15

ADIÓS

Llevando lámparas de petróleo, Vera y yo fuimos al ático para buscar el vestido de boda de mamá en uno de los baúles depositados al fondo, en el rincón de la derecha. Sacamos el polvo y limpiamos las telas de araña. Entonces buscamos hasta encontrarlo. Escondidos, con bolas de naftalina, entre el vestido, el velo y los zapatos había algunos de los recuerdos de la boda de mamá: su corsé, tieso y amarillento, arrugado entre las páginas de la Biblia de piel que utilizó el sacerdote, una copia de la invitación de boda acompañada de una extensa lista de los invitados, el ahora oxidado cuchillo de plata que se utilizó para cortar el pastel de bodas, y las copas de vino de plata, grabadas, de papá y ella.

A medida que iba sacándolo todo, no podía dejar de pensar en lo que mamá sintió justo antes de su boda. ¿Se sentía emocionada, era feliz? ¿Creía que casarse con papá y vivir en The Meadows iba a ser algo maravilloso? ¿Estaba enamorada de él, aunque sólo fuera un poquito? ¿Pretendió amarla él lo bastante como para que ella se lo creyese?

Había visto algunas de sus fotos de boda, desde luego. En ellas mamá tenía un aspecto joven y bello, radiante y llena de esperanza. Parecía estar orgullosa de su vestido y muy contenta por la extraordinaria excitación existente a su alrededor. Cuán diferentes iban a ser nuestras bodas. La suya había sido una gran fiesta que había conmocionado a toda la comunidad. La mía, en cambio, sería simple y rápida como un breve oficio de difuntos. Odiaría pronunciar la promesa y mirar al novio. Seguramente desviaría la mirada al decir: «Sí, quiero». Cualquiera de mis sonrisas sería falsa, una máscara que papá me obligaba a llevar. Nada sería real. De hecho, para poder aguantar la ceremonia, decidí fingir que me casaba con Niles. Este espejismo fue lo que me mantuvo con ánimo durante las dos semanas siguientes. Fue lo que me proporcionó el valor suficiente para hacer las cosas que había que hacer.

Vera y yo llevamos el vestido a su habitación, para arreglarlo y ajustarlo a mi medida, acortando y estrechándolo hasta que me quedó bien. Mientras Vera trabajaba, la pequeña Charlotte gateaba entre mis piernas y a nuestro alrededor, sentándose y mirando con interés. No podía saber que la ceremonia en cuestión me apartaría de su lado, y que, al igual que yo, muy pronto perdería a su verdadera madre. Traté de no pensar en ello.

—¿Cómo fue tu boda, Vera? —pregunté. Me miró dejando de coser el dobladillo.

—¿Mi boda? —Sonrió e inclinó la cabeza—. Rápida y sencilla. Nos casamos en la casa del cura, enfrente de su saloncito, con su mujer, mi papá y mi mamá y los padres de Charles. Ninguno de los hermanos de Charles vinieron. Tenían trabajo, y mi hermana en aquel tiempo trabajaba como ama de llaves y tampoco pudo asistir.

—Al menos tú estabas enamorada del hombre con el que te casaste —dije con tristeza.

Vera se recostó en la silla con una media sonrisa en la cara.

—¿Enamorada? —dijo—. Eso creo. En aquel momento aquello no era tan importante como iniciar una vida propia. El matrimonio era una promesa, una forma de trabajar en equipo y conseguir una situación más desahogada. Al menos —dijo con un suspiro—, así era como lo veíamos entonces. Siendo jóvenes, pensábamos que todo sería fácil.

—¿Charles fue tu único novio?

—El único, aunque siempre soñé con un príncipe azul que me arrebatase —confesó con una sonrisa. Entonces levantó y dejó caer sus hombros con un suspiro—. Pero llegó el momento de pisar tierra firme y acepté la proposición de Charles. Puede que Charles no sea el hombre más apuesto de la tierra, pero es bueno, trabajador y amable. A veces —Vera dijo, mirándome rápidamente—, es lo mejor que una jovencita puede esperar, lo máximo que puede conseguir. El amor, de la manera en que tú te lo imaginas ahora… es un lujo que sólo pueden disfrutar los ricos.

—Odio al hombre con el que voy a casarme aunque sea rico —declaré. Vera no necesitaba mi aseveración. Bajó la cabeza comprensivamente.

—Quizá —dijo, levantando la aguja y el hilo de nuevo— puedas cambiarle, o al menos llegar a tolerarle. —Hizo una pausa—. Has crecido mucho en estos últimos años, Lillian. No me cabe la menor duda al decir que tú eres la más fuerte y la más lista de los Booth. Algo en ti te dará la fuerza necesaria. Estoy segura de ello. Mantén tu posición. Tengo el presentimiento de que el señor Cutler está tan interesado en su propio placer que no tendrá ningunas ganas de discutir cuando se presente un conflicto.

Asentí y me acerqué a Vera para abrazarla y darle las gracias. Sus ojos se empañaron de lágrimas. La pequeña Charlotte estaba celosa de aquellas manifestaciones de afecto y lloró para que la cogiésemos en brazos. La levanté y la besé en la mejilla.

—Cuida de Charlotte lo mejor que puedas, Vera. Te lo pido por favor. Me destroza el corazón tener que dejarla.

