6

MALAS PASADAS

De todas las personas que pudiera conocer en mi vida capaces de llevar una vida cotidiana normal mientras tramaban los peores crímenes a tus espaldas, ninguna lo haría tan bien y con tanta perfidia como Emily. Ella podría haber enseñado a los mejores espías, y podría haber aleccionado a Bruto antes de traicionar a Julio César. Yo estaba convencida de que el diablo mismo la estudiaba antes de entrar en acción.

Durante la semana que siguió a la salida de Eugenia y mía, Emily no dijo una palabra acerca de ello, ni mostró más ira o beligerancia que de costumbre. Parecía estar muy ocupada con su trabajo para el pastor y la escuela de catequesis además del colegio, e incluso estuvo fuera de casa más tiempo que de costumbre. Con Eugenia no se comportó de forma diferente. Quizá se mostró un poco más agradable, incluso ofreciéndose para llevarle la cena a Eugenia una noche.

Siempre visitaba a Eugenia una vez por semana para darle instrucción religiosa —leerle una historia bíblica o explicarle las enseñanzas de la iglesia—. En más de una ocasión, Eugenia se dormía mientras Emily leía y ésta se enfadaba mucho, negándose a aceptar las disculpas de Eugenia.

Pero esta vez, cuando entró en su habitación para leerle un pasaje de San Mateo, y Eugenia se durmió, Emily no se entretuvo en dirigirle un discurso sobre la importancia de mantenerse despierta y prestar atención cuando se leía la Biblia en voz alta. No cerró el libro con un golpe tan fuerte que hiciera que Eugenia abriese los ojos asustada. En vez de eso, se levantó silenciosamente y salió de la habitación con tanto sigilo como uno de los fantasmas de Henry. Incluso Eugenia estaba mejor dispuesta hacia ella.

—Siente lo que ha hecho —concluyó Eugenia—. Simplemente quiere que la queramos.

—No creo que quiera el amor de nadie; ni el de mamá, ni el de papá, ni siquiera el de Dios —repliqué, pero vi que mi ira hacia Emily preocupaba a Eugenia, de modo que sonreí, pensando en otra cosa—. Imagínate que realmente cambiara —dije—. Imagínate que se dejara crecer el pelo y se pusiera un bonito lazo, o llevara un lindo vestido en lugar de esos viejos sacos grises y zuecos con gruesas suelas que la hacen parecer aún más alta de lo que es.

Eugenia sonrió como si lo que estuviera diciendo fueran sueños imposibles.

—¿Por qué no? —continué—. ¿Por qué no podría cambiar de la noche a la mañana como por arte de magia? Quizá tuvo una de sus visiones y en la visión se le ordenó que cambiara.

»De pronto, escucharía algo más que música religiosa, y leería libros y jugaría…

—Imagínate que tuviera un novio —dijo Eugenia, uniéndose al juego.

—¿Y decidiera pintarse los labios y ponerse un poco de colorete en las mejillas?

Eugenia reprimió una risita.

—Y que también llevara al novio al estanque mágico.

—¿Qué desearía Emily? —me pregunté en voz alta.

—¿Un beso?

—No, un beso no. —Pensé un momento y a continuación miré a Eugenia, y una amplia y maliciosa sonrisa apareció en mi rostro.

—¿Qué? —preguntó—. ¡Dímelo! —exigió saber, y dio un salto en la cama al verme dudar.

—Desearía tener pecho —respondí. Eugenia contuvo la respiración y se cubrió la boca con la mano.

—Santo cielo —dijo—. Si Emily te oyera.

—No me importa. ¿Sabes cómo la llaman los chicos de la escuela a sus espaldas? —dije, sentándome a su lado en el borde de la cama.

—¿Qué?

—La llaman «señorita tabla de planchar».

—¿De verdad?

—Es culpa suya por la forma en que viste, disimulando el poco pecho que tiene. No quiere ser una mujer y tampoco quiere ser un hombre.

—¿Qué quiere ser, entonces? —preguntó Eugenia, y esperó pacientemente mi respuesta.

—Una santa —dije por fin—. De todas formas es tan dura y fría como las estatuas de la iglesia. Pero —añadí con un suspiro— por lo menos no nos ha molestado estos últimos días, e incluso me ha tratado un poco mejor en la escuela. Ayer me dio su manzana.

—¿Te comiste dos?

—Le di una a Niles —confesé.

—¿Lo vio Emily?

—No. Ella se quedó dentro a la hora de comer, ayudando a la señorita Walker a corregir nuestros exámenes de ortografía. —Nos quedamos las dos en silencio unos minutos y a continuación yo le cogí la mano a Eugenia—. ¿Adivina qué? —dije—. Niles quiere volver a encontrarse con nosotros el sábado. Quiere pasar con nosotros hasta el riachuelo. Mamá dará uno de sus almuerzos, de modo que estará contenta de que no estorbemos. Reza para que haga un buen día otra vez —dije.

—Lo haré. Rezaré dos veces al día. —Eugenia parecía estar más contenta de lo que lo había estado en mucho tiempo, si bien se pasaba más tiempo que nunca en la cama—. ¡Qué curioso! Se me acaba de abrir el apetito —anunció—. ¿Falta mucho para la cena?

—Iré a consultar con Louella —dije, poniéndome de pie—. Oh, Eugenia —dije al llegar a la puerta—, sé que Emily ha estado más simpática con nosotras, pero sigo creyendo que no deberíamos decirle nada de la salida del sábado.

