5

PRIMER AMOR

Me quedé sentada en la cama de mi habitación, temblando de miedo. No vi a mamá cuando entré en la casa, pero cuando pasé por delante del estudio de papá la puerta estaba abierta y pude verle trabajando en su escritorio, una espiral de humo surgiendo del cenicero, la copa de bourbon y menta a su lado. No levantó la mirada de los papeles. Yo subí corriendo arriba y me arreglé el pelo, pero por mucho que me frotara las mejillas no conseguía que desapareciera el rubor. «Llevaré conmigo la culpabilidad y la vergüenza durante el resto de mi vida», pensé. ¿Y por qué? ¿Qué había hecho que fuera tan terrible?

Sí, algo —pensé— me había parecido maravilloso. Le había dado un beso a un chico… ¡en los labios y por vez primera! No había sido como en las novelas románticas de mamá. Niles no me había rodeado con sus brazos, estirándome hacia él, haciéndome perder la noción del tiempo; pero para mí, había sido tan bonito como aquellos largos y famosos besos que las mujeres se daban en los libros de mamá, con el cabello al viento o los hombros desnudos para que los labios de los hombres encontraran el camino hasta el cuello. La idea de Niles haciéndome aquello me asustaba y excitaba a la vez. ¿Me desmayaría? ¿Me desvanecería en sus brazos quedando desvalida como las mujeres de las novelas de mamá?

Me estiré en la cama para soñar, para soñar y pensar en Niles y yo…

De pronto oí unos pasos en el pasillo, pero no eran los de Emily o mamá. Eran los pasos de papá. El sonido de los tacones de sus botas en el suelo de madera era inconfundible. Me incorporé y contuve la respiración, esperando que pasara hasta llegar a su dormitorio; pero se detuvo en mi puerta y, un momento después, la abrió y entró, cerrándola inmediatamente.

Papá casi nunca venía a mi habitación. Pensé que podía contar las veces que lo había hecho con los dedos de la mano. En una ocasión mamá le trajo para enseñarle dónde quería que se arreglaran mis armarios, afirmando que tenían que ampliarse. Después, cuando tuve el sarampión, entró dos pasos para verme, pero no le gustaba nada estar con niños enfermos, y visitaba a Eugenia poco más que a mí. Cuando entraba en mi cuarto me hacía sentir lo grande que era y qué pequeñas parecían mis cosas a su lado. Era como Gulliver en Lilliput, pensé, recordando la historia que había leído recientemente.

Pero papá siempre me parecía diferente en distintas habitaciones. Siempre se encontraba incómodo en el salón, con todos los delicados muebles y objetos. Era como si pensara que, simplemente rozando los caros jarrones y figurines de mamá con sus grandes manos y gruesos dedos, pudiera romperlos. No se sentía nada cómodo en el sofá tapizado de seda o en la fina silla de respaldo recto. Le gustaban los muebles sólidos, amplios, firmes y pesados, y rugía de descontento cada vez que mamá se quejaba por la forma que tenía de hundirse una de sus caras sillas provenzales.

Nunca levantaba la voz en la habitación de Eugenia. Se movía en ella casi con reverencia. Sabía que tenía tanto miedo de tocar a Eugenia como de los objetos preciosos de mamá. Pero nunca fue un hombre que demostrara mucho afecto. Si besaba a Eugenia o a mí cuando éramos niñas, era siempre un beso rápido en la mejilla, con los labios rozando apenas la piel. Y a continuación, como si aquello le ahogara, tenía siempre que aclararse la garganta. Jamás le vi besar a Emily. Se comportaba de la misma forma con mamá: no la cogía ni la besaba y tampoco la abrazaba de forma cariñosa en nuestra presencia. A ella no parecía importarle, de modo que Eugenia y yo, cuando lo comentábamos, suponíamos simplemente que así eran las cosas entre marido y mujer, a pesar de lo que leíamos en los libros. No obstante, no podía evitar el preguntarme por qué a mamá le gustaban tanto sus novelas románticas, debía ser el único lugar en el que encontrase apasionados idilios y romances.

En la mesa papá era siempre el que más mantenía las distancias, hablándonos durante las lecturas religiosas y las bendiciones como si fuera un obispo el que nos visitara y dirigiese la palabra. A continuación se perdía en su comida y sus propios pensamientos, a no ser que le llamara la atención algo que dijese mamá. Su tono de voz era normalmente más profundo y más duro. Cuando tenía que hablar o responder a una pregunta, normalmente lo hacía con rapidez, dándome la sensación de haber deseado comer solo, sin las distracciones propias de la familia.

En su estudio era siempre «el Capitán», sentado detrás de su escritorio o moviéndose con gestos militares, los hombros bien rectos, la cabeza erguida, el pecho hinchado. Bajo el retrato de su padre vestido con uniforme del ejército confederado, con el sable resplandeciendo a la luz del sol, papá se sentaba impartiendo a gritos órdenes a los sirvientes y especialmente a Henry, que a menudo sólo se adentraba unos centímetros y esperaba con el sombrero en la mano. Incluso mamá se quejaba algunas veces, «oh cielos, oh cielos, tengo que ir a decírselo al Capitán» como si tuviera que traspasar una hoguera o caminar por encima de un lecho de brasas. De niña me aterrorizaba la idea de entrar en su estudio cuando él estaba allí. Ni siquiera me atrevía a cruzar el umbral de la puerta si podía evitarlo.