—No tiene ni que pedírmelo, señorita Lillian. Para mí es como si fuera mi propio Luther. Los dos crecerán juntos y cuidarán uno del otro, estoy segura —dijo Vera—. Ahora ocupémonos del vestido. Quizá no sea el vestido más caro, pero va a sobresalir como el vestido más bonito jamás visto a este lado de Virginia. La señorita Georgia no querría que fuera de otra forma.

Reí y tuve que asentir. Si mamá estuviese viva y con buena salud, estaría corriendo por toda la casa, preocupándose de que todo estuviese limpio y ordenado. Pondría flores por todas partes. Sería todo como cuando organizaba sus famosas barbacoas. Era como si la estuviese viendo, cada vez más radiante, a medida que los minutos nos acercaban al gran acontecimiento. Cuando mamá era joven y hermosa irradiaba felicidad ante la actividad y la excitación como una flor ante la llegada de la primavera.

Esta «joie de vivre» era algo que Emily no había heredado. Tenía poco interés en los preparativos, excepto en hablar de los aspectos religiosos de la ceremonia con el cura, decidiendo las oraciones y los himnos. Y a papá sólo le preocupaba no excederse en los gastos. Cuando Bill Cutler se enteró de cómo papá estaba recortando el presupuesto, le dijo que no se preocupara por ello; él se ocuparía de pagar la factura. Quería que fuese una fiesta espléndida, a pesar de que iba a ser muy limitada.

—Tengo algunos amigos íntimos que han confirmado su asistencia. Asegúrense de que haya música —ordenó—. Y suficiente whisky, del bueno. Nada de cazalla sureña.

A papá le avergonzaba tener que aceptar la ayuda de su futuro yerno, pero accedió a las exigencias de Bill Cutler: contrató una orquesta y algunos sirvientes para que ayudasen a Vera a servir y a preparar platos especiales.

A medida que se acercaba el día de mi boda estaba cada vez más nerviosa. A veces me detenía en medio de alguna actividad y me daba cuenta de que mis dedos temblaban, mis piernas se movían y una sensación de vacío me revolvía la boca de mi estómago. Como si supiese que su mera presencia podía hacerme cambiar de opinión, Bill Cutler se mantuvo alejado de The Meadows hasta el día de la boda. Le dijo a papá que tenía que volver a Cutler’s Cove para supervisar el hotel. Su padre había muerto y su madre era demasiado vieja y senil para viajar. Era hijo único y regresaría con sus amigos íntimos y sin familiares.

Algunos de los primos de papá y mamá también asistirían. La señorita Walker contestó a mi invitación y prometió venir. Papá ciñó sus invitaciones a media docena de familias vecinas, eliminando la de los Thompson. Entre todos habría escasamente tres docenas de invitados, a diferencia del gentío que solía asistir a alguna de las fiestas cuando The Meadows estaba en su pleno apogeo.

La noche antes de mi boda no pude probar bocado. Tenía un nudo en el estómago. Me sentía como en una cuerda de presos encadenados entre sí. Papá me miró y montó en cólera.

—No se te ocurra mañana bajar las escaleras con esa cara tan larga, Lillian. No quiero que la gente piense que te estoy enviando al patíbulo. Me estoy gastando todo lo que puedo y más para que todo quede bien —dijo, fingiendo no haber aceptado nada de Bill Cutler.

—Lo siento, papá —exclamé—. Ya lo intento, pero no puedo.

—Tendrías que sentirte feliz —intercaló Emily—. Vas a participar en uno de los sacramentos más elevados, el matrimonio, y deberías pensar en él como tal —sermoneó, mirándome pomposamente con su larga nariz.

—No puedo pensar en mi matrimonio como en un sacramento; se trata más bien de una venta —repliqué—. No me siento mejor tratada que los esclavos antes de la Guerra Civil, intercambiada como si fuera una vaca o un caballo.

—¡Maldita sea! —chilló papá, golpeando la mesa con su puño. Los platos saltaron—. Si me avergüenzas mañana…

—No te preocupes, papá —dije con un suspiro—. Cruzaré la iglesia y me casaré con Bill Cutler. Repetiré las palabras, pero eso será todo, una vulgar repetición. No tendré en cuenta ninguna de mis promesas.

—Si pones la mano sobre la Biblia y mientes… —amenazó Emily.

—Basta ya, Emily. ¿Piensas que Dios es sordo y estúpido? ¿Crees que no puede leer nuestros corazones y nuestras mentes? ¿De qué me sirve el decir que creo en las palabras de promesa del matrimonio, si en mi corazón no lo siento? —me recosté en la silla—. Algún día, Emily, llegarás a comprender que Dios tiene que ver tanto con el amor y la verdad como con el castigo y la justicia, dándote cuenta de lo que te has perdido al persistir obcecadamente en tu error —le dije. Me levanté antes de que pudiese responder y la dejé a ella y a papá para que siguieran con sus propios pensamientos.

No dormí mucho. En vez de ello, me senté al lado de la ventana mirando cómo el cielo se iba cubriendo de estrellas. Al amanecer, una ola de nubes se recortó en el horizonte y empezó a cubrir los diminutos diamantes parpadeantes. Cerré los ojos y me dormí un rato, y cuando desperté de nuevo vi que iba a ser un día lánguido y gris que amenazaría lluvia. Acentuando, cómo no, mi melancolía y desdicha. No bajé a desayunar. Vera anticipó mi actitud trayéndome una bandeja con té y cereales calientes.

—Será mejor que tomes algo —me aconsejó—, o te desmayarás en el altar.

