PEQUEÑA CHARLOTTE,
DULCE CHARLOTTE
—¿Cómo te atreves a hacernos esto después de todos los esfuerzos que papá y yo hemos hecho para mantener la vergüenza en secreto? —chilló Emily. Con un gran esfuerzo abrí los ojos y contemplé su rostro, retorcido y enfadado. Nunca sus ojos color gris piedra se habían mostrado tan airados. Las comisuras de sus pequeños y finos labios se hundían en las mejillas, y el centro de su labio inferior caía tanto que sus feos dientes quedaban expuestos sobre las pálidas encías. Su cabello sin brillo le colgaba lacio a ambos lados de la cara, con las puntas de los secos mechones abiertas. Su terrible ira le hacía resoplar por la nariz como un rabioso bulldog.
Grandes punzadas de dolor me atravesaban el estómago hasta llegar a la ingle, para después volver a subir por los lados de mi cuerpo. Era como si me hubieran metido en una bañera erizada de cuchillos de cocina. Gemí e intenté incorporarme, pero mi cabeza era un trozo de hierro y yo no tenía suficiente fuerza en el cuello para elevarla ni un centímetro de la almohada. Como mejor pude, miré a mi alrededor. Estaba todavía tan confusa que no recordaba nada. ¿Realmente había salido de la habitación? ¿De verdad me había escapado para ir a dar un paseo por el bosque, o era todo un sueño? No, no podía ser un sueño. Emily no estaría chillando y retorciéndose las manos por un sueño.
¿Dónde estaba papá? ¿Dónde estaba Charles y Vera y los demás que me habían ayudado a volver a casa? ¿Había oído mamá todo el alboroto preguntando qué me había ocurrido?
—¿Dónde estabas? ¿Qué querías hacer? —exigió saber Emily. Cuando no respondí, me cogió del brazo y me zarandeó hasta que volví a abrir los ojos—. ¿Y bien…?
El dolor me dejó sin habla, pero entrecortadamente le respondí.
—Sólo… quería salir, Emily. Y… sólo quería dar un paseo y ver… las flores y los árboles y… sentir los rayos de sol sobre mi rostro —dije.
—Imbécil, pequeña imbécil —dijo, moviendo la cabeza—. Estoy segura de que fue el mismísimo demonio el que te abrió la puerta animándote a salir.
El dolor me daba ganas de gritar, pero lo ignoré y continué discutiendo con Emily.
—No lo fue, Emily. Lo hice yo misma porque estaba desesperada, gracias a papá y a ti.
—No nos culpes a nosotros. No te atrevas a culparnos a papá y a mí por nada. Hicimos lo que teníamos que hacer para recuperar la dignidad en esta casa —respondió rápidamente.
—¿Dónde está papá? —pregunté, mirando a mi alrededor. Suponía que él estaría todavía más enfadado, hecho una verdadera tormenta de ira y dispuesto a cubrirme de improperios y amenazas.
—Ha ido a buscar a la señora Coons —dijo, prácticamente escupiéndome las palabras—. Gracias a ti.
—¿La señora Coons?
—¿No sabes lo que has hecho? Estás sangrando. Algo le ha ocurrido al bebé y todo por tu culpa. Seguramente lo has matado —me acusó, retrocediendo mientras la cabeza subía y bajaba sobre su largo cuello, los huesudos brazos cruzados bajo el pecho. La piel de sus puntiagudos codos era blanca como la leche.
—Oh no —dije. Seguramente por eso tenía tanto dolor—. Oh, no.
—Sí. Ahora puedes añadir el de asesinato a la lista de todos tus pecados. ¿Hay algo o alguien que no hayas tocado o visto que no hayas destrozado o dañado, alguien además de mí? —preguntó, y a continuación pasó a responder ella misma a la pregunta—. Claro que no. Por qué papá pensaba que sería diferente, no lo sé. Yo le avisé; le avisé, pero él pensó que todo podría volver a la normalidad; a ser como antes.
—¿Sabe mamá lo que me ha ocurrido? —pregunté. Nada de lo que pudiera decir Emily me importaba ya. Decidí simplemente ignorarla.
—¿Mamá? Claro que no. Si no sabe lo que le ha ocurrido a ella —respondió Emily— ¿qué puede saber sobre los demás? —Se dio media vuelta y se alejó.
—¿Dónde vas? —Hice un gran esfuerzo por levantar la cabeza unos centímetros—. ¿Qué vas a hacer? —pregunté.
—Tú no te muevas y cállate —me contestó, y se marchó, cerrando la puerta.
Volví a recostar la cabeza sobre la almohada. Tenía miedo de moverme. El menor gesto me producía unos pinchazos en el cuerpo, era como si docenas y docenas de alfileres calientes flotaran por mis venas, pinchando y cortándome. Estaba caliente y sudorosa, era como si mi corazón estuviera en remojo en un pecho lleno de agua hirviendo. Volví a quejarme. Me estaba poniendo cada vez peor.
—¡Emily! —chillé—. Ve a buscar ayuda. ¡Me muero de dolor! ¡Emily!
Algo me estaba ocurriendo en la barriga. Sentí unos movimientos y unas contracciones en la barriga, y los mismos me causaban un dolor inaguantable. Grité con todas mis fuerzas hasta que se me resintieron las cuerdas vocales. La contracción continuó y, repentinamente, empezó a desaparecer. Me dejó sin respiración y empecé a toser. Mi corazón latía con fuerza. Mi cuerpo temblaba de tal manera que toda la cama se movía.
—Oh, Dios —recé—. Lo siento. Lo siento. Soy una Jonás, una maldición, incluso para un niño nonato. Por favor, ten piedad de mí. Déjame morir ahora y pon fin a esta miseria.
Me recosté, jadeando, rezando, esperando.