—De acuerdo —accedió Eugenia—. Que me muera si hablo.

—¡No digas eso! —exclamé.

—¿El qué?

—No digas nunca «que me muera si…».

—Sólo es un decir. Roberta Smith lo dice continuamente cuando acude a nuestras barbacoas. Siempre que alguien le hace una pregunta, añade, «que me…».

—¡Eugenia!

—De acuerdo —dijo, arropándose con la manta. Sonrió—. Dile a Niles que tengo ganas de volver a verlo el sábado.

—Lo haré. Ahora iré a ver qué hay para cenar —dije, y la dejé soñando con las cosas que mis amigos y yo solíamos hacer cada día.

Sé que Eugenia no le dijo nada a Emily sobre nuestros planes. Le preocupaba demasiado que algo pasara y que no pudiéramos ir. Pero quizá Emily se acercó a su puerta cuando estaba rezando para que hiciera buen día o quizá estaba oculta espiando y escuchando cuando Eugenia y yo hablamos. Quizá, simplemente, se lo imaginó. Fuera lo que fuese estoy segura de que se pasó los días tramando su venganza.

Como nos hacía tanta ilusión parecieron transcurrir siglos hasta el sábado, pero cuando éste llegó lo hizo con un cálido sol que entró por mi ventana, acariciándome las mejillas y abriéndome los ojos. Me incorporé llena de alegría. Al mirar por la ventana vi un mar azul oscilando de un horizonte a otro. Una suave brisa mecía la madreselva. El mundo externo se mostraba apetecible, expectante.

Cuando llegué a la cocina Louella me dijo que Eugenia se había levantado al amanecer.

—Nunca la he visto con tanto apetito por la mañana —comentó—. Tengo que darme prisa con su desayuno antes de que cambie de opinión. Está tan delgada que resulta casi transparente —añadió con tristeza.

Yo le llevé el desayuno a Eugenia y me la encontré incorporada y esperando.

—Deberíamos haber pensado en un picnic, Lillian —se quejó—. Hay que esperar demasiado hasta la hora de la comida.

—La próxima vez lo haremos —dije. Coloqué la bandeja en la mesita y la observé mientras comía. A pesar de tener más hambre que de costumbre, seguía comiendo como un pajarito asustado. Tardaba el doble de tiempo en hacer cualquier cosa propia de una chica de su edad.

—Hace un día espléndido, ¿verdad, Lillian?

—Magnífico.

—Dios debe de haber escuchado mis oraciones.

—Me juego cualquier cosa a que no ha tenido que escuchar otra cosa —comenté, y Eugenia se echó a reír. Su risa era música celestial para mí, a pesar de que se expresaba con voz fina y quebradiza.

Volví al comedor para desayunar con Emily y mamá. Papá ya se había levantado para llegar temprano a Lynchburg a una reunión de pequeños cultivadores de tabaco que estaban, según papá, embarcados en una lucha a vida o muerte con las corporaciones. Aun sin la presencia de papá solíamos rezar antes de comer. De aquello se ocupaba Emily. Los pasajes que eligió y la forma en que los leyó deberían haberme hecho sospechar, pero yo estaba tan contenta con nuestra aventura que ni siquiera me fijé.

Eligió el Éxodo, capítulo 9, y leyó cómo Dios había castigado a los egipcios cuando los faraones impidieron la marcha de los hebreos. La voz de Emily resonaba en la mesa con tanta dureza y acritud que incluso mamá hizo una mueca de aspaviento.

—«Hubo pues granizo, y fuego mezclado con el granizo, tan grande, cual nunca hubo en toda la tierra de Egipto desde que fue habitada».

Levantó la vista de la página y nos miró fijamente desde el otro lado de la mesa, mostrándonos que tenía todas las páginas memorizadas y que recitaba.

—«Y aquel granizo hirió en toda la tierra de Egipto todo lo que estaba en el campo, así hombres como bestias; asimismo…»

—Emily, querida —dijo mamá suavemente. Nunca se hubiera atrevido a interrumpir en presencia de papá—. Es un poco pronto para el fuego y el azufre, querida. Tal y como están las cosas ya tengo el estómago revuelto.

—Nunca es pronto para estas lecturas, mamá —respondió Emily—, pero a menudo es demasiado tarde. —Me miró fijamente.

—Santo cielo, santo cielo —gimió mamá—. Empecemos a comer, por favor —rogó—. Louella —llamó, y Louella empezó a traer los huevos y el tocino. De mala gana, Emily cerró la Biblia. En cuanto lo hizo mamá empezó a contarnos un jugoso cotilleo que iba a verificar este mismo sábado.

—Martha Atwood acaba de volver de un viaje al norte y dice que las mujeres allí fuman cigarrillos en lugares públicos. Recuerdo que el Capitán tenía una prima… —continuó. Yo escuchaba sus historias, pero Emily ya se había refugiado en sus propios pensamientos, en su mundo, estuviera donde estuviese. Pero cuando le dije a mamá que iba a salir con Eugenia, los ojos de Emily se abrieron de par en par.

—Ten cuidado —me avisó mamá—. Y asegúrate de que va bien abrigada.

—Lo haré, mamá.

