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DE JONÁS A JEZABEL

Ahora, cuando rememoro, tengo la sensación de que el verano dio paso al otoño y el otoño al invierno muy rápidamente aquel año. Sólo la primavera tardó más y más en hacerse floreciente. Quizá sólo me lo pareció a mí porque estaba impaciente y el invierno siempre parecía durar de forma indefinida. Nos provocaba con las primeras nevadas, prometiendo convertir el mundo en un lugar de ensueño donde las ramas de los árboles resplandecieran.

Las primeras nevadas siempre nos harían pensar en la Navidad, un gran fuego en la chimenea, deliciosas cenas, montones de regalos y la diversión de decorar el árbol; algo que generalmente hacíamos Eugenia y yo. Sobre los ondulantes campos, el invierno extendía su suave manto de promesas. Aquellas tempranas noches de invierno, después de que las nubes se deslizaran por la gélida superficie de un cielo azul oscuro, la luna y las estrellas hacían resplandecer la nieve. Desde mi ventana podía observar aquello que quedaba mágicamente transformado de un seco campo amarillo en un mar lácteo en el que flotaban pequeños diamantes.

Los chicos de la clase ansiaban siempre la gran llegada del invierno. Siempre me sorprendía que pudieran meter las desnudas manos en la helada nieve y reír de placer. La señorita Walker con frecuencia nos hacía severas advertencias en lo que se refiere a tirar bolas de nieve. El castigo, si te cogían tirando una bola en, o cerca de la escuela, era duro, y eso le daba a Emily otra oportunidad de cortarle la cabeza a aquellos que la desafiaban.

Pero, especialmente para los chicos, las nevadas garantizaban grandes momentos de placer que vendrían con los paseos en trineo y las guerras de bolas de nieve y el patinaje en los lagos y estanques cuando éstos aparecían helados. El estanque en The Meadows, que nunca sería el mismo para mí ya que había engullido a la pobre Algodón, se cubría de hielo, pero a causa de las rápidas corrientes que lo alimentaban la capa de hielo siempre era delgada y traicionera. Todos los riachuelos de nuestras tierras fluían más rápidamente y con mayor fuerza en invierno.

Durante el invierno nuestros animales eran más pacíficos, con sus estómagos aparentemente llenos de aire frío que les salía por la nariz y la boca. Cuando nevaba copiosamente a mí me daban pena los cerdos y los pollos, las vacas y los caballos. Henry dijo que no me preocupara porque sus cuerpos tenían una piel más gruesa y unas plumas espesas, pero yo no podía imaginarme el estar caliente en un establo sin calefacción mientras que los vientos cortantes bajaban del norte y rodeaban la casa hasta que conseguían penetrar por todas las rendijas.

Louella y las doncellas, que dormían en las habitaciones posteriores de la planta baja sin chimeneas, calentaban ladrillos y los metían en la cama para calentarse. Henry se pasaba gran parte del día cortando leña para las distintas chimeneas de la gran mansión. Papá insistía en que su despacho se mantuviera bien caliente. A pesar de que se pasaba horas fuera de él, a veces días enteros, si entraba y lo encontraba frío chillaba como un oso herido y mandaba a todos de aquí para allá en busca de Henry.

Durante los meses de invierno, las caminatas de Emily y mías de ida y vuelta al colegio resultaban desagradables y a veces eran casi imposibles a causa de los vientos y las ráfagas de nieve, lluvia o granizo. En algunas ocasiones mamá envió a Henry a recogemos, pero papá le mantenía tan ocupado la mayor parte del tiempo con las tareas de la casa que le resultaba imposible hacer el viaje hasta la escuela.

El invierno no parecía molestar a Emily en absoluto. Tenía el mismo aspecto siniestro todo el año. En cambio, parecía disfrutar del monótono cielo gris. Reforzaba su creencia de que el mundo era un lugar oscuro y terrible en el que sólo la devoción religiosa proporcionaba luz y calor. Solía preguntarme qué pensamientos desfilaban por la cabeza de Emily mientras se abría paso con determinación y en silencio, con sus largas piernas moviéndose a ritmo regular por el sendero y la carretera que nos llevaba de ida y vuelta a la escuela. El viento podía pasar sibilante por entre los árboles; el cielo podía estar tan oscuro que tenía que recordarme a mí misma que no estábamos en plena noche; el aire podía ser tan frío que teníamos pequeños cristales de hielo en la nariz. Incluso podíamos estar caminando bajo un chaparrón de lluvia helada, y Emily no cambiaba de expresión. Parecía mantener siempre la mirada fija en algo distante. Ni siquiera notaba los copos de nieve que se derretían sobre su frente y mejillas. Nunca tenía los pies fríos, las manos nunca se le helaban, a pesar de que tenía los dedos tan rojos como los míos… y la punta de su larga, delgada nariz, aún más roja que la mía.

O ignoraba mis quejas o se volvía hacia mí amenazándome con terribles castigos por haberme atrevido a criticar el mundo que Dios había creado para nosotros.

—¿Pero por qué quiere que tengamos tanto frío y seamos tan infelices? —exclamaba yo; y Emily me miraba fijamente, negaba con la cabeza, y a continuación asentía con ella como si estuviera confirmando una sospecha que siempre hubiera abrigado sobre mí.

—¿Qué escuchas en clase de catequesis? Dios nos pone a prueba para fortalecer nuestra voluntad —dijo entre dientes.

—¿Qué significa voluntad? —Nunca dudaba en preguntar qué significaba algo que no sabía. Mi sed de conocimiento y comprensión era tan grande que estaba incluso dispuesta a preguntarle a Emily.

—Voluntad significa nuestra capacidad de luchar contra el demonio y el pecado —dijo. A continuación se incorporó de manera arrogante y añadió—: pero puede que sea demasiado tarde para tu salvación. Eres una Jonás.

