BUENAS NOCHES, DULCE PRÍNCIPE
Charles Slope y su esposa Vera, la mujer que papá había contratado para sustituir a Louella, eran gente bastante agradable, y su hijo pequeño Luther era simpático, pero yo no podía evitar la sensación de vacío que se había apoderado de mi corazón. Nadie podría, nunca, sustituir a Louella. Sin embargo, Vera se reveló como una excelente cocinera y, aunque preparaba las cosas de forma diferente, siempre estaban buenas; y Charles era con toda seguridad un buen trabajador que le proporcionó a Henry el alivio y la ayuda que necesitaba a su edad.
Vera, de veintitantos años y morena, era una mujer alta y esbelta cuyo cabello formaba un moño cuidadosamente recogido. Nunca le vi ni un solo pelo fuera de lugar. Tenía unos ojos suaves marrones claros, y una tez bastante morena. También un pecho pequeño y una cintura de caderas estrechas. A pesar de tener unas piernas largas, caminaba y se movía con elegancia, sin encorvarse como Emily o las otras mujeres altas que yo había conocido.
Vera llevaba la cocina con eficacia, lo cual, en una época cada vez más dura económicamente, papá apreciaba. Nada se echaba a perder. Los restos se convertían en estofados y ensaladas hasta el punto que los perros se sentían privados y quedaban ansiosos cuando se les echaba la comida. Anteriormente Vera había trabajado en una pensión y estaba acostumbrada a pasar con mucho menos. Era una mujer callada y sufrida, mucho más callada que Louella. Cuando pasaba por la cocina lo hacía sin cantar o tararear, y hablaba poco de su pasado, no ofreciendo casi nunca información acerca de su juventud. Las formalidades de papá no parecían asustarla, y yo pude percibir el placer en los ojos de mi padre cuando ella se dirigía a él diciendo Señor o Capitán Booth.
Obviamente, estaba interesada en saber cómo reaccionaría con Emily y cómo la trataría Emily. Aunque Vera nunca le llevaba la contraria a Emily, ni desobedecía ninguna de sus órdenes, tenía una forma de mirarla con severidad que me dio a entender que no le caía bien; pero era lo suficientemente lista como para mantener sus sentimientos ocultos bajo los sí señora y no señora. Nunca cuestionaba nada ni se quejaba, y pronto aprendió la ley del más fuerte.
Todo el cariño de Vera estaba reservado para su pequeño hijo, Luther. Era una buena madre que siempre conseguía satisfacer las necesidades del niño y mantenerlo limpio, bien alimentado y ocupado, a pesar de las tareas que tenía en la cocina y el peso añadido de ocuparse de mamá de vez en cuando. Papá debió haberle avisado del extraño y aun lunático comportamiento de mamá, ya que no pareció sorprenderse la primera vez que mamá se mostró demasiado cansada o confusa para bajar a cenar. Preparó la bandeja de mamá y se la llevó sin preguntar nada ni hacer comentario alguno. De hecho, yo estaba muy contenta con la forma en que Vera cuidaba de mamá, siempre asegurándose de que se levantara por la mañana, ayudándola a vestirse e incluso a lavarse. No tardó en conseguir que mamá le dejara cepillarle el cabello como había hecho Louella.
Mamá estaba muy contenta de tener un niño en casa. Aunque Vera tenía cuidado de que Luther no molestara a papá, conseguía que mamá le viera y hablara e incluso jugara casi a diario con él. Eso, más que nada, parecía aliviar a mamá de su depresión y tristeza, aunque invariablemente volvía a recaer en su extraña y prolongada melancolía.
Luther era un niño curioso, con cierta facilidad para liarse con la ropa amontonada en el cesto o para ocultarse sin temor bajo los muebles y armarios que deseaba explorar si no le vigilaban. Para su edad era grande y fuerte, moreno, de ojos marrones claros. Era un chico fuerte y resistente, que casi nunca lloraba, incluso cuando se caía y se hacía daño o cuando acercaba los dedos a algo caliente o punzante. En lugar de llorar, parecía enfadarse o sentirse desilusionado y se daba media vuelta en busca de alguna otra cosa que despertara su interés. Se parecía más a su padre que a su madre y tenía las mismas manos cortas, con dedos tan regordetes como los de su padre, Charles.
Charles Slope era un hombre educado de treinta y tantos años, que tenía experiencia con automóviles y motores, cosa que agradaba mucho a papá, que había comprado recientemente un Ford, uno de los pocos coches en esta parte del mundo. Los conocimientos mecánicos de Charles parecían ilimitados. Henry me contó que no había nada en la plantación que Charles no pudiera reparar. Era particularmente brillante a la hora de improvisar recambios, lo cual significaba que las máquinas y herramientas viejas podían mantenerse en uso indefinidamente, evitando así que papá tuviera que hacer nuevas inversiones.
Los problemas económicos iban en aumento no sólo para nosotros, sino también para las vecinas plantaciones. Cada vez que papá regresaba de uno de sus viajes, afirmaba que era necesario hacer nuevas economías en la casa y en la plantación. Empezó por dejar que se marcharan algunos de los trabajadores, y a continuación despidió a parte del servicio doméstico, lo cual significaba que Tottie y Vera tendrían más trabajo en la casa. A continuación decidió cerrar grandes sectores de la plantación, cosa que a mí no me importaba; pero el día que decidió prescindir de Henry, se me hundió el corazón.