Finalmente se abrió la puerta y papá entró lentamente, seguido por la señora Coons y Emily que cerró tras de sí. La señora Coons se acercó y me miró. El sudor me empapaba la frente y las mejillas. Tenía la sensación de que me habían estirado los ojos, la nariz y la boca hasta el punto de que todo se iba a romper. La señora Coons puso sus largos y duros dedos sobre mi corazón. Cuando levanté la vista para mirarla vi unos ojos grises apagados, un rostro delgado y una piel manchada y tuve la sensación de haberme muerto de verdad y de estar en el país de los muertos. Su aliento olía a cebollas. Aquello me revolvió el estómago y una oleada de náuseas me subió por la garganta.
—¿Y bien? —quiso saber papá, impaciente.
—No corras, Jed Booth —dijo riéndose la señora Coons. A continuación bajó las manos hasta mi estómago y las mantuvo allí, esperando. La contracción empezó de nuevo, esta vez más fuerte y más rápida que antes. Yo respiré entrecortadamente y a continuación empecé a gemir, los gritos más largos y más fuertes a medida que progresaba la contracción y mi barriga se ponía tan dura como una roca. La señora Coons asintió y se incorporó, su mirada de pájaro fija en mí un momento.
—Se está adelantando —afirmó—. Bueno, Emily —dijo—, querías aprender a hacer esto. Ahora te daré la primera lección. Trae unas toallas y una palangana de agua caliente, cuanto más caliente mejor —dijo.
Emily asintió, el rostro lleno de ilusión. Era la primera vez que veía a Emily interesada en algo que no fueran sus estudios bíblicos y las creencias religiosas.
La señora Coons se volvió hacia papá, que tenía un aspecto pálido y confuso. Se movía de derecha a izquierda. Sus ojos iban de un lado a otro y la lengua mojaba sus labios como si acabara de comer algo delicioso. Finalmente, se atusó las puntas del bigote y fijó la mirada en la señora Coons.
—¿Quieres ayudar, Jed Booth? —le preguntó la señora Coons. Sus ojos se abrieron como platos.
—¡Santo Dios! ¡No! —exclamó, y salió corriendo de la habitación. La señora Coons cacareó como una bruja y vio cómo se marchaba.
—No he conocido nunca a un hombre que tuviera el valor para quedarse a mirar —me informó, frotándose las esqueléticas manos. Las venas le sobresalían a través de la piel y la parte de arriba era morada y azul.
—¿Qué me está pasando, señora Coons? —pregunté.
—¿Pasando? Nada te está pasando. Le está pasando al bebé que llevas dentro. Le has provocado y ahora quiere salir —dijo—. Ahora está dando vueltas, confuso. La naturaleza le dice que espere, que todavía no es hora, pero tu cuerpo le está diciendo que salga. Si todavía vive, claro está —añadió—. Vamos a quitarte la ropa. Vamos. No estás tan desvalida como crees.
Hice lo que me pedía, pero cuando volvió el dolor, lo único que pude hacer fue recostarme y esperar a que pasara.
—Respira a fondo, respira muy a fondo —me aconsejó la señora Coons—. Las cosas se van a poner mucho peor antes de lo que te imaginas —volvió a cacarear—. No parece que valga mucho la pena el placer para llegar a estar en este estado, ¿verdad?
—Yo no obtuve ningún placer, señora Coons.
Ella sonrió, su boca desdentada como un agujero negro en la cara, la lengua moviéndose en el interior.
—Momentos como éste hacen difícil recordarlo —dijo. Yo no tenía fuerzas para discutir. Los dolores eran cada vez más rápidos. Vi que la señora Coons se impresionaba con aquello—. No tardará mucho ahora —predijo con la seguridad de la experiencia.
Llegó Emily con el agua y las toallas y se colocó al lado de la vieja, que se había posicionado al pie de la cama después de decirme que levantara las rodillas.
—El primero siempre es el más difícil —le dijo a Emily—. Especialmente cuando la madre es tan joven como ella. Todavía no ha crecido lo suficiente. Vamos a tener que ayudarla.
La señora Coons tenía razón. Los dolores no eran lo peor. Cuando llegó lo peor, grité tan fuerte que estaba segura de que toda la casa e incluso la gente que viviera a mucha distancia podrían oírme. Jadeaba y asía con fuerza las sábanas. En una ocasión quise coger la mano de Emily, sólo para sentir el calor de otro ser humano, pero ella se negó a dármela. La retiró en cuanto se rozaron nuestros dedos. Quizá tenía miedo de que la contaminara o que la quemara con mi dolor.
—Empuja —me ordenó la señora Coons—. Empuja más fuerte. Empuja —gritó.
—¡Estoy empujando!
—No viene fácil —murmuró, y colocó sus frías manos sobre mi barriga. Sentí sus dedos hundiéndose en mi piel, presionándome el estómago. Le oí darle órdenes a Emily, pero en ese momento estaba en tal agonía que no pude escucharla; ni verla. La habitación era como una nube de bruma rojiza. Todos los sonidos se desplazaban más y más lejos. Incluso mis propios gritos parecían proceder de otra persona.
Transcurrieron horas y horas. El dolor no cesaba y mis esfuerzos fueron agotadores. Cada vez que intentaba relajarme, la señora Coons me gritaba en la oreja que empujara con más fuerza. En medio de una contracción particularmente fuerte y agonizante, Emily se arrodilló al lado de la cama y me susurró en el oído.
—Ves… ves qué precio hay que pagar por los pecados de la carne; mira cómo hay que sufrir por el mal que hacemos. Maldice al demonio; maldícele. Haz que salga. Dilo. Al infierno, Satanás. ¡Dilo!
Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para que cesara el dolor, cualquier cosa para que Emily dejara de susurrarme en el oído.
—¡Al infierno, Satanás! —grité.
—Bien. Dilo otra vez.
—Al infierno, Satanás. Al infierno, Satanás.
