16

CUTLER’S COVE

El resto de nuestro viaje transcurrió rápidamente. Tras un estupendo desayuno en el Dew Dropp Inn, Bill y yo recogimos con celeridad nuestras cosas y partimos. Horace y Marión Dobbs nos desearon suerte tantas veces que yo estaba segura que habían visto algo en mi rostro que les animaba a hacerlo. La lluvia había cesado y el día era claro y soleado para el viaje. Quizá estuviera cansado después de la boda y de la noche que habíamos pasado juntos; tal vez se estaba comportando como lo hacía normalmente, yo no podía asegurarlo, pero lo cierto es que Bill estuvo mucho más callado y mucho más agradable durante el resto del trayecto. Cuando habló, me describió Cutler’s Cove y me contó algunas cosas de su familia.

—Mi padre tenía la extravagante idea de que podía labrar la tierra junto al mar. Adquirió un gran terreno, sin darse cuenta ni preocuparse en aquel momento de que estaba a la orilla del mar. Construyó una bonita granja y un granero y compró ganado, pero pasó poco tiempo antes de que la meteorología y el terreno le informaran de manera clara y contundente de que su vocación era totalmente errónea.

»En cambio mi madre era una mujer con recursos y empezó a aceptar huéspedes, al principio para ganar un poco de dinero extra.

»Un día, ella y mi padre se sentaron y hablaron del tema, y decidieron que deberían transformar el lugar en un verdadero hotel. Una vez tomada la decisión, todo fue un éxito. Papá mandó construir un pequeño muelle para que aquellos que quisieran pescar pudieran alejarse un poco remando. Trabajó el terreno, creando jardines y bonitos prados, senderos para paseos, un lago con bancos, miradores, fuentes. No podía ser granjero, pero era un estupendo jardinero.

»Y mi madre era una cocinera maravillosa. La combinación resultó un éxito y antes de que transcurriera mucho tiempo, añadimos otro edificio a la vieja casa. Desde entonces el hotel, Cutler’s Cove, está casi siempre lleno a rebosar. La gente del norte ha ido difundiendo la noticia y tenemos gente que viene desde Nueva York, Massachusetts, incluso desde puntos tan lejanos como Maine y Canadá. A todos les encanta la comida.

—¿Quién cocina ahora? —pregunté.

—He contratado a varios cocineros porque mamá es demasiado mayor para trabajar. Poco antes de la boda contraté a un húngaro que me recomendó un amigo. Se llama Nussbaum y es un gran chef, aunque todos los pinches de cocina se quejan de su mal genio.

»Ya verás cómo es —dijo Bill, sonriendo—. La mayor parte del tiempo me lo paso corriendo de un lado a otro intentando mantener la paz entre los trabajadores.

Asentí y me recosté a observar el paisaje. No quería desvelar que nunca había visto el mar, pero cuando de pronto apareció en el horizonte, me quedé boquiabierta. Había leído cosas acerca del océano y había visto fotografías, claro está; pero enfrentarse a la magnitud real tan de cerca era abrumador. No pude hacer otra cosa que contemplarlo como una joven colegiala y deleitarme con los veleros y barcos de pesca. Cuando apareció un gran barco, no pude evitar emitir una pequeña exclamación.

—Vaya —dijo Bill, riéndose—. Ya sé que tu padre no os llevaba con frecuencia a la playa, pero has estado por aquí con anterioridad, ¿verdad?

—No —confesé.

—¿No? Vaya, vaya… —dijo negando con la cabeza—. Entonces sí que tengo una especie de virgen, ¿verdad? —Se rió. Yo le miré fijamente. A veces conseguía enfurecerme de verdad con su arrogancia. Decidí no ser tan honesta la próxima vez.

Poco después giramos y entonces pude ver la señal que anunciaba la entrada a Cutler’s Cove.

—Las autoridades le dieron a este sector de la playa y a la pequeña calle con tiendas el nombre de nuestra familia por el éxito del centro turístico —afirmó con su característico orgullo.

Continuó, alardeando acerca de las cosas maravillosas que iba a hacer, pero yo no le escuchaba. Simplemente, observaba el paisaje. En este punto la costa se curvaba hacia adentro, y vi que había una bella y larga playa de arena blanca que resplandecía, como si la hubiera limpiado un ejército de trabajadores armados con rastrillos de púas pequeñas como peines. Incluso las olas que rompían en la arena lo hacían suavemente, con ternura, mojando la arena y retrocediendo.

—Mira eso —señaló Bill. Se veía una señal que decía RESERVADO PARA HUÉSPEDES DEL HOTEL CUTLER COVE—. Tenemos nuestra propia playa privada. Hace que los huéspedes se sientan como miembros escogidos de un club selecto—añadió, guiñando un ojo, y a continuación asintió hacia su izquierda y yo levanté la vista hasta la colina para ver el Hotel Cutler Cove, mi nuevo hogar.

Era una mansión de tres plantas de color azul con persianas blancas y un porche rodeándola. Subiendo hasta el porche había una escalinata de madera blanqueada. La base estaba hecha de piedra pulida. Recorrimos el sendero de entrada, pasando por debajo de dos pilares de piedra coronados con dos farolas redondas. Aquí y allá se veían algunos huéspedes paseando por los prados, en los que había dos pequeños miradores, bancos y mesas de madera y piedra; fuentes, algunas con forma de grandes peces, otras pequeñas y planas con chorros en el centro; y un bello jardín de rocas que serpenteaba alrededor de la fachada de la casa.