Nunca pasaba por alto la oportunidad de recordármelo.

—No, no lo soy —insistí, negando cansinamente la maldición que Emily quería servirme en bandeja. Continuó caminando, segura de que tenía razón, convencida de que disponía de un oído especial para oír las palabras de Dios, un ojo perspicaz para distinguir sus obras. ¿Quién le daba el derecho a asumir tal poder? Me pregunté. ¿Era nuestro pastor o era papá? Los conocimientos que ella tenía de la Biblia parecían complacerle, pero a medida que nos hacíamos mayores no le dedicaba más tiempo del que pudiera dedicarme a mí o a Eugenia. La gran diferencia es que a Emily no parecía importarle. Nadie en el mundo disfrutaba tanto estando solo. Nadie le parecía una compañía adecuada, y por una u otra razón evitaba especialmente a Eugenia.

A pesar de las continuas recaídas que Eugenia sufría en la lucha contra su terrible mal, no perdió nunca la cariñosa sonrisa o el buen humor. Su cuerpo seguía siendo pequeño, frágil; su tez, protegida siempre del sol en cualquier estación del año, siempre fue del color blanco de las magnolias. A los nueve años no parecía mayor que una niña de cuatro o cinco. Yo tenía la secreta esperanza de que a medida que pasaran los años su cuerpo se pondría cada vez más fuerte, y que la cruel enfermedad que la aprisionaba se debilitaría. Pero en vez de eso fue perdiendo facultades en pequeños campos, y cada una de esas contrariedades me partía el corazón.

A medida que pasaba el tiempo tenía crecientes dificultades en caminar, incluso dentro de casa. Tardaba tanto en subir las escaleras que era una tortura ver cómo lo intentaba; pasaban los segundos mientras esperabas que su pie diera el siguiente y doloroso paso. Dormía más; se le cansaban rápidamente los brazos cuando se cepillaba el cabello, un cabello que florecía y crecía a pesar de su continuo tormento, y tenía que esperar a que yo, o Louella, acabáramos de peinarla. Lo único que parecía irritarla era que se le cansaran los ojos cuando leía. Por fin, mamá la llevó consigo para comprarse unas gafas y tuvo que ponerse unos gruesos lentes que, decía ella, le daban aspecto de rana croadora. Pero al menos le permitían leer. Había aprendido a leer casi tan rápidamente como yo.

Mamá había solicitado los servicios del señor Templeton, un profesor retirado, para darle clases a Eugenia, pero cuando cumplió los diez años las clases tuvieron que reducirse a una cuarta parte de lo que habían sido porque Eugenia no tenía la energía necesaria para seguir largas lecciones. Yo corría a su habitación después del colegio y descubría que se había quedado dormida mientras descifraba o practicaba gramática. El cuaderno descansaba sobre su regazo, la pluma entre sus pequeños dedos. Normalmente, le quitaba todo con suavidad y la tapaba. Después, ella se quejaba.

—¿Por qué no me has despertado, Lillian? Ya duermo lo suficiente. La próxima vez dame unos golpecitos en el hombro.

—Sí, Eugenia —dije, pero no tenía la fuerza suficiente como para sacarla de aquel profundo sueño, un sueño que de alguna manera deseaba que fuera ampliamente reparador.

Más tarde, durante aquel año, mamá y papá accedieron a los deseos del médico y le compraron a Eugenia una silla de ruedas. Como de costumbre, mamá había intentado ignorar lo que ocurría, negando la realidad de la enfermedad degenerativa de Eugenia. Achacaba los malos días de Eugenia al mal tiempo, quizá a algo que había comido o incluso a algo que no había comido.

—Eugenia se pondrá mejor —me decía cuando yo la abordaba con una nueva preocupación—. Todo el mundo se pone mejor, Lillian, especialmente los niños.

¿En qué mundo vivía mamá?, me pregunté. ¿De veras creía que podía pasar una hoja de nuestras vidas y descubrir que todo había mejorado? Se sentía muchísimo más cómoda en un mundo de ficción. Cuando a sus amigas se les acababan los jugosos cotilleos, mamá empezaba inmediatamente a contarles la vida y los amores de los personajes de sus novelas, hablando de ellos como si fueran personas realmente existentes. Alguna cosa de la vida real siempre le recordaba a alguien o algo que había leído en uno de sus libros. Durante los primeros instantes, después de que mamá hablara, todos recurrían a su memoria para intentar recordar a quién se refería.

—Julia Summers. No recuerdo a ninguna Julia Summers —decía la señora Dowling, y mamá dudaba y a continuación se echaba a reír.

—Claro que no, querida. Julia Summers es la heroína de Árbol de corazones, mi nueva novela.

Todos se echaban a reír y mamá continuaba, ansiosa por continuar en el seguro y rosado mundo de las ilusiones, un mundo en el que niñas como Eugenia siempre se curaban y algún día se levantaban de la silla de ruedas.

Sin embargo, en cuanto le compramos la silla de ruedas a Eugenia, yo le rogaba que se sentara en ella para poder pasearla por la casa o, cuando mamá decía que hacía un tiempo lo bastante bueno, por el jardín. Henry venía corriendo y ayudaba a Eugenia a bajar las escaleras, levantándola a ella y a la silla en un solo gesto. Yo la llevaba por la plantación a ver un nuevo becerro o a los pollitos. Nos quedábamos mirando a Henry y a los otros trabajadores cepillando los caballos. Siempre había mucha actividad en la plantación, y siempre había algo interesante para los ojos de Eugenia.

Le gustaba especialmente la primavera. Sus ojos rebosaban alegría mientras la paseaba para que pudiera ver bien los cornejos, que lucían masas de capullos blancos o rosas entre unas renacientes hojas verdes. Los campos estaban todavía llenos de narcisos amarillos y ranúnculos. Todo asombraba a Eugenia, y durante un rato yo podía ayudarla a olvidar su enfermedad.

