.
—¿Me lo contarás, mamá? ¿Me contarás por qué dejaste la Escuela Sarah Bernhardt? ¿Lo harás?
—Pronto —prometió ella.
—¿Y me contarás la verdad sobre mi padre? ¿Lo harás? —Yo no me detuve—. Ya soy lo bastante mayor para saberlo, mamá.
Me miró como si me estuviera viendo por primera vez. Luego, aquella sonrisa angélica apareció de nuevo en sus labios y se inclinó para apartarme algunos mechones de cabello de la frente.
—Sí, Christie. Esta noche vendré a tu habitación y te contaré la verdad —me prometió.
—¿Toda la verdad? —pregunté, casi sin aliento. Mamá lanzó un profundo suspiro y asintió.
—Toda la verdad —dijo.
Papá, más guapo que nunca, ya estaba sentado a la mesa leyendo el periódico cuando yo bajé a desayunar. Mamá había ido al cuarto de Jefferson para evitar que se entretuviera, porque mi hermano era capaz de quedarse allí para siempre si de pronto le llamaba la atención uno de sus trenes o sus camiones mientras se lavaba los dientes o se peinaba.
—Feliz cumpleaños, querida —dijo papá y se inclinó a besarme en la mejilla cuando me senté.
Por su aspecto, podría decirse que era mi hermano mayor. Mis padres tenían un aire tan juvenil que mis amigos se sentían celosos, sobre todo mi mejor amiga, Pauline Bradly, que era la nieta de Mrs. Bradly. Mrs. Bradly era la encargada de recepción del hotel.
—Tu padre tiene unos ojos de ensueño —decía Pauline.
En verano la piel de mi padre adquiría una tonalidad muy bronceada en cuanto trabajaba al aire libre, sus ojos oscuros resaltaban luminosos y brillantes como el ónice y poseía una bonita dentadura blanca que le daba una sonrisa de marfil. Era alto y musculoso, de cabello largo, que peinaba con una onda en la frente. A mí no me extrañaba que mamá estuviera enamorada de él desde la infancia.
—¿Qué se siente al cumplir dieciséis años? —me preguntó con una sonrisa.
—No lo sé. Estoy demasiado emocionada para sentir nada, creo —repuse mientras su sonrisa se hacía más amplia.
—Por la manera en que se comporta tu madre, parece que fuera ella la que cumple los dieciséis —bromeó.
—¿Qué estás diciendo, James Gary Longchamp? —preguntó mi madre mientras atravesaba la puerta con Jefferson a su lado.
—Uh, oh —exclamó mi padre abriendo el periódico y simulando que volvía a su lectura.
—Tu padre —dijo mi madre mientras se sentaba—, por lo pronto, ha sido quien más se ha preocupado de la comida, los adornos y la música. Ha vuelto loco a medio mundo, insistiendo en que los setos se cortaran perfectamente rectos y que cada flor estuviera en su sitio. ¡Es como si organizáramos una fiesta para la Reina de Inglaterra!
Papá apartó el periódico para poder verme la cara e hizo un guiño.
—Papá, papá, ¿puedo ayudarte a cortar el césped? ¿Puedo, por favor? —rogó Jefferson.
—Ya veremos —repuso papá—. Eso depende de lo bien que te comas el desayuno y de que no enredes demasiado…
Mamá y yo nos echamos a reír.
—Feliz cumpleaños, Christie —dijo Mrs. Boston mientras entraba en el comedor con la bandeja de huevos y cereales. Cuando la dejó, se acercó a mí, me abrazó y me besó.
—Gracias, Mrs. Boston.
—Vas a tener un magnífico cumpleaños.
—Vendrá a la fiesta, ¿verdad? —le pregunté.
—Desde luego, me he comprado un vestido nuevo muy moderno para la ocasión. —Echó una rápida mirada a papá—. Y usted no haga ningún comentario, Mr. Longchamp.
Papá rió entre dientes y dobló el periódico, buscó algo detrás de su silla y sacó un paquetito.
—Éste es el único momento en que la familia estará hoy reunida y a solas, así es que tu madre y yo hemos decidido dártelo ahora —declaró—. Pensamos que especialmente hoy te sería muy útil, considerando lo importantes que van a ser todos los minutos.
—¡Uau! —exclamó Jefferson impresionado por la envoltura del regalo, que era plateada con una cinta de color azul oscuro.
Empecé a desenvolverlo nerviosa, procurando no romper el precioso papel. Quería saborear cada instante, cada recuerdo de ese día. Abrí la caja alargada y vi en el interior un precioso reloj de oro.