Y cuando no estaba, solía entrar en el despacho a mirar sus libros u objetos. Era como si hubiera entrado en un recinto sagrado, en un lugar donde se almacenasen valiosas figuras de culto religioso. Cruzaba la sala de puntillas y sacaba los libros lo más suave y silenciosamente posible, mirando siempre el escritorio para asegurarme de que papá no apareciera de improviso. A medida que me hacía mayor, fui adquiriendo confianza y no me producía tanta turbación, pero nunca dejé de tener miedo a contrariar a papá haciéndole enfadar.

Por tanto, cuando entró en mi habitación, rumiando y con mirada turbia, sentí que se me paraba el corazón para después latir con fuerza. Se enderezó, las manos a la espalda, y fijó su mirada sobre mí durante un largo instante sin pronunciar palabra. Sus ojos parecían echar chispas al mirarme fijamente. Yo crucé y descrucé los dedos mientras esperaba con ansiedad.

—Ponte de pie —ordenó de pronto.

—¿Qué, papá? —El pánico me dejó paralizada y durante un momento fui incapaz de moverme.

—Ponte de pie —repitió—. Quiero mirarte bien, mirarte con ojos nuevos —dijo, asintiendo—. Sí. Ponte de pie.

Lo hice, estirándome la falda.

—¿No os enseña esa profesora vuestra a observar buena compostura? —espetó—. ¿No os hace pasear con un libro sobre la cabeza?

—No, papá.

—Vaya —dijo, y se acercó a mí. Me cogió los hombros entre sus fuertes dedos y pulgar y presionó con tanta fuerza que me dolió—. Saca los hombros, Lillian, o acabarás pareciéndote a Emily —añadió, lo cual me sorprendió. No la había criticado nunca en mi presencia—. Sí, así está mejor —dijo. Sus ojos me evaluaron críticamente, con la mirada centrándose en mi floreciente pecho. Asintió.

»De la noche a la mañana has crecido unos cuantos años —comentó—. Últimamente he estado tan ocupado que no he tenido tiempo de fijarme en lo que pasa ante mis propias narices. —De nuevo volvió a enderezarse—. ¿Tu mamá te ha hablado de la verdad que hay detrás de los niños que vienen de París?

—¿Los niños de París, papá? —Pensé un momento y negué con la cabeza. El carraspeó y se aclaró la garganta.

—Bueno, no me refiero a eso exactamente, Lillian. Eso es solamente una expresión. Me refiero a lo que ocurre entre un hombre y una mujer. Tú, aparentemente, eres ya una mujer; deberías saber algo.

—Me dijo cómo se conciben los niños —contesté.

—Bueno. ¿Y eso es todo?

—Me habló de alguna de las mujeres de su libro y…

—¡Oh, sus malditos libros! —exclamó. Me señaló con su grueso dedo índice—. Eso te traerá graves problemas muy pronto —me avisó.

—¿El qué, papá?

—Esas estúpidas historias. —Volvió a enderezarse—. Emily me ha hablado de tu comportamiento —dijo—. Y no me extraña en absoluto si has estado leyendo los libros de tu madre.

—No he hecho nada malo, papá. De verdad, yo…

Levantó la mano.

—Quiero la verdad y la quiero ahora mismo. ¿Saliste corriendo del bosque como dijo Emily?

—Sí, papá.

—¿Salió el chico Thompson detrás tuyo poco después, jadeando como los perros cuando van tras una perra en celo?

—No estaba exactamente corriendo detrás mío, papá. Nosotros…

—¿Estabas abrochándote la blusa cuando saliste del bosque? —exigió saber.

—¿Abrochándome la blusa? Oh no, papá. Emily miente si te dijo eso —protesté.

—Desabróchate la blusa —me ordenó.

—¿Qué, papá?

—Ya me has oído, desabróchate la blusa, anda.

Lo hice con rapidez. Se acercó a mí y me observó, su mirada cayendo sobre la punta de mis pechos. Al estar tan cerca de mí, no pude evitar oler su bourbon y menta. El aroma era intenso, más fuerte que nunca.

—¿Dejaste que ese chico te pusiera la mano ahí? —preguntó, señalando mi pecho expuesto. Durante un momento no pude responder. Me sonrojé tan rápidamente, y con tanta fuerza, que pensé que me desmayaría a sus pies. Era como si de alguna forma papá hubiese adivinado mis fantasías.

—No, papá.

—Cierra los ojos —me ordenó. Lo hice. Al cabo, sentí sus dedos sobre mi pecho. Estaban tan calientes al tacto que pensé que me quemarían la piel—. Mantén los ojos cerrados —exigió cuando los abrí. Volví a cerrarlos de nuevo y él deslizó los dedos hacia abajo hasta que los sentí llegar a la parte superior del pecho y pasar a la pequeña pero clara hendidura como si estuviera midiendo la altura de mis pechos. Allí descansaron durante un momento y a continuación las retiró. Yo abrí los ojos.

—¿Eso fue lo que te hizo? —preguntó con voz ronca.

—No, papá —dije, los labios y la barbilla temblorosos.

—De acuerdo —dijo, y se aclaró la garganta—. Ahora abróchate la blusa lo más rápidamente posible. Anda. —Retrocedió, cruzó los brazos por delante del pecho y me observó.

Me abroché la blusa lo más rápidamente que pude, pero mis dedos manejaban torpemente los botones.

