14

EL PASADO SE DESPIDE.
LLEGA EL FUTURO

Durante los días que siguieron, papá no mencionó la pérdida de The Meadows en una partida de póquer. Pensé que quizá se había serenado y había encontrado la forma de resolver el problema. Pero una mañana, a la hora del desayuno, se aclaró la garganta, se estiró el bigote y anunció:

—Bill Cutler pasará esta tarde a ver la casa y el terreno.

—¿Bill Cutler? —preguntó Emily, arqueando las cejas. No le gustaba tener visitas, especialmente si eran de desconocidos.

—El hombre que me ganó la plantación —respondió papá, casi atragantándose con las palabras. Agitó el puño cerrado delante del rostro—. Si sólo pudiera reunir una cantidad de dinero para apostar, podría volver al juego y ganar la plantación con la misma rapidez con que la perdí.

—El juego es un pecado —afirmó Emily con expresión severa.

—Yo ya sé lo que es pecado y lo que no lo es. Es un pecado perder la plantación de mi familia. Eso sí que es un pecado —rugió papá, pero Emily ni tan siquiera pestañeo. No retrocedió ni un centímetro, ni alteró su postura condescendiente. En una batalla de miradas, Emily era invencible. Papá apartó la mirada y masticó la comida furiosamente.

—Si este hombre vive en Virginia Beach, papá, ¿para qué quiere una plantación aquí? —pregunté.

—Para venderla, imbécil —espetó.

Quizá fuera el ejemplo de Emily sentada tan firmemente y con seguridad al otro lado de la mesa, o quizá fuera mi creciente seguridad en mí misma. Fuera lo que fuera, no retiré mis palabras.

—El mercado del tabaco está deprimido, especialmente para los pequeños granjeros; nuestros edificios están en mal estado. La mayor parte del material está viejo y gastado. Charles se queja continuamente de que las cosas se rompen. No tenemos ni la mitad de vacas y pollos que teníamos antes. Los jardines y las fuentes, al igual que los setos, hace meses y meses que no se cuidan. Incluso la casa está pidiendo a gritos una urgente reforma. Encontrar a alguien que compre otra vieja y pobre plantación no le va a resultar nada fácil —señalé.

—Sí, bueno, eso es verdad —admitió papá—. No va a conseguir una gran fortuna, eso está claro, pero gane lo que gane será un dinero llovido del cielo, ¿verdad? Además, cuando le conozcas, te darás cuenta de que es el tipo de hombre al que le gusta jugar con la vida y las posesiones de los demás. No necesita el dinero —murmuró papá.

—Estás pintando el retrato de un monstruo —dije. Papá abrió los ojos como platos.

—Sí, bueno, no vayas a ser mal educada cuando pase por aquí. Yo quiero poder hablar con él, ¿me oyes?

—En lo que a mí se refiere, no tengo por qué verlo en absoluto —dije, y realmente no tenía el menor deseo de conocer a ese hombre. Le hubiera eludido, también, si papá no le hubiera traído a la habitación de Charlotte cuando yo estaba jugando con ella. Estábamos las dos en el suelo, Charlotte fascinada con uno de los cepillos de mango de madreperla que había estado utilizando para cepillarle el cabello. Cuando estaba con ella, me olvidaba de todo y de todos. Me abrumaba la fuerza que me invadía, recordándome que estaba tocando y besando un bebé nacido de mi propia carne. De modo que no oí los pasos en el corredor ni me di cuenta de que me estaban observando.

—¿Y quién es ésta? —oí que decía alguien y miré el umbral de la puerta donde estaba papá con un desconocido alto y moreno. Me observaba con unos picaros ojos morenos, y una sonrisa tímida en los labios. Era delgado y de hombros anchos, con brazos largos y manos elegantes, manos que no mostraban señales de haber hecho ningún trabajo duro sino que estaban tan cuidadas como las de una mujer. Más adelante, descubriría que las durezas que tenía eran durezas causadas por la navegación, lo cual explicaba también su tez morena.

—Estas son mis otras dos hijas —dijo papá—. El bebé se llama Charlotte y ésta es Lillian. —Papá hizo un gesto con la cabeza para que me pusiera de pie y saludara cortésmente al desconocido. De mala gana, me incorporé, me alisé la falda y di un paso hacia adelante.

—Hola, Lillian. Yo soy Bill Cutler —dijo, extendiendo sus suaves dedos. Le cogí la mano y le saludé, pero él no me la soltó inmediatamente. En vez de ello, amplió la sonrisa y se quedó embelesado, subiendo la mirada lentamente desde los pies y deteniéndose en mis pechos y rostro.

—Hola —dije. Suavemente pero con firmeza extraje mi mano de la suya.

—¿Te ocupas de la niña ahora? —preguntó. Yo miré a papá, que permanecía tieso con los ojos fijos sobre mí mientras se atusaba nerviosamente el bigote.