—Un poco mejor que The Meadows, ¿no té parece? —preguntó Bill con arrogancia.

—No en sus mejores tiempos —contesté—. En aquella época era la joya del sur.

—Menuda joya —interrumpió Bill—. Al menos nosotros no utilizamos esclavos para construir este lugar. Me encanta cuando los aristócratas del sur como tu padre alardean de lo que hicieron sus antepasados. Hipócritas y farsantes, todos ellos. Y buenas piezas en el juego —añadió, guiñando un ojo.

Ignoré su sarcasmo mientras rodeábamos el edificio para acceder por una entrada lateral.

—Por aquí accederemos antes a nuestros aposentos —me explicó al aparcar el coche—. Bueno, bienvenida a casa —añadió—. ¿Quieres que te lleve en brazos para cruzar el umbral?

—No —contesté rápidamente.

El se echó a reír.

—No lo decía en serio —dijo—. Déjalo todo en el coche. Ordenaré a alguien que vaya a buscarlo dentro de un momento. Lo primero es lo primero.

Bajamos del coche y entramos en la casa. Un corto pasillo nos condujo a lo que Bill llamaba el área familiar. La primera estancia a la que llegamos era un salón con una gran chimenea y cálidos muebles antiguos: sillas con blandos cojines en marcos de madera; una mecedora de pino oscuro, el asiento de la cual estaba cubierto por una manta blanca de algodón; un bien acolchado sofá con mesitas de café de madera de pino. El suelo de madera estaba cubierto por una alfombra oval blanca.

—Ese es el retrato de mi padre y ésa es mi madre —me señaló Bill. Los dos cuadros estaban el uno al lado del otro en la pared de la izquierda—. Todo el mundo dice que me parezco más a papá.

Asentí; era cierto.

—Todos los dormitorios de la familia están en la segunda planta. Tengo una pequeña habitación al lado de la cocina, aquí abajo, para la señora Oaks. Ella cuida de mi madre, que ahora pasa casi todo el tiempo en su habitación. De vez en cuando, la señora Oaks la airea —dijo con sarcasmo. No podía imaginarme a alguien hablando con tanta frivolidad de su madre enferma—. Te la presentaría, pero ella ya no tiene ni idea de quién soy, y mucho menos entendería lo que le estoy diciendo si te llevara a verla. Seguramente creería que eres una empleada más del hotel. Vamos —me exhortó, y me condujo hacia las escaleras.

Nuestro dormitorio era muy grande, tan grande como los de The Meadows, y tenía dos enormes ventanales que daban al mar. La cama era grande con gruesos y oscuros postes de roble y una cabecera tallada a mano con dos delfines. Había un aparador, mesitas de noche y armario haciendo juego. Apoyado en la pared de la derecha había un tocador con un ornado espejo oval.

—Supongo que querrás hacer algunos cambios ahora que vienes a vivir aquí —dijo Bill—. Sé que el lugar mejoraría con un poco de luminosidad. Bueno, puedes hacer lo que quieras. Esas cosas no me han interesado nunca. Ponte cómoda mientras voy a buscar a alguien que traiga nuestras cosas.

Asentí y me dirigí a los ventanales. La vista era impresionante. Sólo había visto una pequeña parte del hotel, pero sentí una inmediata calidez, el pertenecer a ese lugar en cuanto Bill me dejó sola y pude observar los prados. «Quizá el destino no me haya maltratado tanto al fin y al cabo», pensé, y salí a explorar el resto de la segunda planta.

En cuanto salí del dormitorio principal, se abrió la puerta de otra habitación al otro lado del pasillo y apareció una mujer rechoncha y bajita con cabellos y ojos oscuros. Llevaba un uniforme blanco que se parecía más al de una camarera que al de una enfermera. Se detuvo en cuanto me vio y sonrió, una sonrisa cálida y cariñosa que le hinchó las mejillas como un globo.

—Ah, hola. Soy la señora Oaks.

—Yo soy Lillian —dije, extendiendo la mano.

—La esposa del señor Cutler. Oh, me alegro mucho de conocerla. Es tan guapa como nos había dicho que era.

—Gracias.

—Yo me ocupo de la señora Cutler —dijo.

—Ya lo sé. ¿Puedo verla?

—Claro, aunque debo advertirle que padece senilidad profunda. —Se apartó y yo entré en la habitación. La madre de Bill estaba sentada, el regazo cubierto por una pequeña manta. Era una mujer diminuta, aún más pequeña gracias a la edad, pero tenía unos grandes ojos morenos que me estudiaron de arriba abajo.

—Señora Cutler—dijo la señora Oaks—. Esta es su nuera, la esposa de Bill. Se llama Lillian. Ha venido a saludarla.

La vieja me observó durante largo rato. Tuve la idea de que quizá mi aparición le había devuelto cierta lucidez, pero de pronto puso mala cara.

—¿Dónde está mi té? ¿Cuándo vas a traerme el té? —exigió saber.

—Cree que es una de las camareras —susurró la señora Oaks.

—Oh. Ahora lo traigo, señora Cutler. Se está calentando.