—¡Oh, es precioso! —grité—. Gracias, papá —lo abracé—. Gracias, mamá —dije besándola.
—Deja que te ayude a ponértelo —se ofreció papá sacándolo de la caja.
—¿Tiene alarma? ¿Es sumergible? —preguntó Jefferson.
—Es un reloj de señora —dijo papá, sosteniendo suavemente mi brazo mientras me ponía el reloj—. Mira —añadió una vez me lo hubo abrochado.
—Te queda muy bien, Christie —dijo mamá.
—¿Es buena la hora? —preguntó Jefferson—. Es tan pequeño que casi no se ve.
—Puedo verla, sí —sonreí a todo el mundo, feliz por estar todos reunidos, de que nos quisiéramos tanto. Por un momento, incluso llegué a olvidar las nubes que había afuera. Había tanto calor en el interior…
—¡Éste es el mejor momento! —exclamé, mientras mamá y papá reían y empezábamos a desayunar charlando sin parar.
Los fines de semana, además de vigilar a Jefferson, ayudaba en el hotel relevando a alguien en recepción. A veces venía Pauline a ayudarme. En ocasiones se reunían los botones y nos divertíamos flirteando con ellos en el vestíbulo, así como respondiendo a las llamadas telefónicas y hablando con gente que procedía de lugares tan alejados como Los Ángeles, California o Montreal, Canadá.
Pero hoy era mi día y no tenía nada que hacer. Tan pronto como acabamos de desayunar, quise ir al salón de baile a ver cómo estaban quedando los adornos. Jefferson quiso acompañarme.
—Hoy debes dejar tranquila a tu hermana —le advirtió mamá.
—Está bien, mamá, si se porta bien que me acompañe —dije yo, lanzándole una mirada tan severa que hubiera podido derretir el hielo. Sólo papá y mamá podían obligar a Jefferson a hacer algo que no quería hacer.
—Me portaré bien —prometió él.
—Si lo haces puedes venir a ayudarme a cortar el césped esta tarde —dijo papá. Esta promesa bastó para que se enderezase en el asiento, acabara el desayuno y bebiera la leche. Después, me dio la mano obedientemente y atravesamos corriendo la puerta, bajamos las escaleras, cruzamos los campos y llegamos al hotel antes que mamá.
En el gran salón de baile estaban colocando los adornos. Mamá había decidido que en mi fiesta hubiera una orquesta, así que allí había un enorme podio blanco y rosa lleno de tubas, trompetas, tambores y trombones, violines, oboes y violonchelos apoyados en las paredes y dos enormes pianos en ambos extremos. En ese momento estaban colgando del techo cintas multicolores y a ambos extremos del salón de baile había unos grandes racimos de globos en los que se podía leer: Feliz dieciséis cumpleaños, Christie. Mamá dijo que después de que todos me cantaran Cumpleaños feliz, se lanzarían al aire todos aquellos globos.
Cuando llegamos, el personal del comedor ya casi había acabado de poner las mesas, con unos manteles de papel rosa y azul con las notas del tema musical. En cada mesa había una bolsa con obsequios del cumpleaños que incluían peines y espejos, estos últimos con mi retrato en el dorso.
En la parte frontal de la sala estaba la mesa en la que papá, mamá, la abuela Laura y Bronson, tía Trisha, tía Fern, el abuelito Longchamp, su esposa Edwina y Gavin iban a sentarse conmigo y algunas de mis mejores amigas de la escuela. Jefferson estaba muy emocionado porque tendría en su mesa a sus compañeros del colegio, así como Richard y Melanie.
Para la fiesta se había cambiado la iluminación de la pista de baile, colocando globos giratorios de colores y focos intermitentes. En el hotel teníamos una orquesta y mamá me había prometido que iba a cantar una o dos canciones.
Todo el mundo decía que sería la mejor fiesta que se había dado en el hotel. Habíamos invitado a todos los empleados y estaban tan emocionados como nosotros.
Jefferson y yo nos quedamos en la puerta contemplándolo todo y a todos. Estaban tan ocupados que no se dieron cuenta de nuestra presencia.
—Va a ser una fiesta muy cara —oímos decir a alguien.
Cuando nos volvimos casi tropezamos con Richard y Melanie, que estaban tan cerca el uno del otro que parecían pegados. Como era habitual en ellos, vestían ropas idénticas: Melanie llevaba una falda azul marino con una blusa blanca a topos azules y Richard vestía pantalones azul marino y una camisa idéntica. Tía Bet les compraba siempre la misma ropa. Estaba muy orgullosa de haber tenido gemelos y siempre aprovechaba la oportunidad de exhibirlos. Ambos llevaban gafas idénticas porque tenían el mismo problema en la vista.