Yo había regresado del colegio y empezaba a subir las escaleras cuando oí unos sollozos que procedían de la parte posterior de la casa, y encontré a Tottie sentada en un rincón al lado de la ventana de la biblioteca. Tenía un plumero en la mano, pero no estaba trabajando. Estaba hundida en un sillón mirando por la ventana.
—¿Qué ocurre, Tottie? —pregunté. Los tiempos se habían puesto tan difíciles, y con tanta rapidez, que no sabía qué esperar.
—Han despedido a Henry —dijo—. Está haciendo las maletas para marcharse.
—¿Despedido? ¿Marcharse… adonde?
—Se marcha de la plantación, señorita Lillian. Su padre dice que Henry es ya demasiado viejo y no sirve para nada. Dice que debería irse a vivir con sus parientes; pero él no tiene parientes vivos.
—¡Henry no puede marcharse! —exclamé—. Ha estado aquí casi toda su vida. Tiene que quedarse aquí hasta que muera. Él siempre ha pensado que así sería.
Tottie negó con la cabeza.
—Se habrá marchado antes de que caiga la noche, señorita Lillian —afirmó con tanta solemnidad como la Voz del Destino. Aspiró, se puso de pie y empezó de nuevo a quitar el polvo—. Las cosas ya no son como antes —murmuró—. Los nubarrones no dejan de llegar.
Me volví, abandoné mis libros sobre la mesa del pasillo y salí corriendo de la casa. Llegué a las habitaciones de Henry lo más rápidamente que pude y llamé a su puerta.
—Hola, señorita Lillian —dijo Henry, sonriendo ampliamente como si nada ocurriera. Miré el interior de su habitación y vi que había recogido toda su ropa y que había llenado con ella una vieja maleta de piel junto con el resto de sus pertenencias. Había utilizado cuerda en los lugares que faltaban las correas de la maleta.
—Tottie acaba de contarme lo que ha hecho papá, Henry. No puedes marcharte. Voy a rogarle que te deje quedar—gemí. Mis ojos se estaban llenando rápidamente de lágrimas y pensé que mi rostro quedaría arrasado.
—Oh, no, señorita Lillian. No puede hacer eso. Los tiempos son difíciles, y el Capitán no tiene dónde elegir —dijo Henry, pero pude percibir el dolor en su rostro. Adoraba The Meadows tanto como papá. Aún más, porque el sudor y la sangre de Henry se habían quedado en esta plantación.
—¿Y quién nos cuidará y nos proporcionará la comida y…?
—Oh, el señor Slope lo hará perfectamente cuando se trate de tareas como ésas, señorita Lillian. No se preocupe por nada.
—No estoy preocupada por nosotros, Henry. Yo no quiero que esas cosas las haga otro. No puedes marcharte. Primero Louella se retira, y ahora prescinden de tus servicios. ¿Cómo puede papá despedirte? Formas parte de esta tierra… tanto como él. No dejaré que te eche. No dejaré que ocurra eso. ¡No recojas nada más! —grité, y me dirigí corriendo a la casa antes de que Henry me pudiera hacer cambiar de idea.
Papá estaba en su despacho, detrás de su escritorio, inclinado sobre sus papeles. A su lado tenía una copa de bourbon. Cuando entré, no levantó la vista hasta que llegué a la altura de la mesa.
—¿Qué ocurre ahora, Lillian? —quiso saber como si yo me pasara todo el día pidiéndole cosas y haciéndole preguntas. Se incorporó y se atusó el bigote; sus ojos oscuros me miraban críticamente—. No quiero oír nada acerca de tu madre, si es a eso a lo que has venido.
—No, papá. Yo…
—¿Qué pasa? Ya ves que estoy muy ocupado con estas malditas cuentas.
—Se trata de Henry, papá. No podemos dejar que se vaya… simplemente, no podemos. Henry ama The Meadows. Él pertenece aquí para siempre —le rogué.
—Para siempre —espetó papá como si hubiera dicho una inconveniencia. Miró por la ventana un momento y a continuación se inclinó hacia adelante—. Esta plantación sigue siendo una granja que se trabaja, que tiene beneficios, un negocio. ¿Sabes lo que eso significa, Lillian? Eso quiere decir que uno hace los costes y los gastos a un lado y los beneficios a otro —dijo, señalando los papeles con su largo dedo índice—. Y después se restan periódicamente los beneficios de los costes y los gastos y el resultado es lo que tienes y lo que no tienes; y nosotros no tenemos ni una cuarta parte de lo que teníamos hace un año en esta misma época. ¡Ni una cuarta parte! —gritó, los ojos bien abiertos y chillándome como si la culpa fuera mía.
—Pero, papá, Henry…
—Henry es un empleado, como todos los demás, y al igual que todos los demás tiene que hacer su trabajo o marcharse. La realidad es —dijo papá en un tono más tranquilo— que Henry ya no es ningún jovencito, ya debería estar jubilado y sentado en cualquier porche fumándose una pipa mientras se dedica a recordar su juventud —dijo papá, con cierta melancolía—. Le he tenido empleado todo el tiempo que he podido, pero incluso su pequeño salario resulta un gravamen y no puedo perder ni un centavo en estos días.
—Pero Henry hace su trabajo, papá. Siempre lo ha hecho.
—Tengo un hombre nuevo, joven, que desarrolla mucho trabajo y que me cuesta mi dinero, pero lo vale. Ahora sería estúpido mantener a Henry para que acompañara a Charles cada vez que hace algo, ¿no te parece? Eres una chica lo bastante lista como para entenderlo, Lillian. Y además, nada deprime tanto a un hombre como el saber que ya no sirve para nada, y eso es a lo que tendría que enfrentarse Henry si se quedara aquí.