—Ya, ya —dijo como un detective—. Así es como Emily dijo que te estabas abrochando los botones cuando saliste corriendo del bosque.

—¡Está mintiendo, papá!

—Ahora, escúchame —dijo—. Tu madre no sabe nada de esto porque Emily acudió directamente a mí. Tenemos suerte de que fuera sólo Emily, y no un montón de gente, la que te viera salir del bosque sola con aquel chico y abrochándote la blusa.

—Pero, papá…

Él levantó la mano.

—Ya sé lo que ocurre cuando una joven sana y fuerte pasa a ser mujer de la noche a la mañana. Lo único que hay que hacer es ver los animales de la granja cuando están en celo y enseguida comprendes que tienen fuego en la sangre —dijo papá—. No quiero oír más historias acerca de ti; eso de que vas paseando con chicos en la oscuridad del bosque o en algún lugar secreto para hacer cosas feas, ¿lo entiendes, Lillian? ¿Lo has entendido? —prosiguió.

—Sí, papá —dije, cabizbaja. Emily había hablado y sus palabras eran consideradas por papá como las del Evangelio, pensé tristemente.

—Bien. Ya sabes que tu mamá no sabe nada de todo esto y no hay que molestarla contándole mi visita hoy, ¿comprendes?

—Sí, papá.

—Te estaré vigilando más estrechamente ahora, Lillian, te cuidaré más. Simplemente no me había dado cuenta de lo rápidamente que estabas creciendo. —Dio un paso hacia mí y puso la mano sobre mi cabello, tan suavemente que tuve que levantar la vista sorprendida—. Vas a ser muy atractiva y no quiero que ningún obseso sexual te estropee, ¿lo oyes?

Asentí demasiado azorada como para contestar. Meditó unos instantes y pasó a concentrarse en sus propios pensamientos.

—Sí —dijo— ya veo que tendré que desempeñar un papel más activo en tu educación. Georgia está perdida en esas historias románticas suyas, historias que no tienen nada que ver con la realidad. Un día, en realidad muy pronto, tú y yo nos sentaremos a mantener una discusión de adultos acerca de lo que ocurre entre hombres y mujeres y lo que habrás de vigilar cuando trates con jóvenes. —Casi sonrió, los ojos resplandecientes, con un destello que casi le hizo parecer un mozalbete durante unos momentos—. Yo bien lo sé. También fui joven.

La casi sonrisa pronto desapareció de sus labios.

—Pero hasta entonces, camina recto y sin apartarte del sendero, Lillian. ¿Me oyes?

—Sí, papá.

—Nada de saliditas con el chico Thompson o con cualquier otro chico, dicho sea de paso. El chico que quiera cortejarte de forma correcta que primero venga a verme a mí. Que eso quede claro con todos ellos y no te meterás en ningún lío, Lillian.

—No hice nada malo, papá —dije.

—Quizá no, pero si parece malo, es malo. Las cosas son así y será mejor que lo recuerdes —dijo—. En mi época, si una mujer se atrevía a pasear por el bosque con un hombre sin compañía, el hombre tenía que casarse con ella o se la consideraba ultrajada.

Me lo quedé mirando fijamente. ¿Por qué sólo se consideraba ultrajada a la mujer? ¿Por qué no el hombre? ¿Por qué podían los hombres arriesgarse a estas cosas pero las mujeres no? Me hice éstas y otras preguntas. ¿Y qué me decía del día que lo encontré con Darlene Scott durante una de nuestras barbacoas? La memoria seguía viva, pero no me atreví a mencionarlo; aunque aquello permanecía en mi mente como algo que no sólo parecía malo, sino que era malo.

—De acuerdo —dijo papá—, recuerda: ni una palabra de todo esto a tu madre. Será un secreto enterrado entre tú y yo.

—Y Emily —le recordé amargamente.

—Emily hará lo que yo le diga. Siempre ha sido y será así. —A continuación se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Se volvió una vez más hacia mí, con una leve sonrisa dibujada en su severo rostro. Con la misma rapidez, se rehízo y compuso una mueca antes de dejarme sola para pensar en el extraño acontecimiento que acababa de tener lugar entre nosotros. No podía bajar y contárselo a Eugenia.

Aquél no era, precisamente, un buen día para Eugenia. Últimamente dependía de forma creciente de las máquinas que le ayudaban a respirar y tomaba más medicamentos.

Sus siestas se alargaban más y más hasta que parecía pasar más tiempo durmiendo que despierta. A mí me parecía que estaba más pálida y mucho más delgada. Incluso la menor recaída en su salud me asustaba, de modo que cuando la veía así mi corazón latía con fuerza y casi no podía tragar saliva. Entré en su habitación y la encontré estirada en la cama, la cabeza diminuta en comparación con los grandes y ahuecados almohadones blancos. Era como si se estuviera hundiendo en el colchón, encogiéndose ante mis ojos hasta que pronto llegase a desaparecer del todo. A pesar de su obvia incomodidad y fatiga, sus ojos se alegraron desde el momento en que entré.

—Hola, Lillian.

Hizo un esfuerzo para colocar los codos bajo su torso e incorporarse. Yo corrí a su lado y la ayudé. A continuación le ahuequé la almohada y la ayudé a acomodarse lo mejor posible. Me pidió un poco de agua y tomó unos sorbos.

—Te he estado esperando —dijo, devolviéndome el vaso—. ¿Cómo ha ido el colegio hoy?