—Comparto las responsabilidades con nuestra ama de llaves, Vera, y mi hermana Emily —respondí rápidamente, pero antes de que pudiera darme la vuelta él volvió a dirigirse a mí.

—Me apuesto cualquier cosa que al bebé le gusta más estar contigo que con los demás —dijo.

—A mí me gusta estar con ella.

—Eso es, eso es. Y un bebe eso lo intuye. Yo lo he visto con algunas de las familias que vienen a mi hotel. Tengo un lugar muy bonito al lado del mar —alardeó.

—Qué bien —dije con todo el firme desinterés que pude. Pero él no se desanimó. Se mantuvo firme como un árbol. Yo cogí a Charlotte en brazos. Ella miraba con interés a Bill Cutler, pero la atención de éste estaba puesta en mí.

—Me apuesto a que tu padre no os lleva nunca en coche a la playa, ¿verdad?

—No tenemos tiempo para viajes de placer —dijo rápidamente papá.

—No, supongo que no, perdiendo como pierdes a las cartas —dijo Bill Cutler. El rostro de papá enrojeció. Se le dilataron las aletas de la nariz y sus labios se tensaron, pero mantuvo la indignación bien callada en su interior—. Claro, es una pena para ti y tus hermanas, Lillian —dijo Bill Cutler, dirigiéndose a mí—. Las mujeres jóvenes deberían ir a la playa, especialmente las mujeres guapas —añadió, mientras sus ojos resplandecían de picardía.

—Papá tiene razón —dije—. Tenemos mucho que hacer por aquí, pues la plantación está muy mal —dije—. No hemos podido mantenerla y tenemos que pasar con lo que hay.

Los ojos de papá se abrieron como platos, pero yo pensé que haría todo lo que pudiera para que a Bill Cutler The Meadows le pareciera más una carga que una bendición.

—Parece que cada día algo nuevo se rompe o tiene lugar alguna desgracia. ¿Verdad, papá?

—¿Qué? —se aclaró la garganta—. Sí.

—Bueno, parece que tienes una chica muy inteligente en la familia, Jed —dijo con una sonrisa—. La has mantenido en secreto… muy en secreto. ¿Qué me dices de prestármela un ratito?

—¿Qué? —pregunté rápidamente. El se echó a reír.

—Para enseñarme el lugar —me explicó—. Me apuesto cualquier cosa a que una visita contigo será más instructiva y placentera que con Jed. ¿Jed?

—Tiene que cuidar al bebé —dijo papá.

—Vamos, Jed. Puedes pasar sin ella una hora o dos. Me haría muy feliz —añadió, clavando sus ojos morenos sobre papá. Papá parecía incómodo. No le gustaba estar en este aprieto, presionado y controlado, pero no pudo más que asentir.

—De acuerdo. Lillian, acompaña al señor Cutler. Enséñale lo que quiera ver. Yo le diré a Vera que venga a cuidar de Charlotte —dijo papá. Sacando humo por las orejas, salió en busca de Vera.

—Mi padre sabe más de la plantación que yo —me quejé, y metí a Charlotte en el parque.

—Quizá. O quizá no. Yo no soy ningún imbécil. Salta a la vista que no ha estado cuidando este lugar como se merece. —Se acercó a mí, se acercó tanto que sentí su cálido aliento en la nuca—. Me apuesto a que haces muchas cosas por aquí, ¿verdad?

—Cumplo con mis tareas —dije, inclinándome para darle al bebé uno de sus juguetes. No quería mirar a Bill Cutler. Me sentía incómoda bajo aquel escrutinio masculino. Cuando Bill Cutler me miraba, me miraba toda entera, los ojos viajando de arriba abajo cada vez que hablaba. Yo me sentía como debían sentirse las esclavas cuando las exhibían para la subasta.

—¿Y en qué consisten esas tareas? Además de cuidar de tu hermana, claro está.

—Ayudo a papá en la contabilidad —dije. La sonrisa de Bill Cutler se amplió.

—Pensé que quizá harías alguna cosa así. Pareces una joven muy lista, Lillian. Me apuesto lo que sea a que sabes cuál es su activo y pasivo hasta el último centavo.

—Sé únicamente lo que papá quiere que sepa —dije rápidamente. Él se encogió de hombros.

—No he encontrado todavía una mujer que deje que un hombre controle lo que quiere hacer o saber, si tiene la mente para hacerlo o saberlo —bromeó. Tenía una forma de mover los ojos y juntar los labios que hacía que todo lo que decía pareciera tener un significado ambiguo y libertino. Me alegré cuando Vera entró por la puerta.

—Me ha mandado el Capitán —dijo.

—¿El Capitán? —repitió Bill Cutler, y se echó a reír—. ¿Quién es el Capitán?

—El señor Booth —respondió.

—¿Capitán de qué? ¿De un barco que se hunde? —Volvió a reír. A continuación extendió el brazo para que lo cogiera—. ¿Señorita Booth?