—No lo quiero demasiado caliente.

—No —dije—. Cuando llegue ya se habrá enfriado.

—Ya casi no tiene momentos de lucidez —dijo la señora Oaks, moviendo tristemente la cabeza—. Ah, la vejez. Es la única edad a la que uno no quiere poner fin, pero…

—Lo comprendo.

—En cualquier caso, bienvenida a su nuevo hogar, señora Cutler —dijo la señora Oaks.

—Gracias. Nos veremos, madre Cutler —le dije a la arrugada vieja que era casi un fantasma. Ella negó con la cabeza.

—Manda a alguien que suba a quitar el polvo —me ordenó.

—Enseguida —dije y salí. Examiné el resto del pasillo y volví a nuestra habitación en el momento en que Bill había conseguido que dos empleados subieran nuestras cosas.

—Antes de que deshagas las maletas, te enseñaré el hotel y te presentaré a todo el mundo —dijo Bill. Me cogió de la mano y me condujo a la planta baja. Recorrimos un largo pasillo y llegamos hasta la cocina. Los aromas procedentes de la estancia nos dieron la bienvenida. El chef levantó la vista de sus platos al entrar nosotros.

—Esta es la nueva señora Cutler, Nussbaum —dijo Bill—. Es una gran gourmet de una rica plantación del sur, de modo que será mejor que vayas con cuidado.

Nussbaum, un hombre de piel morena con ojos azules y cabello marrón, me observó con cierta suspicacia. Medía sólo unos dos centímetros más que yo, pero tenía un aspecto formidable y confiado.

—No soy una gourmet, señor Nussbaum, y todo lo que está preparando huele maravillosamente bien —dije rápidamente. Su sonrisa se inició en los ojos y a continuación bajó en oleadas hasta sus labios.

—Pruebe mi sopa de patata —dijo, y me ofreció una cucharada.

—Estupenda —dije, y Nussbaum sonrió de oreja a oreja. Bill se echó a reír, pero cuando él y yo salimos de la cocina, le hablé seriamente.

—Si quieres que me entienda con todos, no me hagas parecer tan engreída y arrogante como tú —le espeté.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo, levantando las manos. Intentó hacer una broma, pero después de eso se comportó y me trató con respeto ante los restantes empleados. Conocí también a algunos de los huéspedes, y a continuación hablé con el encargado del comedor.

En las semanas y meses que siguieron, encontré mi propio lugar, creé mis propias responsabilidades, pensando aún que debería seguir con el viento, doblándome y no rompiéndome. Me dije a mí misma que si tenía que vivir aquí y ser la esposa de un hotelero, sería la mejor de la costa de Virginia. Me dediqué a ello con devoción.

Descubrí que a los huéspedes les gustaba más cuando yo y Bill comíamos con ellos y les saludábamos personalmente. A veces, Bill no llegaba a tiempo; se encontraba realizando algún recado en Virginia Beach o en Richmond. Pero los huéspedes agradecían que se les saludara a la hora de cenar. Yo empecé a hacerlo también a la hora del desayuno, y la mayoría se sorprendían y se alegraban al verme en la puerta esperándoles y recordar las ocasiones especiales: los cumpleaños, bautizos y aniversarios. Los apuntaba en el calendario y les mandaba una tarjeta. Después de su estancia en el hotel les mandaba a los huéspedes una nota de agradecimiento.

Con el tiempo, vi que muchas pequeñas cosas necesitaban mejorarse; cosas que harían que el servicio fuera más fluido, más eficaz. Tampoco me gustaba la forma en que se limpiaba el hotel y pronto hice algunos cambios. El más importante fue designar a una persona para que se ocupara del mantenimiento del edificio.

Mi vida en Cutler’s Cove resultó ser más agradable, divertida e interesante de lo que jamás hubiera podido imaginarme. Parecía que realmente había encontrado un lugar en el que estar, una razón de ser. Las palabras de Vera antes de mi boda con Bill Cutler resultaron proféticas. Fui capaz de cambiar lo suficiente a Bill para que nuestro matrimonio resultara tolerable. No abusaba de mí ni me ridiculizaba. Estaba satisfecho con lo que hacía para que el hotel fuera más rentable. Yo sabía que él veía a otras mujeres de vez en cuando, pero no me importaba. El evitar estar triste suponía ciertos compromisos por mi parte, pero eran compromisos que estaba dispuesta a asumir, porque con el tiempo sí que me enamoré, no de Bill, sino de Cutler s Cove.

Bill no se oponía a ninguna de mis sugerencias, incluso cuando algunas de las ideas suponían gastar más dinero. Con el paso del tiempo yo asumí más y más de las que habían sido sus responsabilidades, y él parecía estar más y más contento. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que su interés por el hotel no era tan intenso como él fingía que era. Cuando encontraba una excusa para los llamados viajes de negocios, se marchaba, y a veces no regresaba durante días y días. Poco a poco, los empleados del hotel empezaron a depender más de mí para tomar las decisiones y resolver los problemas. Antes de que finalizara mi primer año como señora de Cutler’s Cove, las primeras palabras de cualquier empleado ante un caso de duda eran «pregúntale a la señora Cutler».

Poco después de que se cumpliera el año de mi llegada, conseguí un despacho. Bill estaba entre divertido e impresionado por esto, pero seis meses después, cuando le sugerí que pensáramos en ampliar el hotel construyendo un ala nueva, se opuso.