—Ha ido bien. ¿Qué te ocurre? ¿No te encuentras bien hoy? —pregunté. Me senté a su lado y sostuve su pequeña mano, una mano tan pequeña y suave que parecía hecha de aire cuando estaba entre la mía.

—Estoy bien —dijo rápidamente—. Háblame de la escuela. ¿Has hecho alguna cosa nueva?

Le conté lo de nuestra clase de matemáticas e historia y después lo de Robert Martin, que había colocado la cola de caballo de Erna Elliot en el tintero.

—Cuando se puso de pie, la tinta le goteaba por la espalda del vestido. La señorita Walker estaba furiosa. Sacó a Robert de clase y le azotó tan fuerte con la vara que los gritos traspasaron las paredes. No podrá sentarse durante algunas semanas —dije, y Eugenia se echó a reír. Pero la risa se convirtió en una tos terrible que la atrapó con tal firmeza que pensé que se rompería. La sostuve y le golpeé suavemente la espalda hasta que dejó de toser. Tenía la cara enrojecida y parecía no poder respirar.

—Iré a buscar a mamá —exclamé, y ya iba a ponerme de pie cuando ella me cogió de la mano con sorprendente fuerza y negó con la cabeza.

—Estoy bien —dijo en un susurro—. Ocurre con frecuencia. No me pasará nada.

Yo me mordí el labio, me tragué las lágrimas y volví a sentarme a su lado.

—¿Dónde estabas? —preguntó—. ¿Por qué has tardado tanto en llegar?

Contuve la respiración y le narré la historia. Le encantó que le hablara del estanque mágico, y cuando le conté el deseo que me asaltó y el deseo de Niles y lo que habíamos hecho su rostro se ruborizó de excitación, se olvidó de la enfermedad y dio un respingo en la cama, rogándome que se lo describiera otra vez pero con más detalle. Ni siquiera había llegado a la parte más comprometida. Una vez más, le conté cómo Niles me había pedido que fuera con él a ver su lugar secreto. Le hablé de los pájaros y las ranas, pero eso no es lo que quería saber. Quería saber exactamente cómo se sentía una cuando un chico la besaba en los labios.

—Ocurrió tan deprisa que no lo recuerdo —le dije. Su rostro mostró tal desilusión que reconsideré mis palabras y añadí—: pero recuerdo que me hizo temblar un poco. —Eugenia asintió, con los ojos como platos—. Y al cabo de unos momentos…

—¿Qué pasó al cabo de unos momentos? —preguntó ansiosa.

—El temblor se convirtió en una oleada de calor. Mi corazón se desbocaba. Estaba tan cerca de él que le miraba directamente a los ojos y pude ver mi reflejo en sus pupilas.

Eugenia permaneció boquiabierta.

—Entonces me asusté y salí corriendo del bosque y ahí fue cuando me sorprendió Emily —dije, y le conté lo que había ocurrido. Escuchó con interés cuando le referí el comportamiento de papá, haciéndome repetir lo que él creía que era cómo habían ocurrido las cosas.

—¿Creyó que Niles te había metido la mano bajo la blusa?

—Exactamente. —Estaba demasiado avergonzada para contarle el rato que papá había mantenido el dedo sobre mi pecho. Eugenia estaba tan confusa como yo acerca del comportamiento de papá, pero no insistió en el tema. En lugar de ello, me cogió las manos para tranquilizarme.

—Emily está celosa, Lillian. No dejes que te diga lo que tienes que hacer —dijo.

—Tengo miedo —dije—, miedo de las historias que pueda inventarse.

—Yo quiero ver el estanque mágico —dijo de pronto Eugenia con mucha energía—. Por favor… Por favor, llévame. Haz que Niles venga también.

—Mamá no me dejaría y papá no quiere que vaya a sitios con chicos sin la compañía más adecuada.

—No se lo diremos. Simplemente iremos —dijo. Yo me recosté sonriendo.

—Vamos, Eugenia Booth —dije, imitando a Louella—, mira qué cosas dices.

No recordaba ninguna vez que Eugenia hubiera sugerido hacer algo que mamá y papá estimasen como una desobediencia.

—Si papá se entera, le diré que yo era tu acompañante.

—Sabes que tiene que ser un adulto —dije.

—Oh, por favor, Lillian. Por favor —me rogó, y me estiró de la manga—. Díselo a Niles —susurró—. Dile que se reúna con nosotros allí… este sábado. ¿De acuerdo?

Los ruegos de Eugenia me sorprendieron y me divirtieron.

Últimamente nada —ni la llegada de prendas nuevas, ni juegos nuevos, ni la promesa de Louella de hacerle sus galletas y pasteles preferidos—, nada le interesaba ni divertía. Ni siquiera los paseos en silla de ruedas por la plantación para que viera lo que estaba ocurriendo le divertía. Ésta era la primera vez en mucho tiempo que algo le interesaba hasta el punto de luchar contra la grave enfermedad que la tenía prisionera en su pequeño y frágil cuerpo. No podía negarme, ni tampoco quería hacerlo, a pesar de los consejos y amenazas de papá. Nada me hacía más ilusión que volver al estanque mágico con Niles.