—Quizá sea lo mejor, Vera —dije, pero la obedecí y comí cuanto pude. Oí llegar a las personas que habían contratado para ayudar en la recepción y cómo daban comienzo los preparativos y se iniciaban los arreglos en el salón de baile. Poco tiempo después, algunos de los primos de mamá y papá empezaron a llegar. Algunos venían desde más de cien millas de distancia. Los músicos hicieron su aparición y, tan pronto como sacaron sus instrumentos, se oyó música. En un instante la plantación ofrecía un aire de lo más festivo. Los aromas de exquisitas comidas inundaban los pasillos, el oscuro y viejo lugar se transformó en otro, lleno de luz y ruido con el parloteo de la gente. A pesar de mi estado de ánimo no podía evitar sentir cierta satisfacción con los cambios.

Charlotte y Luther estaban muy ilusionados con la llegada de todos los invitados y sirvientes. Algunos de los parientes de mamá y papá no habían visto nunca a Charlotte, y la acariciaban. Después, Vera la subió a mi habitación a verme. Le había hecho un vestidito de fiesta, y estaba adorable. Tenía ganas de estar en la fiesta para reunirse con Luther y no perderse nada.

—Al menos los niños están contentos —murmuré. Me fijé en el reloj. Con cada movimiento, las manecillas se iban acercando más y más a la hora en la que yo tendría que salir de mi habitación y bajar las escaleras al son de las notas de La Marcha Nupcial. Sólo que a mí me parecía que estaba bajando las escaleras para subir después al cadalso.

Vera me dio un apretón de manos y sonrió.

—Estás preciosa, querida —dijo—. Tu madre estaría muy orgullosa de ti.

—Gracias, Vera. Cómo me gustaría que estuvieran aquí Tottie y Henry.

Ella asintió, cogió la manita de Charlotte y me dejó allí hasta que el reloj diese la hora. No hace tantos años, cuando mamá estaba viva y bien de salud, soñé en cómo sería el día de mi boda. Hubiésemos pasado horas y horas en su tocador planeando cómo colocar cada mechón de mi cabello. Luego hubiéramos experimentado con el colorete y el pintalabios. Yo habría vestido un modelo diseñado exclusivamente para mí, con el velo y los zapatos haciendo juego. Mamá hubiera buscado en su joyero tratando de escoger el brazalete y collar más adecuados.

Una vez se decidió todo lo que yo me pondría y con los preparativos acabados, nos hubiésemos sentado durante horas y horas a hablar. Yo hubiese escuchado los relatos de su propia boda y mamá me hubiera dado consejos de cómo comportarme con mi marido la primera noche. Entonces, al bajar las escaleras, la hubiese visto contemplarme con ojos rebosantes de amor y orgullo. Hubiésemos intercambiado miradas y sonrisas como dos amigas cómplices. Me cogería la mano y me la apretaría antes de subir al altar, y al finalizar la ceremonia sería la primera en desearme toda la suerte y felicidad que la vida me tenía reservadas. Yo lloraría y me sentiría atemorizada cuando llegase el momento de partir en viaje de novios, pero la sonrisa de mamá me calmaría y yo me sentiría lo bastante fuerte como para empezar mi maravillosa vida de casada.

En vez de este panorama tan halagüeño estaba sentada en mi siniestra habitación y escuchaba el terrible tictac de mi reloj, sólo en compañía de mis sombríos pensamientos.

Me sequé las lágrimas y aguanté la respiración cuando escuché que subía el tono de la música y oí los pasos de papá en el pasillo. Había venido para acompañarme hasta el principio de la escalinata. Había venido para entregarme, intercambiarme, y reparar sus disparates y así salirse con la suya. Me levanté y lo recibí con cara de piedra en cuanto abrió la puerta.

—¿Preparada? —preguntó.

—Tan preparada como nunca lo estaré —dije. Sonrió estúpidamente, se atusó el bigote y me ofreció su brazo.

Me apoyé en su brazo y empezamos a salir, deteniéndome en la puerta para mirar mi habitación, que en un momento dado fue como una prisión para mí. Pero pensé que veía la cara de Niles en la ventana mirando hacia adentro y sonriendo. Sonreí, cerré los ojos, fingí que era él quien me estaba esperando abajo, y seguí caminando con papá.

Bajé despacio, temerosa de que mis piernas se quebraran haciéndose añicos como el cristal en caso de caerme por la escalera de caracol, dejándome totalmente descompuesta a los pies de los sonrientes invitados que se encontraban sentados y esperando. Me fijé en la señorita Walker, que me sonreía, y repuse mis fuerzas. Papá saludó con la cabeza a algunos de sus amigos. Vi las caras de los amigos de mi futuro marido, desconocidos que me contemplaban y escudriñaban para ver quién había robado el corazón de Bill Cutler. Algunos sonrieron con idénticas muecas libertinas; otros en cambio se mantuvieron interesados, curiosos.

Nos detuvimos al final de las escaleras. Los allí reunidos aplaudieron. Frente a nosotros, el sacerdote esperaba con Bill Cutler. Se giró y esbozó su arrogante sonrisa hacia mí mientras me conducían por el pasillo como un cordero al matadero. Sin lugar a dudas estaba apuesto, con su esmoquin y su cabello negro rizado bien peinado en las sienes. Vi a Emily sentada al frente, con Charlotte a su lado perfectamente sentada, sus grandes ojos siguiendo el movimiento de todos y cada uno y abriéndolos de par en par cuando me vio acercarme. Papá me llevó hasta el improvisado altar y se quedó atrás. La música cesó. Alguien tosió. Oí risas ligeras de los amigos de Bill, y entonces el sacerdote levantó sus ojos al techo e inició la ceremonia.