Yo lancé una mirada a Vera que parecía confusa e irritada, y a continuación, de mala gana, cogí el brazo que me ofrecía Bill Cutler y dejé que me llevara.

—¿Examinamos primero la finca? —preguntó cuando llegamos a la entrada.

—Lo que más le plazca, señor Cutler —contesté.

—Oh, por favor, llámame Bill. Soy William Cutler segundo, pero prefiero que me llamen Bill. Es más… informal, y me gusta ser informal con las mujeres guapas.

—Me lo imagino —dije, y él se echó a reír a carcajadas.

Cuando salimos al porche, él se detuvo y observó los terrenos. Mostrarlos me hacía sentir vergüenza. Me dolía el corazón ver cómo se habían estropeado los parterres, cómo se habían oxidado los bancos y cómo el agua sucia manaba de las fuentes.

—Debe de haber sido una plantación preciosa en el pasado —comentó Bill Cutler—. Al recorrer el sendero de la entrada no pude evitar imaginármela en sus buenos tiempos.

—Sí que era preciosa —dije con tristeza.

—Ese es el problema del viejo sur. No quiere convertirse en el nuevo sur. Esos viejos dinosaurios se niegan a admitir que perdieron la Guerra Civil. Los hombres de negocios tienen que buscar nuevas y más modernas maneras de hacer las cosas, y si las buenas ideas proceden del norte, por qué no utilizarlas también. Ahora mismo, yo por ejemplo —dijo—, yo he cogido la pensión de mi padre y la he convertido en un lugar elegante. Tengo una clientela rica y de buena posición. Es una propiedad excelente en primera línea de mar. Con el tiempo… con el tiempo, Lillian, seré un hombre rico. —Hizo una pausa—. Aunque no se puede decir que no lo sea ya.

—Debes tener mucho dinero, pasándote todo el tiempo jugando a cartas y ganando los hogares y propiedades de otras personas más desafortunadas —espeté. El volvió a reírse a carcajadas.

—Me gusta tu forma de ser, Lillian. ¿Cuántos años tienes?

—Pronto cumpliré los diecisiete —dije.

—Una edad estupenda… inocente y a la vez sofisticada, Lillian. ¿Has tenido muchos novios?

—Ese no es asunto tuyo. ¿Quieres hacer un recorrido de la plantación o una incursión a mi pasado? —respondí. El volvió a reírse. Parecía que nada de lo que yo pudiera hacer o decir le molestaría. Cuanto más obstinada y antipática era, mejor le caía. Frustrada, bajé los escalones y le llevé a ver los graneros, el cuarto de los ahumados, el mirador y los cobertizos llenos de herramientas viejas y oxidadas. Le presenté a Charles, quien le explicó lo mal que estaban las cosas y cuánta maquinaria había que comprar. El escuchó, pero yo observé que por muchas cosas que le enseñara y por muchas personas que le presentara, no hacía más que mirarme a mí.

Hacía que me palpitara el corazón, pero no de forma agradable. No me miraba con ojos tiernos, dulces y cariñosos como había hecho Niles; me observaba con un lascivo y desenfrenado deseo. Cuando le hablaba y le describía la plantación, me escuchaba, pero no oía ni una palabra. En vez de ello, se quedaba allí de pie con torcida sonrisa, los ojos llenos de deseo.

Por fin, le anuncié que nuestro paseo había terminado.

—¿Tan pronto? —se quejó—. Justo cuando estaba empezando a divertirme.

—Eso es todo lo que hay —dije. No iba a alejarme demasiado de la casa con él, pues no me sentía segura a solas con el señor Bill Cutler—. Como ves has ganado un buen dolor de cabeza —añadí—. Lo único que conseguirá The Meadows es chuparte el dinero.

Él se rió.

—¿Tu padre te ha entrenado para que digas todo eso? —preguntó.

—Sr. Cutler…

—Bill.

—Bill. ¿No has oído o visto nada a lo largo de esta visita? Afirmas ser uno de los jóvenes, modernos y sabios hombres de negocios. ¿Estás diciendo que estoy exagerando?

Adoptó una actitud pensativa y a continuación se giró, observando el entorno como si sus ojos acabaran de abrirse y fuera consciente del mal estado de The Meadows. Entonces asintió.

—Tiene sentido lo que dices… —dijo, sonriendo—, pero yo no he pagado ni un centavo por esto y podría simplemente subastarlo todo, poco a poco, si quisiera.

—¿Lo harás? —pregunté con el corazón acongojado.

Él me miró de soslayo.

—Quizá. Quizá no. Depende.

—Depende ¿de qué? —pregunté.

—Simplemente depende —dijo, y entonces entendí por qué papá había dicho que a este hombre le gustaba jugar con las vidas y bienes de las demás personas.

Yo empecé a dirigirme rápidamente a la casa y él pronto se unió a mí.