—Asegurarse de que la ropa esté limpia y que las vajillas se laven correctamente es una cosa, Lillian. Incluso entiendo que es necesario que haya una persona responsable de todo ello y que se le pague más cada semana, pero añadir otras veinticinco habitaciones, ampliar el comedor y construir una piscina es algo imposible. No sé qué idea te creaste de mí cuando nos casamos, pero yo no tengo tanto dinero, aun contando con mis éxitos en el juego.

—No hace falta que tengamos todo ese dinero ahora mismo, Bill. He hablado con los bancos. Hay uno que está dispuesto a concedernos una hipoteca.

—¿Una hipoteca? —Se echó a reír—. ¿Y qué sabes tú de hipotecas?

—Siempre he sido muy buena en matemáticas. Ya has visto cómo llevo la contabilidad. Era algo que hacía para papá. Los negocios se me dan bien, supongo —dije—. Aunque pronto vamos a necesitar un gerente en plantilla.

—¿Un gerente? —Negó con la cabeza.

—Y también esa ampliación. Necesitamos esa hipoteca —dije.

—No sé. Hipotecar el hotel para ampliarlo… no lo sé.

—Mira estas cartas de antiguos huéspedes y posibles nuevos huéspedes, todos ellos haciendo reservas —dije, cogiendo una docena de la mesa de mi despacho—. No podemos aceptar ni siquiera la mitad. ¿No te das cuenta del dinero que estamos perdiendo? —le pregunté. Él abrió los ojos interesado y leyó algunas de las cartas.

—Hummm —dijo—. No sé.

—Pensaba que te sentías orgulloso de ser un buen jugador. No se trata de una apuesta muy arriesgada.

Él se echó a reír.

—Me sorprendes, Lillian. Traje una niña pequeña al hotel, o al menos a alguien a quien yo tenía como tal, y muy rápidamente has tomado las riendas. Sé que los empleados te respetan más que a mí —se quejó.

—La culpa es tuya. No estás aquí cuando te necesitan. Yo sí —dije con severidad.

Asintió. Él no tenía tanto interés en el hotel como el que yo había desarrollado, pero sabía que era lo bastante listo como para aprovechar una buena oportunidad.

—De acuerdo. Acuerda una cita con los banqueros y veamos de qué va todo esto —concluyó—. Juro —dijo, poniéndose de pie y mirándome por detrás del escritorio— que no sé si estar orgulloso de ti o temerte. Algunos de mis amigos ya me están haciendo bromas diciéndome que tú eres quien lleva los pantalones en nuestra familia. No estoy seguro de que me guste —añadió, perturbado.

—De sobra sabes que eres tú quien lleva los pantalones, Bill —dije de forma coqueta. Él sonrió. Yo había aprendido rápidamente lo fácil que era halagarle y conseguir lo que quería…

—Sí, mientras tú también lo sepas —dijo.

Puse cara de sumisión para que se sintiera menos amenazado y él se marchó. En cuanto lo hizo, llamé a un joven abogado llamado Updike recomendado por uno de los hombres de negocios que había visitado Cutler’s Cove. Me impresionó mucho y le contraté para que nos representara en todos nuestros negocios. Él nos ayudó a conseguir pronto una hipoteca con la que emprendimos la ampliación que continuaría a temporadas durante los siguientes diez años.

Mi trabajo y responsabilidades en el hotel hacían difícil regresar a The Meadows más de dos veces al año. Bill me acompañó sólo en la primera visita. Cada vez que volvía, encontraba la vieja plantación más y más destartalada y abandonada. Hacía ya tiempo que Charles no se ocupaba de toda la plantación e intentaba trabajar sólo el terreno suficiente para cubrir las necesidades básicas. Papá se quejaba de los impuestos y los gastos, como siempre, pero Vera me dijo que salía de la plantación cada vez menos y que casi ya no jugaba a cartas.

—Seguramente porque tiene poco que perder —dije, y Vera estuvo de acuerdo.

La mayoría de las veces, papá casi no me prestaba atención y yo hacía lo mismo con él. Sabía que tenía curiosidad por mi nueva vida y que estaba impresionado por mi ropa y mi nuevo coche. En más de una ocasión, incluso llegué a pensar que me pediría dinero. Pero su orgullo sureño y arrogancia le impedían efectuar tal petición; tampoco le hubiera dado nada. Habría acabado en manos de otros, en una mesa de juego, o se lo habría gastado en bourbon. Pero siempre intentaba traer cosas bonitas para Luther y Charlotte.

A medida que pasaban los años, Charlotte se parecía cada vez más a papá. Creció mucho y llegó a tener unos dedos largos y unas manos grandes para una chica. Los largos períodos de separación habían surtido su efecto a lo largo del tiempo. Para cuando cumplió los cinco años, parecía tan sólo recordarme vagamente cada vez que aparecía. Cuando hablaba y jugaba con ella, vi que tardaba más de lo habitual en comprender las cosas y que le costaba concentrarse. Podía fascinarse con algo brillante o sencillo y pasarse horas dándole vueltas en la mano, pero no tenía paciencia alguna cuando se trataba de recitar los números o aprender las letras. En cuanto Charlotte tuvo edad suficiente, Luther se la llevó con él al colegio cuando podía, pero rápidamente perdió muchos cursos.

