8

MAMÁ EMPEORA

Durante los meses que siguieron a la muerte de Eugenia, la casa de la plantación se hizo cada vez más sombría para mí. Para empezar, ya no oía a mamá a primera hora de la mañana ordenando a las doncellas que abrieran las cortinas, ni la oía decir que las personas, igual que las flores, necesitan sol, sol… dulce, dulce sol. No la oía reír cuando decía:

—Tú no me engañas, Tottie Fields. Ninguna de mis doncellas me engaña. Ya sé que todas tenéis miedo de abrir las cortinas porque teméis que vea las partículas de polvo reluciendo a la luz.

Antes de la muerte de Eugenia, mamá tenía a todo el servicio corriendo por la casa, abriendo cortinas para dejar entrar la luz de la mañana. Se oían risas y música y una sensación de que el mundo realmente despertaba. Claro está, había sectores de la casa que eran demasiado profundos o estaban demasiado alejados de la ventana para que les iluminara el sol de la mañana o la tarde, o incluso los candelabros. Pero cuando vivía Eugenia yo recorría los largos y anchos pasillos sin prestar atención a las sombras, y nunca sentía ni frío ni tristeza porque sabía que ella me esperaba para darme los buenos días con el rostro sonriente.

Inmediatamente después del funeral se limpió el cuarto de Eugenia, haciendo desaparecer todo cuanto pudiera evocar su recuerdo. Mamá no podía soportar la idea de ver las cosas de Eugenia. Ordenó a Tottie que empaquetara todas sus pertenencias en un baúl y que lo llevara al ático para abandonarlo en algún rincón. Antes de empaquetar los objetos personales de Eugenia —su joyero, cepillos y peines, perfumes y otras tonterías—, mamá me preguntó si quería alguna cosa. No es que no quisiera nada. No podía coger nada. Esta vez me sentí como mamá, al menos en parte. Se me hubiera roto aún más el corazón viendo las cosas de Eugenia en mi habitación.

Pero de pronto Emily mostró interés por los champús y las sales de baño. Repentinamente, los collares y pulseras de Eugenia ya no eran tonterías diseñadas para incitar la vanidad. Descendió sobre el cuarto de Eugenia como un buitre y saqueó los cajones y armarios para coger esto o aquello, vengativamente, me pareció a mí. Con una sonrisa siniestra desfiló ante mí y mamá, sus largos y delgados brazos cargados con los libros de Eugenia y otras cosas que anteriormente habían sido muy deseadas por mi hermana. En ese momento lo que más deseaba era arrancarle a Emily la sonrisa, como se arranca la corteza de un árbol para ver lo que hay debajo, una criatura mala y odiosa que se deleitaba con el dolor y la desgracia de los demás. Pero a mamá no le importó que Emily cogiera las cosas de Eugenia. Colocarlas en la habitación de Emily equivalía a dejarlas en el ático, ya que mamá casi nunca entraba en el dormitorio de Emily.

Poco después desapareció la cama de Eugenia, se vaciaron los armarios y cajones y también los estantes, se corrieron las cortinas y se cerraron las persianas. La habitación quedó sellada y cerrada como una tumba. Vi por la forma en que mamá miraba una última vez la puerta de la habitación de Eugenia que nunca más pondría los pies allí. Al igual que las demás cosas que quería ignorar o negar, el dormitorio de Eugenia y sus cosas ya no para ella.

Mamá estaba desesperada. Quería poner fin a la tristeza, deshacerse de la tragedia y el dolor que sentía por la pérdida de Eugenia. Yo sabía que quería desterrar los recuerdos de mi hermana, de la misma forma que abandonaba la lectura de una novela. Llegó al punto de quitar algunas de las fotografías de Eugenia que colgaban en su sala de lectura. Enterró las más pequeñas en el fondo de los armarios. Si alguna vez yo mencionaba el nombre de Eugenia, mamá cerraba los ojos, apretándolos tan fuertemente, que parecía estar padeciendo un terrible dolor de cabeza. Estaba convencida de que también cerraba los oídos, porque esperaba que yo dejara de hablar, e inmediatamente seguía con los quehaceres anteriores a mi interrupción.

Papá, obviamente, nunca mencionaba el nombre de Eugenia, excepto en alguna oración a la hora de cenar. No preguntó por sus cosas, ni por lo que yo sabía. A mamá le dijo que por qué había descolgado la mayor parte de fotografías. Sólo Louella y yo parecíamos pensar en Eugenia y hablábamos de ella de vez en cuando.

También de vez en cuando, yo visitaba su tumba. De hecho, durante mucho tiempo, iba corriendo hasta allí cuando regresaba del colegio, y hablaba sobre el montículo a la losa con las lágrimas nublándome la vista mientras describía los acontecimientos del día de la misma forma que los narraba cuando Eugenia vivía e iba corriendo a su habitación. Pero gradualmente, el silencio que me rodeaba empezó a apoderarse de mí y a causar sus efectos. No bastaba con imaginar la forma en que Eugenia sonreía o imaginar su risa. Con cada día que pasaba aquella sonrisa y risa disminuían. Mi hermana iba muriendo cada vez más. Comprendí que no nos olvidamos de la gente que queremos, pero la luz de sus vidas y el calor que sentíamos en su presencia va desapareciendo como una vela en la oscuridad, una llama decreciendo poco a poco a medida que el tiempo nos separa del último momento que pasamos juntos.