Subí a mi cuarto para elegir qué ropa me pondría. Pasé a ver a Eugenia para asegurarme de que durmiera la siesta y tomara todos sus medicamentos, y a continuación prometí despertarla una hora antes de salir para ayudarle a cepillarse el pelo y elegir la ropa que más le gustara. Mamá le había comprado un par de zapatos nuevos y un sombrero de ala ancha para impedir que el sol le diera en la cara cuando saliera. Yo limpié mi habitación, leí un poco, almorcé y me vestí. Pero cuando fui a la habitación de Eugenia a despertarla, la encontré sentada. Sólo que en lugar de ilusión, en su rostro había preocupación.

—¿Qué ocurre, Eugenia? —pregunté al entrar. Ella señaló con la cabeza el rincón de su habitación donde se guardaba la silla de ruedas.

—Acabo de darme cuenta—dijo—. No está. No recuerdo cuándo fue la última vez que la vi. Estoy tan confusa. ¿Te la has llevado tú por alguna razón?

Se me hundió el corazón. Yo no la había cogido, claro está, y mamá no había dicho nada de la silla durante el desayuno, cuando le dije que saldría a pasear con Eugenia.

—No, pero no te preocupes —dije, forzando una sonrisa—. Tiene que estar en algún lugar de la casa. Quizá Tottie la haya cambiado de lugar al limpiar tu cuarto.

—¿Eso crees, Lillian?

—Estoy segura. Iré a ver. Mientras tanto —dije, dándole el cepillo— empieza a cepillarte el cabello.

—De acuerdo —dijo con voz triste. Salí corriendo de la habitación y atravesé rápidamente los pasillos, buscando a Tottie. La encontré quitando el polvo del salón.

—Tottie —grité—, ¿has sacado la silla de ruedas de Eugenia de su habitación?

—¿Su silla de ruedas? —Negó con la cabeza—. No, señorita Lillian. Nunca hago eso.

—¿La has visto en algún sitio? —pregunté desesperada. Ella volvió a negar con la cabeza.

Como una gallina huyendo del cuchillo de matarife de Henry, recorrí la gran casa, mirando en cada una de las habitaciones, los armarios e incluso mirando en la despensa.

—¿Qué estás buscando con tanta desesperación, hija? —preguntó Louella. Les estaba sirviendo el almuerzo a mamá y a sus invitadas y llevaba una bandeja llena de pequeños canapés.

—Ha desaparecido la silla de ruedas de Eugenia —exclamé—. He buscado por todas partes.

—¿Desaparecido? ¿Por qué iba a desaparecer? ¿Estás segura?

—Claro que sí, Louella.

Ella movió la cabeza.

—Quizá sea mejor que se lo preguntes a tu madre —sugirió. «Claro», pensé. ¿Por qué no había hecho eso inmediatamente? Mamá, ilusionada con su almuerzo del sábado, seguramente se olvidó de mencionar lo que había hecho con ella. Entré corriendo en el comedor.

A mí me pareció que todos hablaban a la vez, nadie escuchaba a nadie. No pude evitar pensar que papá tenía razón cuando decía que esas reuniones eran tan ruidosas como las gallinas cacareando alrededor del gallo. Entré tan bruscamente en la habitación que todos dejaron de hablar y me miraron.

—¡Cómo ha crecido! —declaró Amy Grant.

—Hace cincuenta años, estaría ya subiendo al altar —comentó la señora Tiddydale.

—¿Ocurre algo, cariño? —preguntó mamá, manteniendo la sonrisa.

—La silla de ruedas de Eugenia, mamá. No la encuentro —dije. Mamá miró a las otras mujeres y emitió una pequeña risa.

—Vamos, cariño, seguro que puedes encontrar una cosa tan grande como una silla de ruedas.

—No está en su habitación, y he mirado por toda la casa y le he preguntado a Tottie y a Louella ya…

—Lillian —dijo mamá, haciendo que me detuviera en seco—. Si vuelves y miras con cuidado, estoy segura de que encontrarás la silla de ruedas. No hagas que todo parezca la Batalla de Gettysburg —añadió y se rió mirando a las mujeres que la imitaron con un coro de risas.

—Sí, mamá —dije.

—Y recuerda lo que te he dicho, cariño. No estés fuera demasiado tiempo y asegúrate de que Eugenia vaya bien abrigada.

—Sí, mamá —dije.

—Deberías haber saludado a todos primero, Lillian. —Hizo una mueca de reproche.

—Lo siento. Hola.

Todas las mujeres asintieron y sonrieron. Yo me di la vuelta y salí lentamente. Antes de llegar a la puerta, continuaron la conversación como si yo no hubiera entrado. Lentamente, volví a la habitación de Eugenia. Me detuve al ver a Emily bajando las escaleras.

—No encontramos la silla de ruedas de Eugenia —exclamé—. Se lo he preguntado a todos y he mirado por todas partes.

Se enderezó bruscamente y sonrió con ironía.

—Deberías habérmelo preguntado a mí primero. Cuando papá no está, nadie sabe tanto de The Meadows como yo. Obviamente no mamá —añadió.

—Oh, Emily, tú sabes dónde está. Gracias a Dios. ¿Y dónde está?

—Está en el cobertizo de las herramientas. Henry se dio cuenta de que le pasaba algo a la rueda o al eje. Una cosa así. Estoy segura de que ya la ha arreglado. Simplemente se le habrá olvidado traerla.

—Henry no se olvidaría de una cosa así —pensé en voz alta. A Emily no le gustaba nada que la contradijeran.