Dijo dos oraciones, una más larga que la otra. Entonces hizo una señal con la cabeza a Emily y empezó el himno. Los invitados estaban impacientes, pero ni él ni Emily hicieron caso alguno. Cuando la ceremonia tocó a su fin, el sacerdote fijó sus tristes ojos en mí, ojos que yo siempre pensé que se parecían a los de un director de pompas fúnebres, y empezó a recitar la fórmula del matrimonio. Tan pronto como preguntó «¿Quién da a esta mujer en matrimonio?», papá se lanzó hacia adelante y cacareó: «Yo». Bill Cutler sonrió, pero yo bajé la cabeza mientras el sacerdote continuaba describiendo cuán sagrado y serio era el matrimonio, antes de llegar a la parte donde me preguntaba si yo quería a este hombre como mi fiel esposo.

Lentamente dejé que mis ojos se posaran sobre la cara de mi futuro marido, y el milagro por el que yo había rezado, ocurrió. No vi a Bill Cutler; vi a Niles, dulce y apuesto, sonriéndome con amor, de la misma forma que él lo había hecho una y otra vez en el estanque mágico.

—Sí quiero. —En ningún momento oí la promesa de Bill Cutler, pero cuando el sacerdote nos declaró marido y mujer noté cómo levantaba mi velo y presionaba ansiosamente sus labios sobre los míos, besándome tan fuerte e intensamente que provocó suspiros entre la audiencia. Mis ojos se abrieron de golee y dirigí mi mirada hacia la cara de Bill Cutler, que irradiaba placer. Se oyeron vítores y los invitados se levantaron para ofrecerme sus más calurosas felicitaciones. Cada uno de los amigos de mi nuevo marido me dio un beso deseándome suerte, guiñando el ojo al hacerlo. Uno de ellos dijo:

—Necesitarás mucha suerte, estando casada con este truhán.

Finalmente, fui capaz de apartarme para hablar con la señorita Walker.

—Te deseo toda la felicidad y salud que la vida te pueda ofrecer, Lillian —me dijo, abrazándome.

—Y yo desearía estar aún en su clase, señorita Walker. Desearía poder regresar unos años atrás y volver a ser aquella niña pequeña, con ganas de que me enseñasen e ilusionada con todas las pequeñas cosas que aprendía.

Se alegró.

—Te echaré de menos —dijo—. Tú fuiste mi mejor y más brillante alumna. Abrigué la ilusión de que llegaras a ser profesora, pero ahora comprendo que tendrás mucha más responsabilidad como dueña y señora de un importante centro hotelero en la playa.

—Hubiera preferido ser profesora —dije. Ella sonrió como si yo hubiera deseado algo imposible.

—Escríbeme de vez en cuando —dijo, y le prometí hacerlo.

En cuanto finalizó la ceremonia, empezó la fiesta. No tenía apetito, a pesar de la fantástica comida que se sirvió. Estuve un rato con alguno de los parientes de papá y mamá, me preocupé de que Charlotte comiera y bebiera algo, y entonces, en cuanto pude, me escapé. Una ligera lluvia había empezado a caer, pero la ignoré por completo. Me levanté la falda y me apresuré a salir por la puerta trasera de la casa, cruzando el patio rápidamente. Encontré el camino que me llevaba hacia el campo del norte y prácticamente corrí todo el rato hasta el cementerio familiar para despedirme de mamá y Eugenia, que yacían la una al lado de la otra.

Las gotas de lluvia se entremezclaron con mis lágrimas, no podía decir nada. Todo lo que podía hacer era quedarme de pie y llorar, mis hombros agitándose, mi corazón tan pesado que pensé que se había vuelto de piedra en mi pecho. Mis recuerdos me transportaron a un día soleado de muchos años atrás, cuando Eugenia todavía no estaba tan enferma cómo llegó a estarlo. Ella, mamá y yo estábamos en la glorieta. Bebíamos limonada fresca y mamá nos contaba historias de su juventud. Yo tenía cogida la mano de mi hermana y las dos dejamos vagar nuestros pensamientos junto a mamá, quien no paraba de describirnos algunos de los mejores días de su juventud. Habló con tal sentimiento e ilusión que era como si las dos hubiéramos estado allí.

—¡Oh, niñas!, el sur era entonces un lugar maravilloso. Se celebraban fiestas y bailes, el ambiente era único; los hombres siempre tan atentos y educados y las jovencitas cantando siempre el estribillo de una canción u otra. Nos enamorábamos cada día de alguien diferente, y nuestras emociones cabalgaban con el viento. Era como un cuento de hadas, el cual cada mañana empezaba con la conocida frase de «Erase una vez…».

»Rezo, queridas niñas, para que así sea para vosotras dos. Venga, dejad que os abrace —dijo, extendiendo sus brazos hacia nosotras. Nos hundimos en su pecho y sentimos su corazón palpitar de alegría. En aquellos días parecía que nada malo o cruel podía ocurrimos.

—Adiós, mamá —dije finalmente—. Adiós, Eugenia. Nunca dejaré de pensar en ti ni de quererte.

El viento despeinó mi cabello y la lluvia empezó a arreciar. Tenía que irme y regresar rápidamente a la casa. La fiesta estaba en su apogeo. Todos los amigos de mi marido eran ruidosos y alborotadores, haciendo girar a sus mujeres salvajemente mientras bailaban.