A pesar de los esfuerzos por ignorar y olvidar la tragedia, mamá estaba más afectada de lo que pensaba, incluso más de lo que yo podía imaginarme. No le sirvió para nada cerrar la habitación de Eugenia y esconder todo recuerdo de ella, no le sirvió para nada no mencionarla nunca más. Había perdido una hija, una hija que había cuidado y amado, y gradualmente, en pequeñas cosas al principio, mamá empezó a caer bajo una tristeza que le absorbía todos los momentos del día.

De pronto ya no vestía tan bien, ni se cuidaba el cabello y el maquillaje. Se ponía el mismo vestido días enteros como si no se diera cuenta de que estaba arrugado o manchado. No sólo le faltaban fuerzas para cepillarse el cabello, sino que no tenía interés en que lo hiciéramos Louella o yo. No asistía a las reuniones de sus amigas y dejaba que pasaran meses sin invitar a nadie. Pronto las invitaciones dejaron de llegar y nadie llamaba a The Meadows.

Vi que la palidez y los ojos melancólicos de mamá se oscurecían cada vez más. Pasaba por delante de su sala de lectura y la veía estirada en el sofá; pero en vez de leer sus libros la encontraba mirando al vacío, con el libro cerrado sobre su regazo. La mayor parte del tiempo tampoco se oía la música.

—¿Estás bien, mamá? —le preguntaba, y ella se volvía como si se hubiera olvidado de quién era y me miraba durante largo rato antes de responder.

—¿Qué? Oh sí, sí, Lillian. Estaba soñando despierta. No es nada. —Me dirigía una sonrisa vacía e intentaba leer, pero cuando volvía a mirarla, la encontraba de la misma forma que antes, desesperada, el libro cerrado sobre su regazo, los ojos vidriosos, mirando al vacío.

Si papá se daba cuenta de esto, nunca lo mencionó en presencia mía y de Emily. No hizo comentario alguno acerca de sus largos silencios en la mesa; no dijo nada acerca de su aspecto físico ni se quejó nunca de sus ojos tristes y ocasionales ataques de llanto. Poco después de la muerte de Eugenia, aparentemente sin razón alguna, mamá se echaba a llorar en cualquier circunstancia. Si le ocurría en la mesa, se levantaba y se iba del comedor. Papá pestañeaba, la miraba marchar, y continuaba engullendo.

Una noche, transcurridos ya seis meses desde la muerte de Eugenia y después de que mamá repitiera la escena una vez más en la mesa, decidí hablar.

—Se está poniendo cada vez peor, papá —dije—, no mejor. Ya no lee ni escucha música. Tampoco le interesa la casa. Ni siquiera quiere ver a sus amigas, y no sale.

Papá se aclaró la garganta y se limpió la grasa de los labios y bigote antes de contestarme.

—Desde mi punto de vista, no es mala cosa que no hable ya con aquellas entrometidas —contestó—. No se pierde nada, créeme. Y en lo que se refiere a esos estúpidos libros, maldigo el día en que traje el primero a casa. Mi madre nunca leyó novelas ni se pasaba todo el día escuchando música, te lo aseguro.

—¿Qué hacía con su tiempo, papá? —pregunté.

—¿Qué hacía? Pues… pues, trabajaba —espetó.

—¿Pero no teníais docenas y docenas de esclavos?

—¡Y así era! No me refiero al trabajo del campo o las labores de la casa. Trabajaba cuidando de mi padre y de mí. Llevaba la casa, lo vigilaba todo. Y lo hacía mejor que un capitán de barco —dijo orgulloso— y siempre tenía el aspecto de ser la esposa de un importante terrateniente.

—Pero no se trata sólo de que no lea libros o vea a sus amigas, papá. Mamá se está abandonando. Está tan triste que no se ocupa de su ropa ni de su cabello.

—Se ocupaba demasiado de su aspecto —intervino Emily—. Si hubiera dedicado más tiempo a leer la Biblia y asistir regularmente a la iglesia, ahora no estaría tan desanimada. Lo que ha ocurrido ya no tiene remedio. Debemos aceptarlo y dar las gracias.

—¿Cómo puedes decir una cosa tan cruel? Fue su hija la que murió, nuestra hermana.

—Hermana mía, no tuya —respondió excitada Emily.

—No me importa lo que digas. Eugenia también era mi hermana, y yo me comporté más como una hermana que tú —insistí.

Emily se echó a reír, con dureza y sin piedad. Yo miré a papá pero él simplemente continuó masticando su comida y mirando el aire.

—Mamá está muy deprimida —repetí, moviendo la cabeza. Sentí las lágrimas que me quemaban bajo los párpados.

—¡La culpa de que mamá esté tan deprimida la tienes tú! —me acusó Emily—. Te pasas todo el día con cara de palo y los ojos llenos de lágrimas. Le recuerdas permanentemente que Eugenia está muerta. No le concedes ni un momento de alivio —atacó. Su largo brazo y huesudo dedo me señalaban desde el otro lado de la mesa.

—¡No es verdad!

—Basta —dijo papá. Frunció sus oscuras y espesas cejas y me miró fijamente—. Tu madre aceptará la tragedia a su debido tiempo y no quiero que sea un tema de discusión a la hora de cenar. Y tampoco quiero que pongáis mala cara en presencia de vuestra madre —nos avisó—. ¿Entendido?

—Sí, papá —contesté.