»Por tanto —dijo, recostándose y satisfecho de su lógica— de alguna manera le estoy haciendo un gran favor al despedirlo.
—¿Pero adonde irá, papá?
—Tiene un sobrino que vive en Richmond —dijo papá.
—A Henry no le gustará vivir en una ciudad —murmuré.
—Lillian, no tengo tiempo para ocuparme en tales minucias. The Meadows… de esto es de lo que tengo que preocuparme, y eso es lo que debería preocuparte a ti. Ahora vete, sal de aquí y haz lo que sueles hacer a esta hora del día—dijo, despidiéndome con un gesto de la mano y volviendo a inclinarse sobre sus papeles. Permanecí allí de pie un momento y a continuación salí lentamente.
Aunque era un día espléndido y soleado, a mí me pareció gris y cubierto cuando salí de la casa y me dirigí a la vivienda de Henry. Ya había terminado de hacer las maletas y se estaba despidiendo de los trabajadores que aún seguían con nosotros. Yo le observé y esperé. Henry se echó el saco a la espalda y cogió la improvisada asa de la vieja maleta y empezó a recorrer el sendero hacia mí. Se detuvo y soltó la maleta.
—Bueno, señorita Lillian —dijo, mirando a su alrededor—. Es una bella tarde para darse un paseo, ¿verdad?
—Henry —sollocé—. Lo siento. No he conseguido que papá cambie de opinión.
—No quiero que se preocupe, señorita Lillian. No le pasará nada al viejo Henry.
—No quiero que te vayas, Henry —gemí.
—Vamos, señorita Lillian, yo no me voy. No creo que pudiera marcharme de The Meadows. Lo llevo aquí —dijo, señalando el corazón— y aquí —dijo, señalándose la sien—. Todos mis recuerdos son de The Meadows, de mi tiempo aquí. La mayoría de la gente que he conocido se ha marchado ya. Espero que a un mundo mejor—añadió—. A veces —dijo, asintiendo— es más difícil ser el que se queda atrás.
»Pero —dijo, sonriendo— me alegro de haberme quedado el tiempo suficiente para verla crecer. Ya es una bella joven, señorita Lillian. Algún día se convertirá en la esposa de un caballero y tendrá su propia plantación, o algo igual de grande y adecuado.
—Si eso ocurre, Henry, ¿vendrás a vivir conmigo? —le pregunté, limpiándome las lágrimas.
—Claro que sí, señorita Lillian. No tendrá que pedírselo dos veces al viejo Henry. Bueno —dijo, extendiendo la mano—. Cuídese mucho, y de vez en cuando piense en el viejo Henry.
Le miré la mano y a continuación di un paso adelante y le abracé. Le cogí por sorpresa y se quedó allí parado mientras me aferraba a él, aferrada a lo que era bueno y cariñoso en The Meadows, aferrada a los recuerdos de mi infancia, aferrada a los cálidos días y noches de verano, al sonido de la armónica en la noche, a las palabras sabias que Henry había tejido a mi alrededor, y a la visión de él corriendo para ayudarme con Eugenia, o la visión de él sentado a mi lado en el carruaje cuando me llevaba al colegio. Me aferré a las canciones, a las palabras y a las sonrisas esperanzadoras.
—Tengo que marcharme, señorita Lillian —susurró con una voz rota por la emoción. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. Cogió su vieja maleta y empezó a recorrer el sendero. Yo corrí a su lado.
—¿Me escribirás, Henry? ¿Me dirás dónde estás?
—Claro que sí, señorita Lillian. Mandaré una nota o dos.
—Papá debería haberle dicho a Charles que te acompañara a algún sitio —grité, manteniéndome a su lado.
—No, Charles tiene muchas cosas que hacer. No me asustan nada las largas caminatas, señorita Lillian. Cuando era un niño, no me impresionaba nada caminar de un horizonte a otro.
—Ya no eres un niño, Henry.
—No, señora. —Irguió los hombros lo mejor que pudo y aceleró la marcha, cada paso alejándole más y más de mí.
—Adiós, Henry —exclamé cuando dejé de correr a su lado. Durante un momento continuó caminando, y entonces, al final del sendero, se volvió. Por última vez vi la cariñosa sonrisa de Henry. Quizá fuera magia; quizá fuera mi desesperada imaginación, pero me pareció más joven; parecía no haber envejecido ni un día desde que me llevaba a hombros, cantando y riendo. En mi mente su voz formaba parte de The Meadows tanto como el canto de los pájaros.
Un instante después giró al final del sendero y desapareció. Bajé la cabeza, y con el corazón tan pesado que hacía que mis pasos fueran lentos, me dirigí de nuevo a casa. Cuando levanté la vista vi que una larga, pesada nube, había cubierto el horizonte dejando caer un velo gris sobre el gran edificio, haciendo que todas las ventanas aparecieran oscuras y vacías, a excepción de una sola, la ventana de la habitación de Emily. Desde allí ella me miraba; su largo y demacrado rostro manifestaba desagrado. Quizá me vio abrazarme a Henry. Con toda seguridad distorsionaría mi expresión de amor y lo convertiría en algo sucio y pecaminoso. Yo le devolví la mirada con desafío. Ella me dedicó su característica sonrisa, fría y retorcida. Levantó las manos que sostenían la Biblia y se volvió, desapareciendo en la oscuridad de la habitación.