Al día siguiente, de camino hacia el colegio, Niles no pudo evitar la mirada gélida de Emily. Ella no le dijo nada a él, pero le vigilaba como un águila. Lo único que pude decirle fue «Buenos días», y a continuación seguir caminando al lado de Emily. Él caminó junto a sus hermanas y los dos evitamos mirarnos. Más tarde, a la hora del almuerzo, cuando Emily estaba ocupada con una tarea que le había encomendado la señorita Walker, me senté al lado de Niles y le conté lo que había hecho Emily.

—Siento haberte metido en semejante lío —dijo Niles.

—No te preocupes —contesté. A continuación le transmití el deseo de Eugenia. Sus ojos dibujaron una expresión de sorpresa y una pequeña sonrisa apuntó en sus labios.

—¿Harías eso, incluso después de lo ocurrido? —preguntó. Sus ojos se enternecieron, mirando fijamente los míos mientras yo hablaba y hablaba de lo importante que aquello era para Eugenia.

—Siento que esté tan enferma. Es cruel —dijo.

—Claro, a mí también me gustaría volver allí —añadí rápidamente. Él asintió.

—De acuerdo, esperaré cerca de tu casa el sábado por la tarde y la llevaremos. ¿A qué hora?

—A menudo la llevo a pasear después de comer. Hacia las dos —dije, y nuestra cita quedó establecida. Unos minutos después apareció Emily, y Niles se apartó para hablar con los chicos. Emily me miró con tan mala cara que tuve que bajar la vista, pero aun así sentí sus ojos en la nuca. Aquella tarde, y todas las tardes hasta el final de la semana, yo caminé junto a Emily a la hora de volver a casa y Niles se quedó con sus hermanas. No nos dijimos casi nada y ni siquiera nos miramos. Emily parecía satisfecha.

A medida que llegaba el sábado por la tarde, Eugenia estaba más y más excitada. No hablaba de otra cosa.

—¿Qué pasará si llueve? —gimió—. Oh, me moriría del disgusto si llueve y tuviera que esperar otra semana.

—No lloverá; no puede llover —le dije con tanta seguridad que sonrió. Incluso mamá, a la hora de cenar, comentó que Eugenia tenía mejor aspecto. Le dijo a papá que quizá una de las nuevas medicinas que le habían recetado los médicos fuera milagrosa. Papá asintió silenciosamente, como de costumbre, pero Emily pareció sospechar. Evidentemente, yo me la imaginaba metiendo la nariz en mi habitación por la noche para ver si dormía.

El viernes, después del colegio, entró en mi habitación cuando me estaba cambiando de ropa. Emily entraba en mi dormitorio casi tan pocas veces como papá. No recordaba ningún momento que hubiéramos jugado juntas, y cuando era más pequeña y a ella le pedían que me cuidara, siempre me llevaba a su dormitorio y me obligaba a estar callada en un rincón, dibujando o jugando con una muñeca mientras ella leía. Nunca permitió que tocara ninguna de sus cosas, y no es que quisiera hacerlo. Su habitación era sombría y oscura, con las cortinas casi siempre echadas. En vez de cuadros en las paredes tenía cruces, y los diplomas que el pastor le había dado en la clase de catequesis. Nunca tuvo una muñeca o un juego y odiaba la ropa de colores llamativos.

Yo estaba en el cuarto de baño cuando entró en mi habitación. Acababa de quitarme la falda y estaba delante del espejo en bragas y sujetador, cepillándome el cabello. Mamá siempre me obligaba a recogérmelo por la mañana para ir al colegio, pero a mí me gustaba dejármelo suelto por la tarde y cepillármelo hasta que reposara suavemente sobre mis hombros. Estaba orgullosa de mi cabello; me llegaba casi hasta la cintura.

Emily había entrado en mi cuarto tan silenciosamente que no me apercibí de su presencia hasta que apareció por la puerta del cuarto de baño. Me giré sorprendida y la encontré mirándome fijamente. Durante un momento pensé que estaba furiosa de pura envidia, pero esa mirada se trocó rápidamente en otra de desaprobación.

—¿Qué quieres? —exigí saber. Ella continuó mirándome sin hablar, embebiendo sus ojos mi cuerpo. Sus pensamientos se manifestaban mediante una mueca.

—Deberías llevar un sostén más ajustado —afirmó finalmente—. Tus pequeños pechos se mueven demasiado cuando caminas y todos pueden ver lo que tienes, igual que Shirley Potter —dijo, sonriendo.

La familia de Shirley Potter era de las más pobres del lugar. Shirley se veía obligada a llevar ropa que le habían dado en obras de caridad, por lo que algunas prendas eran demasiado ajustadas y otras demasiado grandes. Era dos años mayor que yo, y la forma en que los chicos se daban la vuelta para mirarle el escote cuando se agachaba era el tema favorito de Emily y las gemelas Thompson.

—Mamá me compró éste —respondí—. Es de mi talla.

—No es lo bastante ajustado —insistió, y a continuación sonrió para añadir—: ya sé que le dejaste a Niles Thompson meter la mano ahí cuando estuviste en el bosque con él, ¿no es verdad? Y me juego cualquier cosa a que no ha sido la primera vez.

—No es cierto, y no deberías haberle dicho a papá que me viste abrochándome la blusa cuando salí del bosque.

—¡Lo estabas haciendo!

—No es verdad.

Se acercó a mí, impávida. A pesar de su delgadez, Emily podía resultar más inquietante que la señorita Walker y, desde luego, amedrentar mucho más que mamá.