—¿Aceptarías que te invitara a cenar conmigo en mi hotel esta noche? —preguntó—. No es un lugar muy elegante, pero…

—No, gracias —dije con celeridad—. No puedo.

—¿Por qué no puedes? ¿Tan ocupada estás haciendo la ruinosa contabilidad de tu padre? —preguntó, evidentemente no acostumbrado a que le rechazaran.

Yo me volví hacia él.

—¿Por qué no nos limitamos a decir que estoy ocupada y lo dejamos en eso?

—Menudo orgullo —murmuró—. Está bien. Me gustan las mujeres con coraje. Son mucho más interesantes en la cama.

Me sonrojé y me giré de nuevo.

—Eso es de muy mala educación y totalmente inapropiado, señor Cutler —le respondí—. Quizá para usted los caballeros del sur sean unos dinosaurios, pero al menos saben ser educados con las mujeres. —Una vez más se rió a carcajadas, y yo me alejé dejándole muerto de risa.

Pero muy a pesar mío, casi media hora después, apareció de nuevo en el umbral de la puerta del cuarto de Charlotte para anunciarme que le habían invitado a cenar en casa.

—Simplemente he pasado para decirte que, dado que no has aceptado mi invitación a cenar, yo he aceptado la invitación de tu padre —dijo, la mirada llena de alegría.

—¿Papá te ha invitado? —pregunté incrédula.

—Bueno —respondió, guiñando un ojo—, digamos que le he obligado a hacerlo. Espero con ilusión verte más tarde —bromeó, se levantó el sombrero, y se marchó.

Me daba mucha rabia que un hombre tan grosero y arrogante pudiera meterse en nuestra casa y hacer lo que quisiera con nosotros. Y todo por culpa de las estúpidas apuestas de papá. No podía evitar el estar de acuerdo con Emily esta vez; el juego era malo, era como una enfermedad, casi tan mala como el alcoholismo de papá. Por mucho que le doliera o que le perjudicara, no podía evitar hacerlo una y otra vez. Sólo que ahora también nosotros íbamos a sufrir.

Abracé a la pequeña Charlotte y le cubrí las mejillas de besos. Ella se rió y con los pequeños dedos jugó con mis mechones de pelo.

—¿En qué clase de mundo vas a crecer, Charlotte? Espero y deseo que sea mejor de lo que ha sido para mí.

Ella me miró fijamente, con los ojos llenos de interés dado mi tono de voz y porque unas pequeñas e infantiles lágrimas resbalaron y cayeron de mis ojos tristes.

A pesar del estado de nuestra economía, papá le ordenó a Vera que preparara una cena mucho mejor de la que estábamos acostumbrados a tomar en aquella época. Su orgullo sureño no le permitía menos, y a pesar de que Bill Cutler no le caía bien y le odiaba por haberle ganado The Meadows en una partida de cartas, no podía ofrecerle unos alimentos sencillos servidos en una vajilla ordinaria. En vez de ello, Vera tuvo que sacar nuestra mejor porcelana y cristal. Se colocaron grandes velas blancas en los candelabros de plata, y un enorme mantel de lino blanco que yo no había visto utilizar en años cubría la mesa del comedor.

A papá sólo le quedaban unas pocas botellas de vino de marca, pero dos de ellas se sirvieron para acompañar el pato. Bill Cutler insistió en sentarse a mi lado. Iba elegante y formalmente ataviado y, he de confesarlo, estaba guapo. Pero su aire irreverente, su sonrisa sardónica, y sus continuos intentos de seducción me irritaron y desanimaron. Vi lo mucho que Emily le odiaba, pero cuanto más furiosamente le miraba ella más parecía él disfrutar de la cena.

Casi se echó a reír cuando Emily empezó la lectura de la Biblia y las oraciones.

—¿Hacen esto cada noche? —preguntó escéptico.

—Claro —respondió papá—. Somos personas religiosas.

—¿Tu, Jed? ¿Religioso? —Se echó a reír, la cara roja por las tres copas de vino que ya había consumido. Papá nos miró rápidamente a mí y a Emily y también se sonrojó, aunque se tragó la ira. Bill Cutler tuvo el buen sentido de cambiar rápidamente de tema. Se deshizo en elogios hacia la comida y halagó tanto a Vera que ésta se sonrojó. Durante toda la cena, Emily le observó con tanto asco y odio en el rostro que yo tuve que ocultar una sonrisa en la servilleta. Llegó un momento en que Bill Cutler evitó mirarla hablando sólo con papá y conmigo.

Nos describió su hotel, la vida en la playa, sus viajes y algunos de los planes que tenía para el futuro. A continuación él y papá empezaron a discutir acaloradamente acerca de la economía y lo que el gobierno debía o no hacer. Después de cenar, los dos pasaron al despacho de papá a fumar un puro y a tomar un brandy. Yo ayudé a Vera a recoger la mesa y Emily fue a cuidar de Charlotte.