La vida continuó en The Meadows, a veces tranquilamente y a veces con sobresaltos. Mamá tenía sus días buenos y sus días malos, y yo tenía que recordar que lo que le decía un día podía haberlo olvidado al siguiente. En sus recuerdos, llenos de agujeros como un queso suizo, los acontecimientos de su juventud a veces quedaban mezclados con los acontecimientos del presente. Parecía sentirse más cómoda con los viejos recuerdos, y se aferraba a ellos con tenacidad, eligiendo selectivamente para rememorar los buenos tiempos cuando vivía en la plantación de su familia.
Empezó de nuevo a leer, pero frecuentemente releía las mismas páginas y el mismo libro. Lo más doloroso para mí era oírle hablar de Eugenia o referirse a mi hermana como si todavía estuviera viva y en su habitación. Siempre iba a «llevarle esto a Eugenia» o «decirle aquello a Eugenia». Yo no tenía la valentía de recordarle que Eugenia había fallecido, pero Emily no se callaba nunca. Ella, al igual que papá, tenían poca paciencia con los lapsus de mamá y sus ensoñaciones. Yo intenté que Emily mostrara más compasión, pero ella no estaba de acuerdo.
—Si alimentamos la estupidez —dijo, eligiendo las palabras de papá— no hará más que continuar.
—No es estupidez. Simplemente los recuerdos son demasiado dolorosos y no los puede soportar —le expliqué—. Con el tiempo…
—Con el tiempo se pondrá peor —afirmó Emily con su característico tono de superioridad y casi profético—. A no ser que consigamos que recupere la cordura. Mimarla no sirve de nada.
Yo me tragué las palabras y la dejé. Como habría dicho Henry, sería más fácil convencer a una mosca de que era una abeja y hacer que fabricara miel que cambiar la mentalidad de Emily. El único que comprendía mi pena y mostraba cierta compasión era Niles. El escuchaba mis historias con ojos simpáticos y asentía. El corazón se le rompía por mamá y por mí.
Niles se había convertido en un chico alto y delgado. Cuando cumplió los trece años, empezó a afeitarse. Tenía una barba espesa y oscura. Ahora, ya mayor, tenía sus tareas en la granja de su familia. Al igual que nosotros, los Thompson tenían problemas para cumplir con sus obligaciones financieras, y como nosotros, ellos también habían tenido que despedir a parte del servicio. Niles había ocupado su lugar y hacía ahora el trabajo de un hombre mayor. Estaba orgulloso de ello y le cambió, endureciéndole y convirtiéndole en una persona más madura.
Pero no dejamos de ir a nuestro estanque mágico o de cultivar la fantasía. De vez en cuando, nos escapábamos juntos y llegábamos paseando hasta el estanque. Al principio resultaba doloroso volver al lugar donde habíamos llevado a Eugenia y donde habíamos desnudado nuestros deseos, pero era agradable hacer algo que sólo nos pertenecía a nosotros. Nos besábamos y acariciábamos y desvelábamos más y más nuestros más recónditos pensamientos, pensamientos que normalmente se guardaban bajo llave en nuestros corazones.
Niles fue el primero en decir que soñaba con nuestro matrimonio, y una vez admitió su deseo yo le confesé que quería lo mismo. Con el tiempo heredaría la finca de su padre y nosotros viviríamos allí, y criaríamos a nuestra familia. Siempre estaría a disposición de mamá, y en cuanto tuviéramos todo en marcha inmediatamente me pondría en contacto con Henry y le traería a casa. Al menos estaría cerca de The Meadows.
Niles y yo solíamos sentarnos al sol del atardecer al borde del estanque para tejer nuestros planes con tanta confianza que cualquiera que nos oyera hubiera jurado que eran inevitables. Teníamos una gran fe en el poder del amor. El amor nos haría siempre felices. Sería como una fortaleza construida a nuestro alrededor, protegiéndonos de la lluvia y el frío y de las tragedias que pudieran ocurrirles a otros. Seríamos la pareja de ensueño, la que con toda probabilidad habían sido mis padres.
Después de que Louella y Henry abandonaran The Meadows, y durante la época de crisis que nos afectaba a todos, pocas cosas hacían ilusión, había poco que hacer, a excepción de mis citas con Niles y el colegio. Pero hacia finales de mayo se creó una gran expectación por la fiesta de los dieciséis años de las hermanas de Niles, las gemelas Thompson.
Una fiesta así siempre despertaba ilusiones, pero una que fuera a darse en honor de unas gemelas aún era más excepcional. Todo el mundo hablaba de ello. Las invitaciones eran más preciosas que el oro. En la escuela, todos los chicos y chicas que querían ir le hacían la pelota a las gemelas.
Se planeaba convertir la gran entrada de la casa de los Thompson en un sofisticado salón de baile. Se contrataron los servicios de un decorador profesional para que colgara lámparas, serpentinas y luces. Cada día la señora Thompson añadía algo al fabuloso menú, pero además de ser el festín del año, habría una orquesta de verdad: música de profesionales que tocarían música de baile. Con toda seguridad se prepararían juegos y concursos y la noche finalizaría cortando lo que prometía ser el pastel de cumpleaños más grande de toda Virginia. Al fin y al cabo, era un pastel para dos chicas, no una.