Nunca se quejaba con insistencia. Si se encontraba mal, lo único que hacía era mirarme y decir:

—Creo que debo volver a casa, Lillian. Necesito echarme un rato. Pero quédate conmigo —añadía rápidamente— y cuéntame otra vez cómo te miró Niles Thompson ayer y lo que te dijo al tomar el camino de vuelta a casa.

No sé cuándo fue exactamente que me di cuenta del todo, pero muy pronto entendí que mi hermana Eugenia vivía la vida a través de mí y de mis historias. En nuestras barbacoas y fiestas anuales ella veía a la mayoría de chicos y chicas a los que yo me refería, pero tenía tan poco contacto con ellos que dependía de mí para saber lo que pasaba fuera de su habitación. Intenté invitar a algunas chicas a casa, pero la mayoría de ellas se sentían incómodas en la habitación de Eugenia, un dormitorio lleno de material médico para ayudarla a respirar y mesas cubiertas de tarros de pastillas. A mí me preocupaba que los que la miraban y veían lo pequeña que era para su edad la consideraran una especie de monstruo, y, por otra parte, sabía que Eugenia era lo bastante lista para adivinar el miedo y la incomodidad en sus ojos. Al cabo de un tiempo pareció más fácil limitarme a contar las historias.

Solía sentarme al lado de la cama de Eugenia mientras ella permanecía quieta, los ojos cerrados, una dulce sonrisa en los labios, y le narraba todo lo que había ocurrido en el colegio con el máximo detalle posible. Siempre quería saber qué ropa llevaban las otras chicas, cómo se peinaban, de qué hablaban y qué les gustaba hacer. Además de saber lo que habíamos aprendido aquel día, le gustaba enterarse de quién se había metido en líos y por qué. Cuando mencionaba el papel de Emily en los pequeños acontecimientos cotidianos, Eugenia simplemente asentía y decía algo como:

—Sólo intenta complacer.

—No seas tan indulgente, Eugenia —protestaba yo—. Emily está haciendo algo más que intentar complacer a la señorita Walker o a papá y mamá. Se complace a sí misma. Le gusta ser como es: un ogro.

—¿Cómo puede ser así? —preguntaba Eugenia.

—Ya sabes que le gusta mostrarse distante y cruel, incluso disfrutó pegándome en las manos en catequesis.

—El pastor le obliga a hacer esas cosas, ¿no es verdad? —preguntaba Eugenia. Yo sabía que mamá le contaba esas tonterías para que Eugenia no tuviera malos pensamientos. Seguramente mamá quería creer las cosas que le decía a Eugenia de Emily. De ese modo, tampoco ella tendría que enfrentarse a la verdad.

—No le obliga a que le guste —insistí—. Tendrías que ver cómo se le iluminan los ojos. Incluso llega a parecer feliz.

—No puede ser tan monstruosa, Lillian.

—¿Ah, no? ¿Te has olvidado de Algodón? —respondí, quizá con más firmeza y frialdad de lo debido. Vi que aquello le dolía a Eugenia e inmediatamente lo lamenté. Pero el espasmo de tristeza pronto desapareció de su rostro y volvió a sonreír.

—Háblame de Niles ahora, Lillian. Quiero que me cuentes cosas de Niles. Por favor.

—De acuerdo —dije, tranquilizándome. En cualquier caso me gustaba hablar de Niles.

Con Eugenia podía desvelar mis sentimientos más íntimos.

—Necesita un corte de pelo —dije, riendo—. El pelo le cae por encima de los ojos y la nariz. Cada vez que le miro en clase se está apartando los mechones de la frente.

—Tiene el cabello muy negro ahora —dijo Eugenia, recordando algo que le había contado hacía unos días—. Negro como el azabache.

—Sí —dije sonriendo. Eugenia abrió los ojos y también sonrió.

—¿Te miraba también hoy? ¿Te miraba? —preguntó excitada. A veces sus ojos resplandecían con fuerza. Si la miraba sólo a los ojos, podía olvidar que estaba gravemente enferma.

—Cada vez que le miraba tenía sus ojos puestos en mí —dije, casi en un susurro.

—¿Y eso hizo que tu corazón latiera con más y más fuerza hasta sentir que casi no podías respirar? —Asentí—. Igual que yo, sólo que por una causa mejor —añadió. Entonces se echó a reír antes de que yo pudiera compadecerme de ella—. ¿Qué te dijo? Vuélveme a contar lo que te dijo ayer cuando volvíais del colegio.

—Dijo que tenía la sonrisa más bonita de la escuela —contesté, recordando la forma en la que me lo había dicho Niles. Caminábamos juntos unos pasos detrás de Emily y las gemelas, como de costumbre. Le dio una patadita a una pequeña piedra y a continuación levantó los ojos y me lo dijo. Volvió a bajar la vista. Durante unos instantes no supe qué decir o qué responder. Finalmente murmuré:

»Gracias.

»Eso fue lo único que se me ocurrió —le dije a Eugenia—. Tendría que leer alguna de las novelas románticas de mamá para saber qué decirles a los chicos.

—No te preocupes. Dijiste lo que tenías que decir —me aseguró Eugenia—. Eso es lo que habría dicho yo.

—¿De verdad? —Me pensé aquello—. No dijo nada más hasta llegar a su sendero. Entonces dijo, hasta mañana, Lillian, y se alejó a toda velocidad. Sé que estaba avergonzado y que le hubiera gustado que dijera alguna cosa más.

—Ya la dirás —me aseguró Eugenia—. La próxima vez.

—No habrá próxima vez. Seguramente piensa que soy la tonta del bote.