A pesar de lo que había ocurrido y de lo que sabía, Emily adoptaba un papel más fraternal hacia Charlotte de lo que había hecho conmigo. Intuí que había asumido un papel protector con mi bebé, y cuando le hablé de ello un día contestó con sus habituales creencias y predicciones religiosas.

—Esta niña es la más vulnerable a Satanás, ya que nació de la más pura lascivia. Yo la rodearé con un círculo de fuego sagrado tan caliente que Satanás en persona no podrá acercarse a ella. Las primeras frases que pronuncie serán de oración —me prometió.

—No la conviertas en un ser miserable —le rogué—, deja que crezca como un ser normal.

—¿Normal? —me espetó—. ¿Como tú?

—No. Mejor que yo.

—Eso es lo que intento hacer —me dijo.

Ya que en lo que se refería a Charlotte, Emily se comportaba de forma misteriosamente suave e incluso amorosa, no intenté intervenir y Charlotte la trataba como haría un niño a un padre. Una palabra de Emily y Charlotte dejaba de jugar con lo que no debía. Bajo la atenta vigilancia de Emily, permanecía quieta y obediente cuando había que vestirla, y cuando Emily la acostaba no oponía ninguna resistencia.

Emily la tenía generalmente hipnotizada con las lecturas bíblicas. Cuando terminé de ayudar a Vera y fui a la habitación de Charlotte, me encontré a Charlotte sobre el regazo de Emily escuchando las primeras páginas del Génesis. Charlotte levantó la vista mientras escuchaba fascinada a Emily que bajaba el tono para emitir la voz de Dios.

Charlotte me miró con curiosidad después de que Emily finalizara las lecturas. Sonrió, aplaudiendo juguetonamente con las manos, anticipando unos minutos más alegres y divertidos. Pero a Emily aquello le pareció inapropiado después de momentos tan religiosos.

—Es hora de que se vaya a la cama —afirmó. Me dejó ayudarla a acostar a la niña y darle un beso de buenas noches. Pero antes de marcharnos, Emily quiso que viera una cosa, que hiera testigo del éxito que había tenido con Charlotte.

—Recemos —dijo Emily, y juntó las palmas de las manos. El bebé me miró a mí y después a Emily que repitió las palabras y los gestos. A continuación Charlotte unió las pequeñas manos y las mantuvo así hasta que Emily hubo completado el padrenuestro.

—Me imita como un mono —afirmó Emily— pero con el tiempo lo comprenderá y su alma se salvará.

«¿Quién salvará la mía?», me pregunté y subí a mi habitación a acostarme. Mientras subía las escaleras, oí las risas de Bill Cutler procedentes del despacho de papá. Me apresuré y me alegré de poner cierta distancia y puertas entre mi persona y ese hombre arrogante y mezquino.

Pero aquello era más fácil decirlo que hacerlo. Todos los días, durante el resto de la semana, Bill Cutler vino a visitar The Meadows. Parecía que cada vez que me daba la vuelta estuviera detrás mío, u observándome desde alguna ventana cuando estaba jugando en el jardín con Charlotte. A veces jugaba a cartas con papá, a veces cenaba con nosotros, y a veces aparecía con la excusa de que estaba examinando su nueva pertenencia para decidir qué iba a hacer con ella. Nos rondaba como una tormenta, un recuerdo de lo que nos esperaba cuando por fin decidiera actuar. En consecuencia, dominaba nuestro hogar y nuestras vidas, o al menos la mía. Una tarde, a última hora después de dejar a Charlotte en su habitación y subir a prepararme para la cena, me pareció oír pasos, y, al mirar por la puerta de mi cuarto de baño, vi a Bill Cutler entrando en mi dormitorio. Me había quitado el vestido para lavarme y cepillarme el pelo y sólo llevaba una enagua sobre el sostén y las bragas.

—Oh —dijo cuando me vio—, ¿es ésta tu habitación?

«Como si no lo supiera», pensé.

—Lo es y no me parece muy bonito que entres sin llamar.

—Sí que he llamado —mintió—. Supongo que no me has oído porque tenías el grifo abierto. —Miró a su alrededor—. Es un cuarto muy bonito… sencillo y desnudo —dijo, necesariamente sorprendido al ver las paredes y ventanas desnudas.

—Me estoy preparando para la cena —dije—. ¿Te importa?

—Oh no, no me importa. No me importa en absoluto. Adelante —siguió. Nunca en mi vida había conocido a una persona tan irritante. Se quedó allí, quieto, con una sonrisa lasciva en la cara, mirándome. Yo me cubría el pecho con los brazos.

—Podría cepillarte el cabello, si quieres.

—No quiero. Por favor, márchate —insistí, pero él se limitó a reír y dio unos pasos al frente—. Si no sale de mi habitación, señor Cutler, yo…

—¿Gritarás? Eso no sería muy bonito. Y —dijo, volviendo a mirar a su alrededor— en lo que se refiere a que ésta es tu habitación… bueno —sonrió— en realidad es mía.