Durante un tiempo llegué a pensar que mamá realmente asistiría. Cada día, después del colegio, corría a contarle nuevos detalles acerca de la fiesta, exagerando las cosas que me había contado Niles, y la mayoría de días llegaba a ilusionarse. Un día incluso revisó su armario y decidió que necesitaba algo nuevo, algo más de moda para ponerse y empezó a planear una salida para ir de compras.
Aquella tarde había conseguido ilusionarla tanto que se dirigió a su tocador y realmente empezó a arreglarse el pelo y el maquillaje. Estaba muy preocupada por los nuevos peinados, de modo que yo fui caminando a Upland Station y le traje un ejemplar de la última revista de modas, pero cuando regresé y se la di, parecía estar ausente. Tuve que recordarle la razón por la cual nos preocupaban nuestros vestidos y peinados.
—Ah, sí —dijo, volviendo a recordar—. Iremos a comprar unos vestidos y zapatos nuevos —me prometió, pero cuando se lo recordaba a lo largo de los días que siguieron, se limitaba simplemente a sonreír y decir: «… mañana. Lo haremos mañana».
El mañana no llegaba nunca. O se olvidaba o caía en uno de sus profundos estados de melancolía. Y entonces empezó a dar muestras de una terrible confusión, y cada vez que mencionaba la fiesta de los Thompson hablaba de una fiesta similar que se dio en honor de Violet.
Dos días antes de la fiesta fui a ver a papá, quien trabajaba en su despacho, y a quien le expliqué el comportamiento de mamá. Casi le rogué que hiciera alguna cosa.
—Salir y volver a ver gente, papá, la ayudará.
—¿Una fiesta? —dijo.
—La fiesta de las gemelas Thompson, papá. Todo el mundo va a ir. ¿No te acuerdas? —pregunté, con mi voz llena de desesperación.
Él negó con la cabeza.
—¿Crees que mi única preocupación estos días es pensar en una fiesta de cumpleaños? ¿Cuándo has dicho que era? —preguntó.
—Este sábado por la noche, papá. Recibimos la invitación hace un tiempo —dije. Una sensación de vacío me empezó a invadir el fondo del estómago.
—¿Este sábado por la noche? No puedo asistir —declaró—. No habré regresado de mi viaje de negocios hasta el domingo por la mañana.
—Pero, papá… ¿quién nos llevara a mamá, a Emily y a mí?
—Dudo que tu madre pueda asistir —dijo—. Si Emily va, tú puedes ir. Así irás bien acompañada; pero si ella no va, tú tampoco —declaró con firmeza.
—Papá. Es la fiesta más importante del… del año. Todos mis amigos del colegio van a ir, además de todas las familias vecinas.
—Es una fiesta —dijo—, ¿verdad? No eres lo bastante mayor para ir sola. Hablaré con Emily del asunto y le daré instrucciones —dijo.
—Pero, papá, a Emily no le gustan las fiestas… ni siquiera tiene un vestido y zapatos adecuados y…
—Eso no es culpa mía —dijo—. Sólo tienes una hermana mayor y, desgraciadamente, tu madre no se encuentra muy bien estos días.
—¿Entonces por qué te marchas de nuevo? —espeté, con mucha más rapidez y dureza de la que era mi intención; pero estaba desesperada, frustrada y enfadada y las palabras salieron casi solas de mi boca.
Los ojos de papá casi se salieron de sus órbitas. Su rostro enrojeció como un tomate y se levantó de su asiento con una furia que me hizo tambalear y retroceder hasta que choqué con una silla de respaldo alto. Parecía como si estuviera a punto de explotar, todo su cuerpo moviéndose en todas direcciones.
—¡Cómo te atreves a hablarme de esa manera! ¡Cómo te atreves a ser tan insolente! —rugió y dio la vuelta a su escritorio.
Yo, sentada en la silla, me amilané rápidamente.
—Lo siento, papá. No era mi intención ser insolente —exclamé, las lágrimas cayéndome en abundancia antes de que él tuviera tiempo de levantar el brazo. Mi llanto calmó algo la tormenta que brotaba de su interior y permaneció simplemente enfadado unos minutos a mi lado.
A continuación, en tono contenido pero rebosante de ira, señaló la puerta y dijo:
—Vete directamente a tu habitación y enciérrate allí hasta que yo te dé permiso para salir. ¿Me oyes? Ni siquiera quiero que vayas al colegio hasta que yo te lo diga.
—Pero, papá…
—¡No salgas de la habitación! —ordenó. Yo bajé rápidamente la vista—. ¡Arriba!
Lentamente me levanté y pasé por delante suyo, cabizbaja. Él me siguió hasta la puerta.
—Anda, sube y cierra esa puerta. No quiero ver tu cara ni oír tu voz —rugió.
El corazón me latía con fuerza y mis pies parecían de plomo. Papá gritó con tanta fuerza que las doncellas sacaron la cabeza para mirar. Vi a Vera y Tottie en la puerta del comedor, y en lo alto de las escaleras estaba Emily mirándome fijamente.
—Esta niña está castigada —anunció papá—. No debe poner un pie fuera de su habitación hasta que yo lo diga. Señora Slope, encárguese de que le suban las comidas a su cuarto.
—Sí, señor —contestó Vera.
La cabeza de Emily subía y bajaba sobre su largo cuello delgado cuando pasé delante de ella. Tenía los labios apretados y los ojos agudos y penetrantes. Sabía que una vez más se sentía justificada y apoyada en sus convicciones de que yo era una mala semilla. No tenía sentido apelar a ella, incluso en nombre de mamá. Fui a mi habitación, cerré la puerta y recé para que papá se calmara lo suficiente como para dejarme ir a la fiesta.