—Bueno, quizá no se haya olvidado y esté en su habitación. ¿Está? ¿Está en su habitación? —exigió saber.

—No —dije en voz baja.

—Tratas a ese viejo negro como si fuera un profeta del Antiguo Testamento. Tan sólo es el hijo de un antiguo esclavo, sin educación, analfabeto, y lleno de estúpidas supersticiones —añadió—. Ahora —dijo, cruzando los brazos y volviendo a enderezarse— si quieres la silla de ruedas, ve a buscarla al cobertizo de las herramientas.

—De acuerdo —dije, ansiosa de alejarme de ella y de encontrar la silla de ruedas. Sabía que la pobre Eugenia estaba ansiosa en su habitación y no podía esperar el momento de entrar con la silla y ver la sonrisa de su rostro. Salí rápidamente por la puerta principal y bajé las escaleras, doblando la esquina de la casa, corriendo hasta el cobertizo de las herramientas. Cuando llegué, abrí la puerta y metí la cabeza. Allí estaba la silla de ruedas, tal y como había dicho Emily, apoyada en una esquina.

Parecía que nadie la había tocado; tan sólo tenía las ruedas un poco sucias por haber pasado por encima de la hierba.

«Esto no es propio de Henry», pensé. Pero a continuación me vino a la mente que quizá Emily tuviera razón. Quizá Henry había venido a buscar la silla cuando Eugenia dormía y no la quiso despertar para decirle que se la llevaba a arreglar. Con todas las tareas que papá le encomendaba no era sorprendente que alguna vez se olvidara de alguna cosa, concluí. Entré en el cobertizo y me dirigí hacia la silla, cuando de pronto la puerta se cerró a mis espaldas.

La acción fue tan rápida y sorprendente que por un momento no me di cuenta de lo que había ocurrido. Habían tirado algo en el cobertizo y ese algo… se movía. Me quedé paralizada durante un momento. Había escasa luz entrando por las rendijas de las viejas paredes del cobertizo, pero sí la suficiente como para que pudiera darme cuenta de lo que habían tirado dentro… ¡una mofeta!

Henry colocaba trampas para los conejos. Ponía estas pequeñas jaulas en las que entraban a comer un poco de lechuga, y entonces se cerraba la puerta. Entonces él decidía si el conejo era lo suficientemente viejo y gordo como para ser sacrificado. Le encantaba hacer estofado de conejo. Yo no quería saber nada de todo eso porque no podía imaginarme comiendo conejitos. Me parecían muy divertidos y alegres, mordisqueando la hierba o saltando por los campos. Cuando me quejaba, Henry decía que mientras no lo matara por diversión no pasaba nada.

—Todos nos alimentamos de todos en este mundo, hija —me explicó, y señaló un gorrión—. Ese pájaro come gusanos, y los murciélagos comen bichos. Los zorros cazan conejos, ¿sabes?

—No quiero saberlo, Henry. No me digas nada cuando comas conejo. No me digas nada —exclamé. El sonrió y asintió.

—De acuerdo, señorita Lillian. No la invitaré a cenar el domingo que se sirva conejo.

Pero en algunas ocasiones, Henry atrapaba una mofeta en la trampa en vez de un conejo. Venía con un saco y cubría la jaula. Mientras la mofeta estuviera a oscuras, no soltaba chorro, me dijo. Supongo que también se lo había dicho a Emily. O quizá ella lo aprendió observando. De una manera u otra ella observaba a todos los que vivían en The Meadows como si su cometido fuera descubrir actos pecaminosos.

Esta mofeta, alterada por lo que le acababa de ocurrir, miraba sospechosamente a su alrededor. Yo intenté no moverme, pero estaba tan asustada que no pude evitar emitir un pequeño grito y mover los pies. La mofeta me vio y me soltó directamente el chorro. Yo grité y grité y corrí hacia la puerta. Pero estaba cerrada a cal y canto. Tuve que golpear y golpear y la mofeta volvió a darme antes de ocultarse bajo un armario. Finalmente, la puerta se abrió. La habían apuntalado con una madera para que no pudiera abrirse con facilidad. Caí al exterior, con el hedor cubriéndome por completo.

Henry vino corriendo del granero con algunos de los otros trabajadores, pero no llegaron a más de diez metros de mí sin antes detenerse en seco y exclamar de asco. Yo estaba histérica, agitando los brazos como si me estuviera atacando un enjambre de abejas en vez de tratarse del hedor de una mofeta. Henry aspiró profundamente y, a continuación, conteniendo la respiración, vino en mi ayuda. Me levantó en sus brazos y corrió hacia la parte posterior de la casa. Me dejó en la puerta y entró corriendo en busca de Louella. Le oí gritar:

—Es Lillian. La ha mojado una mofeta en el cobertizo.

Yo no pude aguantarlo. Me arranqué el vestido manchado y lancé al aire los zapatos. Louella salió corriendo con Henry y me miró y me olió y exclamó:

—¡Que el Señor tenga piedad!

Abanicándose vino a mi lado.

—Tranquila, tranquila. Louella te ayudará. No te preocupes. No te preocupes. Henry —ordenó—, llévala al cuarto al lado de la despensa donde está la vieja bañera. Yo voy a buscar todo el zumo de tomate que encuentre —dijo. Henry vino a cogerme en brazos otra vez, pero le aseguré que podía andar.

—Tú no tienes por qué sufrir también —dije, cubriéndome la cara con las manos.