—No hasta que no tomes posesión —respondí.

—Eso es cierto —dijo, acercándose—. La posesión es nueve décimas de la ley, especialmente en el sur. Sabes, eres muy joven, muy guapa e inteligente. Me gusta el fuego de tus ojos. La mayoría de mujeres que conozco sólo tienen una cosa en los ojos —dijo, sonriendo ampliamente.

—Estoy segura de que eso es cierto para la mayoría de las mujeres que tú conoces —espeté. El se echó a reír.

—Vamos, Lillian. No te caigo tan mal, ¿verdad? Estoy seguro de que te parezco algo atractivo. Nunca he conocido a una mujer a la que no le pareciera guapo —añadió con osadía.

—Pues has encontrado la primera —dije. Ahora estaba tan cerca de mí que tuve que retroceder un paso.

—Eso es porque no me conoces lo suficiente. Con el tiempo… colocó las manos sobre mis hombros y yo empecé a apartarme, pero sus dedos se aferraron a mí y me sujetó firmemente.

—Suélteme —exigí.

—Tanto fuego en esos ojos —dijo—. Tengo que apagarlo o te quemarás —añadió y posó sus labios tan rápidamente sobre los míos que no tuve tiempo de apartar la cara. Luché con él, pero me envolvió con sus brazos y me besó con renovada fuerza. En cuanto se apartó, me limpié el beso con el revés de la mano.

—Sabía que serías excitante. Eres como un caballo salvaje, pero cuando te haya domado galoparás como pocas —declaró, bajando la mirada de mi sonrojado rostro a mi pecho.

—¡Fuera de mi habitación! ¡Fuera! —grité, señalando la puerta. Él levantó los brazos.

—De acuerdo, de acuerdo. No te pongas así. Se trataba sólo de un beso amistoso. ¿No te desagradó, verdad?

—He odiado cada segundo —espeté.

Él se echó a reír.

—Estoy seguro de que soñarás con esto toda la noche.

—En pesadillas —repliqué. Aquello le hizo reír aún más.

—Lillian, realmente me gustas. La verdad es que ésta es la única razón por la cual sigo divirtiéndome con esta espantosa y destartalada plantación sureña. Eso y ganar una y otra vez a tu padre a las cartas —añadió. A continuación se dio media vuelta y me dejó, llena de indignación y furia y con el corazón palpitante.

Aquella noche me negué a mirarle a la cara a la hora de cenar y contesté a todas sus preguntas con monosílabos. Papá no pareció enterarse ni importarle mis sentimientos hacia Bill Cutler, y Emily supuso que le veía de la misma forma en que le veía ella. De vez en cuando, debajo de la mesa, me tocaba con la punta de la bota o los dedos y yo tuve que ignorarlo o fingir que no estaba ocurriendo. Vi lo mucho que le divertía mi incomodidad. Me alegré cuando finalizó la cena y pude escaparme a mi habitación, lejos de sus bromas miserables.

Poco más de media hora después, oí los pasos de papá en el pasillo. Estaba incorporada en la cama leyendo y levanté la vista cuando abrió la puerta de mi dormitorio. Se quedó allí irnos instantes, mirándome. Desde el nacimiento de Charlotte, evitaba acercarse a mi habitación. Yo sabía que le avergonzaba hacerlo. De hecho, casi nunca se quedaba a solas conmigo en ningún sirio,

—Leyendo otra vez, ¿eh? —preguntó—. Juro que lees aún más que Georgia. Claro que lees cosas mejores —aludió. Su tono de voz, la forma en que apartaba la vista cuando hablaba, y su inseguridad despertaron mi curiosidad. Puse el libro a un lado y esperé. Durante unos instantes pareció distraerse.

»Deberíamos volver a decorar esta habitación —dijo—. Quizá incluso pintarla; en fin, hacer algo. Volver a poner las cortinas… pero… quizá sería una tontería gastar tiempo y dinero. —Dejó de hablar y me miró—. Ya no eres una niña pequeña, Lillian. Ahora eres una jovencita y, en cualquier caso —dijo, aclarándose la garganta—, tienes que seguir con tu vida.

—¿Seguir con qué, papá?

—Cuando una chica tiene tu edad eso es lo que se espera de ella. Excepto cuando se trata de una joven como Emily, claro está. Emily es diferente. Emily tiene un destino diferente, otra finalidad en la vida. No es como las demás chicas de su edad; nunca lo ha sido. Yo siempre lo he sabido y lo he aceptado, pero tú, tú…

Vi cómo se esforzaba en elegir las palabras para describir la diferencia entre Emily y yo.

—Soy normal —dije.

—Sí, eso es. Eres una dama del sur. Y bien —dijo, enderezándose con las manos a la espalda y paseando delante de mi cama—, cuando yo te acepté en nuestro hogar, hace ya unos diecisiete años, acepté también las responsabilidades de un padre, y como padre que soy, debo velar por tu futuro —afirmó—. Cuando una joven llega a tu edad en nuestra sociedad, es hora de pensar en el matrimonio.