—Tendrías que ver cómo la cuida Luther —me dijo Vera durante una de mis infrecuentes visitas—. No la deja salir sin chaqueta si hace demasiado frío y sale corriendo a buscarla en cuanto cae la primera gota de lluvia.

—Es un chico muy serio y maduro para su edad —dije. Lo era. No había visto nunca a un joven concentrarse tan intensamente en las cosas y sonreír y reír tan poco. Se comportaba como un pequeño caballero y, según Charles, ayudaba bastante en la plantación.

—Juro que ese chico sabe casi tanto como yo de motores y otras cosas —me dijo Charles.

Cuando visitaba la plantación, pasaba largos ratos en el cementerio de la familia. Igual que todo lo demás, necesitaba tiernos y amorosos cuidados. Yo arrancaba las malas hierbas, plantaba flores y lo limpiaba lo mejor posible, pero la naturaleza parecía querer apoderarse de The Meadows y tragárselo con maleza y brotes. A veces, cuando me marchaba, miraba atrás y deseaba que la casa se derrumbara y que el viento esparciera sus ruinas a todo lo largo y ancho del país. Sería mejor que desapareciera, pensaba, que subsistir como había subsistido la madre de Bill, una abandonada y decrépita imagen de sí misma.

En cuanto a Emily, nada de esto le importaba gran cosa. No había disfrutado ni obtenido mucho placer de la plantación cuando era hermosa y estaba en su apogeo. Tanto si había o no flores y arbustos, magnolias y glicinias, a ella no le importaba, porque veía el mundo con ojos mortecinos y grises y no se fijaba nunca en los colores. Vivía en un universo blanco y negro en el que la única luz procedía de la religión y donde el demonio continuamente intentaba imponer su reino de sombras.

Quizá Emily se puso más alta y más delgada, pero nunca me pareció más fuerte y más dura. Y se aferraba firmemente a todas sus creencias y temores infantiles. En una ocasión, después de una de mis visitas, me siguió al coche con aquella vieja Biblia cogida entre sus garras.

—Todas nuestras oraciones y buenos actos han sido compensados —me dijo cuando me volví para despedirme—. El diablo ya no vive aquí.

—Seguramente hace demasiado frío y está demasiado oscuro para él —repliqué. Ella se irguió y con los labios hizo una mueca de desaprobación.

—Cuando el demonio ve que tiene posibilidades de vencer, pasa a pastos más ricos y maduros. Ten cuidado de que no te siga a Cutler’s Cove y decida residir en aquel lugar de lujuria y dejado de la mano de Dios. Deberías ofrecer misas y novenas, construir una capilla, colocar biblias en todas las habitaciones…

—Emily —dije—, si alguna vez necesito exorcizar el mal de mi vida, te llamaré.

—Lo harás —dijo, retrocediendo unos pasos llena de seguridad—. Ahora bromeas sobre ello, pero algún día me llamarás.

Su absoluta seguridad me puso nerviosa. Pensaba regresar a Cutler’s Cove para no volver en mucho tiempo a The Meadows, pero un año después recibí un mensaje informándome de la muerte de papá.

Asistió poca gente a su funeral. Incluso Bill no me acompañó, alegando un importante viaje de negocios, uno que no podía posponerse. Papá tenía ya pocos amigos. Todos sus compinches de juego habían muerto o se había ido, y los restantes dueños de plantaciones hacía tiempo que habían sucumbido a los nuevos aires de la época vendiendo las propiedades, parcela a parcela. A ninguno de los parientes de papá le interesó hacer el viaje.

Papá había muerto como un hombre solitario, bebiendo cada noche para poder dormirse. Una mañana, simplemente, no despertó. Emily no derramó ni una lágrima, al menos en mi presencia. Le satisfacía pensar que Dios se lo había llevado porque había llegado su hora. Fue un funeral sencillo después del cual Emily sirvió sólo té y pastas. Ni el sacerdote se quedó.

Había pensado en llevarme a Charlotte, pero Vera y Charles me convencieron de que no lo hiciera.

—Está muy bien aquí, con Luther —dijo Vera—. A los dos se les rompería el corazón si los separaran.

Entendí que era a Vera a quien realmente se le rompería el corazón, porque se había convertido en una madre para Charlotte y, por lo que pude ver, Charlotte sentía lo mismo hacia ella. Claro está, Emily se oponía a que me llevara a Charlotte a aquella «Sodoma y Gomorra en la playa». Al final decidí que sería mejor dejarla, incluso con Emily, porque a Charlotte no parecía impresionarle ni molestarle su fanatismo religioso. Por supuesto que nunca le había contado la verdad a Bill acerca del nacimiento de Charlotte y no tenía intención de contárselo jamás a nadie. Continuaría siendo mi hermana y no mi hija.

—Quizá tú y Charles traigáis a Luther y a Charlotte a Cutler s Cove algún día —le dije a Vera—, para visitarnos durante un tiempo.

Ella asintió, pero la idea de un viaje así le parecía tan difícil como viajar a la Luna.

—¿Crees que estaréis bien aquí ahora, Vera? —pregunté una última vez antes de partir.