—No lo piensa. Eso es imposible. Ahora eres la chica más lista del colegio. Eres incluso más lista que Emily —dijo Eugenia orgullosa.

Lo era. Como me dedicaba a leer otros libros, sabía cosas que los alumnos de grados superiores debían saber. Me tragaba los libros de historia, pasándome horas y horas en el despacho de papá, mirando su colección de libros sobre la Grecia y Roma antiguas. Había muchas cosas que Emily se negaba a leer, incluso cuando lo sugería la señorita Walker, porque Emily opinaba que trataban de cosas y personas pecaminosas. Por consiguiente, yo sabía mucho más que ella de mitología y tiempos antiguos.

Y era más rápida que Emily a la hora de multiplicar y dividir. Con esto lo único que conseguía era enfurecerla mucho más. Recuerdo una vez que me acerqué a ella cuando estaba luchando con una columna de números. Miré por encima de su hombro y cuando anotó el total, le dije que se había equivocado.

—Te has olvidado de llevar uno aquí —dije, señalando. Ella se puso furiosa.

—¿Cómo te atreves a espiarme a mí y mi trabajo? Lo único que quieres es copiarme —me acusó.

—Oh no, Emily —dije—. Sólo intentaba ayudarte.

—No necesito tu ayuda. No te atrevas a decirme lo que está bien y lo que está mal. Eso sólo puede hacerlo la señorita Walker —afirmó. Me encogí de hombros y la dejé, pero cuando me volví, la vi borrando vigorosamente la respuesta que había apuntado en el papel.

En el estricto sentido de la palabra, las tres crecimos en mundos distintos a pesar de vivir bajo el mismo techo y tener a las mismas personas como padres. Por mucho tiempo que pasara con Eugenia, y por muchas cosas que hiciéramos juntas, sabía que nunca llegaría a sentirme como ella ni valorar lo difícil que sería estar dentro mirando fuera la mayor parte del tiempo. El Dios de Emily sí que me asustaba; ella me hacía temblar cuando me amenazaba con la ira y la venganza de Dios. Qué poco razonable era el Señor, pensaba, y qué capaz debía ser de grandes y dolorosos actos si permitía que alguien tan buena y preciosa como Eugenia sufriera mientras Emily se paseaba derrochando arrogancia por el mundo.

Emily también vivía en su pequeño mundo. A diferencia de Eugenia, Emily no era una prisionera involuntaria y desvalida; Emily optaba por encerrarse, no entre verdaderas paredes de cemento y pintura y madera sino entre las paredes de la ira y el odio. Cerraba todas las aberturas con alguna cita o historia bíblica. Incluso llegué a pensar que el pastor también la temía, aprensivo de que ella descubriera algún profundo y oscuro pecado que hubiera cometido en el pasado.

Y después, claro está, estaba yo: la única que realmente vivió The Meadows, corriendo por sus campos y tirando piedras en los arroyos. Yo, que salía a oler las flores y a aspirar el dulce aroma del tabaco; yo, que pasaba tiempo con los trabajadores y que conocía a todos los que trabajaban en la plantación por su nombre. Yo no estaba dispuesta a encerrarme en una parte de la gran casa e ignorar a los demás.

Sí, a pesar de la oscura nube de dolor que pesaba sobre mí en lo tocante a mi nacimiento, y a pesar de tener una hermana como Emily, la mayor parte del tiempo me permití disfrutar de mi adolescencia en The Meadows.

«The Meadows nunca perderá su encanto», pensaba en aquella época. Las tormentas vendrían y pasarían, pero siempre nacería una cálida primavera. Claro está que entonces todavía era muy joven. No podía ni imaginarme lo feas que se pondrían las cosas, el frío que haría, y qué sola acabaría estando en cuanto acabara mi adolescencia.

Al cumplir los doce años empecé a experimentar tales cambios en mi cuerpo que mamá vaticinó que sería una bella joven, una hermosa flor del sur. Era agradable ver que me consideraban guapa, y que la gente, especialmente las amigas de mamá, expresaban su admiración por la suavidad de mi cabello, la riqueza de mi tez y el encanto de mis ojos. De pronto, casi sin darme cuenta, mis vestidos empezaron a venirme pequeños y no era porque estuviera engordando demasiado. De hecho, la gordura infantil de mi rostro había desaparecido y las líneas rectas y varoniles de mi cuerpo empezaron a curvarse dramáticamente. Siempre fui pequeña, con un torso delgado, aunque no tan larguirucha como Emily, que creció con tanta rapidez que parecía que la hubieran estirado de un día para otro.

La estatura de Emily parecía otorgarle un cierto aire de mujer madura, pero era una madurez que tan sólo se reflejaba en la cara. El resto de su desarrollo femenino había quedado olvidado o ignorado. Ninguna de sus curvas eran suaves y delicadas como las mías, y a los doce años ya estaba bastante segura de tener el doble de pecho que ella. No lo sabía con total seguridad porque no había visto nunca a Emily desvestida, ni siquiera en enagua.

Una noche, cuando me estaba bañando, mamá pasó por allí y se fijó en que empezaba a desarrollarme como mujer.

—¡Oh, cielos! —exclamó con una sonrisa—, empiezas a tener pecho mucho antes que yo. Vamos a tener que comprarte nueva ropa interior, Lillian.

Sentí cómo me sonrojaba, especialmente cuando mamá iba hablando de cómo mi figura, literalmente, arrebataría el corazón de los jóvenes que me miraran, todos me observarían con aquella intensidad «que te hace pensar que quieren memorizar todos y cada uno de los detalles de tu rostro y figura». A mamá le encantaba aplicar las palabras y teorías que aparecían en sus novelas románticas a la menor oportunidad, especialmente a nuestras vidas.