—¿Sabes lo que ocurre a veces cuando dejas que un chico te toque ahí? —preguntó—. Te sale un sarpullido en el cuello que puede durar varios días. Alguna vez te ocurrirá a ti, entonces podrás comprobar la reacción de papá.

—No le dejé —gemí, y retrocedí asustada. Odiaba la forma que tenía Emily de mirar. Su expresión se convirtió en una delgada sonrisa. Hablaba con los labios tan apretados que pensé que se romperían.

—El semen les sale como un chorro, ¿sabes? Si tan sólo te cae en las bragas, podría llegar hasta ti y dejarte embarazada.

Me la quedé mirando. ¿Qué quería decir «les sale como un chorro»? ¿Cómo podía ser? ¿Tenía razón?

—¿Sabes que más hacen? —continuó—. Se tocan y hacen que se hinche hasta que el semen les sale en un chorro sobre la mano y entonces… te tocan ahí —dijo, mirando el espacio entre mis piernas— y eso también puede dejarte embarazada.

—No es verdad —dije, pero con escasa firmeza—. Sólo estás intentando asustarme.

Ella sonrió.

—¿Crees que me importaría si te quedas embarazada y tienes que pasearte con una enorme barriga a tu edad? ¿Crees que me importaría si tienes unos dolores insoportables durante el parto porque el bebé es demasiado grande y no puede salir? Adelante, quédate embarazada —me retó—. Quizá te pase lo mismo que le pasó a tu verdadera madre y así podremos finalmente deshacernos de ti. —Se dio la vuelta y empezó a marcharse. Entonces se detuvo y volvió a mirarme—. La próxima vez que te toque será mejor que te asegures de que él mismo no se ha tocado antes —me aconsejó, y me dejó allí muerta de miedo. Empecé a temblar de ansiedad y rápidamente me puse la ropa de después del colegio.

Aquella noche, tras la cena, entré silenciosamente en el despacho de papá. El estaba ausente en uno de sus viajes de negocios, de modo que podía entrar sin temer que alguien viera qué es lo que quería hacer. Quería leer el libro de anatomía y reproducción, para ver si había algo escrito que confirmara las cosas que Emily me había dicho. No encontré nada, pero aquello no me tranquilizó gran cosa. Estaba demasiado asustada para preguntárselo a mamá y no conocía más que a Shirley Potter, quien algo sabía de chicos y de sexo. Pensé que eventualmente reuniría el coraje para hablar con ella.

Al día siguiente, después de comer, tal como habíamos planeado Eugenia y yo, la ayudé a ponerse en la silla de ruedas y salimos a dar nuestro paseo habitual. Emily había subido a su habitación y mamá estaba almorzando en casa de Emma Whitehall con sus otras amigas. Papá todavía no había regresado de su viaje a Richmond.

Eugenia parecía mucho más ligera cuando la levanté de la cama y la ayudé a ponerse en la silla de ruedas. Sentía cómo le sobresalían los huesos. Sus ojos parecían haberse hundido más en el cráneo y tenía los labios mucho más pálidos que en días anteriores pero estaba tan entusiasmada que su falta de fuerzas no la desanimó, y lo que le faltaba de energía lo sustituía por entusiasmo.

La paseé lentamente por el sendero que conducía a la casa, fingiendo interés en las rosas y las violetas silvestres. Los capullos de los manzanos silvestres eran de color rosado. En los campos a nuestro alrededor, la madreselva tejía una alfombra de blanco y rosa. Los arrendajos azules y los sinsontes parecían tan excitados de estar entre nosotras como nosotras mismas. Saltaban de rama en rama, parloteando y siguiéndonos. En la distancia, una fila de pequeñas nubes flotaba en una hilera de algodón de una punta a otra del cielo. Con aquel ambiente tan cálido y el cielo tan azul, no podíamos haber escogido un día de primavera mejor para pasear. Si alguna vez la naturaleza nos hace apreciar el estar vivos, podía hacerlo aquel día, pensé.

Eugenia parecía sentirse igual, absorbiendo todos los paisajes y sonidos, moviendo la cabeza de izquierda a derecha mientras recorríamos el sendero de gravilla. Yo pensé que quizá llevaba demasiada ropa, pero ella se aferraba fuertemente al chal con una mano y con la otra sostenía la manta sobre su regazo. Cuando giramos al final del sendero, yo me detuve y las dos nos miramos, sonriendo como dos conspiradoras. A continuación la empujé hacia la carretera. Era la primera vez que había ido ahí en silla de ruedas. La empujé lo más rápidamente posible. Momentos después, Niles Thompson salió de detrás de un árbol para saludarnos.

Mi corazón empezó a latir con fuerza. Miré hacia atrás para asegurarme de que nadie se había percatado de nuestro encuentro.

—Hola —dijo Niles—. ¿Cómo estás, Eugenia?

—Estoy bien —dijo rápidamente, los ojos pasando de Niles a mí y de nuevo a Niles.

—¿O sea que quieres ver mi estanque mágico? —preguntó. Ella asintió.

—Vamos enseguida, Niles —dije.

—Deja que la empuje yo —me ofreció.

—Ten cuidado —le avisé, y partimos. Minutos después, empujábamos a Eugenia por el sendero. En realidad en algunos puntos el camino no era lo suficientemente ancho para la silla, pero Niles empujaba las ruedas sobre las ramas y raíces, deteniéndose en una ocasión para levantar la parte delantera de la silla. Vi que Eugenia disfrutaba de cada minuto de nuestro viaje secreto. Finalmente, llegamos al estanque.