—¿Dónde estabas? —preguntó Bill cuando me vio en la puerta.

—Me fui a despedir de mamá y Eugenia.

—¿Quién es Eugenia?

—Mi hermana, la que murió.

—¿Otra hermana? Bueno, si está muerta, ¿cómo le dijiste adiós? —preguntó. Ya había consumido bastante alcohol y se ladeaba cuando hablaba.

—Fui al cementerio —dije secamente.

—Los cementerios no son un sitio adecuado para una novia —murmuró—. Venga. Vamos a enseñarle a esta gente cómo se baila. —Antes de que pudiera negarme, me agarró el brazo y me arrastró a la pista de baile. Los que estaban bailando se apartaron para dejarnos más espacio. Bill me cogió con evidente torpeza. Traté de moverme con la mayor gracia posible, pero Bill tropezó con sus propios pies y cayó, arrastrándome con él. A todos sus amigos les pareció muy jocoso, pero yo no podía estar más abochornada. Tan pronto como pude ponerme en pie, salí corriendo y subí a mi habitación. Me quité el vestido de boda y me puse ropa de viaje. Todas mis cosas ya estaban dentro del equipaje y mis baúles colocados cerca de la puerta.

Al cabo de una hora, aproximadamente, Charles subió y llamó a la puerta.

—El señor Cutler me ha ordenado que cogiera sus cosas y las pusiera en el coche, señorita Lillian —dijo con tono de disculpa—. Me ha ordenado que baje. —Yo asentí con la cabeza, contuve la respiración, y empecé a bajar. La mayoría de los invitados todavía estaban allí, esperando para despedirse y desearnos suerte. Bill estaba repantigado en un sofá, sin corbata, y con el cuello de la camisa abierto. Parecía congestionado, pero se puso en pie en cuanto aparecí.

—¡Hela aquí! —anunció—. Mi nueva esposa. Bueno, nos vamos de luna de miel. Sé que a alguno de vosotros os gustaría acompañarnos —añadió y sus amigos rieron—. Pero sólo hay sitio para dos en nuestra cama.

—Espera y verás —gritó alguien. Se oyeron más carcajadas. Todos sus amigos se reunieron a su alrededor para darle palmaditas en la espalda y darle la mano una última vez.

Papá, que había bebido demasiado alcohol, estaba despatarrado en una silla, con la cabeza ladeada.

—¿Lista? —preguntó Bill.

—No, pero iré contigo —dije. Se rió de esto y empezó a poner su brazo bajo el mío cuando se acordó de algo.

—Un momento —dijo y sacó el documento de propiedad de papá de The Meadows, el documento que había ganado en una partida de cartas. Se acercó con paso lento hacia él y le sacudió los hombros.

—¿Qu… qué? —dijo papá, sus ojos se agrandaron pestañeando nerviosamente.

—Aquí tienes, papi —dijo Bill, y hundió el documento en las manos de papá. Papá lo miró atontado durante unos instantes y entonces me miró a mí. Yo aparté la mirada hacia Emily, que estaba de pie con algunos de nuestros familiares y tomando sorbitos de una taza de té. Sus ojos se cruzaron con los míos y, por un momento, pensé que había una expresión de pena y compasión en su cara.

—Vamos, señora Cutler —dijo Bill. El grupo nos siguió hasta la puerta, donde Vera esperaba con Charlotte en sus brazos y Luther a su lado. Me paré para coger a Charlotte una vez más y besar su mejilla. Me miró extrañada empezando a comprender la finalidad de esta separación. Sus ojos empequeñecieron con aire

—Lil —dijo cuando la dejé en los brazos de Vera—. Lil.

—Adiós, Vera.

—Dios te bendiga —dijo Vera, tragándose rápidamente las lágrimas. Acaricié los cabellos de Luther y le besé en la frente, entonces seguí a mi nuevo marido hacia la puerta principal de The Meadows. Charles tenía todo el equipaje cargado en el coche, y los ruidosos amigos de Bill se despedían a gritos desde la puerta.

—Adiós, señorita Lillian. Buena suerte —dijo Charles.

—Ya no necesita más suerte —dijo Bill—. Me tiene a mí.

—Todos necesitamos algo de suerte —insistió Charles. Me ayudó a subir al coche y cerró la puerta mientras Bill se colocaba detrás del volante. Tan pronto como el coche estuvo en marcha, Bill giró y empezó a conducir por el camino de baches.

Miré atrás. Vera estaba ahora en el dintel de la puerta, todavía con Charlotte en sus brazos y Luther a su lado, aferrándose a su falda. Saludó con la mano.

«Adiós», articulé. Me despedí de una casa diferente, una Meadows distinta, la que yo disfruté y estimé con cariño. The Meadows, de la que yo me despedí, era una plantación rebosante de luz y de vida.

Me despedía del canto de los pájaros, del revoloteo de las golondrinas de la chimenea, del parloteo de los sinsontes y arrendajos, de la alegría de verles saltar de una rama a otra. Mi adiós iba dirigido a una casa de una plantación limpia, radiante, con ventanas que brillaban y columnas que estaban rectas y erguidas bajo la luz del sol sureño; una casa con herencia e historia, cuyas paredes vibraban con las voces de docenas de sirvientes. Mi adiós iba para los blancos y estrellados magnolios, la glicinia que cubría las verandas, el brillante ladrillo blanco y los setos de mirtilo rosa pálido, los verdes prados alfombrados con fuentes camarinas en las cuales los pájaros se bañaban y sumergían sus plumas. Mi adiós atravesaba un paseo de espesas y frondosas hayas alineadas. Mi adiós era para Henry cantando mientras trabajaba, para Louella tendiendo la ropa recién lavada y perfumada, para Eugenia saludando desde su ventana, para mamá mirando por encima de una de sus novelas de amor, para su cara sonrosada por algo que acababa de leer.