En el cuarto, al lado de la despensa, me quité toda la ropa. Louella llenó la bañera con todos los botes de zumo de tomate que encontró y después mandó a Henry a buscar más. Yo grité y lloré mientras Louella me lavaba con el zumo. Después me envolvió en toallas húmedas.

—Ahora vete arriba y date un buen baño, cariño —dijo—. Yo vendré enseguida.

Intenté cruzar la casa a toda velocidad, pero mis piernas se habían convertido en piedras, al igual que mi corazón. Mamá y sus invitadas estaban en la sala de lectura donde escuchaban música en el Victrola y tomaban té. Nadie se había percatado del jaleo de fuera. Se me ocurrió detenerme y contarle a mamá lo que había ocurrido, pero decidí meterme primero en la bañera. El hedor seguía siendo fuerte, y me envolvía como una asquerosa nube de humo.

Louella se reunió conmigo en el cuarto de baño y me ayudó a lavarme con los jabones más aromáticos que teníamos, pero aún después de hacerlo se seguía percibiendo el hedor de la mofeta.

—Lo tienes también en el pelo —dijo con tristeza—. Este champú no es suficiente.

—¿Qué voy a hacer, Louella?

—Esto ya lo he visto unas cuantas veces —dijo—. Me temo que será mejor cortarte el pelo, cariño —confesó.

—¡El pelo!

Mi pelo era mi orgullo. Tenía el cabello más suave y bonito que cualquier otra chica de la escuela. Aquellos champús al huevo que habían recomendado Louella y Henry habían ayudado mucho. Era espeso y me llegaba a la mitad de la espalda. ¿Cortarme el pelo? Era como si me cortaran el corazón.

—Podrías lavártelo a todas horas y nunca te quedarías satisfecha del olor, cariño. Cada noche, cuando pongas la cabeza sobre la almohada, vas a olerlo y las fundas también van a oler.

—Oh, Louella, no puedo cortarme el pelo. No lo haré —dije desafiante. Ella se puso seria—. Me quedaré aquí todo el día lavándomelo hasta que ya no huela —dije—. Lo haré.

Me lo froté y froté y aclaré y aclaré, pero cada vez que ponía un mechón delante de la cara, el olor a mofeta no había desaparecido. Casi dos horas después salí de mala gana de la bañera y me fui a mi cuarto de baño. Louella había estado subiendo y bajando las escaleras, ofreciéndome todos los remedios que se le ocurrían a ella o a Henry. Nada funcionaba. Mis lágrimas habían cesado pero la angustia seguía persistiendo en mis ojos.

—¿Le has contado a mamá lo que ha ocurrido? —le pregunté a Louella cuando volvió.

—Sí —contestó.

—¿Qué ha dicho?

—Dice que lo siente. Subirá a verte en cuanto se marchen sus invitadas.

—¿No puede subir ahora? ¿Ni siquiera un momento?

—Iré a preguntárselo —dijo Louella.

Unos minutos después, regresó sin mamá.

—Dice que no puede dejar a sus invitadas ahora. Dice que hagas lo que hay que hacer. Cariño, todo ese cabello volverá a crecer antes de lo que tú crees.

—Pero hasta entonces, Louella, me odiaré y todo el mundo me rechazará —exclamé.

—Nada de eso, niña. Tienes una cara preciosa, una de las caras más bonitas de estos lugares. Nadie dirá nunca que eres fea.

—Sí que lo dirán —gemí, y pensé en Niles y lo desilusionado que iba a estar cuando me viera, lo desilusionado que ya estaba en este momento esperándonos a Eugenia y a mí. Pero el hedor parecía haberse apoderado de mi cabeza y envolverme. Con los dedos temblorosos, cogí las tijeras y extendí los mechones de pelo. Coloqué las tijeras sobre los mechones, pero no corté.

—No puedo, Louella —exclamé—. Simplemente no puedo. —Enterré la cara en mis brazos sobre la mesa y sollocé. Ella se acercó a mí y me puso una mano sobre el hombro.

—¿Quieres que lo haga yo, niña?

De mala gana, con el corazón tan hueco como la cáscara de una nuez, asentí. Louella cogió los primeros mechones en una mano y las tijeras en la otra. Oí los primeros tijeretazos, cortándome el pelo además del corazón, y mi cuerpo se inundó de tristeza.

En su cuarto oscuro, sentada en un rincón bajo la luz de una lámpara de petróleo, Emily leía la Biblia. Oía su voz a través de las paredes. Estaba segura de que estaba acabando aquella parte del Éxodo que había querido leernos a la hora del desayuno antes de que mamá la interrumpiera.

—«… hirió el granizo toda la hierba del campo, y desgajó todos los árboles del país».

Lloré hasta quedar anonadada bajo el sonido de las tijeras.

Cuando Louella acabó, me metí en la cama, me enrollé como una pelota y hundí la cara entre las mantas. No quería verme ni que nadie me viera, ni siquiera un solo momento. Louella intentó consolarme, pero yo negué con la cabeza y gemí.

—Lo único que quiero es cerrar los ojos, Louella, y fingir que no ha ocurrido.

Ella se marchó y después, por fin, cuando las invitadas se despidieron, mamá subió a verme.

—¡Oh, mamá! —exclamé, incorporándome y destapándome en el momento que entró en la habitación—. ¡Mira! ¡Mira lo que me ha hecho!