—¿Matrimonio?

—Eso es, matrimonio. No puedes quedarte aquí hasta llegar a ser una vieja solterona, ¿verdad? Leyendo, haciendo punto, y pasándote la vida en una escuela de una sola aula.

—Pero si no he conocido a ningún hombre con el que quiera casarme, papá —exclamé. Quería añadir «desde que murió Niles, he abandonado toda idea de amor y romance», pero me mantuve en silencio.

—De eso exactamente se trata, Lillian. No lo has conocido ni lo conocerás. No tal como están las cosas ahora. Al menos no conocerás a nadie que esté a tu altura, alguien que pueda darte una buena vida. Tu madre… es decir… Georgia, hubiera deseado que te encontrara un joven aceptable, un hombre de cierta posición y dinero. Estaría orgullosa de ello.

—¿Encontrarme un hombre?

—Así es como se hacen las cosas —afirmó, esforzándose por pronunciar lo que deseaba decirme—. Estas tonterías de romances y amor es lo que está llevando al sur a la debacle, acabando con la vida de la familia. Las jóvenes no saben lo que les conviene y lo que no. Necesitáis depender de mentes más viejas y sabias. Ha funcionado bien en el pasado y funcionará bien ahora.

—¿Qué estás diciendo, papá? ¿Quieres encontrarme un marido? —pregunté, atónita. Nunca en el pasado había mostrado interés en ello, ni siquiera lo había mencionado. Una especie de parálisis me invadió al darme cuenta de lo que estaba a punto de decirme.

—Claro —respondió—. Y lo he encontrado. Te casarás con Bill Cutler dentro de dos semanas. No es necesario que celebremos una gran boda. Eso sería como tirar el dinero —añadió.

—¡Bill Cutler! ¡Ese hombre horrible! —exclamé.

—Es un gran caballero, de buena posición social y con dinero. Su hotel de la playa valdrá mucho dinero con el tiempo y…

—Preferiría morir —afirmé.

—¡Entonces morirás! —respondió papá, agitando el puño sobre mi cabeza—. Y seré yo mismo quien te haga los honores…

—Papá, ese hombre es sencillamente abominable. Sabes perfectamente lo arrogante y poco respetuoso que es, cómo viene aquí día tras día para torturarte, torturarnos a todos. No es decente; no es un caballero.

—Basta ya, Lillian —dijo papá.

—No, no basta. No es suficiente. ¿Y por qué querrías que me case con un hombre que te ha robado la plantación de la familia en una partida de cartas y se vanagloria de ello contigo? —pregunté entre lágrimas. La cara de papá me proporcionó la respuesta—. Has llegado a un arreglo con él —dije con desánimo—. Me has cambiado a mí por The Meadows.

Papá se encogió un poco y dio un paso adelante, indignado.

—¿Y qué si es así? ¿No tengo derecho a hacerlo? Cuando tú eras huérfana, sin madre ni padre, ¿no te acepté en mi casa? ¿No te he mantenido, comprado la ropa y alimentado durante años y años? Igual que cualquier hija, tú me debes algo a mí. Tienes una deuda conmigo —concluyó, asintiendo.

—¿Y qué pasa con lo que tú me debes a mí, papá? —repliqué—. ¿Qué hay de lo que tú me has hecho a mí? ¿Podrás compensármelo alguna vez?

—No vuelvas a decir una cosa así —me ordenó. Se mantuvo delante mío, hinchando el pecho, los hombros erguidos—. No vayas contando historias, Lillian. No te lo permitiré.

—No tienes que preocuparte por eso —dije en voz baja—. Yo estoy más avergonzada que tú de lo ocurrido. Pero, papá —dije, apelando a la poca ternura que pudiera quedarle—, por favor, no me obligues a casarme con ese hombre. Nunca podré quererle.

—No tienes que quererle. ¿Crees que todos los matrimonios se quieren? —dijo, sonriendo de forma sardónica—. Eso son cosas de los estúpidos libros de tu madre. El matrimonio es una componenda desde el principio hasta el fin. La esposa le proporciona algo al hombre y el marido mantiene a la mujer, y, lo que es más importante, las dos familias se benefician. Siempre y cuando se trate de un arreglo bien hecho.

»¿Qué hay de malo en ello para ti? —continuó—. Serás la señora de una buena casa y me apuesto cualquier cosa a que en poco tiempo tendrás más dinero del que yo jamás he tenido. Te estoy haciendo un favor, Lillian, de modo que espero algo más de agradecimiento por tu parte.

—Estás salvando tu plantación, papá. No me estás haciendo ningún favor —le acusé, mis ojos entrecerrados de ira. Aquello le sorprendió momentáneamente.