Pero no fue así, y partió de The Meadows en viaje de negocios sin haberme dado permiso para salir de mi habitación. Me había pasado todo el tiempo leyendo y sentada al lado de la ventana mirando los campos, con la esperanza de que papá encontrara un punto sensible en su corazón y me perdonara por mi insolencia; pero sin nadie que me defendiera, con mamá confusa y encerrada en su mundo, y Emily encantada por el estado de mis cosas, no tenía abogado. Le rogué a Vera que le pidiera a papá que me viniera a ver. Cuando regresó a traerme la siguiente comida, me informó que él había negado con la cabeza a la vez que decía:
—No tengo tiempo para tonterías. Deje que reflexione sobre su comportamiento un poco más.
Yo asentí, desanimada.
—Le mencioné la fiesta —me desveló Vera, y yo levanté la vista esperanzada.
—Dijo que Emily no iba, de forma que no tenía sentido que le pidiera permiso para que fueras tú. Lo siento —dijo Vera.
—Gracias por intentarlo, Vera —le dije, y ella se marchó.
Estaba segura de que Niles preguntaba por mí en la escuela sin recibir una explicación satisfactoria por parte de Emily. Sin embargo, el día de la fiesta vino a The Meadows y preguntó si podía verme. Vera tuvo que decirle que estaba castigada y que no se me permitía tener visitas. Le dijo que se marchara.
—Al menos sabe lo que ocurre —murmuré cuando Vera me contó lo ocurrido—. ¿Dijo alguna otra cosa?
—No, pero se le cayó el alma a los pies y puso cara de frustración total —dijo Vera.
Aquella tarde transcurrió con gran lentitud. Yo me quedé sentada al lado de la ventana viendo cómo se ponía el sol. Sobre la cama tenía extendido mi mejor vestido con los zapatos más bonitos en el suelo, zapatos con los que había soñado bailar hasta que se me cayeran los pies. Durante uno de sus buenos momentos, mamá me había dado un collar de esmeraldas para ponerme con una pulsera, también de esmeraldas, haciendo juego. Tenía aquellas joyas al lado del vestido. De vez en cuando lo miraba con ansia y me imaginaba vestida y guapa.
Cuando oscureció, eso fue exactamente lo que hice. Me preparé para la fiesta como si papá me hubiera dado permiso para ir a ella. Me bañé y me senté delante del tocador. Me cepillé el cabello y me lo arreglé. A continuación me puse el vestido y los zapatos y las joyas que me había dado mamá. Vera me trajo la cena y se quedó asombrada, pero también encantada.
—Estás tan guapa, cariño —dijo—. Siento que no puedas ir.
—Pero sí voy a ir, Vera —le dije—. Me lo voy a imaginar todo y fingiré que estoy allí.
Ella se echó a reír y me desveló algo de su juventud.
—Cuando yo tenía tu edad, solía ir hasta la plantación de los Pendleton cuando celebraban alguna de sus grandes fiestas de gala, y me acercaba al máximo para ver a todas aquellas bellas mujeres vestidas de satén y muselina blanca y a los hombres, galantes con sus chalecos y corbatas. Escuchaba las risas y la música que salía por las ventanas abiertas y las terrazas y bailaba con los ojos cerrados, imaginando ser una joven elegante. Claro que no lo era, pero era divertido imaginarlo.
»Bueno —añadió, encogiéndose de hombros—, estoy segura de que habrá otras fiestas para ti, mejores ocasiones en las que podrás ponerte tan guapa como ahora. Buenas noches, cariño —añadió, y se marchó.
No comí gran cosa; tenía los ojos puestos en el reloj la mayor parte del tiempo. Intenté imaginarme lo que podía estar ocurriendo a cada instante. Ahora llegaban los invitados. Sonaba la música. Las gemelas saludaban en la puerta a todos los que llegaban. Me compadecí de Niles, cuya obligación era la de colocarse con la familia y poner cara de contento e ilusionado. Seguro que estaba pensando en mí. Un poco después, me imaginé a los invitados bailando. Si yo estuviera allí, Niles me hubiera sacado a bailar. Dejé que mi imaginación se desbordara. Empecé a tararear y a moverme por mi pequeña habitación, imaginando la mano de Niles sobre mi cintura y mi mano en la suya. Toda la gente nos miraba. Éramos la pareja más guapa del lugar.
Cuando finalizó la música, Niles sugirió que comiéramos algo. Yo me acerqué a la bandeja que había traído Vera y mordisqueé algo, fingiendo que Niles y yo comíamos carne y pavo y ensaladas. Después de saciarnos, se reanudó la música y volvimos a la pista de baile. Yo flotaba en sus brazos.
—La, la, la, la —cantaba, y daba vueltas en mi habitación hasta que oí unos golpes en mi ventana y paré. Contuve la respiración, miré fuera y vi una figura que me miraba. Él volvió a golpear la ventana. Me latía el corazón. Seguidamente pronunció mi nombre y yo corrí a la ventana. Era Niles.
—¿Qué haces? ¿Cómo has llegado hasta aquí? —exclamé tras abrir la ventana.
—Subí escalando por las tuberías. ¿Puedo entrar?
—Oh, Niles —dije, mirando mi puerta—. Si Emily se llega a enterar…
—No se enterará. Hablaremos bajito.
Retrocedí y él entró. Estaba muy guapo vestido con traje y corbata, a pesar de que estaba totalmente despeinado por la escalada y tenía las manos negras de la suciedad de la tubería y el tejado.