Y mi despedida era para una niña corriendo alegremente paseo arriba llevando en su mano cerrada un trabajo del colegio cubierto de estrellas doradas, gritando con tanta alegría e ilusión que pensaba que explotaría.

—¿Por qué estás llorando? —exigió saber Bill.

—Por nada —dije rápidamente.

—Éste debería ser el día más feliz de tu vida, Lillian. Estás casada con un guapo y joven caballero del sur que brilla en lo más alto de su fama. Te estoy rescatando. Eso es lo que estoy haciendo —alardeó.

Me limpié las mejillas y me volví mientras continuábamos dando saltos por los baches del sendero.

—¿Por qué querías casarte conmigo? —pregunté.

—Vaya, Lillian —dijo—, eres la primera mujer que he conocido, que he deseado y que no he conseguido que me deseara. Desde el primer momento supe que eras algo especial y Bill Cutler no es el tipo de hombre que pasa por alto algo especial. Y, además, todo el mundo viene diciéndome que ya es hora de que tenga una esposa. Los huéspedes de Cutler’s Cove son gente de familia. Pronto formarás parte de todo ello.

—Sabes que no te quiero —dije—. Sabes perfectamente por qué me casé contigo.

Él se encogió de hombros.

—No me importa. Empezarás a quererme en el preciso momento en que te haga el amor —prometió—. Entonces te darás cuenta de la suerte que has tenido.

»De hecho —prosiguió, mientras empezábamos a alejarnos de The Meadows—, he decidido que deberíamos detenernos en el camino y no retrasar durante más tiempo tu buena suerte. En vez de pasar la noche de bodas en Cutler’s Cove, la pasaremos en un hotelito que conozco a una hora y media de aquí. ¿Qué te parece la idea?

—Horrible —murmuré.

Él se rió a grandes carcajadas.

—Igual que un caballo salvaje —afirmó—. Voy a disfrutar con esto.

Continuamos nuestro camino y sólo miré atrás una sola vez cuando llegamos al sendero que nos conducía a Niles y a mí al estanque mágico. Cómo me hubiera gustado detenerme y poder hundir los dedos en el agua mágica y desear estar en otro lugar.

Pero la magia sólo se produce cuando estás con personas a las que quieres. Pasaría mucho tiempo antes de que volviera a verla o sentirla, y aquello, más que todo lo demás, me hacía sentir sola y perdida.

Si me hubiera casado con un hombre al que amase y que a su vez me amara a mí, la posada Dew Dropp —el pequeño hotel que Bill había encontrado para nuestra noche de bodas— hubiera resultado encantadora y romántica. Era un edificio de dos plantas con persianas de azul brillante y revestimientos de tablilla blanca, apartado de la carretera y asentado entre robles y nogales. El edificio tenía grandes ventanales y porches con espigados soportes. Nuestra habitación en la parte superior daba a un rellano que nos proporcionaba un amplio panorama del paisaje colindante. En la planta baja había un salón grande con muebles coloniales bien conservados, y paisajes al óleo sobre la chimenea y en las paredes del pasillo y del comedor.

Los Dobbs, los propietarios, eran una pareja mayor que Bill, evidentemente, había conocido en el camino de The Meadows al planear minuciosamente nuestro itinerario. Sabían que regresaría con su nueva esposa. El señor Dobbs era alto, un hombre delgado con dos patillas de cabello gris a cada lado de la calva que relucía cubierta de manchas de la edad. Tenía unos pequeños ojos marrón claro, y una larga y estrecha nariz que le colgaba sobre la delgada boca. Dada su altura y su delgadez, además de sus rasgos faciales, me recordaba un espantapájaros. Tenía unas manos grandes con dedos largos y se frotaba continua y nerviosamente las palmas al hablar. Su esposa, también alta, pero mucho más gruesa y con hombros como los de un leñador y un pesado y duro pecho, se mantenía a un lado, asintiendo a todo lo que decía su marido.

—Espero que estén cómodos y calientes y que disfruten de su estancia entre nosotros —dijo el señor Dobbs—. Mañana, Marión, les hará un desayuno estupendo, ¿verdad, Marión?

—Todos los días hago un desayuno estupendo —dijo con firmeza, y a continuación sonrió—. Pero mañana será especial, considerando la ocasión y los huéspedes que nos visitan.

—Y supongo que los dos tendrán verdadero apetito —añadió el señor Dobbs, guiñándole un ojo y sonriéndole a Bill, que irguió los hombros y le devolvió la sonrisa.

—Confío en que así sea —contestó.

—Todo está como usted quería —dijo el señor Dobbs—. ¿Quiere que le vuelva a mostrar el camino?

—No es necesario —dijo Bill—. Primero le enseñaré la habitación a mi esposa y regresaré a recoger nuestras cosas.

—¿Quiere que le ayude a hacerlo? —preguntó el señor Dobbs.

—Tampoco es necesario —dijo Bill—. Me siento pictórico de energía esta noche —añadió. Me cogió de la mano y me condujo hasta las escaleras.