Richard y Melanie tenían el cabello rubio y los ojos azules de tío Philip, la cara y la nariz afilada de tía Bet, así como sus finos labios; Richard era un poco más grueso y ligeramente más alto y Melanie tenía una dentadura recta y orejas pequeñas. Richard tenía la contextura de los Cutler, espaldas anchas, cintura estrecha, levantaba la cabeza con un gesto arrogante y hablaba con voz nasal, como lo hacía tía Bet. De los dos Melanie era la más retraída y, a pesar del aire de superioridad de Richard, también era la más inteligente.
—Hola —saludé—. Qué bien está quedando todo, ¿verdad?
—Fabuloso —repuso Richard secamente—. Dice papá que vamos a sentarnos a tu mesa —añadió dirigiéndose a Jefferson—, así que por favor no nos avergüences ni a nosotros, ni a Christie escupiendo la comida o lanzando bolitas de pan.
—Esta noche Jefferson no va a hacer nada de eso, ¿verdad? —dije yo con seguridad.
—En absoluto —repuso mi hermano hundiendo las manos en los bolsillos del pantalón—. Esta tarde voy a cortar el césped con papá.
—Qué bien —comentó Richard a regañadientes—. Por nada del mundo me dedicaría yo a correr alrededor de una máquina humeante bajo un sol ardiente.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Jefferson, insensible al sarcasmo de Richard. Siempre me divertía comprobar la indiferencia de Jefferson a las ofensas de Richard. Se comportaba como si Richard padeciera alguna extraña enfermedad y fuera mejor no prestarle más atención que la estrictamente necesaria.
—Nos vamos a la sala de juegos —repuso Melanie—. Vamos a jugar al parchís con los hijos de un huésped.
—¿Puedo mirar? —preguntó Jefferson.
—No creo que entiendas nada —dijo Richard con expresión cáustica—. Pero…
—Puedes venir —cortó Melanie—. ¿Tú también quieres venir, Christie? —preguntó.
—No, voy a ver a Mr. Nussbaum. Me dijo que fuera esta mañana.
—La cocina… ugh —dijo Richard.
—No tienes por qué despreciar el hotel, Richard —le amonesté—. Eres un Cutler.
—No ha dicho nada malo —replicó Melanie, saliendo rápidamente en su defensa, como si yo se lo hubiera dicho a ella.
—No está bien mirar por encima del hombro a nuestros empleados y darles la impresión de que te sientes superior.
—Somos los propietarios del hotel —me recordó Richard.
—Aunque así sea, no nos iría muy bien si no quisieran trabajar para nosotros —le indiqué. Los dos hermanos me miraron a través de los gruesos cristales de sus gafas que agrandaban sus ojos hasta el punto de parecer más unas ranas que unos niños. Finalmente Richard se encogió de hombros.
—Vamos —le dijo a Melanie.
—Ah —exclamó Melanie volviéndose—, feliz cumpleaños, Christie.
—Sí —gritó Richard como un lorito—. Feliz cumpleaños.
Jefferson los siguió y yo me dirigí a la cocina. La cara de Mr. Nussbaum se iluminó cuando me vio aparecer. Mamá me había dicho que había estado siempre en el hotel y que probablemente mentía acerca de su edad. Calculaba que ya debía de haber cumplido los ochenta. Hacía unos pocos años que había aceptado un ayudante, su sobrino León, un hombre alto, delgaducho, de cabellos castaños y ojos soñolientos. Aunque siempre parecía estar medio dormido, era un chef estupendo y prácticamente la única persona a la que Nussbaum toleraba que anduviera en su cocina.
—Ah, el cumpleaños de la niña —dijo Nussbaum—. Ven a ver. —Y yo me aproximé a uno de los mostradores en el que tenía bandejas y bandejas de entremeses variados perfectamente preparados—. Habrá tres clases diferentes de langostinos, cada una cocinada con una masa especial, wontons fritos, calabacines fritos y una selección de quesos, unos con jamón y otros con beicon. Esto lo ha hecho León —añadió y luego hizo un gesto—. Ven —dijo cogiéndome de la mano para enseñarme las costillas finamente cortadas.
—He hecho pollo en salsa de vino para los que no quieran buey. Mira lo que ha hecho el panadero —siguió diciendo, mostrándome los panecillos en forma de notas musicales.
—El pastel todavía no lo puedes ver porque es la gran sorpresa —dijo Mr. Nussbaum.