—No obstante —dijo, irguiéndose—, te casarás con Bill Cutler dentro de dos semanas a partir de mañana. Hazte a la idea. Y no quiero oír ni una palabra en contra, ¿me oyes? —dijo, y su tono de voz era estéril, como si careciera de corazón. Me miró atentamente unos segundos. Yo no dije nada; simplemente aparté la vista, y entonces él se volvió y salió de la habitación.

Me estiré de nuevo en la cama. Había empezado a llover, y mi dormitorio se quedó repentinamente húmedo y frío. Las gotas de agua chocaban contra mi ventana y el tejado. Tenía la sensación de que el mundo no podía ser un lugar más oscuro ni más antipático. Una terrible idea me vino a la mente con las ráfagas de viento que hacían que la lluvia azotara la casa: suicidio.

Por primera vez en mi vida consideré seriamente la posibilidad. Quizá pudiera subirme al tejado y dejarme caer al igual que había hecho Niles. Incluso la muerte me parecía mejor que casarme con Bill Cutler. La mera idea hacía que se me revolviera el estómago. La verdad era que si papá no hubiera perdido una partida de cartas, yo no pasaría de mano en mano como una ficha más. No era justo. Una vez más, el diabólico destino jugaba con mi futuro, jugaba con mi vida. ¿Formaba también esto parte de la maldición? Quizá había llegado la hora de poner fin a todo.

Mis pensamientos pasaron a Charlotte. Lo que convertía este matrimonio en algo aún más terrible era la idea de que ya no podría verla con frecuencia, porque estaba claro que no podría llevarme a Charlotte. No podía reclamarla como propia. Tendría que dejar atrás a mi hija. Mi corazón se endurecía como una piedra al saber que con el tiempo me convertiría en una desconocida para mi propia hija. Al igual que yo, Charlotte perdería su verdadera madre y Emily asumiría más y más responsabilidades. Emily sería quien más influencia tendría sobre ella. Qué triste. Aquel dulce rostro de querubín perdería la alegría bajo un cielo constantemente gris en un mundo de melancolía y penumbra.

Claro está, yo escaparía de este terrible mundo al casarme con Bill Cutler, pensé. Si sólo pudiera encontrar la forma de llevarme a Charlotte, quizá llegaría a soportar la vida con ese hombre. Quizá pudiera convencer a papá. De alguna manera… y entonces tanto Charlotte como yo estaríamos libres de Emily y papá y la miseria que vivía junto a nosotros en esta moribunda plantación. Una casa llena de trágicas memorias y sombras siniestras. Entonces casarse con Bill Cutler tendría algún sentido, razoné. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Me levanté y bajé. Bill Cutler se había marchado y papá estaba ordenando unas cosas de la mesa de su despacho. Levantó la vista rápidamente al verme entrar, anticipando otra discusión.

—Lillian, no voy a discutir más sobre este asunto. Ya te dije…

—No voy a discutir contigo, papá. Sólo quiero pedirte una cosa y entonces estaré dispuesta a casarme con Bill Cutler y salvar The Meadows —dije. Él se sorprendió y se recostó en la silla.

—Adelante. ¿Qué quieres?

—Quiero a Charlotte. Quiero llevármela conmigo cuando me vaya —dije.

—¿Charlotte? ¿Llevarte al bebé? —Se quedó un momento pensativo, con los ojos fijos en los cristales mojados por la lluvia. Lo estaba considerando realmente. Mis esperanzas fueron en aumento. Papá no quería verdaderamente a Charlotte. Si él pudiera deshacerse también de ella… A continuación negó con la cabeza y se volvió hacia mí—. No puedo hacer eso, Lillian. Es mi hija. No puedo deshacerme de mi hija. ¿Qué pensaría la gente? —Abrió los ojos—. Te diré lo que pensarían. Pensarían que tú eres su madre. No, señor, no puedo dejar que se marche Charlotte.

»Pero —dijo antes de que yo pudiera responder— quizá, con el tiempo, Charlotte pudiera pasar más tiempo contigo. Quizá —dijo, pero yo no le creí. Entendí, sin embargo, que era lo máximo que podía conseguir.

—¿Dónde se celebrará la boda? —pregunté, derrotada.

—Aquí mismo, en The Meadows. Será una pequeña celebración… algunos de mis amigos más íntimos, algunos primos…

—¿Puedo invitar a la señorita Walker?

—Si es imprescindible… —dijo de mala gana.

—¿Y puedo arreglarme el vestido de boda de mamá? Vera podría hacerlo —dije.

—Sí —contestó papá—. Ésa es una buena idea, un buen ahorro. Ahora estás pensando con sensatez, Lillian.

—No se trata de un ahorro. Se me ha ocurrido por cariño.

Papá me miró atentamente y se recostó en el sillón.

—Es bueno, Lillian. Es bueno para los dos que te marches ahora —afirmó, con tono amargo.

—Por una vez, papá, estoy de acuerdo contigo —dije, y dando media vuelta abandoné su despacho.