12

MI CONFINAMIENTO

Mientras yacía sobre la cama mirando el techo, papá y Emily estaban abajo en el despacho, planificando el gran engaño. En aquel momento no me importaba qué hacían ni qué decían. Ya no creía tener control alguno de mi destino. Seguramente jamás lo tuve. Cuando era más joven y pasaba el tiempo proyectando las cosas maravillosas que haría en mi vida, estaba simplemente soñando, engañándome. Ahora comprendía que las pobres almas como yo venían a este mundo para ilustrar las terribles consecuencias que podían tener lugar si se desobedecían los mandamientos de la ley de Dios. No importaba cuál de tus antepasados desobedeciera los preceptos de la ley: los pecados de los padres también eran, como solía decir Emily, responsabilidad de los hijos. Yo era una prueba evidente de ello.

Sin embargo, ¿por qué Dios escuchaba a alguien tan cruel y horrible como Emily y hacía oídos sordos a alguien tan cariñosa y tierna como Eugenia o mamá, o tan sincera como yo? Eso me asustaba y confundía. Yo había rezado por Eugenia, por mamá y por mí, pero ninguna de estas oraciones recibieron respuesta.

De alguna manera, por alguna razón misteriosa, Emily vino a este mundo para juzgar y mandarnos a todos. Hasta ahora, me pareció a mí, todas sus profecías, todas sus amenazas, todas sus predicciones se habían hecho realidad. El diablo se había apoderado de mi alma, incluso antes de nacer, y me había corrompido con tanta eficacia, que había llegado a ocasionar la muerte de mi madre. Tal como había dicho Emily muchas veces, era una Jonás. Mientras estaba en la cama con la mano sobre el estómago y me daba cuenta de que en mi interior se estaba formando un hijo indeseado, tuve realmente la sensación de que me había tragado una ballena y que me movía entre las oscuras paredes de otra prisión.

En eso se iba a convertir mi habitación por lo que se refería a papá y Emily: una prisión. Entraron juntos, armados con sus palabras bíblicas de justificación, y dictaron su sentencia como si fueran jueces de Salem, Massachusetts, mirando odiosamente a una mujer sospechosa de ser bruja. Antes de que hablaran, Emily recitó una oración y leyó un salmo. Papá permaneció a su lado, con la cabeza inclinada. Cuando ella terminó, levantó la cabeza y sus duros ojos oscuros se fijaron en mí.

—Lillian —declaró con una voz que retumbaba—, permanecerás en esta habitación bajo llave hasta que nazca el niño. Hasta entonces, Emily, y sólo Emily, será tu contacto con el mundo externo. Ella te traerá la comida y se ocupará de tus necesidades físicas y espirituales.

Dio un paso adelante, esperando que yo me opusiera de alguna manera, pero mi lengua permaneció pegada a mi paladar.

—No quiero oír quejas, ni gemidos, ni lloros, ni golpes en la puerta, ni gritos desde la ventana. ¿Me has entendido? Si lo haces, haré que te trasladen al ático y te encadenaré a la pared hasta que sea la hora de dar a luz. Hablo en serio —dijo con firmeza en la amenaza—. ¿Comprendido?

—¿Pero qué pasará con mamá? —pregunté—. Quiero verla cada día y ella querrá verme a mí.

Papá frunció sus oscuras y espesas cejas y se quedó pensativo. Miro a Emily antes de decidir y después se dirigió a mí.

—Una vez al día, cuando Emily te dé permiso, ella vendrá a buscarte y te llevará a la habitación de Georgia. Te quedarás allí media hora y después regresarás aquí. Cuando Emily diga que se ha acabado el tiempo, debes obedecer, de otra forma… no vendrá a buscarte más —afirmó con cierta dureza en la voz.

—¿No voy a poder salir y tomar un poco el sol y respirar aire fresco? —pregunté. «Incluso las malas hierbas necesitan un poco de sol y aire fresco», pensé, pero no me atreví a decirlo, o Emily, con toda seguridad, diría que una mala hierba no peca.

—No, maldita sea —respondió, el rostro enrojecido—. ¿No entiendes lo que estamos intentando hacer aquí? Estamos intentando salvar el buen nombre de la familia. Si alguien te ve con la barriga la gente hablará, y antes de que te des cuenta todo el condado estará enterado de nuestra vergüenza. Siéntate allí, al lado de la ventana, y tendrás sol y aire fresco.

—¿Qué pasará con Vera y Tottie? —pregunté suavemente—. ¿No puedo verlas?