—Bueno, que duerman bien y que no les piquen las pulgas —añadió el señor Dobbs a modo de broma.

—No tenemos pulgas, Horace Dobbs —dijo su mujer, muy seria— y nunca las hemos tenido.

—Hablo en broma, madre. Sólo era una broma —murmuró, y se alejó apresuradamente.

—Enhorabuena —dijo la señora Dobbs antes de seguir a su marido. Bill asintió y continuó conmigo hacia arriba.

La habitación era agradable. Tenía una cama de latón con cuidados dibujos en el cabezal y los postes, un amplio colchón cubierto por un edredón floreado y dos enormes almohadas haciendo juego. Las ventanas lucían unas cortinas de algodón, azuladas y blancas. El suelo de madera parecía haberse pulido una y otra vez para resaltar su natural resplandor. Había una suave alfombra de lana beige bajo la cama. Ambas mesillas de noche tenían lámparas de petróleo de latón.

—La escena de la seducción —anunció Bill, contento—. ¿Qué te parece?

—Es muy bonito —tuve que admitir. Por qué culpar a los Dobbs de mi infelicidad, pensé, o a esta agradable casa.

—Tengo buen ojo para estas cosas —alardeó—. Es la sangre de propietario de hotel que llevo dentro. Iba conduciendo, pensando en nuestra primera noche juntos cuando vi este lugar, pisé el freno y entré a efectuar los preparativos. Normalmente no me molesto en complacer a las mujeres, ¿sabes?

—Según el sacerdote, ya no soy cualquier mujer para ti. Da la casualidad que pronunció las palabras marido y mujer —dije secamente. Bill se echó a reír y me enseñó dónde estaba el cuarto de baño en el pasillo.

—Bajaré a buscar tu bolsa y la mía mientras te pones cómoda —dijo, señalando la cama— y te preparas. —Se relamió anticipadamente y se dio media vuelta bajando apresuradamente las escaleras.

Yo me senté en la cama y crucé las manos sobre mi regazo. Mi corazón empezaba a latir con fuerza. En pocos minutos tendría que entregarme a un hombre que casi no conocía. El descubriría todos los detalles íntimos de mi cuerpo. Me había estado diciendo a mí misma que podría superar este mal trago cerrando los ojos y fingiendo que Bill Cutler era Niles, pero ahora que estaba aquí y faltaban pocos minutos para que tuvieran lugar los acontecimientos, me di cuenta de que sería imposible alejar la verdad y sustituirla por un sueño. Bill Cutler no era el tipo de hombre que se pudiera negar.

Bajé la vista y vi que me temblaban los dedos. Las rodillas me tiritaban; y mis ojos querían soltar las lágrimas. La niña pequeña que en mí aún existía quería pedir clemencia, llamar a mamá. ¿Qué iba a hacer? ¿Debería rogarle a mi nuevo marido que fuera tierno y comprensivo y me concediera más tiempo? ¿Debería confesar todos los horrores de mi vida y buscar su compasión?

Otra parte de mí gritaba NO, con fuerza y claridad. Bill Cutler no era el tipo de hombre capaz de entender y preocuparse por estas cosas; no era un caballero del sur, en ningún sentido de la palabra. Recordé las sabias palabras del viejo Henry: «Una rama que no se dobla con el viento acaba rompiéndose». Contuve la respiración y me reprimí las lágrimas. Bill Cutler no vería temor en mi rostro, ni lágrimas en mis ojos. Sí, el viento me llevaba de un lugar a otro, y aparentemente aquello no tenía solución, pero tampoco significaba que yo tuviera que gemir y llorar.

Me movería con mayor celeridad que el viento. Me doblegaría con más fuerza. Haría que el endemoniado viento pareciera inadecuado, y tomaría en mis manos mi propio destino.

Cuando Bill regresó a nuestra habitación con las bolsas, yo ya estaba desvestida y bajo las mantas. Se detuvo en el umbral de la puerta, la mirada sorprendida. Sabía que encontraría cierta resistencia, incluso deseaba que así fuera para poder intimidarme.

—Vaya, vaya —dijo, dejando las bolsas en un rincón—. Vaya, vaya. —Merodeó a mi alrededor como un gato al acecho, a punto de saltar—. Qué apetecible.

Yo quería decir «acabemos con esto» pero mantuve los labios sellados y le seguí con la mirada. Él se arrancó la corbata y literalmente destrozó el resto de sus prendas, impaciente con los botones y las cremalleras. Tuve que admitir que era un hombre guapo, delgado y musculoso. La forma en que le miraba le sorprendió y tuvo que hacer una pausa antes de quitarse los calzoncillos.

—No tienes cara de virgen —dijo—. Pareces más sabia y estás muy tranquila.

—Nunca dije que fuera virgen —respondí. Él se quedó boquiabierto y los ojos se le abrieron como platos.

—¿Qué?

—Tú tampoco dijiste que fueras virgen, ¿verdad? —pregunté con gran claridad.

—Vamos a ver. Tu padre me dijo que…

—¿Te dijo qué? —pregunté, muy interesada.

—Me dijo… me dijo que… —titubeó— que nunca habías tenido ningún novio, que nadie te había tocado… Hicimos un pacto. Nosotros…

—Papá no tenía mucha idea de lo que ocurría en The Meadows. Normalmente estaba fuera jugando y ligando —dije—. ¿Por qué? ¿Quieres devolverme ahora?

—¿Eh? —Durante unos minutos se quedó mudo.