—Oh, sí —dijo—. Hace tiempo que el señor Booth participaba poco en los asuntos de la casa. Su fallecimiento no afectará en absoluto a lo que tenemos y a lo que hacemos. Charles se ocupará de las faenas de la plantación. Charles y Luther, debería decir, porque el chico se ha convertido en un ayudante eficaz y fuerte. Charles es el primero en reconocerlo.

—¿Y mi hermana… Emily?

—Nos hemos acostumbrado a ella. De hecho, no sabríamos qué hacer sin sus himnos y oraciones. Charles dice que es mejor que aquellas películas que nos han contado. Nunca se sabe cuándo aparecerá flotando por la mansión, vela en mano, haciéndole la señal de la cruz a una sombra. Y quién sabe, quizá sí que mantenga alejado al demonio.

Me eché a reír.

—Las cosas le han ido bien, señorita Lillian, ¿verdad? —preguntó Vera, mientras sus ojos me miraban con intensidad. Tenía el cabello gris y las arrugas eran ahora más profundas y largas.

—He construido mi nido y he encontrado una razón para seguir, Vera, si es a eso a lo que te refieres —le dije.

Ella asintió.

—Pensé que así sería. Bueno, será mejor que me ocupe de la cena. Me despediré ahora.

Nos abrazamos y yo fui a despedirme de Charlotte. Estaba estirada en el suelo de lo que había sido la sala de lectura de mamá, mirando un viejo álbum de fotografías. Luther estaba sentado en la chaise longue mirando las fotos con ella. Ambos levantaron la vista cuando aparecí en el umbral de la puerta.

—Me marcho, niños —dije—. ¿Mirando fotos de la familia?

—Sí, señora —dijo Luther, asintiendo.

—Aquí hay una de Emily, tú y yo —dijo Charlotte, señalando. La miré y recordé el día en que papá nos había hecho aquella foto.

—Sí —dije.

—Conocemos a la mayoría de personas que salen —dijo Luther— pero no a esta dama. —Pasó unas páginas y se detuvo en una pequeña fotografía. Yo cogí el álbum y la miré. Era mi verdadera madre. Durante unos segundos fui incapaz de hablar.

—Es… la hermana pequeña de mamá, Violet —dije.

—Era muy guapa —dijo Charlotte—. ¿Verdad, Luther?

—Sí —asintió él.

—¿Verdad, Lil? —preguntó Charlotte. Yo le sonreí.

—Muy guapa.

—¿La conoció? —preguntó Luther.

—No. Murió antes… después de que yo naciera.

—Se parece mucho a ella —dijo el chico, y a continuación se sonrojó por sus atrevidas palabras.

—Gracias, Luther. —Me arrodillé y le besé y abracé a Charlotte.

—Adiós, niños. Sed buenos —dije.

—O Emily se enfadará —repitió Charlotte. Aquello hizo que sonriera a través de mis lágrimas.

Salí precipitadamente de la estancia, para no volver jamás la vista atrás.

Algo le ocurrió a Bill durante el viaje de negocios que había realizado durante mi estancia en The Meadows para despedirme de papá, porque cuando regresé días después estaba sorprendentemente cambiado. Parecía más callado, más contenido, y se pasaba largos ratos sentado en el porche sorbiendo té o café y mirando distraídamente el mar. No se paseaba por el hotel, bromeando con las jóvenes camareras, ni hacía las habituales partidas de cartas en la sala de juego con los camareros y botones, a veces ganándoles vergonzosamente las propinas.

Pensé que quizá había caído enfermo, aunque no estaba ni pálido ni débil. Le pregunté un par de veces si se encontraba bien. Dijo que sí, cada vez mirándome fijamente antes de marcharse.

Finalmente una noche casi una semana después, entró en nuestro dormitorio estando yo en la cama. Después de nuestros primeros meses juntos, hacíamos el amor con menor frecuencia hasta que llegaron a transcurrir largos períodos de tiempo sin que intercambiáramos un solo beso. Él sabía que cuando le besaba o hacía el amor con él, lo hacía más por un sentido del deber conyugal que por afecto, aunque seguía siendo guapo.

Nunca nuestras relaciones sexuales acabaron en un embarazo. En mi interior yo pensaba que se debía sencillamente a la terrible experiencia que había tenido dando a luz a Charlotte. Pero por lo que sabía, no me pasaba nada físico, no había razón para no quedarme embarazada. Simplemente no había ocurrido.

Bill vino a mi lado de la cama y se sentó con las manos cruzadas sobre el regazo, cabizbajo.

—¿Qué ocurre? —pregunté. Su curioso comportamiento había hecho que el corazón me latiera con inquietud. El levantó la cabeza y fijó la mirada en mí con ojos llenos de tristeza y dolor.

—Tengo que contarte una cosa. No sólo he estado haciendo negocios en mis viajes, especialmente en los viajes a Richmond. He estado jugando y… saliendo con mujeres. —Yo emití un suspiro.

—No me sorprende en absoluto, Bill —dije, recostándome—. Nunca he exigido saber nada de tus viajes y no lo exijo ahora.

—Lo sé, y te lo agradezco. De hecho, quería decirte lo mucho que te aprecio —dijo en voz baja.

—¿A qué viene este arrebato de arrepentimiento? —pregunté.