—Oh —exclamó Eugenia, aplaudiendo con sus pequeñas manos—. Todo esto es tan bonito…

Como si la naturaleza hubiera dispuesto que aquel momento fuera especial para nosotros, un pez saltó del agua, pero antes de que pudiéramos reírnos de alegría apareció una bandada de gorriones, saltando tan deprisa y con tanta precisión de las ramas, que parecían hojas arrastradas por el viento. Las ranas saltaban en el agua como si lo estuvieran haciendo sólo para nosotros. Y entonces Niles dijo:

—Mirad. —Y señaló al otro lado del estanque, donde apareció un gamo que estaba bebiendo. Nos miró un momento. Sin temor alguno siguió bebiendo, y con toda tranquilidad se volvió desapareciendo en el bosque.

—¡Éste es realmente un lugar mágico! —exclamó Eugenia—. Lo siento.

—A mí me ocurrió lo mismo la primera vez que lo vi —dijo Niles—. Ya sabes lo que tienes que hacer. Tienes que meter los dedos en el agua.

—¿Cómo puedo hacerlo?

Niles me miró.

—Yo puedo llevarte hasta la orilla —dijo Niles.

—Oh Niles, si se cae…

—No me caeré —declaró Eugenia con seguridad profética—. Llévame, Niles.

Niles volvió a mirarme y yo asentí con la cabeza, pero estaba asustada. Si la dejaba caer y se empapaba, papá me encerraría en el cobertizo días y días. Pero Niles levantó a Eugenia de la silla con elegancia y seguridad. Ella se sonrojó por la forma en que la sostenía en brazos. Sin dudarlo ni un segundo, él se adentró unos pasos en el agua y la bajó hasta que pudo tocar la superficie del agua con los dedos.

—Cierra los ojos y formula un deseo —le dijo Niles. Ella lo hizo y, a continuación, Niles volvió a llevarla a la silla de ruedas. Cuando ya estuvo bien colocada, Eugenia le dio las gracias.

—¿Quieres saber lo que he deseado? —me preguntó.

—Si lo cuentas, puede que no se haga realidad —dije mirando a Niles.

—No si sólo te lo cuenta a ti —explicó Niles, como si él fuera un entendido en magia, deseos y estanques.

—Inclínate, Lillian. Inclínate —me ordenó Eugenia. Así hice y acerqué la oreja a sus labios.

—He deseado que tú y Niles os volváis a besar, aquí, ante mis ojos —dijo. No pude evitar sonrojarme. Cuando volví a enderezarme, el rostro de Eugenia mostraba una sonrisa malvada—. Has dicho que éste es un estanque mágico. Mi deseo tiene que hacerse realidad —dijo medio en broma.

—¡Eugenia! Tendrías que haber deseado algo para ti.

—Si es sólo para ti seguramente no se hará realidad —dijo Niles.

—Niles. No la incites.

—Supongo que si me susurras al oído lo que ella ha deseado, no pasará nada. Mientras no lo oigan las ranas —añadió, inventándose al momento sus propias reglas.

—¡No lo haré!

—Cuéntaselo, Lillian —me animó Eugenia—. Vamos. Por favor. Anda.

—Eugenia. —Yo estaba totalmente sonrojada, presintiendo el sarpullido del que hablaba Emily, incluso sin que yo y Niles nos hubiéramos tocado. Pero no me importaba. Me encantaba la sensación.

—Será mejor que me lo digas —insistió Niles—. Puede que la hagas enfadar.

—Me enfadaré —amenazó Eugenia y cruzó los brazos, fingiendo ponerse de mal humor.

—Eugenia. —Mi corazón latía con fuerza. Miré a Niles, que parecía adivinar de qué se trataba.

—¿Y bien? —dijo.

—Le conté lo que tú y yo habíamos hecho aquí la primera vez. Quiere que lo volvamos a repetir —dije rápidamente. Los ojos de Niles resplandecieron y sonrió.

—Qué deseo tan maravilloso. Bueno, no podemos desilusionarla —dijo Niles—. Tenemos que mantener la reputación del estanque, aunque sólo sea en la magia.

Dio unos pasos hacia mí y esta vez puso sus manos sobre mis brazos para acercarme a él. Yo cerré los ojos y sus labios se unieron a los míos. Los mantuvo allí mucho más tiempo y a continuación retrocedió.

—¿Satisfecha, hermanita? —pregunté yo, intentando ocultar mi vergüenza. Ella asintió, con el rostro resplandeciente de entusiasmo.

—Bueno, yo también he deseado algo —dijo Niles—. He deseado poder darle las gracias a Eugenia por querer venir a mi estanque, darle las gracias con un beso —dijo. Eugenia se quedó boquiabierta cuando Niles se acercó a ella y le plantó un beso rápido en la mejilla. Rápidamente ella se tocó la mejilla con la mano, como si Niles hubiera dejado sus labios sobre la piel.

—Será mejor que volvamos —dije—. Antes de que nos empiecen a buscar.

—De acuerdo —dijo Niles. Dio la vuelta a la silla de Eugenia y la empujamos a través del bosque hasta llegar de nuevo a la carretera. Niles nos acompañó hasta que llegamos al sendero de entrada a nuestra casa.

—¿Te ha gustado la salida al estanque, Eugenia? —preguntó él.

—Oh, sí —contestó Eugenia.