—Todo está quedando precioso.
—¿Y por qué no iba a quedar precioso? Es para una preciosa jovencita, ¿no es cierto, León?
—Oh, sí, sí —repuso el sobrino, con una sonrisa.
—Mi sobrino —dijo Mr. Nussbaum moviendo la cabeza—. Por esto no puedo retirarme —añadió dirigiéndome una sonrisa—. Pero no te preocupes de nada. Sólo diviértete.
—Gracias, Mr. Nussbaum —dije yo.
Salí de la cocina y me dirigí al vestíbulo, pero cuando doblé el recodo del pasillo me topé con tío Philip que iba a la parte antigua del hotel.
—Christie —gritó—. Magnífico… tengo la oportunidad de felicitar a solas a mi sobrina favorita. Feliz cumpleaños —me abrazó y me besó en la frente, primero con suavidad y luego, ante mi sorpresa, siguió besándome hasta la mejilla.
Tío Philip era un hombre guapo, un hombre jovial que siempre iba elegantemente vestido con trajes deportivos que resaltaban su figura; también le gustaba llevar gemelos de oro y diamantes, anillos y relojes de oro. Siempre iba bien peinado y jamás le vi con los zapatos sucios. Su idea del desaliño era llevar una chaqueta sin corbata.
Tía Bet también era muy escrupulosa y remilgada, no llevaba nada que no tuviera estilo o que no hubiera sido creado por un diseñador. Jamás bajaba si antes no se había peinado perfectamente y se había maquillado haciendo resaltar los rasgos que ella consideraba que eran dignos de hacerlo: sus largas pestañas, sus finos labios y su pequeña barbilla.
Tío Philip seguía sujetándome después de haberme besado en la mejilla. Me miró e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Te has convertido en una jovencita realmente preciosa, más bonita que tu madre cuando tenía tu edad —dijo en voz baja, tan baja que casi parecía un susurro.
—Oh, no, no es cierto, tío Philip. No soy más bonita que mamá.
Mi tío se echó a reír, pero no aflojó el abrazo. Yo empezaba a sentirme incómoda. Sabía que tío Philip me quería, pero a veces me parecía que era demasiado mayor para tantos abrazos y caricias, y eso me molestaba. Intenté desligarme del abrazo sin brusquedad, pero él me sujetó con más fuerza.
—Me gusta cómo te peinas —dijo—. El flequillo te hace parecer mayor, muy sofisticada —añadió pasándome suavemente la punta de los dedos por la frente.
—Gracias, tío Philip. Será mejor que me vaya. Tía Trisha va a llegar de un momento a otro.
—Oh, sí, Trisha —dijo sonriendo con afectación—. Todavía no ha sentado la cabeza. Va y viene de un sitio a otro sin parar… y sus manos… son como dos pájaros pegados a sus muñecas intentando liberarse.
—Es así porque es artista, tío Philip.
—Cierto. El teatro —dijo, con voz alegre pero con una expresión seria en los ojos cuando me miró, abrazándome todavía.
—Tengo que irme —repetí.
—Yo también. Feliz cumpleaños de nuevo —dijo, besándome en la mejilla una vez más antes de soltarme.
—Gracias —dije y salí corriendo. La expresión melancólica de su mirada hizo que mi corazón latiera con fuerza.
Cuando entré en el vestíbulo vi a mamá dando la bienvenida a tía Trisha. Mientras atravesaba corriendo el vestíbulo ellas se abrazaron. Tía Trisha llevaba un vestido de color rojo oscuro de falda larga que le llegaba casi a los tobillos. Cuando se dio la vuelta, su falda revoloteó como la de una bailarina de flamenco. Calzaba sandalias atadas en las pantorrillas y un chal blanco suelto sobre los hombros. Peinaba sus cabellos oscuros hacia atrás, en un moño alto que le daba mucho encanto. Unos largos pendientes de conchas marinas le colgaban de los lóbulos de las orejas.
—¡Querida Christie! —gritó alargando los brazos hacia mí—. Qué ganas tenía de verte —dijo, sujetándome por los hombros—. Cada vez que vengo estás más bonita. Esta chica es ideal para los escenarios, Dawn —añadió, haciendo un gesto de asentimiento.
—Quizá —repuso mamá, mirándome con orgullo—. ¿Quieres comer algo, Trish?
—Estoy hambrienta. Oh, no puedo esperar a la fiesta —me dijo.
—Le diré a Julius que lleve todas tus cosas a la casa —dijo mamá—. Te quedarás aquí… en la habitación de Fern —añadió.