Ella se unió a mí, y a continuación, sorprendiéndome, la señora Coons hizo lo mismo. Era ensordecedor, las tres gritando: «Al infierno, Satanás».
De alguna forma, quizá porque estaba distraída, el dolor pareció disminuir con mi canto. ¿Tenía razón Emily? ¿Estaba ahuyentando al demonio de mi cuerpo y de la habitación?
—Empuja —gritó la señora Coons—. Por fin sale. Empuja fuerte. Empuja.
Gemí. Estaba segura de que el esfuerzo me mataría y comprendí cómo mi madre pudo morir al dar a luz. Pero no me importaba. Nunca en mi vida había tenido tantas ganas de morir como ahora. La muerte se me apareció como una fuente de alivio. La tentación de cerrar los ojos y hundirme en mi propia tumba era maravillosa. Incluso recé para que ocurriera.
Sentí que algo brotaba, un movimiento. La señora Coons daba órdenes y aleccionaba a Emily tan rápidamente que parecían palabras sin sentido o brujería. Y entonces, de pronto, en un enorme temblor, la parte inferior de mi cuerpo se estremeció y ocurrió… salió el bebé. La señora Coons exclamó. Vi la mirada de sorpresa en el rostro de Emily y a continuación vi a la señora Coons coger el bebé entre sus manos ensangrentadas. Tenía todavía el cordón umbilical colgando, pero el bebé parecía estar perfectamente.
—¡Es una niña! —afirmó la señora Coons. Colocó su boca sobre el rostro y los labios ensangrentados del bebé y chupó hasta que el bebé lloró; la primera queja, estaba segura—. ¡Está viva! —dijo la señora Coons.
Emily se santiguó rápidamente.
—Ahora observa atentamente y aprende a cortar y atar el cordón umbilical —le dijo la señora Coons.
Yo cerré los ojos con una tremenda sensación de alivio inundando todo mi cuerpo. «Una niña —pensé—. Es una niña. Y no ha nacido muerta. No soy una asesina». Quizá ya no fuera una maldición para aquellos a los que tocaba o que me tocaban a mí. Quizá, con el nacimiento de mi hija, yo también había renacido.
Papá esperaba en el umbral de la puerta.
—Es una niña —le anunció Emily cuando entró—. Y está viva.
—¿Una niña?
Percibí la desilusión en su rostro. Había ansiado tener el hijo tan deseado.
—Otra niña —negó con la cabeza y miró a la señora Coons como si fuera culpa suya.
—Yo no los fabrico. Me limito a traerlos al mundo —le dijo.
El se quedó cabizbajo.
—Adelante —ordenó, y le dedicó una mirada de conspiración a Emily. Ella le entendió.
En cuanto lavaron al bebé y le envolvieron en una manta, iniciaron la segunda fase del engaño. Se llevaron a mi hija al cuarto de mamá.
«Se ha acabado», pensé. Pero antes de quedarme dormida, me di cuenta de que ahora también estaba a punto de empezar.
No me moví de la cama durante dos días y dos noches. Emily me hizo saber inmediatamente que no iba a ocuparse más de mis necesidades.
—Vera te subirá la comida y te ayudará —afirmó—. Pero papá quiere verte levantada muy pronto. Vera tiene bastante que hacer sin tener que cuidar a gente como tú.
»No discutirás ni mencionarás el nacimiento del bebé con Vera. Nadie debe mencionarlo ni hacer comentario alguno en esta casa. Papá lo ha dejado perfectamente claro, de modo que todo el mundo lo sabe.
—¿Cómo está mi hija? —le pregunté, y ella inmediatamente se alteró.
—Nunca, nunca, nunca la llames tu hija. Es la hija de mamá, de mamá —machacó.
Cerré los ojos, tragué saliva, y, a continuación, volví a formular la pregunta.
—¿Cómo está la hija de mamá?
—Charlotte está bien —me dijo.
—¿Charlotte? ¿Se llama así?
—Sí. Papá pensó que llamarla Charlotte era algo que le gustaría a mamá. Charlotte era el nombre de la abuela de mamá —me dijo—. Todo el mundo lo entenderá y les ayudará a creer que es suya.
—¿Y cómo está mamá?
Sus ojos se ensombrecieron.
—Mamá no está bien —dijo—. Tenemos que rezar, Lillian. Tenemos que rezar mucho y todo lo que podamos.
Su tono de voz me asustó.
—¿Por qué no llama papá a un médico ahora? Ya no hay razón para negarse. El bebé ha nacido —exclamé.
—Supongo que lo hará… pronto —dijo—. Por tanto, ya ves… hay muchas razones serias y muchas cosas que hacer sin que tú te quedes aquí en la cama como una pobre inválida mimada.
—No soy una inválida mimada. No lo estoy haciendo a propósito, Emily. Lo he pasado muy mal. Incluso lo dijo la señora Coons. Tú estabas ahí; lo viste. ¿Cómo puedes tener tan pocos sentimientos, ser tan poco compasiva y seguir fingiendo que eres tan pía y devota? —pregunté.
—¿Fingir? —dijo boquiabierta—. Tú, entre todas las personas del mundo, me acusas de fingir.
—En algún lugar de esa Biblia que llevas a todas partes aparecen palabras que hablan de amor y de cuidar a los enfermos —respondí con firmeza. Todos estos años de estudios bíblicos no habían sido en vano. Sabía de lo que estaba hablando. Y Emily también.
—Y en algún lugar hay palabras acerca del mal que anida en nuestros corazones y los pecados del hombre, y sobre qué debemos hacer para superar nuestras debilidades. Sólo cuando nos liberamos del demonio podemos disfrutar de los placeres del amor—dijo. Ésa era su filosofía, su credo, y yo me compadecía de ella. Negué con la cabeza.
—Siempre estarás sola, Emily. Nunca tendrás a nadie más que a ti misma.
De un gesto tiró para atrás la cabeza y se irguió en toda su altura.