—No —dijo con firmeza.

—Se preguntarán por qué —murmuré, desafiando su desdén.

—Yo me ocuparé de ellas. No te preocupes tú. —Me señaló con su grueso dedo índice—. Obedece a tu hermana, escucha sus órdenes y haz lo que te he dicho que hagas y cuando esto acabe podrás volver a ser uno de nosotros. —Titubeó un poco, suavizándose—. Incluso podrás volver al colegio. Pero —añadió rápidamente— sólo si eres digna de ello.

»Sólo para que no te vuelvas loca —dijo— te traeré parte de mi papeleo de vez en cuando, y podrás tener libros para leer, y hacer punto. Yo vendré a visitarte cuando pueda —concluyó y se volvió para marcharse. Emily se quedó en el umbral de la puerta.

»Ahora te traeré el desayuno —dijo en un tono de voz arrogante y altivo y siguió a papá. Oí a Emily metiendo la llave en la puerta y darle la vuelta hasta que se cerró.

Pero en cuanto los pasos se alejaron, empecé a reírme. No podía evitarlo. De pronto me di cuenta de que Emily iba a ser ahora la que me serviría a mí. Tendría que traerme las comidas, subiendo y bajando las escaleras con la bandeja como si yo fuera alguien a quien mimar delicadamente. Claro está, ella no lo veía de esa forma; ella se consideraba mi carcelera, mi guardiana.

Quizá no estuviera realmente riendo; quizá fuera mi forma de llorar, porque ya no me quedaban lágrimas, estaba seca. Podía llenar un río con mi tristeza y sólo tenía catorce años. Incluso la risa era dolorosa. Me oprimía el corazón y me dolían las costillas. Respiré profundamente y me dirigí a la ventana.

Qué aspecto tan bello tenía el mundo exterior ahora que estaba prohibido. El bosque era un paisaje de colores otoñales con gamas de naranja y matices ocre y amarillo. Los campos sin cultivar estaban cubiertos de pequeños pinos y matorrales de color gris y marrón. Las pequeñas nubes nunca me habían parecido tan blancas ni el cielo tan azul, y los pájaros… los pájaros estaban por todas partes señoreando su libertad, su amor al vuelo. Era un tormento verlos en la distancia y no poder oír su canto.

Yo suspiré Y me aparté de la ventana. Como mi habitación se había convertido en una celda, me pareció más pequeña. Las paredes daban la sensación de ser más gruesas, los rincones más oscuros. Incluso el techo parecía más bajo. Temí que cada día descendiese un poco y que pudiese aplastarme de soledad. Cerré los ojos e intenté no pensar en ello. Poco después, Emily me trajo el desayuno. Colocó la bandeja sobre la mesita de noche y retrocedió con los hombros erguidos, los ojos entrecerrados, los labios apretados. La blancura de su tez me ponía enferma. Estar encerrada entre estas cuatro paredes me haría parecerme a ella.

—No tengo hambre —dije después de mirar la comida, especialmente los cereales calientes y el pan tostado seco.

—Hice que Vera te lo preparara especialmente —afirmó, señalando los cereales calientes—. Te lo comerás, y te lo comerás todo. A pesar del pecado de estar embarazada, hay un niño en el que pensar y al que proteger. Lo que hagas después con tu cuerpo no tiene ninguna importancia, pero lo que ahora hagas con él sí, y mientras yo me ocupe comerás bien. Come —me ordenó, como si yo fuera su marioneta particular.

Pero lo que había dicho Emily me pareció sensato. ¿Por qué castigar al niño dentro de mí? Estaría haciendo lo mismo que se me había hecho a mí: aplastar al niño con los pecados de los padres. Comí mecánicamente mientras Emily me observaba, esperando para asegurarse de que me tragaba cada bocado.

—Sé que tú sabes —dije, haciendo una pausa— que Niles no es el padre de mi hijo. Estoy segura de que sabes lo que aquí ha sucedido.

Me miró fijamente durante mucho tiempo sin decir ni una palabra y al final asintió.

—Más razón para que me escuches y me obedezcas. No sé cuál es la razón, pero tú eres el vehículo por el cual el demonio entra en nuestras vidas. Debemos encerrarlo en tu cuerpo para siempre y no permitirle ninguna victoria en esta casa. Reza y medita sobre tu deplorable situación —dijo. A continuación cogió la bandeja y se llevó los platos vacíos de mi habitación, cerrando con llave la puerta al salir.