—Tuve una mala experiencia en este último viaje. Estaba jugando y apostando en el tren cuando aquello se convirtió en una de esas partidas que duran días y días. Nos bajamos del ferrocarril y fuimos a una habitación de hotel en Richmond. Yo estaba ganando. De hecho, estaba ganando tanto que uno de los jugadores que estaba perdiendo me acusó de hacer trampas.

—¿Qué ocurrió? —Una vez más el corazón me empezó a latir con preocupación y desasosiego.

—Me apuntó con una pistola. Me dijo que tenía una sola bala y que si estaba haciendo trampas, aquélla sería la que saldría disparada. A continuación apretó el gatillo. Casi me cagué en los pantalones, pero no ocurrió nada. A sus amigos les pareció divertido y él decidió que aquello era sólo una prueba y que debía intentarlo una vez más. Volvió a tirar del gatillo y, de nuevo, no ocurrió nada.

»Finalmente, se recostó en la silla y dijo que podía marcharme con mis ganancias. Para demostrarme que no estaba de broma, apuntó la pistola a la pared y volvió a apretar el gatillo, y esta vez la pistola se disparó. Yo salí apresuradamente de allí y regresé a casa lo más rápidamente que pude, pensando todo el tiempo en que casi había acabado con mi vida y que no había hecho nada. Podría haber muerto sin dignidad en un hotelucho en algún lugar de Richmond —gimió. Un poco dramáticamente, levantó la mirada al techo y suspiró.

—A mi hermana Emily le habría gustado oír esta confesión —dije secamente—. Quizá deberías viajar a The Meadows. —Él volvió a mirarme y un torrente de palabras salió de su boca.

—Sé que no estás enamorada de mí y que todavía estás resentida por la forma en que conseguí que fueras mi esposa, pero eres una mujer con una gran fuerza interna. Eres de buena familia y he decidido… si a ti te parece bien, quiero decir… que deberíamos tener hijos. Me gustaría tener un hijo para que pudiera continuar la herencia de los Cutler. Creo que si tú lo deseas, ocurrirá.

—¿Qué? —dije completamente sorprendida.

—Estoy dispuesto a reformarme y a ser un buen marido y un buen padre, y no me opondré a las cosas que quieras hacer en el hotel. ¿Qué me dices? —me rogó.

—No sé qué decir. Supongo que debería alegrarme de que no me pidas que tire una moneda al aire para decidirlo —añadí.

El bajó la vista.

—Sé que me merezco ese comentario —añadió, levantando la mirada— pero ahora soy sincero. De verdad que sí.

Yo me recosté en la cama y le observé. Quizá yo fuera una imbécil, pero realmente parecía sincero.

—No sé si podré quedarme embarazada —dije.

—¿Podemos intentarlo al menos?

—No puedo impedir que lo intentes —contesté.

—¿No quieres tener un hijo? —preguntó, sorprendido por mi fría respuesta.

Estuve a punto de decirle que ya tenía uno, pero me tragué las palabras y me limité a asentir.

—Sí, supongo que sí —admití.

Él sonrió y aplaudió.

—Está decidido entonces. —Se levantó y empezó a desnudarse para que pudiéramos empezar aquella misma noche. Aquel mes no me quedé embarazada. Al mes siguiente hicimos el amor tanto como pudimos en las fechas presumiblemente más fecundas, pero tardamos tres meses. Una mañana me desperté con aquella conocida náusea después de una falta y supe que lo que Bill quería iba a ocurrir.

Esta vez mi embarazo fue mucho más fácil y di a luz en un hospital. El parto en sí fue rápido. Creo que el médico sospechó que había dado a luz con anterioridad, pero no dijo nada ni preguntó nada. Traje al mundo un niño al que llamamos Randolph Boise Cutler en recuerdo del abuelo de Bill.

El momento en que vi a mi hijo, supe que toda mi indiferencia había desaparecido. Decidí darle el pecho y descubrí que no podía estar sin él, ni él podía estar sin mí. Nadie podía dormirle tan fácilmente o contentarle tanto como yo. Contratamos una niñera tras otra hasta que por fin decidí que yo sería la persona que cuidaría del niño. Randolph sería un niño que no perdería a su verdadera madre. No nos separaríamos ni un solo día.

Bill se quejaba de que lo malcriaba, convirtiéndolo en un niño mimado pero yo no cambié mis costumbres. Cuando pudo gatear, gateaba por mi despacho, y cuando pudo caminar, me acompañaba por el hotel saludando a los invitados. Con el tiempo, se convirtió en una parte de mí.

En cuanto Bill obtuvo el hijo deseado, pronto se olvidó de sus promesas y de sus buenos propósitos. No tardó mucho en volver a las andadas, pero a mí no me importaba. Yo tenía a mi hijo y el hotel, que seguía creciendo de muchas maneras. Construí pistas de tenis y un campo de pelota vasca. Compré fuerabordas para los huéspedes y empecé a efectuar cenas más elaboradas. Construir el hotel se convirtió en el único objetivo de mi vida y llegué al punto de no permitir que nada ni nadie interrumpieran o se opusieran a ese progreso. A los veintiocho años oí a uno de los empleados referirse a mí como «la vieja». Al principio me molestó, y a continuación me di cuenta de que simplemente se trataba de una forma de decir «la jefa».