Golpeó con su periódico y empezó a quejarse del precio del tabaco.

—Están estrangulando al pequeño granjero. Es otra forma de matar el viejo sur —gruñó.

¿Por qué le resultaba aquello más importante que lo que le estaba ocurriendo a mamá? ¿Por qué todos se mostraban tan ciegos y no veían lo mal que lo estaba pasando y cómo había desaparecido la luz de sus ojos? Se lo pregunté a Louella, y cuando se aseguró de que ni Emily ni papá podían oírla, dijo:

—No hay nadie más ciego que el que no quiere ver.

—Pero si la quieren, Louella, como debe ser, ¿por qué deciden ignorar lo que le pasa?

Louella se limitó a darme una de sus miradas sabias, el tipo de mirada que lo decía todo sin decir nada. «Papá debe querer a mamá —pensé—, la debe querer a su manera». Se casó con ella; quería y tuvo hijos con ella, la eligió para que fuera la señora de su plantación y llevara su nombre. Sabía todo lo que significaba aquello para él.

Y Emily —a pesar de su odioso carácter, su fanática devoción religiosa y su dureza— seguía siendo la hija de mamá. Esta era su madre, la que moría de múltiples y pequeñas maneras. Tenía que darle pena, sentir compasión y tratar de ayudarla.

Pero bueno, la solución de Emily fue sugerir más oraciones, lecturas de la Biblia más extensas y más himnos. Cuando leía o rezaba delante de mamá, mamá se mantenía de pie o sentada sin moverse, con su hermoso rostro oscurecido, sus ojos vidriosos como los ojos de alguien hipnotizado. Cuando Emily daba fin a sus arrebatos religiosos, mamá me dirigía una mirada de profunda desesperación y se retiraba a sus habitaciones.

Y a pesar de no haber comido bien desde la muerte de Eugenia, vi que su rostro iba engordando al igual que su cintura. Cuando se lo mencioné a Louella, ella dijo:

—No me sorprende.

—¿Qué quieres decir, Louella? ¿Por qué no te sorprende?

—Es debido a todos esos julepes de menta con unas gotas de brandy y todos esos bombones. Se come kilos de bombones —dijo Louella, moviendo la cabeza— y no me hace caso. No, señora. Lo que le digo le entra por un oído y le sale por el otro, tan rápidamente que oigo mi eco en la habitación.

—¡Brandy! ¿Lo sabe papá?

—Sospecho que sí —dijo Louella—. Pero lo único que hizo fue ordenarle a Henry que trajera otra caja. —Movió la cabeza, asqueada—. No va a salir nada bueno de esto —dijo—. Nada bueno.

Lo que me había contado Louella me llenó de consternación. La vida en The Meadows era triste sin Eugenia, pero la vida en The Meadows sin mamá podía ser insoportable, porque la única familia que tendría sería papá y Emily. Fui corriendo a ver a mamá y la encontré sentada ante el tocador. Llevaba uno de sus camisones de seda con bata haciendo juego, el de color granate, y se estaba cepillando el cabello, pero moviéndose con tanta lentitud que en cada pasada se demoraba lánguidamente. Me quedé unos segundos en el umbral de la puerta, mirándola, contemplándola con los ojos fijos en su reflejo, pero sin verse.

—Mamá —exclamé, corriendo a sentarme a su lado como había hecho en tantas ocasiones—. ¿Quieres que te lo cepille yo?

Al principio pensé que no me había oído, pero entonces suspiró profundamente y se volvió hacia mí. Al hacerlo, percibí el brandy en su aliento y se me partió el corazón.

—Hola, Violet —dijo, y sonrió—. Estás tan guapa esta noche, aunque tú siempre estás guapa.

—¿Violet? No soy Violet, mamá. Soy Lillian.

Me miró, pero yo estaba segura de que no me había oído. A continuación se volvió para mirarse en el espejo.

—¿Quieres que te diga lo que debes hacer con Aaron, verdad? Quieres que te diga si debes hacer algo más que cogerle de la mano. Mamá no te dice nada. Bueno —dijo, volviéndose de nuevo a mí con una gran sonrisa en los labios y los ojos resplandecientes, pero con una extraña luz en ellos— ya sé que has hecho algo más que cogerle de la mano, ¿verdad? Lo intuyo, Violet, de modo que no tiene sentido negarlo.

»No protestes —dijo, colocando los dedos sobre mis labios—. No desvelaré tus secretos. ¿Para qué sirven las hermanas sino para guardar los secretos en el corazón? La verdad es —dijo mamá, volviéndose a mirar en el espejo— que tengo celos. Tu tienes una persona que te quiere, que de verdad te quiere; tú tienes a alguien que no se quiere casar contigo sólo por tu nombre y tu clase social. Tú tienes a alguien que no considera el matrimonio como una transacción mercantil. Tú tienes a alguien que te alegra el corazón.

»Oh, Violet, me pondría en tu lugar en un segundo si me fuera posible.

Volvió a darse la vuelta.

—No me mires así. No estoy diciendo nada que no sepas ya. Odio mi matrimonio; lo he odiado siempre, desde el principio. Aquellos lamentos que provenían de mi habitación la noche antes de mi boda eran lamentos de agonía. Mamá estaba muy disgustada porque papá estaba furioso. Tenía miedo de que les avergonzara. ¿Sabes que era más importante para mí complacerles a ellos casándome con Jed Booth que complacerme a mí misma? Me siento… me siento como alguien sacrificado por el sacrosanto honor del sur. Sí, así es —dijo con firmeza.