Menos de un año después tuve mi primera menstruación. Nadie me había dicho que tendría lugar. Emily y yo volvíamos del colegio un día de finales de primavera. Hacía tanto calor como en verano, de modo que Emily y yo no llevábamos puesto más que un vestido ligero. Afortunadamente acabábamos de despedirnos de las gemelas Thompson y de Niles, porque de lo contrario me hubiera muerto de vergüenza. Sin previo aviso sentí de pronto un calambre. El dolor era tan fuerte que me cogí el estómago y me doblé por la mitad.

Emily, enfadada por tener que detenerse, se dio la vuelta e hizo una mueca de disgusto al verme de cuclillas sobre la hierba. Dio unos pasos hacia mí. Se llevó las manos a la altura de las huesudas caderas, con los codos tan doblados bajo la fina piel que pensé que los huesos la traspasarían.

—¿Qué te ocurre? —exigió saber.

—No lo sé, Emily. Me duele mucho… —Me vino otro calambre y gemí de nuevo.

—¡Basta ya! —exclamó Emily—. Te estás comportando como un cerdo en el matadero.

—No puedo evitarlo —gemí, con las lágrimas resbalando por mis mejillas. Emily hizo una mueca poco compasiva.

—Levántate y camina —me ordenó. Intenté incorporarme, pero no pude.

—No puedo.

—Te dejaré aquí —amenazó. Lo pensó un momento—. Seguramente se debe a algo que has comido. ¿Has mordido la manzana verde de Niles como tienes por costumbre? —preguntó. Siempre me imaginaba que Emily nos observaba a Niles y a mí durante la hora de recreo.

—No, hoy no —dije.

—Estoy segura de que estás mintiendo, como siempre. Bueno —dijo, echando a correr—, no puedo…

Me puse la mano entre las piernas porque noté un extraño flujo caliente, y cuando saqué los dedos vi la sangre. Esta vez seguro que mi grito lo oyeron hasta los trabajadores de The Meadows, a pesar de que todavía faltaban unos buenos dos kilómetros hasta llegar a la casa.

—¡Algo terrible me está ocurriendo! —grité, y levanté la palma de la mano para que Emily pudiera ver la sangre. Se quedó mirando unos minutos, con los ojos como platos, su larga y delgada boca retorciéndose como una goma en la mejilla.

—¡Ha llegado tu hora! —chilló, dándose cuenta de dónde había puesto la mano y por qué sentía tanto dolor. Me señaló con un dedo acusador—. Ha llegado tu hora.

Yo negué con la cabeza. No tenía ni la menor idea de lo que quería decir, ni por qué estaba tan enfadada.

—Es demasiado pronto. —Retrocedió, apartándose de mí como si tuviera la escarlatina o el sarampión—. Es demasiado pronto —repitió—. Eres hija de Satanás, seguro.

—No, no lo soy. Emily, por favor, para…

Movió la cabeza con asco y se alejó de mí, murmurando una de sus oraciones mientras caminaba, dando cada vez pasos más largos y dejándome sola y aterrorizada.

Empecé a llorar. Cuando volví a mirar, seguía sangrando. Veía la sangre deslizándose por mi pierna. Chillé de miedo. El dolor en mi estómago seguía igual, pero la visión de la sangre me hizo olvidarlo el tiempo suficiente para ponerme en pie. Sollozando, histérica, con mi cuerpo estremeciéndose, di un paso adelante y después otro y otro. No volví a mirarme la pierna, aunque sentía la sangre, que me llegaba hasta el calcetín. En vez de mirar continué caminando, aferrándome el estómago. Sólo cuando llegué a la casa recordé que había dejado atrás todos los libros y cuadernos. Aquello me hizo llorar aún más.

Emily no había avisado a nadie. Como de costumbre, había entrado en casa y se había encerrado en su habitación. Mamá ni siquiera se dio cuenta de que yo no estaba con ella. Estaba escuchando música y leyendo una nueva novela cuando yo abrí la puerta y chillé. Tardó unos minutos en oírme y vino corriendo en mi busca.

—Mamá —gemí—, algo terrible me está ocurriendo. Me ha pasado en la carretera. Me dio un calambre horroroso y empecé a sangrar, pero Emily se marchó y me dejó allí. También he olvidado todos los libros —me quejé.

Mamá se acercó un poco y vio la sangre, que se deslizaba por mi pierna.

—Cielos, cielos —dijo, la palma de la mano derecha sobre la mejilla—. Te ha llegado ya la hora.

Levanté la vista atónita, la cabeza martilleándome.

—Eso es lo que dijo Emily. —Me limpié las lágrimas de las mejillas—. ¿Qué significa?

—Significa —dijo mamá con un suspiro— que vas a convertirte en mujer antes de lo que esperaba. Vamos, querida —dijo, extendiendo el brazo—, te limpiaremos y prepararemos.

—Pero me he dejado los libros en la carretera, mamá.

—Mandaré a Henry a buscarlos. No te preocupes. Primero vamos a cuidar de ti —insistió.

—No lo entiendo. De pronto… me dolió el estómago y me puse a sangrar. ¿Estoy enferma?

—No exactamente, Lillian querida. De ahora en adelante—dijo, cogiéndome de la mano y diciéndome algo que me dejaría paralizada— te va a ocurrir lo mismo una vez cada mes.

—¡Cada mes! —Ni siquiera a Eugenia le ocurrían las mismas cosas terribles una vez al mes todos los meses—. ¿Por qué, mamá? ¿Qué me ocurre?

—No te ocurre nada, querida. Nos pasa a todas las mujeres —dijo—. No insistas —dijo con un suspiro—. Es demasiado desagradable. A mí ni siquiera me gusta pensarlo. Cuando ocurre, finjo que no es así —continuó—. Hago lo que tengo que hacer, claro está, pero no le presto más atención de la necesaria.

—Pero duele mucho, mamá.

—Sí, lo sé —dijo—. Yo a veces tengo que guardar cama los primeros días.