—No estoy sola. Camino con el ángel Miguel, que tiene la espada del juicio en la mano —alardeó. Yo me limité a negar con la cabeza. Ahora que mi sufrimiento había acabado, sólo sentía compasión por ella. Ella lo intuyó y no pudo tolerar que la mirara de aquella forma. Se dio la vuelta rápidamente y salió apresuradamente de mi habitación.
La primera vez que Vera me trajo algo de comer le pregunté cómo estaba mamá.
—No se lo puedo decir con seguridad, Lillian. El Capitán y Emily la han estado cuidando estos últimos días.
—¿Papá y Emily? ¿Pero por qué?
—Así es como quieren que sea —respondió Vera, pero pude ver que ella estaba muy preocupada.
Mi preocupación por mamá me sacó de la cama antes de lo previsto. Al principio del tercer día, después del nacimiento de Charlotte, me levanté. Inicialmente me movía como una viejecita, doblada y con tantos dolores como la señora Coons, pero a medida que iba desentumeciéndome respiraba profundamente y me enderezaba. Entonces salí de la habitación y fui a ver a mamá.
—¿Mamá? —dije, después de llamar suavemente a la puerta. No hubo respuesta, pero no parecía estar durmiendo. Después de cerrar la puerta, me giré y vi que tenía los ojos abiertos.
—Mamá —dije, dirigiéndome a ella—. Soy yo, Lillian. ¿Cómo estás hoy?
Me detuve antes de llegar a su cama. A mí me parecía que mamá había adelgazado otros quince kilos desde mi última visita. Su tez color magnolia estaba ahora amarillenta y enfermiza. Su bello pelo rubio, sin lavar, ni cepillar, ni recibir cuidado durante días, quizá semanas, estaba seco y feo. La edad, siguiendo a su enfermedad, se había apoderado de su cuerpo, haciendo incluso que se le arrugara la piel de los dedos. Había arrugas donde yo nunca las había visto. Sus mejillas y mandíbula quedaban bien dibujadas bajo la fina piel. A pesar de que la habían rociado abundantemente con su colonia de lavanda, haciendo que toda la habitación oliera, mamá parecía estar sucia, descuidada, tan sola y abandonada como cualquier mujer pobre pudriéndose en un hospital para indigentes.
Pero lo que más me asustaba era la forma en que los ojos vidriosos de mamá miraban fijamente el techo. No movía los ojos; ni tan siquiera le temblaban los párpados.
—¿Mamá?
Me quedé allí de pie, a su lado, mordiéndome el labio inferior para impedir sollozar en voz alta. Estaba tan quieta… No la sentía respirar. Su pecho no se movía bajo las mantas.
—Mamá—susurré—. Mamá, soy yo… Lillian. ¿Mamá? —Le toqué el hombro. Estaba tan fría que retiré la mano sorprendida y tragué saliva. A continuación, lentamente, centímetro a centímetro, acerqué la mano y le toqué la mejilla. También estaba fría.
—¡Mamá! —grité nerviosa, y en voz alta. Sus párpados ni siquiera se movieron. Suavemente, pero con firmeza, le sacudí el hombro. La cabeza se movía ligeramente de lado a lado, pero sus ojos permanecían quietos.
Esta vez mi grito fue horrible.
—¡MAMÁ!
La volví a zarandear una y otra vez, pero ella seguía sin mirarme ni moverse. El pánico se apoderó de mí, paralizándome. Me quedé allí, de pie, sollozando abiertamente y con los hombros temblorosos. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie había venido a verla?, me pregunté. Busqué rastros de la bandeja del desayuno, pero no vi nada. Ni siquiera había un vaso de agua en la mesilla de noche. Agarrándome el estómago, atragantándome con los sollozos, me volví y fui a la puerta de la serie de habitaciones de mamá.
Me detuve para volver a mirarla: aparecía como un ser encogido y arrugado bajo el pesado edredón, con la cabeza sobre la almohada de seda que tanto había amado. Abrí la puerta para salir y gritar, pero me encontré directamente con papá. El me cogió por los hombros.
—Papá —exclamé—. Mamá no respira. Mamá…
—Georgia ha muerto. Falleció mientras dormía —dijo papá secamente. No había lágrimas en sus ojos, ningún sollozo en su voz. Estaba tan firme y derecho como siempre, los hombros tirados hacia atrás, la cabeza levantada con aquel orgullo Booth que yo tanto odiaba.
—¿Qué le ha ocurrido, papá?
El me soltó los hombros y retrocedió.
—Hace meses el médico me dijo que creía que Georgia tenía un cáncer de estómago. No tenía ninguna esperanza, y me dijo que lo único que debía hacer era mantenerla cómoda y sin dolor el máximo tiempo posible.
—¿Por qué no me lo dijo nadie? —pregunté, agitando la cabeza, incrédula—. ¿Por qué me ignorabas cuando te decía que tenía muy mal aspecto?
—Primero teníamos que ocuparnos de esta situación —contestó—. Cuando Georgia estaba lúcida le contaba lo que estábamos haciendo y ella juró que se mantendría con vida hasta que consiguiéramos nuestro objetivo. Si no hubieras adelantado el bebé, ella no habría podido cumplir su promesa.
—Papá ¿cómo puede importarte más este engaño que la vida de mamá? ¿Cómo puede ser? —exigí saber.
—Ya te lo he dicho —respondió con una mirada gélida—, no podíamos hacer nada más por ella. No tenía sentido abandonar nuestro plan sólo para mandarla a morir a un hospital, ¿verdad? En cualquier caso todos los Booth mueren en casa —concluyó—. Todos los Booth mueren en casa.
Me reprimí y me tragué los gritos, haciendo un esfuerzo para controlarme.
—¿Cuánto tiempo hace que está… está muerta, papá? ¿Cuándo ocurrió?