»No pongas esa cara, Violet. Deberías sentir compasión por mí. Compasión, sí, porque nunca probaré los labios de un hombre que me ame tanto como Aaron te ama a ti. Compasión porque mi cuerpo nunca vibrará en el abrazo de mi marido de la misma forma que tu cuerpo vibra entre los brazos del tuyo. Yo viviré media vida hasta que muera, porque eso es lo que significa casarse con un hombre al que no amas y que no te ama… estar medio vivo —dijo, y volvió a mirarse en el espejo.

Levantó el brazo, y lentamente, con aquel mismo movimiento mecánico, empezó a cepillarse el cabello.

—Mamá —dije, tocándole el hombro. Ella no me oyó; se hallaba perdida en sus propios pensamientos, reviviendo algún extraño momento con mi verdadera madre hace ya muchos años.

—Estoy tan cansada esta noche, Violet. Hablaremos por la mañana. —Me besó en la mejilla—. Buenas noches, querida hermana. Dulces sueños. Ya sé que tus sueños serán más dulces que los míos, pero no tiene importancia. Tú te lo mereces; te mereces todo lo bueno y maravilloso de este mundo.

—Mamá —dije con voz rota cuando ella se puso de pie. Se me cortó la respiración y me ahogaban las lágrimas. Fue hacia su cama y lentamente se quitó la bata. La observé meterse bajo las mantas y me acerqué a ella y le acaricié el pelo. Tenía los ojos cerrados.

—Buenas noches, mamá —dije. Parecía estar completamente dormida. Apagué la lámpara de petróleo que estaba sobre la mesilla y la dejé en la oscuridad de su pasado y la incertidumbre de su presente, y lo que yo temía era la terrible oscuridad del futuro.

En los meses que siguieron mamá entraba y salía de estos extraños sueños. Cuando me la encontraba sola en su habitación, o incluso caminando por el pasillo, nunca sabía con seguridad, hasta que empezaba a hablar con ella, si estaba viviendo en el pasado o en el presente. La reacción de Emily fue ignorarlo y la de papá fue cada vez más intolerante, ausentándose más y más tiempo de casa. Y cuando regresaba, normalmente apestaba a bourbon o brandy, los ojos enrojecidos y tan lleno de ira sobre algo que le había ido mal en los negocios que yo no me atrevía a pronunciar ni una sílaba de queja.

Cuando papá se hallaba ausente, mamá venía a veces a cenar y a veces no. Normalmente, si sólo estábamos Emily y yo, comía lo más rápidamente posible y me marchaba. Cuando Emily me daba permiso para levantarme de la mesa, claro está. Papá dejaba instrucciones muy claras y precisas acerca de cómo se tenía que llevar la casa cuando él estaba fuera.

—Emily —declaró una noche a la hora de cenar— es la mayor y la más sabia, quizá incluso más sabia que tu madre en este momento —añadió—. Mientras me halle fuera, y tu madre no se encuentre bien, Emily estará al frente de las cosas y tú debes tratarla con el mismo respeto y obediencia con el que me tratas a mí. ¿Está claro, Lillian?

—Sí, papá.

—Lo mismo va para el servicio; ellos ya lo saben. Espero que todos observen el mismo comportamiento como cuando yo estoy en casa. Trabajar, rezar y portarse bien.

Emily absorbió esta mayor autoridad y poder como una esponja. Con mamá enajenada y papá fuera de casa con mayor frecuencia, reinaba sobre todos, obligando a las doncellas a hacer el trabajo una y otra vez hasta que a ella le parecía bien, y ordenando al pobre Henry a hacer más y más tareas. Una noche, antes de cenar, estando papá ausente y mamá encerrada en su habitación, le rogué a Emily que fuera más compasiva.

—Henry es mayor, Emily. No puede hacer tanto ni hacerlo tan rápido como antes.

—Entonces debería marcharse —declaró con firmeza.

—¿Y hacer qué? The Meadows es más que su lugar de trabajo; es su hogar.

—Éste es el hogar de los Booth —me recordó—. Es un hogar exclusivamente para la familia, y aquellos que no son Booths y que viven aquí lo hacen gracias a nuestra generosidad. Y no olvides, Lillian, que eso también reza para ti.

—Eres tan odiosa, Emily… ¿Cómo puedes mostrarte tan religiosa y devota y ser a la vez tan cruel?

Me dirigió una sonrisa gélida.

—Muy propio de ti decir una cosa así y hacer que los demás se lo crean. Es la manera que tiene Satanás de desacreditar a aquellos que son verdaderamente devotos. Sólo existe una forma de derrotar a Satanás, y eso pasa por la oración y la devoción. Aquí tienes —dijo, entregándome la Biblia. Louella entró en el comedor con la comida, pero Emily le prohibió que la pusiera en la mesa.

—Llévatela hasta que Lillian lea unas páginas —ordenó.

—Pero ya han rezado y todo está listo, señorita Emily —protestó Louella. Estaba orgullosa de su arte culinario y no le gustaba servir los alimentos fríos o pasados.

—Llévatelo —espetó Emily—. Empieza donde está marcada la página —me ordenó a mí— y lee.