Es cierto que mamá se quedaba en la cama de vez en cuando. Nunca lo había pensado antes, pero ahora me di cuenta de que su comportamiento tenía algo de regular. Papá parecía impacientarse con ella durante esos días y normalmente se marchaba, diciendo que era necesario emprender uno de sus especiales viajes de negocios.

Arriba, en mi habitación, mamá me dio una rápida explicación de por qué el dolor y la sangre significaban que me había hecho mujer. Me asustó mucho más saber que mi cuerpo había cambiado tanto que hasta era posible tener un hijo propio. Necesitaba saber más del asunto, pero cualquier pregunta que hiciera mamá la ignoraba o hacía una mueca y me rogaba que no habláramos de cosas tan desagradables. Mamá me enseñó cómo protegerme de la menstruación y rápidamente dio fin a nuestra breve charla.

Pero yo sentía gran curiosidad. Necesitaba más información, más respuestas. Bajé a la biblioteca de papá, esperando encontrar algo en sus libros de medicina. Sí, descubrí un pequeño artículo acerca del sistema reproductor femenino y aprendí con más detalle las razones que provocan la menstruación. No podía evitar preguntarme qué otras sorpresas me esperaban a medida que creciera y que mí cuerpo se desarrollara más y más.

Emily metió la cabeza por la puerta de la biblioteca y me vio sentada en el suelo, concentrada en la lectura. Estaba tan ensimismada que ni siquiera la oí acercarse.

—Eso es asqueroso —dijo, mirando la ilustración del aparato reproductor femenino— pero no me sorprende que lo estés mirando.

—No es asqueroso. Es información científica, igual que los libros de texto.

—No es verdad. Ese tipo de cosas no saldrían en nuestros libros de texto —contestó con seguridad.

—Bueno, tengo que saber qué es lo que me está ocurriendo —espeté. Ella me miró fijamente. Desde aquel ángulo del suelo Emily parecía aun más alta y delgada, y sus afilados rasgos faciales tan recortados que daba la sensación de que la hubieran tallado en un trozo de granito.

—¿No sabes lo que realmente significa, por qué nos pasa eso?

Yo negué con la cabeza y ella se cruzó de brazos y levantó la cara hasta que sus ojos miraron el techo.

—Es la maldición de Dios por lo que Eva hizo en el Paraíso. Desde aquel momento todo lo relacionado con el embarazo y el parto se convirtió en algo desagradable y doloroso. —Volvió a agitar la cabeza y a mirarme—. ¿Por qué crees que algo doloroso y desagradable te ha pasado tan pronto? —preguntó, y a continuación respondió a su propia pregunta—. Porque eres excepcionalmente mala, eres una maldición viviente.

—No, no lo soy —dije débilmente. Con las lágrimas empañándome los ojos. Ella sonrió.

—Cada día surgen nuevas señales —dijo triunfante—. Esta es otra más. Algún día mamá y papá se darán cuenta y entonces te mandarán a vivir a un orfanato para chicas —amenazó.

—No lo harán —dije sin creérmelo demasiado. Pero, ¿y si Emily tenía razón? Parecía tener razón en todo lo demás.

—Sí que lo harán. Se verán obligados a hacerlo, o de lo contrario nos caerá una maldición tras otra. Ya verás—prometió. Volvió a mirar el libro—. Quizá papá entre aquí y te vea leyendo y mirando todas estas asquerosidades. Sigue así —dijo, y se dio la vuelta y salió triunfante de la biblioteca. Sus últimas palabras me llenaron de pánico. Cerró el libro rápidamente y lo volví a colocar en el estante. A continuación me fui a mi habitación para meditar en las terribles cosas que me había dicho Emily. ¿Y si tenía razón?, me pregunté. Era imposible no preguntárselo.

¿Y si tenía razón?

Los calambres seguían siendo tan intensos que no tenía ganas de bajar a cenar, pero Tottie llegó con mis libros y cuadernos a decirme que Eugenia había preguntado por mí y que quería saber por qué no había pasado a verla. El deseo de verla me dio nuevas fuerzas y bajé para explicárselo todo. Ella se quedó quieta, con los ojos tan abiertos y tan sorprendida como yo. Cuando estaba a punto de acabar, movió la cabeza asombrada y se preguntó en voz alta si alguna vez le ocurriría a ella lo mismo.

—Mamá, y los libros que he leído, dicen que les pasa a todas las mujeres.

—A mí no me ocurrirá —dijo proféticamente—. Mi cuerpo será el cuerpo de una niña pequeña hasta que muera.

—No digas esas cosas —exclamé.

—Hablas igual que mamá —dijo Eugenia, sonriendo. Tuve que admitir que era cierto, y por primera vez desde que había vuelto del colegio, sonreí.

—Bueno, no puedo evitar parecerme a ella cuando dices ese tipo de cosas.

Eugenia se encogió de hombros.

—Por lo que me cuentas, Lillian, no parece tan terrible no tener la menstruación —respondió, y yo tuve que echarme a reír.

Mérito de Eugenia, pensé, conseguir que me olvidara de mis propios dolores.

Aquella noche, a la hora de cenar, papá quería saber por qué no tenía apetito y por qué estaba tan pálida y enfermiza. Mamá le dijo que ya era una mujer y él se volvió para mirarme de forma muy extraña. Era como si me estuviera viendo por primera vez. Sus oscuros ojos se entrecerraron.

—Va a ser tan guapa como Violet —dijo mamá con un suspiro.

—Sí —asintió papá, sorprendiéndome—, lo va a ser.

Miré al otro lado de la mesa, a Emily. Se había puesto roja como un tomate. Papá no pensaba que yo traía maldiciones a The Meadows, pensé felizmente. Emily también se daba cuenta de ello. Se mordió el labio inferior.