—¿Es que no vendrá de la universidad para asistir a la fiesta? —preguntó tía Trisha, abriendo los ojos sorprendida.
—Sí, pero ha preferido quedarse en el hotel —repuso mamá. La mirada que tía Trisha y mamá intercambiaron lo decía todo… Mamá estaba contenta de que tía Fern se quedara en el hotel, porque como habían surgido nuevos problemas mis padres los podrían discutir en privado. Pero las paredes tenían oídos y Jefferson y yo sabíamos que tía Fern se había visto envuelta recientemente en un problema muy serio en la universidad.
—Ven —dijo mamá—. Te acompañaré a la cocina para que te den algo. Ya sabes cuánto le gusta a Nussbaum saber de ti.
—Muy bien. Christie, en la maleta tengo los programas del espectáculo.
—Oh, gracias, tía Trisha —volví a besarla y ella y mamá se fueron a la cocina, hablando sin parar e interrumpiéndose a cada frase.
Tuve la sensación de que el resto del día transcurriría muy despacio. Estaba impaciente ante la inminente llegada de Gavin y no paraba de acercarme a la puerta del hotel. Finalmente, entrada ya la tarde, llegó un taxi del aeropuerto. Bajé las escaleras corriendo esperando encontrarme con el abuelito Longchamp, Edwina y Gavin, pero fue tía Fern quien bajó del automóvil.
Vestía unos tejanos viejos y una camiseta. Se había cortado sus largos y sedosos cabellos que a papá tanto le recordaban a los de su madre. Mi corazón dio un brinco al pensar en el disgusto que aquello le iba a producir.
Tía Fern era alta, casi tan alta como papá y tenía una figura de modelo: piernas largas y tronco esbelto. A pesar de las cosas terribles que se hacía a sí misma —fumaba de todo, desde cigarrillos a puros, bebía, no se acostaba hasta altas horas de la madrugada—, su aspecto era limpio y suave. Tenía los ojos oscuros de papá, sólo que los de ella eran más pequeños, más alargados y, a veces, huidizos. No me gustaba nada su manera particular de torcer el labio superior cuando algo la molestaba.
—Lleve la bolsa dentro —ordenó al conductor cuando bajó del automóvil. Entonces me vio.
—Bueno, pero si aquí está la princesa en persona. Feliz cumpleaños —dijo sacando un paquete de cigarrillos del bolsillo trasero. Sus pantalones eran tan estrechos que parecía imposible que pudiera llevar algo en los bolsillos. Se puso un cigarrillo en la boca y lo encendió mientras contemplaba el hotel—. Cada vez que vengo aquí, siento como si se me hiciera un nudo en el estómago —murmuró.
—Hola, tía Fern —dije finalmente. Ella me dirigió una rápida sonrisa.
—¿Dónde demonios se ha metido todo el mundo? ¿En sus despachos? —añadió con sarcasmo.
—Mamá está en la casa con tía Trisha y papá está cortando el césped.
—Tía Trisha —dijo ella con desdén—. ¿Todavía respira?
—A mí me gusta mucho tía Trisha —le dije.
—En primer lugar, no es tu tía, así es que no sé por qué insistes en llamarla así y, en segundo lugar, mejor para ti. —Hizo una pausa, echó una bocanada de humo y me miró—. Adivina lo que te he traído para tu cumpleaños —dijo sonriendo tímidamente.
—No puedo imaginarlo —repuse yo.
—Te lo daré más tarde, pero no se lo enseñes a tu madre ni le digas que te lo he dado yo. ¿Prometido?
—¿Qué es? —pregunté intrigada.
—Un ejemplar de El amante de lady Chatterley. Ya es hora de que te enteres de todo eso —añadió—. Bien, ya estoy aquí. Otra vez en casa —dijo subiendo los peldaños y entrando en el hotel.
Un escalofrío de aprensión me recorrió la columna vertebral. Apenas hablé con ella unos pocos minutos, y ya mi corazón latía como augurando lo que iba a suceder después. Tía Fern era como una tormenta de rayos y truenos sacudiendo los fundamentos de la felicidad. Dirigí la vista al océano. Todavía había grandes nubarrones ocultando la luz del sol. Incliné la cabeza y me dispuse a entrar otra vez en el hotel cuando oí el sonido de un motor, me volví y vi que otro taxi se acercaba.
Descubrí una mano que se agitaba en la ventanilla trasera y luego un rostro.
Era Gavin, que con su espléndida sonrisa hizo desaparecer la desazón que sentía un momento antes; la esperanza de la luz llegó con la misma rapidez con que antes había desaparecido.