—Justo después de que te escaparas. De modo que ya ves —dijo, sonriendo alocadamente—; las oraciones de Emily surtieron efecto. El Señor esperó para llevarse a Georgia y cuando El no pudo esperar más, te obligó a hacer lo que tenías que hacer y todo salió bien. Ya ves el poder de las oraciones, especialmente cuando las pronuncia alguien tan devoto como Emily.
—¿Habéis mantenido en secreto su muerte todos estos días? —pregunté, incrédula.
—Pensé en decir que murió al dar a luz, pero Emily y yo pensamos que deberíamos esperar un día o dos, explicando que la gran debilidad, junto con el esfuerzo del parto, había acabado con su vida, pero ella luchó noblemente durante días. Tal como lo haría cualquier esposa mía —añadió de nuevo, con la característica arrogancia de los Booth.
—Pobre mamá —susurré—. Pobre, pobre mamá.
—Nos hizo un gran servicio a todos, incluso al final de su vida —afirmó papá.
—¿Y qué hay de nosotros? ¿Qué servicio le hemos prestado nosotros, dejando que se prolongara su agonía y enfermedad? —contesté yo. Papá hizo una mueca, pero rápidamente recuperó la compostura.
—Ya te lo he dicho. No se podía hacer otra cosa y no tenía sentido perder la oportunidad de proteger el nombre de la familia Booth.
—¡El nombre de la familia! El nombre de la familia… ¡Maldito sea el nombre Booth!
Papá extendió el brazo y me dio un cachete.
—¿Dónde está ahora el honor de la familia, papá? ¿Cumple todo esto con la gran tradición del noble sur que tanto dices amar y valorar? ¿Estás orgulloso de ti mismo, papá? ¿Crees que tu padre y tu abuelo estarían orgullosos de lo que me has hecho y de lo que le has hecho a tu esposa? ¿De verdad crees que eres un verdadero caballero del sur?
—Vuelve a tu habitación —rugió, con el rostro encendido y congestionado—. Anda.
—No voy a permitir que me encierres más, papá —dije con desafío.
—Harás lo que yo te diga y lo harás ahora mismo, ¿me oyes?
—¿Dónde está mi hija? Quiero ver a mi hija—exigí. Dio un paso hacia mí y empezó a levantar el brazo de nuevo—. Puedes pegarme y pegarme, papá, pero no me moveré de aquí hasta que vea a mi hija, y cuando la gente venga al funeral de mamá y se percate de mis cardenales habrá muchos rumores acerca de los Booth —añadí.
Su brazo se paralizó en el aire. Le salía humo por las orejas, pero no me pegó.
—Pensé —dijo, bajando lentamente la mano— que algo de humildad habrías aprendido de todo esto, pero veo que sigues siendo una insolente.
—Estoy cansada, papá, cansada de mentiras y engaños, cansada del odio y la ira, cansada de oír hablar del demonio y del pecado cuando el único pecado del que soy aparentemente culpable es de haber nacido y vivido en esta horrible familia. ¿Dónde está Charlotte? —repetí.
Me miró fijamente durante unos instantes.
—No debes hablar de ella como tu hija —me ordenó.
—Lo sé.
—Hice que le prepararan una habitación en el viejo dormitorio de Eugenia y contraté los servicios de una niñera para que la cuide. La niñera se llama Clark, señora Clark. No le digas nada que le induzca a pensar algo distinto a lo que yo le he dicho —me avisó—. ¿Me oyes? —Asentí—. De acuerdo —dijo apartándose—. Puedes ir a verla, pero recuerda todo lo que te he dicho, Lillian.
—¿Cuándo tendrá lugar el funeral de mamá? —pregunté.
—Dentro de dos días —contestó—. Ahora avisaré al médico y a la funeraria para que la preparen.
Cerré los ojos y tragué saliva. A continuación, sin volver a mirarle, pasé por delante suyo hasta la escalera. Al atravesar el pasillo en el que Eugenia había pasado tanto tiempo, me sentí ligera: flotaba en el vacío.
La señora Clark parecía ser una mujer de cincuenta y cinco o sesenta años, morena, con suaves ojos castaños.
Era una mujer pequeña, con una sonrisa de abuela y una voz agradable. Me pregunté cómo papá había conseguido encontrar a alguien tan apropiado, alguien tan cariñoso y perfecto para aquel trabajo. Se mostraba como alguien muy profesional y llevaba uniforme blanco.
Me sorprendió lo mucho que había cambiado la habitación de Eugenia. Una cuna con tocador haciendo juego había sustituido todos los viejos muebles de mi hermana, y el papel pintado era más claro para combinarlo mejor con las nuevas y alegres cortinas. Cualquiera que viniera a ver a la niña, y especialmente la nueva niñera, la señora Clark, creería que papá estaba encantado con la llegada del nuevo bebé.
Pero no me sorprendió que quisiera que la niña estuviera abajo y lejos de su dormitorio, el mío y el de Emily. Charlotte había sido un accidente y, con toda seguridad en la mente de Emily, era hija del pecado. Papá no quería enfrentarse a la realidad de lo que había hecho y cada vez que Charlotte lloraba, se acordaba del pecado. Era comprensible que no quisiera verla.
La señora Clark se levantó de la silla al lado de la cuna cuando entré en la habitación.
—Hola —dije—. Soy Lillian.
—Sí, querida. Tu hermana Emily me ha hablado mucho de ti. Siento que no te hayas encontrado muy bien estos días. Ni siquiera has podido ver a tu hermanita, ¿verdad? —preguntó, y a continuación le dedicó una gran sonrisa a mi hija, que estaba en la cuna.
—No —mentí.
—La pequeña está durmiendo, pero puedes acercarte a mirarla —dijo la señora Clark.