—¿Quién, Louella? Pero si pensé…

—No, mamá, no ha sido Louella. —Sollozaba. Tragué saliva y me limpié las lágrimas de los ojos con las manos—. Emily —dije—. Ha sido Emily.

—¿Emily? —sonrió mamá—. Me temo que no te entiendo, cariño. Cómo puede Emily…

—Ella escondió la silla de ruedas en el cobertizo. Encontró una mofeta en una de las trampas de Henry y la guardó bajo una manta. Me dijo que fuera al cobertizo. Me dijo que Henry había puesto allí la silla de ruedas, mamá. Cuando entré tiró la mofeta en el cobertizo cerrándome la puerta. Atrancó la puerta. ¡Es un monstruo!

—¿Emily? Oh no, no puedo creer…

—Es verdad, mamá, es verdad —insistí, golpeándome las piernas con los puños. Me golpeé con tanta fuerza que la expresión de mamá pasó del descrédito a la sorpresa antes de respirar profundamente. Se presionó el pecho con la mano y negó con la cabeza.

—¿Por qué iba Emily a hacer una cosa así?

—¡Porque es un monstruo! Y porque está celosa. Le gustaría tener amigos. Le gustaría… —me detuve antes de hablar demasiado.

Mamá me miró fijamente un momento y a continuación sonrió.

—Tiene que ser un malentendido, una trágica combinación de acontecimientos —decidió mamá—. Mis hijos no se hacen esas cosas los unos a los otros, especialmente Emily. Es tan devota, incluso hace que el sacerdote de la parroquia se cuestione sus propios actos —añadió mamá, sonriendo—. Todo el mundo me lo dice.

—Mamá, piensa que está haciendo cosas buenas cuando me hace daño. Cree que tiene razón. Ve a preguntárselo. ¡Anda! —grité.

—Vamos, Lillian, no grites. Si el Capitán vuelve a casa y te oye…

—¡Mírame! ¡Mira mi pelo! —Me estiré los mechones cortados hasta que me hice daño.

El rostro de mamá se enterneció.

—Siento lo de tu cabello, cariño. De verdad que lo siento. Pero —dijo, sonriendo— te pondrás un sombrero bonito y yo te daré uno de mis pañuelos de seda y…

—Mamá, no puedo pasarme todo el día con un pañuelo en la cabeza, especialmente en el colegio. La profesora no lo permitirá y…

—Claro que puedes, cariño. La señorita Walker lo entenderá, estoy segura. —Sonrió de nuevo y olisqueó el ambiente—. Yo no huelo nada. Louella ha hecho un buen trabajo. No te preocupes, se te pasará enseguida.

—¿Que se me pasará enseguida? —apreté las palmas de mis manos sobre mi pelo—. ¿Cómo puedes decir una cosa así? Mírame. Recuerda lo bonito que era mi pelo, cómo te gustaba cepillármelo…

—Lo peor ha pasado, querida —respondió mamá—. Te daré los pañuelos. Ahora descansa, cariño —dijo, y se giró para marcharse.

—¡Mamá! ¿No vas a decirle nada a Emily? ¿No le vas a contar a papá lo que me ha hecho? —pregunté con lágrimas en los ojos. ¿Cómo podía no darse cuenta de lo terrible que era lo que me estaba ocurriendo? ¿Y si le hubiera pasado a ella? Ella estaba tan orgullosa de su cabello como yo lo había estado del mío. ¿No se pasaba horas y horas cepillándoselo… y no había sido ella quien me había dicho que debía cuidarlo y alimentarlo? El suyo era como de oro tejido y el mío se parecía ahora a los tallos de flores cortadas, serrado y tieso.

—¿Por qué prolongar la agonía y hacer que todos sufran en casa, Lillian? Lo pasado, pasado está. Estoy segura de que se trata tan sólo de un infortunio. Ha ocurrido y ya ha terminado.

—No ha sido un accidente. ¡Lo ha hecho Emily! La odio, mamá. ¡La odio! —Sentí que el rostro se me congestionaba de ira. Mamá me miró fijamente y a continuación negó con la cabeza.

—Claro que no la odias. No podemos tener gente odiándose entre sí en esta casa. El Capitán no lo aguantaría ni un minuto —dijo mamá como si estuviera construyendo una de sus novelas románticas y pudiera simplemente reescribir o tachar los acontecimientos feos o tristes—. Ahora deja que te cuente mi fiesta.

Bajé la cabeza completamente humillada mientras mamá, comportándose como si nada extraño me hubiera ocurrido, empezó a contarme algunos cotilleos de los que ella y sus amigas habían estado hablando toda la tarde. Sus palabras me entraron por una oreja y me salieron por la otra, pero ella no pareció darse cuenta ni darle ninguna importancia. Hundí la cara en la almohada y volví a taparme con la manta. La voz de mamá continuó hablando hasta que se le acabaron las historias, y entonces se marchó a buscarme unos pañuelos.

Yo respiré profundamente y me di la vuelta en la cama. No pude evitar preguntarme si mamá hubiera sentido más compasión e ira por lo que había ocurrido si fuera mi madre en lugar de mi tía. De pronto, por primera vez, me sentí verdaderamente huérfana. Me sentí incluso peor que el día en que me había enterado de la verdad. Mi cuerpo se estremeció con nuevos sollozos hasta quedarme cansada y sin lágrimas. Entonces, recordando a la pobre Eugenia, de la que estaba segura de que se había enterado de la historia por Louella y Tottie, me levanté como una sonámbula y me puse la bata, obedeciendo todos mis movimientos a un ritmo mecánico. Evitaba mirarme cada vez que pasaba por delante de los espejos. Metí los pies en mis pequeñas zapatillas con lazos y salí lentamente de mi habitación hasta llegar a la de Eugenia.