—¿Puedo elegir el pasaje de la Biblia esta noche, papá? —preguntó.

—Claro que sí, adelante, Emily —dijo, cruzando las manos sobre la mesa. Emily me miró y abrió el libro.

—«Y el Señor dijo: ¿Quién te ha dicho que estabas desnuda? ¿Has comido de aquel árbol, del que Yo ordené no comieras?

»Y el hombre dijo —continuó Emily, dirigiéndome la mirada— la mujer que Tú me diste, ella me dio de comer del árbol y yo comí».

Volvió a mirar la Biblia y omitió el castigo de Dios a la serpiente. A continuación, y con voz más alta y clara, leyó:

—«A la mujer el Señor dijo: Multiplicaré tu dolor y tu concepción; con dolor traerás a tus hijos al mundo…»

Cerró el libro y se recostó en la silla, mostrando una mirada de satisfacción en el rostro. Ni mamá ni papá dijeron nada durante unos minutos. A continuación, papá se aclaró la garganta.

—Sí, bien… muy bien, Emily. —Inclinó la cabeza—. Damos gracias al Señor por estos alimentos.

Empezó a comer vigorosamente, deteniéndose de vez en cuando para mirarme, agregando un poco más de confusión a lo que había sido el día más extraño y confuso de mi vida. Los cambios que siguieron fueron mucho más sutiles. Mi pecho continuó creciendo poco a poco hasta que un día mamá comentó que ya tenía hendidura.

—Ese pequeño y oscuro espacio que tenemos entre los pechos —me dijo en un susurro— es la fascinación de los hombres.

Continuó hablándome de uno de los personajes femeninos en una de sus novelas, el cual, deliberadamente, buscaba la forma de lucirlo y sacarle partido. Llevaba ropa interior que le elevaba y juntaba los pechos.

—Haciendo que sobresalieran y que la hendidura tuviera más profundidad. —La mera idea me hacía latir el corazón con fuerza.

»Los hombres hablaban de ella a sus espaldas y decían que era una provocadora —dijo mamá—. Tienes que tener cuidado de ahora en adelante, Lillian, de no hacer nada que pueda llevar a los hombres a pensar que respondes a ese tipo de mujer. Son mujeres permisivas que nunca se ganan el respeto de un hombre decente.

De pronto, cosas que parecían tan normales e insignificantes tomaban un nuevo sentido y peligro, y Emily asumió una nueva responsabilidad, aunque estaba segura de que nadie le había pedido que lo hiciera. Me lo dejó bien claro una mañana, de camino al colegio.

—Ahora que ya tienes la menstruación —afirmó— estoy segura de que harás algo para deshonrar a nuestra familia. Te vigilaré de muy cerca; no lo olvides.

—No deshonraré a nuestra familia —le contesté. Otro sutil cambio que había notado en mí era una mayor confianza en mí misma. Era como si una ola de madurez me hubiera envuelto, aportándome mayor desarrollo y convicción en mis propósitos. Emily no iba a asustarme más. Pero ella se limitó a sonreír de manera confiada y arrogante.

—Sí que lo harás —predijo—. El mal que está en ti tomará forma y surgirá cada vez que tenga oportunidad de ello. —Se volvió, alejándose con aires de rectitud y nobleza.

Evidentemente, comprendí que todos me miraban de forma diferente. Cada paso y cada palabra mía se juzgaba y evaluaba. Tenía que asegurarme que todos y cada uno de los botones de mi blusa estuvieran bien abrochados. Si me ponía demasiado cerca de un chico, los ojos de Emily se abrían, perspicaces, y seguían todos y cada una de mis gestos. Estaba dispuesta a atacar si veía el roce de un brazo, el toque de un hombro, o, Dios no lo quisiera, rozar mi pecho con alguna parte del cuerpo de un chico, incluso accidentalmente. No pasaba ningún día sin que ella me acusara de coquetear. En su opinión, o sonreía o movía los hombros de forma harto provocadora.

—Para ti es muy sencillo pasar de ser ura Jonás a ser una Jezabel —afirmó.

—No es cierto—respondí, no estando ni siquiera segura de lo que quería decir. Pero aquella noche, a la hora de cenar, abrió la Biblia y eligió un pasaje del libro 1.º de los Reyes. Con la mirada fija en mí, y muy furiosa, leyó.

—«Porque le fue ligera cosa andar en los pecados de Jeroboam hijo de Nabat, y tomó por mujer a Jezabel hija de Ethbaal rey de los Sidonios, y fue y sirvió a Baal, y lo adoró».[1]

Cuando acabó de leer, volví a ver a papá mirándome de forma extraña, sólo que esta vez me miraba como sí pensara que quizá Emily tuviera razón; que, efectivamente, podía ser hija del mal. Me sentí muy incómoda y aparté la mirada rápidamente.

Con Emily revoloteando a mi alrededor como un buitre a punto de atacar, me encontré dividida entre el sentimiento que crecía y se desarrollaba, sentimientos que me hacían tener ganas de estar con chicos, especialmente Niles, y un sentimiento de culpabilidad. Si a Niles le había gustado mi sonrisa antes, ahora parecía hipnotizarle. Creo que no me di nunca la vuelta en clase sin verle mirándome, con sus suaves ojos morenos llenos de interés. Sentí cómo me sonrojaba, y un estremecimiento que descansaba constantemente bajo mi pecho, inundaba de forma turbulenta mi estómago y piernas. Pensé que todos podrían percibir mis sentimientos en la cara, y bajaba rápidamente la mirada después de comprobar que Emily no me estaba observando. Casi siempre lo estaba.