Me acerqué a la cuna y contemplé a Charlotte. Parecía muy pequeña, pues su cabeza no era más grande que una manzana. Sus pequeños puños estaban cerrados mientras dormía, y sus dedos eran rosados y blancos. Deseaba con todas mis fuerzas cogerla en brazos, abrazarla y llenar su pequeña cara de besos. Era difícil creer que alguien tan bello y precioso pudiera ser el fruto de tanto dolor y agonía.
Llegué a creer incluso que sentiría cierto resentimiento al verla por primera vez, pero en cuanto vi aquella pequeña nariz y su boca, la diminuta barbilla y el cuerpo de muñeca, sólo sentí una gran ternura y amor.
—Ahora tiene ojos azules, pero los bebés cambian de color a medida que crecen —dijo la señora Clark—. Y, como puedes ver, su cabello es marrón claro con muchos mechones dorados; por cierto, igual que el tuyo. Pero eso no es extraño. Las hermanas, a menudo, tienen el mismo color de pelo. ¿De qué color tiene el pelo tu madre? —preguntó inocentemente, y yo empecé a temblar. Las lágrimas me rodaron por las mejillas—. ¿Qué ocurre, querida? —preguntó la señora Clark, retrocediendo—. ¿Te duele algo?
—Sí, señora Clark… tengo un gran, un gran dolor. Mi madre… mi madre ha fallecido. El nacimiento del bebé y su debilitado estado han sido demasiado para ella —dije, con la sensación de que papá era un ventrílocuo y yo su marioneta. La señora Clark se quedó boquiabierta y a continuación me abrazó rápidamente.
—Pobre niña —dijo mirando a Charlotte—. Pobres niñas —dijo—. Con tanta felicidad y tener que soportar todo este dolor y tristeza.
Acababa de conocer a esta simpática mujer y no sabía casi nada de ella, pero sus brazos eran reconfortantes y su hombro acogedor. Hundí el rostro en él y lloré hasta la saciedad. Mis sollozos despertaron a la pequeña Charlotte. Rápidamente, me sequé las lágrimas y observé que la señora Clark la sacaba de la cuna.
—¿Quieres sostenerla? —me preguntó.
—Oh, sí —dije—. Tengo muchas ganas.
La cogí en brazos y la mecí suavemente, besando su pequeña mejilla y frente. En pocos segundos cesaron sus llantos y volvió a dormirse.
—Lo has hecho muy bien —dijo la señora Clark—. Algún día serás una madre estupenda, estoy segura.
Incapaz de decir una palabra, devolví a Charlotte a la señora Clark y huí de la habitación con el corazón destrozado.
Aquella tarde llegaron los de la funeraria y prepararon el cadáver de mamá. Papá, al menos, me permitió que eligiera el vestido con el que iba a ser enterrada, diciendo que yo sabría mejor que Emily qué vestido hubiera escogido mamá. Elegí algo alegre, algo muy bonito, uno que realmente le hiciera sentir como la señora de una gran plantación sureña; un vestido de blanco satén con bordado en el dobladillo de la falda. Emily se quejó, claro está, afirmando que el vestido era demasiado festivo para un muerto.
Pero yo sabía que la gente vendría a dar el pésame y sabía que a mamá no le hubiera gustado estar fea y desaliñada.
—La tumba —declaró Emily con su característico tono profético— es el único lugar al que uno no puede llevarse la vanidad.
Pero yo no cedí.
—Mamá ya sufrió bastante cuando vivía en esta casa —dije con firmeza—. Es lo menos que podemos hacer por ella ahora.
—Ridículo —murmuró Emily, pero papá le debió decir que evitara los conflictos y el malestar durante el período de duelo. Había demasiadas visitas y ya corrían demasiados rumores acerca de nosotros. Emily, simplemente, se dio media vuelta y me dejó con la gente de la funeraria. Yo les entregué la ropa de mamá, incluyendo los zapatos y sus collares y pulseras preferidas. Les pedí que le cepillaran el cabello y les dejé sus polvos perfumados.
El ataúd se colocó en la sala de lectura de mamá, donde había pasado tanto tiempo entregada a los libros. Emily y el reverendo colocaron las velas y extendieron un manto negro en el suelo, bajo el ataúd. Ella y el sacerdote se quedaron en la puerta, saludando a la gente que venía a dar el pésame.
Pero Emily me sorprendió realmente aquellos días de luto. Por un lado no abandonó la sala excepto para ir al lavabo y, por otro, inició un severo ayuno tomando únicamente agua. Se pasó incontables horas de rodillas, rezando al lado del ataúd de mamá y permaneció allí incluso durante la noche. Yo lo sabía porque bajaba cuando no podía dormir, y la encontraba en la sala, cabizbaja, las velas parpadeando en la oscura estancia.
Ni siquiera levantó la cabeza cuando entré y me acerqué al ataúd. Me quedé allí de pie, contemplando el delgado rostro de mamá, imaginando una ligera y suave sonrisa en los labios. Me gustaba creer que su alma se sentía complacida y que le gustaba lo que yo había hecho por ella. Su aspecto en presencia de otros, especialmente otras mujeres, era muy importante para ella.
El funeral fue uno de los más relevantes de nuestra comunidad. Incluso vinieron los Thompson, habiendo encontrado en su corazón la generosidad de perdonar a los Booth por la muerte de Niles y rezar junto a nosotros en la iglesia y en el cementerio. Papá se puso un elegante traje oscuro y Emily su mejor vestido para la ocasión. Yo también iba de negro, pero me puse la pulsera con colgantes que mamá me había regalado para mi cumpleaños hacía des años. Charles y Vera se pusieron sus trajes de domingo y Luther vestía un pantalón largo y camisa de vestir. Ofrecía un aspecto confuso y serio, cogido como estaba de la mano de su madre. La muerte es la cosa más confusa y misteriosa de este mundo para un niño que se despierta cada día pensando que todo lo que hace o ve es inmortal, especialmente sus padres y los padres de otros jóvenes.