—Toda esta excitación me ha dado sueño —dije—. Creo que dormiré una siestecita. —Me di media vuelta, dándole la espalda.

—¿Qué? —dijo. Yo sonreí para mis adentros y esperé—. Un momento, jovencita —declaró por fin—. Se trata de nuestra noche de bodas. No tengo intención de pasármela durmiendo.

Yo no respondí. Esperé. Él murmuró unas palabras y, tras unos minutos, se metió en la cama a mi lado. Durante un rato estuvimos el uno al lado del otro, Bill mirando fijamente al techo y yo acurrucada a unos centímetros de él. Finalmente, sentí su mano sobre mi cadera.

—Vamos a ver —dijo—. Sea cual sea la verdad acerca de ti, ahora somos marido y mujer. Tú eres la señora William Cutler Segundo y yo reclamo mis derechos conyugales. —Presionó con mayor fuerza para que me diera la vuelta. En cuanto lo hice, sus manos me cogieron y sus labios presionaron sobre los míos. Mis labios se abrieron bajo su prolongado beso. Me sorprendí cuando su lengua tocó la mía y entonces él se echó a reír y apartó la cabeza mirándome con condescendencia.

—No tienes tanta experiencia, después de todo.

—Desde luego, no tanta como otras mujeres que has conocido, estoy segura —dije.

Él se echó a reír.

—Eres una jovencita orgullosa, Lillian. Veo que vas a ser una excelente señora en Cutler s Cove. Las cosas no me han salido tan mal, después de todo —dijo, y lo dijo más para sí mismo que para mí.

Inclinó su rostro sobre el mío y pasó los labios por encima de mis ojos, mis mejillas, mi barbilla y mi cuello, y continuó hacia abajo, besándome los pechos, deteniéndose sobre mis pezones, y gimió. Hundió la nariz en mi pecho, inhalando mi aroma. A pesar de mi desgana e infelicidad, mi curiosidad acompañó las agradables sensaciones que invadían mi cuerpo en oleada tras oleada, llevándome a lugares a los que jamás había esperado ir. Gemí cuando continuó su viaje por mi cuerpo, posando sus labios sobre mi estómago.

—Digas lo que digas —murmuró— para mí eres como una virgen.

Qué distinto era el sexo cuando lo esperabas. Lo que me había hecho papá seguía encerrado en los rincones más oscuros de mi mente, encerrado con las peores pesadillas y temores infantiles. Pero esto era diferente. Mi cuerpo estaba interesado y se mostraba receptivo, y pensara lo que pensara mi mente las sensaciones agradables fueron en aumento hasta que Bill me penetró y consumamos nuestro matrimonio de conveniencia con una pasión animal. Yo me elevé y descendí a su ritmo, pasando de momentos de terror a momentos de placer, y cuando acabó, cuando él explotó en mi interior con cálidos espasmos, creí que mi corazón explotaría y que moriría en la cama la noche de bodas. Un sofoco me cubrió el cuello e hizo que mis mejillas parecieran estar ardiendo.

—Bueno, bueno —dijo—. Bueno. —Se puso boca arriba. Él también tenía que recuperar la respiración—. No sé quién era tu amante —dijo— pero también debía ser virgen. —A continuación se echó a reír.

Quería contarle la verdad. Quería que desapareciera de su rostro aquella sonrisa de autosatisfacción y orgullo, pero tenía demasiada vergüenza.

—En cualquier caso —continuó— ahora ya sabes por qué eres una mujer con suerte. —Se rió—. Y ahora eres la nueva señora Cutler. —Cerró los ojos—. Creo que tienes razón. Una siesta sería lo mejor. Ha sido un día muy largo.

Al cabo de unos instantes estaba roncando. En cambio yo me quedé despierta durante horas, o eso me pareció. El cerrado y lluvioso cielo nocturno empezó a despejarse. Por la ventana vi una estrella entre dos pequeñas nubes que seguían a otras más grandes y espesas.

Había sobrevivido a esta prueba. Incluso me sentía con más fuerza. Quizá Vera tuviese razón; quizá pudiera llegar a controlar mi vida y cambiar lo suficiente a Bill Cutler como para tolerarlo y soportarlo en el futuro. Ahora era la señora Cutler y me dirigía a mi nuevo hogar, y por lo poco que sabía se trataba de un hogar impresionante y verdaderamente interesante.

¿Qué lógica, qué razón tenía el Destino para negarme el tierno y verdadero amor del que hubiéramos disfrutado Niles y yo? ¿Por qué, en lugar de mi deseo, me concedía a este desconocido que ahora dormía a mi lado como marido, después de un matrimonio bendecido por la Iglesia? El sacerdote no preguntó nunca si estábamos enamorados; sólo exigió que cumpliéramos nuestros juramentos. ¿Qué es entonces un matrimonio sin amor, aunque la ceremonia la celebre un sacerdote?

Dos sinsontes reconociéndose mutuamente gracias a su canto tenían más razón de ser, pensé.

En The Meadows, seguramente Vera estaba acostando a la pequeña Charlotte. Charles estaría terminando las tareas del día. Probablemente, Luther trabajase con él. Emily estaría encerrada en su habitación, de rodillas y rezando, y papá durmiendo la mona, con el título de propiedad todavía en la mano.

Y yo, yo esperaba la llegada de la mañana y el viaje que nos aguardaba, lleno de misterio, lleno de sorpresas, porque la única promesa que me quedaba era la promesa del mañana.