—Te vas a estropear el traje. Mira —afirmé, dando un paso atrás. Una mancha de suciedad le cubría la mejilla—. Ve a mi cuarto de baño y lávate —le ordené. Intenté parecer preocupada, pero mi corazón rebosaba de alegría. El se echó a reír y fue al cuarto de baño.
Unos minutos después, salió, secándose las manos con la toalla.
—¿Por qué has hecho esto? —pregunté. Estaba sentada en la cama con las manos sobre el regazo.
—Decidí que sin ti la fiesta no era nada divertida. Me quedé para cumplir con todas mis obligaciones y después desaparecí. Nadie va a darse cuenta. Hay muchísima gente y mis hermanas están muy ocupadas. Tienen la tarjeta de baile llena para toda la noche.
—Háblame de la fiesta. ¿Ha salido todo bien? ¿Son maravillosas las decoraciones? Y la música, ¿es maravillosa la música?
Él se quedó allí quieto, sonriéndome.
—Tranquila —dijo—. Sí, las decoraciones salieron bien y la música es buena, pero no me preguntes lo que llevaban las otras chicas. Yo no estaba mirando a las otras chicas; pensaba sólo en ti.
—Vamos, Niles Thompson. Con todas esas mujeres bonitas y…
—Estoy aquí ¿verdad? —señaló—. En cualquier caso —dijo, retrocediendo unos pasos para mirarme—, tú estás radiante; no es justo que te hayan castigado.
—¿Qué? Oh—dije, enrojeciendo. Me di cuenta de que me había sorprendido en medio de mi actuación—. Yo…
—Me alegro de que te hayas vestido así. Me hace sentir como si estuvieras en la fiesta. Bueno, señorita Lillian —dijo, con una gran inclinación—, ¿me concedería el placer de bailar conmigo o tiene ya la tarjeta completa?
Yo me eché a reír.
—¿Señorita Lillian? —volvió a preguntar.
Me puse de pie.
—Me quedan un par de bailes libres —dije.
—Qué alegría —dijo, y me cogió de la mano. A continuación colocó la mano sobre mi cintura como me había imaginado que haría, y empezamos a movernos siguiendo nuestra propia música. Durante un momento, cuando cerré los ojos y volví a abrirlos y me vi en el espejo del tocador, creí estar en la fiesta. Oía la música y las voces y las risas de los demás invitados. El también había cerrado los ojos, y dimos vueltas y vueltas hasta que chocamos con mi mesilla de noche y la lámpara cayó con un golpe al suelo, quedando el cristal hecho añicos.
Durante unos minutos ninguno de los dos se atrevió a decir nada. Permanecimos en silencio para ver si se oían pasos en el corredor. Yo le indiqué que no deberíamos hacer ruido y me arrodillé para recoger los trozos más grandes de vidrio. Con uno de los trozos me corté el dedo y grité. Niles me cogió el dedo y al instante presionó mi dedo herido contra sus labios.
—Vete a lavarlo —dijo—. Yo acabaré de limpiar esto. Anda, ve.
Hice lo que me dijo, pero no había estado ni un instante en el cuarto de baño cuando oí pasos en la puerta de mi habitación. Saqué la cabeza para avisar a Niles, que rápidamente se estiró en el suelo y se metió debajo de la cama justo en el momento que Emily abrió la puerta.
—¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Qué ha pasado? —exigió saber.
—La lámpara se cayó de la mesita y se rompió —dije, saliendo del cuarto de baño.
—¿Qué… por qué estás vestida así?
—Quería ver qué aspecto tendría si hubiera ido a la fiesta como el resto de las chicas de mi edad —contesté.
—Ridículo. —Retorció la cara con mirada sospechosa y entrecerró los ojos al escudriñar la habitación y detener la mirada en la ventana abierta—. ¿Por qué está tan abierta esa ventana?
—Tenía calor —dije.
—Entrarán todo tipo de insectos voladores. —Se acercó a la ventana pero yo la adelanté y llegué primero. Al bajar la vista, vi que Niles se había metido debajo de la cama. Emily se quedó en el centro de la habitación, mirándome todavía con interés.
—Si papá no quería que fueras a la fiesta es evidente que tampoco querría que te vistieras de ese modo. Quítate esa estúpida ropa —me ordenó.
—No es una ropa estúpida.
—Es una tontería estar así vestida en tu cuarto, ¿verdad? ¿Qué me dices? —dijo cuando yo no respondí.
—Sí, supongo que lo es —dije.
—Entonces, quítate esas prendas y guárdalas. —Cruzó los brazos bajo sus pequeños pechos y sacó los hombros. Vi que no iba a quedarse satisfecha y marcharse hasta que no hiciera lo que me había pedido, de modo que fui hacia el espejo y me desabroché el vestido. Me lo quité. A continuación me quité también el collar y la pulsera de mamá y los puse sobre la caja, en mi tocador.
Después de colgar el vestido, Emily se tranquilizó.
—Así está mejor —dijo—. En vez de hacer todas estas tonterías deberías estar rezando para pedir perdón por todos tus pecados.
Yo estaba allí de pie en sujetador y bragas, esperando que se marchara, pero ella continuó mirándome fijamente.
—He estado pensando en ti —dijo—. Pensando en qué debería hacer, en lo que Dios quiere que haga, y he decidido que El quiere que te ayude. Te daré las oraciones y las secciones de la Biblia para que las leas una y otra vez y si haces lo que te pido, quizá te salves. ¿Lo harás?