Pero aquel día no me dediqué realmente a contemplar a los asistentes. Cuando el reverendo inició el servicio religioso, yo tenía los ojos puestos en el ataúd de mamá, ahora cerrado. No lloré hasta que llegamos a la tumba y colocaron a mamá en el hoyo, junto al ataúd de Eugenia. Recé y deseé que estuvieran juntas de nuevo. Con toda seguridad mi deseo reconfortaría a las dos.
Papá se frotó los ojos una vez con el pañuelo antes de que nos alejáramos de la tumba, pero Emily no derramó ni una sola lágrima. Si había llorado, lo había hecho en su interior. Me percaté de cómo la miraban algunas personas, susurrando y moviendo negativamente la cabeza. A Emily le importaba un comino lo que la gente pensaba de ella. Era de la opinión de que nada en este mundo, nada de lo que la gente hiciera o dijese, nada de lo que ocurriera, era tan importante como lo que venía después. Tenía la atención puesta en el más allá, y en la preparación del viaje que transcurriría por el camino de la gloria.
Pero yo ya no la odiaba por su comportamiento. Algo había sucedido en mi interior como consecuencia del nacimiento de Charlotte y la muerte de mamá. La ira y la intolerancia se vieron sustituidos por la pena y la paciencia. Por fin me había dado cuenta de que Emily era la que más compasión merecía de las tres. Incluso la pobre y enfermiza Eugenia había tenido más suerte, ya que había podido disfrutar un poco de este mundo, de la belleza y el cariño, mientras que Emily era incapaz de nada que no fuera tristeza y pena. Su lugar estaba en los cementerios. Desde que supo andar se empezó a comportar como un empleado de pompas fúnebres. Se cubría de sombras y ella sola, en sí misma, encontraba paz y seguridad rodeada siempre de historias y palabras bíblicas perfectamente recitadas bajo cielos grises.
El funeral y sus secuelas le proporcionaron a papá otra excusa para seguir bebiendo. Se sentó con sus compañeros de juego y tragó vasos y vasos de bourbon hasta que se quedó dormido en la silla. Durante los días siguientes papá sufrió un cambio dramático en sus costumbres y comportamiento. Por un lado ya no se levantaba pronto por la mañana, y siempre solía estar sentado a la mesa cuando yo llegaba. Empezó a llegar tarde. Una mañana ni siquiera apareció, y yo le pregunté a Emily dónde estaba. Ella se limitó a mirarme y a negar con la cabeza. A continuación susurró en voz baja una de sus oraciones.
—¿Qué ocurre, Emily? —quise saber.
—Papá está sucumbiendo al diablo, cada día un poco más —afirmó.
Yo casi me eché a reír. ¿Cómo no podía haberse dado cuenta Emily de que papá llevaba ya mucho tiempo negociando con Satanás? ¿Cómo podía excusarle por beber y jugar, así como las deplorables actividades cuando estaba fuera de casa en los llamados viajes de negocios? ¿Tan ciega estaba por su estúpida fe de carbonero cuando estaba en casa? Sabía perfectamente lo que me había hecho a mí, y sin embargo intentaba excusarlo culpándome a mí y al demonio. ¿Qué parte de responsabilidad tenía él?
Lo que en realidad le molestaba a Emily era que papá ni siquiera se preocupaba en cubrir las apariencias. No venía a la mesa por la mañana para decir sus oraciones y no leía la Biblia. Cada noche se quedaba dormido bebiendo, y cuando se levantaba ni siquiera se vestía correctamente. No se afeitaba; ya no observaba un aspecto pulcro. En cuanto podía abandonaba la casa para sumirse en sórdidos antros, donde jugaba toda la noche haciendo partidas de cartas en salas llenas de humo. Nosotros sabíamos que había mujeres de mala reputación en aquellos lugares, mujeres cuyo único fin era entretener y dar placer a los hombres.
La bebida, los amoríos y el juego distrajeron a papá y ya no se ocupaba de llevar The Meadows. Pasaban semanas y los trabajadores se quejaban de no recibir el sueldo. Charles intentaba reparar y mantener en buen estado la vieja maquinaria, pero era como un niño intentando que no se produjera una inundación tapando el agujero con el dedo. Cada vez que se quejaba o le daba una mala noticia, papá se ponía a gritar y a chillar como un energúmeno culpando al gobierno o a los extranjeros. Normalmente todo acababa en un estupor alcohólico, sin hacer nada, sin resolver ningún problema.
Poco a poco, The Meadows empezó a parecerse a las viejas plantaciones desiertas o destruidas por la Guerra Civil. Sin dinero para pintar las vallas y los graneros, cada vez con menos trabajadores dispuestos a aguantar las iras, rabietas y dilaciones de papá a la hora de pagarles sus justos salarios, The Meadows inició su decadencia hasta que sólo quedaron unos pequeños ingresos para sostener lo poco que quedaba.
Emily, en lugar de criticar abiertamente a papá, decidió inventar formas de ahorrar y economizar en la casa.
Le ordenó a Vera que sirviera comidas más y más baratas. Grandes sectores de la casa se mantenían a oscuras, fríos y ni siquiera se quitaba el polvo. Un manto de desgracias cayó sobre lo que en el pasado había sido una bella y orgullosa plantación sureña.
Los recuerdos de las grandes barbacoas de mamá, las elegantes cenas, el sonido de risas y música se fueron perdiendo, se retiraron a las sombras para sepultarse entre las tapas de los álbumes de fotos. El piano ya no estaba afinado, las cortinas empezaron a llenarse de suciedad y polvo, y el antiguo y espléndido paisaje de flores y arbustos sucumbió a la invasión de las malas hierbas.
Todo lo que para mí había sido bello e interesante había desaparecido, pero tenía a Charlotte y ayudaba a la señora Clark a cuidarla. Juntas la vimos crecer hasta que dio el primer paso y dijo la primera palabra comprensible. No fue mamá ni papá. Dijo Lil… Lil.