Abrí la Biblia y empecé. Louella movió negativamente la cabeza y regresó a la cocina con la comida. Leí página tras página hasta que hube leído quince páginas, pero Emily no se daba por satisfecha. Cuando empecé a cerrar la Biblia, me ordenó que continuara.

—Pero, Emily, tengo hambre y se está haciendo tarde. Ya he leído quince páginas.

—Y leerás quince más —me ordenó.

—No lo haré —dije desafiante. Cerré de golpe la Biblia. Sus labios palidecieron y a continuación su mirada de odio cayó sobre mí como una bofetada.

—Entonces vete a tu cuarto sin cenar. Anda —ordenó—. Y cuando vuelva papá, le contaré tu desobediencia.

—No me importa. Quiero que lo sepa, y que sepa lo cruel que eres con todo el mundo cuando él no está aquí y cómo todos se quejan y amenazan con marcharse.

Golpeé la mesa con la silla y salí corriendo del comedor. Primero fui a la habitación de mamá a ver si conseguía que ella intercediera, pero ya estaba dormida, habiendo comido muy poco de lo que Louella le había traído. Frustrada, subí a mi dormitorio. Estaba enfadada, cansada y hambrienta. Minutos después, oí unos suaves golpes en mi puerta. Era Louella. Me traía una bandeja.

—Si Emily te ve, le dirá a papá que la has desobedecido —dije, reacia a coger la bandeja y meter en un lío a Louella.

—Ya no tiene importancia, señorita Lillian. Soy demasiado vieja para preocuparme y la verdad es que mis días aquí están contados. Iba a informar al Capitán esta semana.

—¿Contados? ¿Qué quieres decir, Louella?

—Voy a marcharme de The Meadows. Me iré a vivir con mi hermana a Carolina del Sur. Ella está jubilada y ya es hora de que yo haga lo mismo.

—Oh, no, Louella —exclamé. Para mí era más un miembro de la familia que una doncella. Eran incontables las docenas y docenas de veces que había ido corriendo a ella cuando me cortaba un dedo o me caía. Había sido Louella quien me había cuidado durante todas mis enfermedades y la que me arreglaba la ropa y me cosía los dobladillos. Cuando murió Eugenia, había sido Louella la que me había ofrecido mayor consuelo y la persona a quien yo también había consolado.

—Lo siento, cariño —dijo, sonriendo a continuación—. Pero no te preocupes por ti. Ya eres una chica mayor, e inteligente. No tardarás en tener tu propia casa, así que también te marcharás de aquí. —Me abrazó y se marchó.

La mera idea de que Louella abandonara The Meadows me ponía enferma. Perdí el apetito y me quedé mirando la comida que había traído, pinchando las patatas y la carne con poco interés. Unos minutos después, la puerta se abrió y entró Emily, asintiendo.

—Me lo imaginaba —dijo—. Vi que Louella se movía a escondidas. Te arrepentirás. Las dos os arrepentiréis —amenazó.

—Emily, la única cosa de la que me arrepiento es de que no murieras tú en vez de Eugenia —espeté. Ella enrojeció como nunca la había visto enrojecer. Durante un momento se quedó muda. A continuación irguió los hombros y se marchó. Oí sus pasos alejándose por el pasillo, y después la puerta de su habitación al cerrarse. Al cabo de pocos minutos todo estaba en calma. Respiré profundamente y empecé nuevamente a comer. Sabía que necesitaría todas mis fuerzas para lo que con toda seguridad iba a ocurrir.

No tuve que esperar mucho. Cuando regresó papá aquella noche, Emily le esperaba en la puerta para darle la bienvenida y contarle mi desafío a la hora de cenar y lo que llegó a describir como la conspiración de Louella y mía para desobedecer sus órdenes. Yo me había ido a dormir temprano y me desperté al oír los pasos de papá en el pasillo. Sus botas golpeaban el suelo, y de pronto abrió la puerta de mi habitación. En la luz que le iluminaba la espalda vi su silueta. Sostenía un grueso cinturón de cuero en la mano. Mi corazón empezó a latir con fuerza.

—Enciende la lámpara —ordenó cerrando la puerta. Tenía el rostro congestionado por la ira, pero tras un minuto en su presencia percibí el olor a bourbon. Parecía haberse bañado en alcohol—. Has desafiado la Biblia —dijo—. ¿Has blasfemado en mi mesa? —Gritaba no sólo con la voz, sino también con los ojos que tenía firmemente puestos en mí, y yo casi no podía respirar.

—No, papá, Emily me pidió que leyera y yo la obedecí. Leí más de quince páginas, pero ella me obligaba a seguir y yo tenía hambre.

—¿Dejaste que tu cuerpo dominara las necesidades de tu alma?

—No, papá. Leí mucho, leí lo bastante.

—No sabes lo que es bastante y lo que no lo es. Te dije que obedecieras a Emily como me obedeces a mí —dijo, acercándose.

—Lo hice, papá. Pero ella se estaba comportando de forma poco razonable, injusta y cruel, no sólo conmigo, sino también con Louella y Henry…

—Aparta esas mantas —ordenó—. ¡Apártalas!

Le obedecí con rapidez.

—Ponte boca abajo —me ordenó.

—Papá, por favor —le rogué. Empecé a llorar. Él me cogió por el hombro y me dio la vuelta bruscamente. A continuación me levantó el camisón, quedando mis nalgas al descubierto. Durante un momento sólo sentí la palma de su mano. Parecía estar acariciándolas suavemente. Empecé a darme la vuelta cuando él volvió a rugir.