Cuando me vio se echó a llorar. Yo me arrojé a sus brazos, que me estrecharon con la fragilidad de un pajarito, y lloré sobre su pequeño hombro unos minutos antes de separarme y contarle todos los pormenores de aquel acontecimiento. Ella me escuchó con los ojos abiertos como platos, moviendo la cabeza para olvidar los detalles. Pero se vio obligada a aceptarlos cada vez que levantaba la vista y veía mi cabello cortado.

—No iré al colegio —juré—. No voy a ir a ningún sitio hasta que no me crezca el pelo.

—Oh, por favor, Lillian, podría pasar mucho tiempo. No pierdas tus clases.

—Me moriré de vergüenza en cuanto me vean las demás chicas, Eugenia. —Miré la manta—. Especialmente Niles.

—Harás lo que ha dicho mamá. Te pondrás un sombrero y un pañuelo.

—Se reirán de mí. Emily se asegurará de que lo hagan —afirmé. El rostro de Eugenia se entristeció. Parecía encogerse con cada momento de tristeza. Yo me sentía muy mal porque no era capaz de alegrarla o hacer que desapareciera su melancolía. Ninguna risa, ningún chiste, ninguna distracción podían encubrir la agonía o hacerme olvidar todo lo que me había ocurrido.

Se oyó una llamada en la puerta y nos giramos para ver a Henry.

—Hola, señorita Lillian, señorita Eugenia. Sólo he subido para decirle… bueno, para decirle que la silla de ruedas va a necesitar un día o dos para airearse, señorita Eugenia. La he lavado lo mejor posible y la traeré en cuanto desaparezca ese olor.

—Gracias, Henry —dijo Eugenia.

—No tengo ni idea de cómo llegó hasta el cobertizo —dijo Henry.

—No te preocupes, Henry, ya lo sabemos —le dije. Él asintió.

—Encontré cerca una de mis trampas de conejo —dijo. Movió la cabeza—. Un acto cruel. Muy cruel —murmuró, y se marchó.

—¿Dónde vas? —preguntó Eugenia cuando me levanté de la cama, cansada y sin ánimo.

—Arriba, a dormir. Estoy agotada.

—¿Volverás después de cenar?

—Lo intentaré —dije. Me odiaba a mí misma por estar así, odiaba sentir autocompasión, especialmente delante de Eugenia, que tenía más razones para sentir autocompasión que nadie; pero mi cabello había sido tan bonito… Su longitud y textura, la suavidad y el color me habían hecho sentir mayor y más femenina. Sabía que los chicos me miraban. Ahora nadie me miraría, excepto para reírse de la pequeña idiota que consiguió que la mojara una mofeta.

A última hora de la tarde Tottie vino a decirme que Niles había venido a la casa a preguntar por Eugenia y por mí.

—Oh, Tottie, ¿le has contado lo ocurrido? No lo habrás hecho, ¿verdad? —exclamé.

Tottie se encogió de hombros.

—No sabía qué otra cosa contarle, señorita Lillian.

—¿Qué le has dicho? ¿Qué le has dicho? —exigí saber rápidamente.

—Simplemente le he dicho que una mofeta la había mojado en el cobertizo y que ha tenido que cortarse el pelo.

—Oh, no.

—Aún sigue abajo —dijo Tottie—. Está hablando con la señora Booth.

—Oh, no —gemí de nuevo y me hundí entre los almohadones. Estaba tan avergonzada que pensé que no podría volver a mirarle a la cara nunca más.

—La señora Booth dice que debería bajar a saludar al caballero que ha venido a visitarla.

—¿Bajar? Nunca. No saldré de esta habitación. No voy a hacerlo y dile que es culpa de Emily.

Tottie se marchó y yo me arropé con la manta. Mamá no subió a verme. Se retiró a su música y sus libros. Pasó la tarde. Oí llegar a papá, oí sus firmes pasos en el pasillo. Cuando llegó a mi puerta contuve la respiración, esperando que entrase para ver qué había ocurrido y preguntarme cómo había ocurrido, pero pasó de largo. «O mamá no se lo ha contado o ha fingido que no es nada», pensé tristemente. Más tarde le oí bajar a cenar, y de nuevo no se detuvo. Mandaron a Tottie a decirme que la cena estaba servida, pero yo contesté que no tenía apetito. Antes de que transcurrieran cinco minutos, regresó jadeante de tanto subir y bajar para informarme de que papá insistía en que bajara.

—El Capitán dice que no le importa si no prueba bocado, pero tiene que hacer acto de presencia —relató Tottie—. Parece estar lo bastante enfadado como para matar a una buena piara de cerdos de un solo golpe —añadió—. Será mejor que baje, señorita Lillian.

De mala gana, me levanté de la cama. Insensible, me miré en el espejo. Negué con la cabeza intentando negar lo que veía, pero la imagen no desaparecía. Casi volví a echarme a llorar. Louella lo había hecho lo mejor posible, claro está, pero lo único que quería era cortarme el pelo; cuanto más corto, mejor. Algunos mechones quedaban más largos que otros y mi cabello caía dentado sobre mis orejas. Me puse uno de los pañuelos de mamá y bajé.