Pensé que asentir sería la única forma de conseguir que se marchara de mi habitación.
—Sí, Emily.
—Bien. Ponte de rodillas —me ordenó.
—¿Ahora?
—No hay mejor momento que el presente —recitó—. De rodillas —repitió, señalando el suelo. Lo hice al lado de la cama. Extrajo un trozo de papel del bolsillo y me lo tiró—. Lee y reza —me ordenó. Lo cogí lentamente. Era el salmo cincuenta y uno, uno largo. Gemí en silencio pero empecé.
—Ten piedad de mí, oh Señor…
Cuando terminé. Emily asintió, satisfecha.
—Léelo cada noche antes de irte a dormir —me aconsejó—. ¿Lo entiendes?
—Sí, Emily.
—Bien. De acuerdo, buenas noches.
Suspiré aliviada cuando se marchó. Cuando la puerta se cerró Niles salió de debajo de la cama.
—Santo cielo —dijo, poniéndose de pie—, nunca me había dado cuenta de que estuviera tan loca.
—Es mucho peor que esto, Niles —dije. Y entonces los dos nos dimos cuenta de que estaba allí de pie en sujetador y bragas. La mirada de Niles se suavizó. Paso a paso, se acercó. Yo no me volví ni fui a buscar la bata. Cuando sólo nos separaban unos centímetros, me cogió de la mano.
—Eres tan guapa… —susurró.
Dejé que me besara y apreté mis labios con más fuerza sobre los suyos. Los dedos de su mano derecha rozaron el lado izquierdo de mi pecho. «No lo hagas, no lo hagas —quería gritar—. No hagamos nada más, nada que le dé la razón a Emily en su creencia de que soy malvada», pero mi excitación sofocó los gritos de mi conciencia y los sustituyó por un gemido de placer. Mis brazos hablaron por mí, acercándole para poder besarle una y otra vez. Las manos de Niles empezaron a moverse con más rapidez, acariciando, frotando, dibujando las líneas de mi hombro hasta que sus dedos encontraron el cierre. Yo me aferré a él, la mejilla sobre su salvaje corazón. El dudó, pero yo le miré a los ojos y asentí con los míos. Sentí abrirse el cierre y el sujetador pareció salir volando de mi pecho como si tuviera mente propia. Cuando mis pechos quedaron al descubierto, nos sentamos en la cama y Niles puso sus labios sobre mis pezones.
Toda mi resistencia se evaporó. Dejé que él me recostara sobre la almohada. Cerré los ojos y sentí sus labios pasar por encima de mi pecho y bajar hasta mi ombligo. Sentí su cálido aliento sobre mi estómago.
—Lillian —susurró—. Te quiero. Te quiero de verdad.
Yo coloqué mis manos sobre su rostro y le subí hasta que sus labios volvieron a estar sobre los míos, mientras que sus manos seguían acariciando mis pechos.
—Niles, será mejor que paremos antes de que sea demasiado tarde.
—Me pararé —prometió, pero no se detuvo y yo no le aparté, incluso cuando sentí la dureza de su pene contra mi cuerpo.
—Niles ¿has hecho alguna cosa así antes? —pregunté.
—No.
—Entonces, ¿cómo sabremos cuándo debemos parar? —pregunté. Él estaba tan ocupado acariciándome que no me respondió, pero yo sabía que si no se lo recordaba, iríamos demasiado lejos—. Niles, por favor, ¿cómo sabremos cuándo parar?
—Lo sabremos —prometió y me besó con más fuerza. Sentí su mano moverse entre su estómago y el mío hasta que se posó sobre mi pelvis y sus dedos se movieron, haciendo que mi cuerpo se estremeciera de tanta excitación.
—No, Niles —dije, apartándole con toda la resistencia que me quedaba—. Si hacemos eso, no podremos parar.
El bajó la cabeza y respiró profundamente varias veces y a continuación asintió.
—Tienes razón —dijo, y se dio media vuelta en la cama. Yo pude ver el bulto que tenía en los pantalones.
—¿Duele, Niles? —pregunté.
—¿Qué? —Miró en la misma dirección que mis ojos y se incorporó rápidamente.
—Oh. No —dijo, poniéndose rojo como un tomate—. Estoy bien. Pero será mejor que me marche. No sé si podré responder de mí si me quedo mucho más tiempo aquí —confesó. Se puso de pie y se alisó el pelo. Evitó mirarme y se dirigió a la ventana—. Además, será mejor que vuelva a casa.
Yo me envolví en la manta y me acerqué a él. Presioné la mejilla contra su hombro y él me besó el cabello.
—Me alegro de que vinieras, Niles.
—Yo también.
—Ten cuidado al bajar. Está muy alto.
—Oye, soy un escalador experto, ¿no es verdad?
—Sí. Me acuerdo—dije riendo—; eso fue lo que me dijiste el primer día de colegio cuando volvíamos andando, alardeabas de escalar árboles.
—Escalaría la montaña más alta, el árbol más alto para llegar hasta ti, Lillian —juró. Nos besamos y a continuación salió de la habitación. Dudó un instante al lado de mi ventana y desapareció en la oscuridad. Yo le oí pasar corriendo por el tejado.
—Buenas noches —susurré.
—Buenas noches —me contestó susurrando y yo cerré la ventana.
Charles Slope fue el primero en verle a la mañana siguiente, aplastado al lado de la casa, con el cuello roto a causa de la caída.