—Qué bonito y adecuado que sea tu nombre la primera palabra sensata que pronuncia —afirmó la señora Clark. Claro está, no sabía lo maravilloso y adecuado que realmente era, aunque en algunas ocasiones yo pensé que sabía más de lo que fingía. ¿Cómo podía mirarme a la cara cuando sostenía a Charlotte o jugaba, o le daba de comer y no darse cuenta de que Charlotte era mi hija y no mi hermana? ¿Y cómo no podía darse cuenta de la forma en que papá evitaba a la niña y no pensar que era muy raro?
Bien, hacía algunas de las cosas más elementales. Pasaba por su habitación ocasionalmente para ver a Charlotte vestida con algo bonito o para verla subir los primeros escalones. Incluso llamó a un fotógrafo para que fotografiara a sus «tres» hijas, pero en general, trataba a Charlotte como a alguna pupila que debía custodiar.
Aproximadamente un mes después del fallecimiento de mamá, regresé a la escuela. La señorita Walker seguía siendo la profesora, y se quedó bastante sorprendida al ver lo bien que había mantenido mi nivel de estudios. De hecho, no pasaron más de unos cuantos meses antes de que me pusiera a su lado a enseñar a los niños más jóvenes haciendo el papel de ayudante. Emily no iba ya a la escuela y no le interesaba lo que yo hiciera allí. A papá tampoco le interesaba.
Pero todo aquello tuvo un brusco final cuando Charlotte cumplió los dos años. Papá anunció a la hora de cenar que iba a tener que despedir a la señora Clark.
—Ya no podemos pagarle —afirmó—. Lillian, tú y Emily y Vera cuidaréis a la niña a partir de ahora.
—¿Qué pasa con el colegio, papá? Yo tenía intención de hacerme maestra.
—Tendrás que dejarlo —contestó—. Hasta que las cosas mejoren.
Pero yo sabía que las cosas no mejorarían, nunca. Papá había perdido todo interés en sus asuntos y se pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo y jugando. En pocos meses había envejecido años. Las canas le habían invadido el cabello, sus mejillas y barbilla estaban hundidas y tenía grandes ojeras y bolsas bajo los ojos.
Poco a poco, empezó a vender la mayor parte de las mejores tierras del sur. Los terrenos que no vendía los arrendaba, y se quedaba satisfecho con los escuetos ingresos que obtenía. En cuanto tenía dinero en las manos desaparecía corriendo a jugárselo en alguna partida de cartas.
Ni Emily ni yo sabíamos lo mal que estaban las cosas hasta que regresó una noche, tarde, después de una velada siniestra de borrachera y cartas y entró en su despacho. Tanto a Emily como a mí nos despertó el estampido de un pistoletazo. El alma se me cayó a los pies. Mi corazón se desbocó. Me incorporé rápidamente y escuché, pero sólo se percibía un silencio mortal. Me puse la bata y las zapatillas y salí corriendo de la habitación, encontrándome a Emily en el pasillo.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté.
—Vino de abajo —contestó. A continuación me miró con una mirada cargada de malos presagios y las dos bajamos las escaleras. Emily sostenía una vela porque ahora manteníamos oscura la parte de abajo cuando todos nos retirábamos por la noche.
Un destello de luz salía de la puerta abierta. Con el corazón en la garganta, caminé unos pasos detrás de Emily y entré tras ella. Allí encontramos a papá, hundido en el sofá, con la pistola en la mano y humeante todavía. Había intentado suicidarse, pero había apartado la pistola de la sien en el último momento, disparando la bala contra la pared.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha ocurrido, papá? —exigió saber Emily—. ¿Por qué estás ahí sentado con esa pistola?
—Mejor sería estar muerto —dijo—. En cuanto recupere la fuerza volveré a intentarlo —gimió en un tono de voz tan poco habitual en él que tuve que mirarle dos veces.
—No lo harás —espetó Emily. Le arrancó la pistola de k mano—. El suicidio es un pecado. No matarás.
El la miró con ojos patéticos. Nunca le había visto tan débil y derrotado.
—No sabes lo que he hecho, Emily. No tienes ni idea.
—Entonces dímelo —dijo ella severamente.
—Me jugué The Meadows en una partida de cartas. He perdido la herencia de mi familia —gimió—. A un hombre llamado Cutler. Y ni siquiera es granjero. Tiene un hotel en la playa —dijo con desdén.
Me miró a mí, y a pesar de todo lo que nos había hecho a mí y a mamá, sólo pude compadecerme
—Lo he hecho, Lillian —dijo—. El hombre puede echarnos de la casa en cuanto quiera.
Lo único que hizo Emily fue murmurar una de sus oraciones.
—Eso es ridículo —dije—. Algo tan grande y tan importante como The Meadows no puede perderse en una partida de cartas. Es imposible. —Papá abrió los ojos, sorprendido—. Estoy segura de que encontraremos la forma de que nada de eso ocurra —afirmé con tanta seguridad y autoridad que me sorprendí de mí misma—. Ahora vete a dormir, papá, y mañana por la mañana, con la cabeza clara, encontrarás la forma de resolver el problema.
Me di media vuelta y le dejé sentado, boquiabierto, sin estar demasiado segura de por qué de pronto era tan importante proteger esta depauperada plantación sureña que había sido para mí una prisión además de un hogar. Una cosa, al menos, estaba clara: no era importante porque fuera el hogar de los Booth.
Quizá fuera importante porque había sido el hogar de Henry, y de Louella y de Eugenia y de mamá. Quizá fuera importante en sí misma, por las mañanas primaverales llenas de sinsontes y arrendajos, por los magnolios en el patio y la glicinia que cubría las viejas vallas. Quizá no se mereciera lo que le estaba ocurriendo.
Pero no tenía ni idea de cómo salvarla. No tenía ni idea de cómo salvarme a mí misma.