Ahora, en el viaje de regreso a casa. Emily siempre se retrasaba para poder caminar detrás de Niles y de mí y no delante. Las gemelas se quejaban de su lentitud, pero Emily las ignoraba o les decía que se adelantaran. Claro está, Niles también percibía la mirada de Emily, y comprendió que debía mantener una distancia respetable entre los dos. Si intercambiábamos libros o papeles teníamos que asegurarnos de que nuestros dedos no se rozaran delante de Emily.

No obstante, una tarde de aquella primavera, se nos concedió una tregua de la mirada atenta de Emily, la señorita Walker le pidió que se quedara después de clase para ayudarle con unos papeles. Emily disfrutaba de la responsabilidad y autoridad que aquello representaba, de modo que accedió sin queja.

—Vuelve directamente a casa —me dijo en la puerta de la escuela. Miró a Niles y a las gemelas que me estaban esperando—. Y asegúrate de no hacer nada que deshonre a los Booth.

—Yo también soy una Booth —le espeté. Ella hizo una mueca de ironía y se alejó.

Estuve enfadada durante la mayor parte del trayecto. Las gemelas, con sus habituales prisas, caminaron más rápidamente que Niles y yo. Al cabo de poco tiempo, ya habían desaparecido. El y yo habíamos estado repasando la lección de latín, recitando conjugaciones, cuando de pronto él se detuvo y miró el sendero que se extendía a nuestra derecha. Estábamos muy cerca del desvío que llevaba a su casa.

—Hay un gran estanque allí —dijo—. Lo alimenta una pequeña cascada, y el agua es tan clara que se pueden ver los peces nadando. ¿Te gustaría verlo? Está muy cerca —dijo, y a continuación añadió—: es mi lugar secreto. Cuando era pequeño lo solía considerar un lugar mágico. Todavía lo pienso —confesó y apartó la mirada tímidamente.

Yo no pude evitar una sonrisa. Niles quería compartir algo secreto conmigo. Estaba segura de que nunca se lo había contado a nadie más ni siquiera les había dicho a sus hermanas lo que pensaba del estanque. Yo me sentía a la vez, halagada y excitada por la espontánea muestra de confianza.

—Si está cerca —dije—. No puedo llegar tarde a casa.

—Sí que lo está —prometió—. Vamos. —Con un gesto de atrevimiento me cogió de la mano. A continuación se adentró por el sendero, estirándome. Yo me reí y protesté, pero él continuó trotando hasta que de pronto, tal como había prometido, llegamos a un pequeño estanque oculto en el bosque. Nos quedamos mirando el agua y la cascada. Un cuervo pasó por delante. Los matorrales y la hierba alrededor del estanque parecían más verdes, más espesos que en cualquier otro lugar, y el agua era cristalina y transparente. Pude ver los bancos de pequeños peces moviéndose con tal sincronización que parecían haber ensayado un ballet. Una rana medio sumergida en un tronco nos miró y croó.

—Oh, Niles —dije—. Tenías razón. Este es un lugar mágico.

—Pensé que te gustaría —dijo, sonriendo. Seguíamos cogidos de la mano—. Siempre vengo aquí cuando algo me pone triste, y en unos minutos vuelvo a estar contento. ¿Y sabes qué? —prosiguió— si quieres pedir un deseo, arrodíllate, pon la punta de los dedos en el agua, cierra los ojos y pide lo que quieras.

—¿De verdad?

—Adelante —animó—. Inténtalo.

Respiré profundamente y pensé que desearía algo divertido. Deseé que Niles y yo pudiéramos besarnos. No lo pude evitar, porque cuando cerré los ojos, me imaginé haciéndolo. Después hundí la punta de los dedos en el agua, me levanté y abrí los ojos.

—Puedes contarme tu deseo si quieres —dijo—. No impedirá que se cumpla.

—No puedo —contesté. No sé si me había sonrojado o si él podía adivinar mi deseo en la mirada, pero parecía entenderlo.

—¿Sabes lo que hice ayer? —preguntó—. Vine aquí y deseé que de alguna forma pudiera traerte aquí a ver el estanque. Y mira —dijo, extendiendo los brazos—. Aquí estás. ¿Quieres contarme ahora tu deseo? —Negué con la cabeza—. Yo también he deseado otra cosa —dijo él. Su mirada era más tierna, fijándose en la mía—. He deseado que seas tú la primera chica a la que bese.

Apenas lo dijo, sentí cómo se detenía mi corazón poniéndose después a latir con fuerza. ¿Cómo podía haber deseado él lo mismo en este mismo lugar? ¿Era realmente éste un estanque mágico? Volví a mirar el agua y después a Niles. Vi sus ojos, sus ojos morenos esperando, y cerré los míos. Con el corazón desbocado, me incliné hacia él y sentí el suave y cálido toque de sus labios sobre los míos. Fue un beso rápido, casi demasiado rápido como para creer que había ocurrido, pero era verdad. Cuando abrí los ojos, lo encontré cerca todavía, y sus labios podían rozar los míos de nuevo en un instante. El también abrió los ojos, y retrocedió.

—No te enfades —dijo rápidamente—. No he podido evitarlo.

—No estoy enfadada.

—¿No?

—No. —Me mordí el labio inferior y se lo confesé—. Yo también he deseado lo mismo —dije, y me volví corriendo por el sendero antes de que me estallara el corazón. Salí a la carretera, intentando respirar. Tenía el cabello suelto y los mechones me cubrían la frente y las mejillas. Durante un momento estaba tan excitada que no la vi. Pero cuando me giré en dirección a la escuela, allí estaba Emily, caminando con paso cansino. Se detuvo en seco. Un momento después, Niles también salió del bosque.

Y mi corazón, hasta entonces ligero como una pluma, se convirtió en un trozo de plomo. Sin dudarlo, recorrí corriendo todo el trayecto hasta casa con los ojos acusadores de Emily persiguiéndome. Podía oírla gritar «Jezabel» incluso después de haber cerrado la puerta de casa.