—Aparta el rostro, Satanás —exclamó. Apenas lo hice, sentí el primer golpe. El cinturón cayó sobre mi piel. Grité, pero él volvió a pegarme una y otra vez.

Papá me había pegado con anterioridad, pero nunca de esta manera. Al cabo de unos minutos, ya estaba demasiado dolorida para llorar. En vez de ello me ahogué con mis sollozos. Por fin, decidió que me había castigado lo suficiente.

—Nunca, no desobedezcas nunca una orden de esta casa y nunca cierres de golpe la Biblia sobre la mesa como si fuera un libro cualquiera —me amenazó.

Yo quería hablar, pero lo único que podía hacer era atragantarme con las palabras. La quemazón era muy profunda, sentía que el dolor me llegaba al pecho y hacía que mi corazón ardiera con tal fuerza que era como si una correa me atravesara el cuerpo. Permanecí inmóvil y durante largo rato le oí allí, de pie, a mi lado, respirando con dificultad. A continuación, dio media vuelta y abandonó mi habitación. Yo seguía sin moverme; hundí la cara en la almohada hasta que pude liberar mis frías lágrimas.

Pero, poco después, volví a oír pasos. Estaba aterrorizada de que hubiera vuelto. Una sensación en la nuca me hizo percibir que había alguien cerca. Me volví ligeramente y vi a Emily de rodillas, a mi lado. Vi cómo inclinaba la cabeza, pero lo único que pude hacer era mirarla con odio. Ella levantó la cabeza y a continuación colocó sus huesudos codos sobre mis abrasiones, haciendo que me doliera aún más. En las manos tenía aferrada la gruesa Biblia negra. Yo gemí y protesté, pero ella no me hizo caso y presionó con más fuerza, impidiendo que me moviera.

—Aquel que cava un hoyo caerá en él; y aquel que rompa la valla, le morderá una serpiente —decía.

—Apártate —le rogué con voz ronca—. Emily, apártate. Me estás haciendo daño.

—Las palabras de la boca de un hombre sabio son elegantes —continuó.

—Apártate. Márchate —dije—. ¡Márchate! —grité, y finalmente tuve la fuerza suficiente para darme la vuelta. Ella se levantó, pero permaneció de pie a mi lado hasta finalizar la lectura. A continuación cerró la Biblia.

—Se hará su voluntad —dijo, y se marchó.

La paliza de papá me dolía tanto que no podía sentarme. Lo único que podía hacer era permanecer allí estirada y esperar que el dolor fuera menguando.

Poco después Louella vino a mi habitación. Traía una pomada y me la puso en las heridas, sollozando también ella al verlas.

—Pobre niña —dijo—. Mi pobre niña.

—Oh, Louella, no me abandones. Por favor, no me abandones —le rogué.

Ella asintió.

—No me iré de inmediato, cariño, pero mi hermana también me necesita, y tendré que marcharme.

Me abrazó y mecimos nuestros cuerpos allí, juntas en la cama. A continuación me arregló las mantas y me arropó. Besó mi mejilla y se marchó. Yo todavía sentía un gran dolor, pero las reconfortantes manos de Louella me habían aliviado considerablemente. A pesar de todo, pude dormir.

Sabía que no tenía ningún sentido quejarme a mamá de lo que había ocurrido. Ella se sentó a desayunar a la mañana siguiente, pero no dijo casi nada. Cada vez que me miraba, parecía a punto de echarse a llorar. Ni siquiera se dio cuenta de lo incómoda que estaba, sentada sobre mi dolorido trasero. Yo sabía que si me atrevía tan siquiera a quejarme, papá se enfurecería.

Emily leyó los correspondientes pasajes de la Biblia y papá presidió la mesa con sus habituales aires de señor feudal, sin tan siquiera mirarme cuando me movía cada pocos minutos para aliviar el dolor. Todos comimos en silencio. Por fin, hacia el final del desayuno, papá se aclaró la garganta para anunciar algo.

—Louella me ha informado que tiene intención de poner fin a sus servicios dentro de dos semanas. Yo ya me había imaginado algo de eso y he buscado a una pareja que la sustituirán. Se llaman Slope, Charles y Vera. Vera tiene un hijo de un año llamado Luther, pero me ha asegurado que la educación del niño no irá en detrimento de sus responsabilidades. Charles ayudará a Henry con sus tareas, y Vera trabajará en la cocina, claro, y hará lo que pueda por… por Georgia —dijo, mirando a mamá. Ella permanecía allí, con una sonrisa tonta en la cara, escuchando como si fuera un niño más de la casa. Cuando papá terminó dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó.

—Tengo importantes negocios que atender durante las próximas semanas y, de vez en cuando, estaré fuera un día o dos. Espero que no se vuelva a repetir el asunto del otro día —afirmó, mirándome fijamente. Yo bajé la vista rápidamente. Él dio media vuelta y nos dejó.

Mamá, repentinamente, se echó a reír como una colegiala. Se cubrió la boca con la mano y volvió a reír.

—¿Mamá? ¿Qué te ocurre?

—Se ha vuelto loca de pena —dijo Emily—. Se lo he dicho a papá, pero no me ha hecho ningún caso.

—¿Mamá, qué ocurre? —pregunté, mucho más asustada.

Ella apartó la mano y se mordió los labios con tanta fuerza que la piel palideció.