La sonrisa de Emily era pequeña y sardónica cuando ocupé mi sitio en la mesa. Su expresión cambió enseguida hasta que su rostro recuperó aquella habitual mirada de desaprobación; la espalda recta, los brazos cruzados. Tenía la Biblia abierta sobre la mesa delante suyo. Le dirigí una mirada llena de odio, pero lo único que conseguí fue aumentar la mirada de placer en aquellas órbitas grises.

Mamá sonrió. Papá me escudriñó severamente, retorciéndose el bigote.

—Quítate ese pañuelo en la mesa —me ordenó.

—Pero, papá… —gemí—. Estoy horrible.

—La vanidad es un pecado —dijo—. Cuando el Diablo quiso tentar a Eva en el Paraíso le dijo que era tan bella como Dios. Quítatelo. —Dudé unos instantes, esperando que mamá acudiera en mi ayuda, pero ella permaneció callada, con una mirada de dolor en la cara—. He dicho que te lo quites —ordenó papá.

Hice lo que me ordenaba, pero bajando la mirada. Cuando levanté los ojos, pude comprobar lo contenta que estaba Emily.

—La próxima vez prestarás más atención a dónde vas y lo que ocurre a tu alrededor —dijo papá.

—Pero, papá…

Levantó la mano antes de que pudiera continuar.

—No quiero oír ni una palabra más del incidente. Tu madre ya me ha contado bastante. Emily…

El rostro de Emily sonrió todo lo que era capaz de sonreír y miró la Biblia.

—«El Señor es mi guía…» —empezó. Yo no la oí leer. Permanecí allí sentada, sintiendo mi corazón frío como una piedra. Las lágrimas me inundaron las mejillas y me goteaban por la barbilla, pero no me las limpié. Si papá se daba cuenta, no le importaba. En cuanto Emily acabó de leer, empezó a comer. Mamá se puso a contar los nuevos cotilleos que le habían contado durante el almuerzo. Papá parecía escuchar, asintiendo de vez en cuando, e incluso riéndose en una ocasión. Era como si lo que me había ocurrido hubiera tenido lugar muchos años atrás y estuviera reviviendo un recuerdo; y yo era la única que lo recordaba. Intenté comer algo sólo para que papá no se enfadara, pero la comida se me atragantó y empecé a toser, teniendo que beber un vaso de agua.

Afortunadamente la cena terminó, y pude retirarme a la habitación de Eugenia tal como le había prometido, sólo que ella estaba dormida. Me senté un rato a su lado mientras observaba su entrecortada respiración. Gimió una vez, pero no abrió los ojos. Finalmente la dejé y subí a mi dormitorio, agotada y habiendo vivido uno de los días más aborrecibles de mi vida.

Cuando entré en la habitación me dirigí a una de las ventanas a mirar los prados, pero era una noche muy oscura. El cielo estaba cubierto. En la distancia vi los primeros relámpagos, y a continuación empezaron a caer las primeras gotas, salpicando el alféizar de la ventana como gruesas lágrimas. Me retiré a la cama. Minutos después de apagar la luz y cerrar los ojos, oí que se abría la puerta y miré.

Emily apareció en la penumbra.

—Reza para que te perdonen —dijo.

—¿Qué? —me incorporé rápidamente—. ¿Quieres que yo rece para conseguir el perdón después de lo que tú me has hecho? Tú tendrías que estar rezando. Eres un ser horrendo. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?

—Yo no soy responsable de nada. El Señor te ha castigado por tus muchos pecados. ¿Crees que pasaría alguna cosa si Dios no quisiera que pasara? Te lo he dicho muchas veces: eres una maldición viviente, una manzana podrida que corromperá a todas las demás. Mientras no te arrepientas, sufrirás. Pero tú nunca te arrepentirás —añadió.

—Yo no soy ese cuadro que estás pintando. Tú sí lo eres.

Ella cerró la puerta, pero yo continué gritando.

—¡Te odio! ¡Te odio!

Hundí la cara en las manos y sollocé hasta que se me agotaron las lágrimas. A continuación me recosté sobre las almohadas. Me refugié en la oscuridad, sintiéndome extrañamente lejana a mí misma. Una y otra vez oía la voz cortante y severa de Emily.

—«Naciste mala, mala, eres una maldición».

Cerré los ojos e intenté hacerla desaparecer de mi mente, pero ella continuaba hablando en mis pensamientos, con sus palabras agujereándome el alma.

¿Tenía razón? Por qué le permitía Dios que me hiciera tanto daño, me pregunté. No podía tener razón. ¿Por qué querría Dios hacer sufrir a una persona tan cariñosa y bondadosa como Eugenia? No, el demonio estaba actuando aquí, no Dios.

¿Pero por qué Dios le dejaba al diablo que lo hiciera?

«Nos está poniendo a prueba», concluí. En el fondo de mi corazón, enterrado bajo montañas de fingida ilusión, sabía que la prueba más grande estaba por llegar. Siempre estaría allí, revoloteando sobre The Meadows como una oscura nube inconsciente del viento o las oraciones. Revoloteaba, aguardando su hora.

Esa oscura nube descargó finalmente una lluvia de tristeza sobre nosotros, y sus frías gotas me helarían el corazón para siempre.