Un día de verano, un día particularmente bonito con un cielo casi despejado y una refrescante y suave brisa marina, regresé a mi despacho tras inspeccionar las actividades de la piscina y hablar con el encargado de los jardines acerca de crear nuevas zonas ajardinadas en la parte trasera del hotel. El correo estaba amontonado sobre mi mesa como de costumbre, y como de costumbre había una cantidad enorme. Empecé a ordenarlo, poniendo las facturas a un lado y las peticiones de reserva a otro junto con las cartas personales que algunos de nuestros huéspedes mandaban en respuesta a las tarjetas que nosotros remitíamos en ocasiones especiales.

Me llamó la atención una carta. La letra era casi ilegible y obviamente había ido de un lugar a otro antes de llegar a The Meadows y finalmente a Cutler s Cove. No reconocí el nombre. Me senté y abrí el sobre para sacar la fina hoja de papel. La tinta estaba tan descolorida que casi no se podía leer.

Querida Miss Lillian —empezaba.

Usted no me conoce, pero yo tengo la sensación de conocerla. Mi tío abuelo, Henry, me estuvo hablando de usted desde el día en que llegó hasta el día en que murió, que fue ayer.

La mayor parte de los días que pasó con nosotros transcurrieron contando una y otra vez su vida en The Meadows. Por la forma en que la contaba, pareció realmente buena. Nos gustaba especialmente oír hablar de las grandes fiestas que daban en los jardines, la música, la comida y los juegos que ustedes practicaban.

Cuando el tío Henry hablaba de usted, hablaba de una niña pequeña. Estoy segura que nunca pensó en usted como mujer. Pero le tenía en tanta estima y nos hablaba de lo guapa y dulce que era y lo bien que le había tratado que pensé que le escribiría para decirle que las últimas palabras que pronunció fueron para usted.

No sé cómo mirándome a mí lo pensó, pero creyó que yo era usted sentada a su lado. Me cogió de la mano y me dijo que no me preocupara. Dijo que regresaba a The Meadows, y que si le buscaba con suficiente empeño, lo encontraría pronto recorriendo el sendero de la entrada. Dijo que estaría silbando y que usted reconocería la música. Había tanta vitalidad en sus ojos cuando lo dijo que llegué a creer que ocurriría. Y yo quería que usted lo supiera.

Espero que se encuentre bien y que no se ría de mi carta.

Sinceramente,

Emma Lou, sobrina de Henry.

Dejé la carta a un lado y me recosté, con las lágrimas inundándome las mejillas. No sé cuánto tiempo permanecí allí sentada, recordando, pero debió ser un buen rato ya que el sol se había puesto y grandes sombras entraban por la ventana. Realmente tenía la sensación de estar en The Meadows y ser de nuevo una niña pequeña, y cuando miré por la ventana de mi despacho no vi el hotel.

Vi el largo sendero de entrada a la plantación y durante unos instantes regresé al pasado. Había una gran conmoción en la casa. Los sirvientes corrían de un lado a otro y mamá daba órdenes con voz cantarina. Louella pasó corriendo disponiéndose a cepillar el cabello de Eugenia y ayudarle a vestirse. Los veía a todos tan claramente como cuando vivía allí, pero nadie parecía poder verme a mí. Todos pasaban a mi lado y cuando llamé a mamá, ella continuó haciendo sus cosas como si no me oyera. Me puse frenética.

—¿Por qué no me oye nadie? —pregunté. Asustada, salí corriendo de la casa al porche. Pareció envejecer bajo mis pies y convertirse en algo destartalado y viejo, la madera descolorida y los escalones rotos—. ¿Qué está ocurriendo? —pregunté. Una bandada de golondrinas apareció y pasó volando por el prado antes de ocultarse tras los árboles. Me di la vuelta y miré la plantación. Parecía tan abandonada y deteriorada como ahora. Mi corazón se entristeció. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué iba a hacer?

Y entonces lo oí; el silbido de Henry. De un salto bajé los escalones del porche y corrí al sendero en el preciso momento en que él apareció. Llevaba su vieja maleta en la mano y su saco de ropa al hombro.

—Señorita Lillian —dijo—. ¿Dónde va corriendo tan deprisa?

—Todo está distinto, Henry, y nadie me hace ningún caso —me quejé—. Es como si ya no existiera.

—Vamos, no diga eso. Todo el mundo está muy ocupado ahora, pero nadie se va a olvidar de usted —me aseguró Henry—. Y nada ha cambiado.

—¿Pero puede ocurrir una cosa, así, Henry? ¿Puede uno de pronto ser invisible, desaparecer? ¿Y si es así, adonde se va?

Henry soltó la maleta y, extendiéndolos, me cogió en sus fuertes brazos.

—Se va al lugar que uno más ama, señorita Lillian, el lugar que uno considera su hogar. Eso es algo que no se pierde nunca.

—¿Tú también estás ahí, Henry?

—Supongo que sí, señorita Lillian. Supongo que sí.

Yo le abracé y entonces él me soltó, cogió la maleta y el saco y continuó recorriendo el sendero hasta llegar a The Meadows.

Y de alguna forma, de alguna forma mágica, la vieja y abandonada mansión empezó a resplandecer de nuevo, a ser lo que fue, llena de ilusión, risas y amor.

Henry tenía razón.

Yo había vuelto a casa.