—Tengo un secreto —dijo, y nos miró furtivamente a Emily y a mí.

—¿Un secreto? ¿Qué secreto, mamá?

Se inclinó sobre la mesa, mirando primero la puerta por la que había salido papá y después mirándome a mí.

—Ayer vi a papá saliendo del cobertizo de las herramientas. Estaba allí dentro, con Belinda, y ella tenía la falda levantada y los pantalones bajados —dijo.

Yo me quedé sin habla durante unos instantes. ¿Quién era Belinda?

—¿Qué?

—Sólo dice tonterías —dijo Emily—. Vamos. Es hora de marcharnos.

—Pero, Emily…

—Déjala —me ordenó Emily—. No le pasará nada. Louella se encargará de ella. Recoge tus cosas o llegaremos tarde a la escuela. ¡Lillian! —gritó al ver que yo no me movía.

Me levanté de la silla con los ojos pegados a mamá, que se había recostado riendo de nuevo con la mano sobre la boca. Verla así me ponía la piel de gallina, pero Emily estaba revoloteando alrededor de la mesa como un guardián de prisiones con un látigo, esperando que obedeciera sus órdenes. De mala gana, con el corazón tan pesado que parecía una piedra en mi pecho, me alejé corriendo de la mesa, recogí los libros y seguí a Emily.

—¿Quién es Belinda? —pregunté en voz alta. Emily se dio la vuelta con sonrisa afectada.

—Alguna esclava de la plantación de su padre —respondió—. Estoy segura que estaba recordando algo que ocurrió en realidad, algo asqueroso y malo, algo que seguro que has disfrutado oyendo.

—¡No es verdad! Mamá está muy enferma. ¿Por qué papá no llama a un médico?

—No hay ningún médico que pueda curar lo que ella tiene —dijo Emily.

—¿Qué tiene?

—Sentimiento de culpabilidad —respondió Emily con una mirada de satisfacción—. Se siente culpable por no haber sido todo lo devota que debería. Sabe que con sus pecados y maldades le dio al diablo la fuerza para vivir en nuestro hogar. Seguramente en tu habitación —añadió—. Y finalmente, también por su culpa, la pobre Eugenia nos ha dejado. Ahora lo lamenta, pero es demasiado tarde y se ha vuelto loca de culpabilidad.

»Está todo en la Biblia —añadió, con una sonrisa retorcida—. Lo único que tienes que hacer es leerlo.

—¡Eres una mentirosa! —chillé. Ella se limitó a sonreírme con aquel gesto de frialdad y aceleró sus pasos—. ¡Eres una mentirosa! Mamá no siente culpabilidad. No había ningún demonio en mi habitación y no se ha llevado a Eugenia. ¡Mentirosa! —grité, con las lágrimas cubriéndome las mejillas. Ella desapareció al girar la esquina. «Al carajo», pensé, y seguí lentamente, cabizbaja, con las lágrimas corriéndome por las mejillas cuando me encontré con Niles, que me esperaba en el sendero de entrada de su casa.

—Lillian, ¿qué ocurre? —preguntó, corriendo hacia mí.

—Oh, Niles. —Mis hombros se agitaban tanto a causa de los sollozos que él soltó los libros y rápidamente me abrazó. A toda prisa, entre gemidos, le describí lo que había ocurrido, le conté que papá me había pegado y que mamá estaba cada día más rara.

—Basta, basta —dijo, besándome suavemente en la frente y las mejillas—, siento mucho que tu padre te haya pegado. Si yo fuera mayor, iría y me enfrentaría con él —afirmó—, de verdad que lo haría.

Lo dijo con tanta firmeza que yo dejé de llorar y levanté la cabeza de su hombro. Limpiándome los ojos, le miré y vi la ira que sentía, y en aquel momento me di cuenta del amor que me profesaba.

—Estaría dispuesta a soportar el dolor de una paliza de papá si algo se pudiera hacer por la pobre mamá—dije.

—Quizá pueda pedirle a mi madre que vaya a visitar a la tuya para ver cómo está. Así podrá después pedirle a tu padre que intervenga.

—¿Harías eso, Niles? Puede que sirva de algo. Sí, puede que sí. Ya nadie viene a visitar a mamá, por tanto nadie sabe lo mal que está.

—Hablaré de ello esta noche, a la hora de cenar —me prometió. Me limpió las lágrimas que me quedaban con la mano—. Será mejor que sigamos el camino —dijo— antes de que Emily convierta también esto en algo pecaminoso.

Yo asentí. Obviamente tenía razón, de modo que nos apresuramos para llegar puntuales a la escuela.

La madre de Niles sí que vino a The Meadows unos días después. Desgraciadamente, mamá estaba durmiendo y papá se hallaba fuera, en uno de sus viajes. Le dijo a Louella que volvería otro día, pero cuando le pregunté a Niles por ello, me dijo que su padre había prohibido que volviera a visitar a mamá.

—Mi padre dice que no es asunto nuestro y que no hemos de meter las narices en los asuntos de tu familia. Creo —dijo, bajando la cabeza con cierta vergüenza— que simplemente teme a tu padre y sus terribles ataques de ira. Lo siento.

—Quizá vaya a ver al doctor Cory yo misma un día de éstos —dije. Niles asintió, aunque los dos sabíamos que seguramente no lo haría. Lo que había dicho de papá era cierto, tenía muy mal genio y yo también temía ponerle de mal humor. Puede que impidiera la entrada al médico y que me pegara por haberle llamado.