—Vendré a visitarte pronto —prometió—. Hasta luego, Lillian.

Le observamos unos instantes alejarse y entonces yo empujé la silla de Eugenia por el sendero.

—Es el chico más simpático que he conocido —dijo ella—. En realidad deseé que algún día tú y Niles os comprometierais en matrimonio.

—¿Ah, sí?

—Sí. ¿Te gustaría eso? —me preguntó.

Lo pensé durante unos minutos.

—Sí —dije—. Creo que sí.

—Entonces quizá Niles tenga razón; quizá sea un estanque mágico.

—Oh, Eugenia, deberías haber deseado algo para ti.

—Los deseos egoístas nunca se hacen realidad —dijo Eugenia.

—Yo volveré y desearé por ti —prometí—. Muy pronto.

—Ya sé que lo harás —dijo Eugenia, recostándose en la silla. La fatiga se estaba apoderando de ella rápidamente, envolviéndola como una oscura nube tormentosa.

Justo cuando llegábamos a la entrada de casa la puerta se abrió de golpe y salió Emily con los brazos cruzados delante del pecho. Nos miró a las dos fijamente.

—¿Dónde os habéis metido? —exigió saber.

—Hemos dado un paseo.

—Habéis estado fuera mucho tiempo —dijo con tono de sospecha.

—Oh, Emily —dijo Eugenia—. No arrojes un cubo de agua fría sobre todas las cosas agradables que hace uno. La próxima vez, quizá quieras venir a pasear con nosotras.

—La has tenido fuera demasiado tiempo —dijo Emily—. Mírala. Está agotada.

—No, no lo estoy —dijo Eugenia.

—Mamá se va a enfadar cuando regrese —dijo Emily, ignorando las palabras de Eugenia.

—No se lo digas, Emily. No seas acusica. No es bonito. Tampoco tendrías que haberle dicho a papá lo de Lillian y Niles. Sólo consigues crear problemas y malestar —afirmó Eugenia—. Y Lillian no hizo nada malo. Ya sabes que no haría nada malo.

Yo contuve la respiración. El rostro de Emily se puso cárdeno por primera vez en mucho tiempo. Podía discutir con cualquiera, avergonzar y reñir a los adultos y los niños si era necesario, pero no podía ser desagradable con Eugenia. En vez de eso me miró a mí.

—Es típico de ti ponerla contra mí —afirmó Emily, y dando media vuelta se metió en la casa.

La defensa que Eugenia había hecho de mí le había anulado hasta la última gota de fuerza. Dejó caer la cabeza a un lado. Yo llamé rápidamente a Henry para que me ayudara a subir las escaleras y llevarla adentro. Una vez en casa, empujé la silla hasta su dormitorio y la metí en la cama. Estaba tan fláccida como una muñeca de trapo. Al cabo de unos instantes dormía, pero yo creo que soñaba con el estanque, porque a pesar de su terrible fatiga dormía con una pequeña sonrisa en los labios.

Volví a cruzar la casa camino de las escaleras, pero cuando llegué al despacho de papá Emily apareció y me cogió el brazo con tanta fuerza que contuve la respiración. Me aplastó contra la pared.

—La has llevado a ese estúpido estanque, ¿verdad? —quiso saber. Yo negué con la cabeza—. No me mientas. No soy tonta. He visto las ramas y las hierbas pegadas a las ruedas de la silla. Papá se va a poner hecho un basilisco —amenazó, acercando tanto su cara a la mía que pude ver la pequeña peca que tenía bajo el ojo derecho—. ¿También estaba Niles, verdad? —acusó, agitándome el brazo.

—¡Suéltame! —grité—. Eres odiosa.

—La has puesto en contra mía, ¿no es verdad? —Me soltó el brazo y sonrió—. Está bien. No esperaba más de una maldición viviente. Plantas tus semillas del mal en todas partes, en todas las personas y lugares por los que pasas.

»Pero llegará tu hora. El peso de mis oraciones te aplastará —amenazó.

—¡Déjame en paz! —grité, las lágrimas inundando mis mejillas—. No soy una maldición, no lo soy.

Mantuvo su maléfica sonrisa, una sonrisa que me hizo correr escaleras arriba pero que se metió por debajo de mi puerta, y que incluso por las noches envenenaba mis sueños.

Tanto si era por las cosas que le había dicho Eugenia o si era consecuencia de las maquinaciones de su depravada mente, Emily no le dijo nada a mamá y papá de la salida con Eugenia. Aquella noche, a la hora de cenar, estuvo callada, conformándose con la amenaza que pronunció contra mí. Yo la ignoré todo lo posible, pero los ojos de Emily eran tan grandes y miraban con tal brillo que resultaba difícil evitar la mirada.

Mas no importaba; tenía preparada su venganza particular, y como siempre la justificaría con alguna cita religiosa. En sus manos, la Biblia se convertía en un arma arrojadiza y la utilizaba sin piedad cuando lo consideraba oportuno. Ningún castigo era lo bastante severo, ninguna lluvia de lágrimas resultaba suficiente. Por mucho daño que nos hiciera, se dormiría totalmente convencida de que había llevado a cabo una obra de misericordia.

Como dijo una vez Henry, mirando fijamente a Emily: «El diablo no tiene mejor soldado que el hombre o mujer farisaico que blande una espada flamígera».

Pronto iba yo a sentir la ira de aquella terrible espada.