—Quizá muy pronto se ponga bien —deseó Niles—. Mi madre asegura que el tiempo lo cura todo. Papá dice que tu madre está tardando un poco más que de costumbre, pero que todos debemos tener paciencia.

—Quizá —dije, pero sin grandes esperanzas—. La única que muestra preocupación es Louella, pero como ya sabes, nos dejará muy pronto.

Los restantes días que pasé con Louella transcurrieron con demasiada rapidez, hasta que llegó la mañana de su partida. Cuando me desperté y me di cuenta que había llegado el día, no tenía ganas de bajar y enfrentarme a todos los adioses, pero después pensé lo terrible que sería para Louella marcharse sin que me despidiera de ella. Me vestí lo más rápidamente que pude.

Henry acompañaría a Louella a Upland Station, donde iniciaría la conexión que la llevaría a casa de su hermana, en Carolina del Sur. Cargó sus baúles en el carruaje mientras todos los trabajadores y sirvientes se reunían alrededor de ella para despedirse. Todos habían llegado a querer a Louella, y se veían lágrimas en los ojos de casi todo el mundo; algunas de las doncellas, especialmente Tottie, lloraban a moco tendido.

—Vamos a ver —declaró Louella cuando salió al porche, con las manos firmemente puestas en las caderas. Llevaba el traje de ir a la iglesia los domingos y el sombrero—. No me voy a la tumba, simplemente voy a echarle una mano a mi hermana mayor que está jubilada y a jubilarme yo también. Algunos de vosotros estáis llorando simplemente de envidia —añadió, oyéndose algunas risas. A continuación bajó al porche y los abrazó y besó a todos diciéndoles que continuaran con sus tareas.

Papá se había despedido de ella la noche anterior cuando la había llamado al despacho para darle el dinero de la jubilación. Yo permanecí cerca de la puerta y le oí darle formalmente las gracias por haber sido una buena ama de llaves, honesta y leal. Su tono de voz era frío y oficial a pesar del tiempo pasado por ella en The Meadows, pues le había conocido incluso de niño.

—Claro —dijo al final—, le deseo suerte, y una vida larga y feliz.

—Gracias, señor Booth —dijo Louella. Se hizo una breve pausa y a continuación la oí decir—: permítame decirle sólo una cosa, señor, antes de marcharme.

—Adelante.

—Se trata de la señora Booth, señor. Su comportamiento es extraño y no tiene buen aspecto. Se muere de pena por la desaparecida pequeña y…

—Soy perfectamente consciente del ridículo comportamiento de la señora Booth, Louella, gracias. Pronto recuperará la cordura, estoy seguro, y continuará con su vida y será una buena madre para nuestros hijos, como debe ser, además de una buena esposa para mí. No se preocupe por ello ni un minuto más.

—Sí, señor —dijo Louella, pero su tono de voz dejaba traslucir su profunda desilusión.

—Bueno, entonces, adiós —concluyó papá. Yo me alejé rápidamente de la puerta para que Louella no supiera que había estado escuchando.

Ahora, al bajar las escaleras para despedirme, no pude evitar estallar en un mar de lágrimas. Era como si se hubieran abierto las compuertas de una presa.

—No le hagas sentir mal a Louella, cariño. Me espera un largo viaje y tengo que enfrentarme a una nueva vida. ¿Crees que va a ser fácil, dos viejas, con ideas fijas, viviendo juntas en una casa pequeña? No señor, no señor —dijo.

Yo sonreí entre las lágrimas.

—Te echaré de menos, Louella… mucho.

—Yo también te echaré de menos, Lillian. —Se volvió y miró la plantación y la casa. A continuación suspiró—. Creo que echaré mucho de menos The Meadows, echaré de menos cada rincón de todos los armarios, y también los recovecos de la casa. Muchas risas y muchas lágrimas se han oído y se han derramado entre esas paredes.

Se volvió hacia mí.

—Pórtate bien con los nuevos sirvientes que van a venir y vigila a tu madre lo mejor que puedas, y cuídate de tus asuntos. Te estás convirtiendo en una mujer muy hermosa. Sólo es cuestión de tiempo antes de que algún guapo galán venga a visitarte y se enamore de ti, y cuando eso ocurra acuérdate de la vieja Louella, ¿me oyes? Mándame una nota y cuéntamelo. ¿Me lo prometes?

—Claro, Louella. Te escribiré muy a menudo. Te escribiré tanto, que llegarás a cansarte.

Ella se echó a reír. Me abrazó y me besó y volvió a contemplar The Meadows antes de dejar que Henry le ayudara a subir al carruaje. Fue entonces cuando me di cuenta de que Emily no se había molestado siquiera en bajar a despedir a Louella, aunque también ella la conociera desde el primer día de su vida.

—¿Lista? —preguntó Henry. Ella asintió y él azuzó a los caballos. El carruaje empezó a moverse, recorriendo la larga avenida de cedros. Louella miró atrás y saludó con su pañuelo. Yo hice lo mismo, pero mi corazón se sentía tan vacío y mis pies tan insensibles que pensé que me desmayaría de pena. Permanecí allí y esperé hasta que el carruaje desapareciera de mi vista; a continuación me volví, y lentamente subí las escaleras para entrar en la casa que ahora estaba más vacía, más solitaria. Cada vez se parecía menos a un hogar.