Había empezado el primer día de mi condena en la prisión. Me encogí en la pequeña habitación que iba a ser mi mundo durante meses y meses. Con el tiempo llegaría a conocer todas y cada una de las grietas de la pared, todas y cada una de las manchas del suelo. Bajo la supervisión de Emily, limpiaba y pulía y volvía a limpiar y a pulir todos los muebles, todos los rincones. Cada dos o tres días papá me traía sus libros para que yo hiciera las cuentas, tal como había prometido, y Emily, de mala gana, me traía libros para leer como había ordenado papá. Yo seguí con el punto y también hice algunas bonitas piezas para colgar en las desnudas paredes.

Pero el mayor interés lo despertaba mi propio cuerpo, cuando de pie delante del espejo en mi cuarto de baño estudiaba los cambios. Vi cómo aumentaban de tamaño mis pechos y mis pezones se oscurecían. Pequeñas venas moradas aparecían en mi pecho, y cuando pasaba la punta de los dedos por el lugar tenía nuevas sensaciones y sentía el cuerpo que se desarrollaba en mi interior. Las náuseas duraron hasta el tercer mes, momento en que dejaron de producirse.

Una mañana me levanté con un apetito terrible. Aguardaba impaciente la llegada de Emily, y cuando ésta vino con la bandeja, me comí todo en pocos minutos y le pedí que me trajera más.

—¿Más? —espetó—. ¿Crees que voy a subir y bajar las escaleras todo el día para satisfacer tus caprichos? Comerás lo que te traigo y cuando lo traiga y nada más.

—Pero, Emily, dice el libro de medicina de papá que las mujeres embarazadas a veces tienen más hambre. Hay que comer por dos. Dijiste que no querías que el bebé sufriera a causa de mis pecados —le recordé—. No te lo estoy pidiendo por mí; te lo pido por el niño, que con toda seguridad quiere y necesita más. ¿De qué otra forma puede expresar sus deseos si no es a través mío?

Emily hizo una mueca, pero vi que estaba reconsiderando la situación.

—Muy bien —accedió—. Te traeré algo más y me aseguraré de que te sirvan un poco más de todo de ahora en adelante, pero si veo que te estás poniendo más y más gorda…

—Evidentemente voy a engordar, Emily. Es el proceso natural de las cosas —dije—. Mira en los libros o dile a papá que se lo pregunte a la señora Coons. —Una vez más reconsideró las cosas.

—Veremos —dijo, y se marchó en busca de más comida. Yo me felicité por el éxito que había tenido en conseguir que Emily hiciera algo por mí. Quizá había exagerado un poco excesivamente, pero me sentía bien. Hacía muchos meses que no había sentido tanto placer y me sorprendí a mí misma sonriendo. Obviamente le oculté mis sonrisas a Emily, que continuaba merodeando, mirándome con suspicacia a la menor oportunidad.

Una tarde, mucho después de que me hubiera traído la comida, oí un ligero golpe en la puerta y me acerqué. Estaba cerrada con llave, de modo que no pude abrirla.

—¿Quién es? —pregunté.

—Soy Tottie —contestó Tottie mediante un fuerte susurro—. Vera y yo nos hemos estado preocupando por usted todo este tiempo, señorita Lillian. No queremos que crea que no nos importaba. Su padre nos dijo que no subiéramos nunca aquí a verla y que no nos preocupáramos, pero nos preocupamos. ¿Está bien?

—Sí —dije—. ¿Sabe Emily que estás aquí?

—No. Ella y el Capitán no están en casa ahora y me he atrevido a subir.

—Será mejor que no te quedes mucho tiempo, Tottie —le avisé.

—¿Por qué se ha encerrado ahí dentro, señorita Lillian? No se trata de lo que dicen su padre y Emily, ¿verdad? ¿Usted no quiere que sea así?

—No se puede evitar, Tottie. Por favor no me hagas más preguntas. Estoy bien.

Tottie se quedó en silencio un momento. Pensé que quizá se había marchado de puntillas, pero volvió a hablar.

—Su padre le está diciendo a la gente que su madre está embarazada. Vera dice que no parece ni actúa como si lo estuviera. ¿Lo está, señorita Lillian?

Me mordí el labio. Quería contarle la verdad a Tottie, pero tenía miedo, no tanto por mí sino por ella. No había forma de saber lo que haría papá si ella se lo contaba a alguien. En cualquier caso, estaba avergonzada de lo que había ocurrido y no quería que nadie lo supiera.

—Sí, Tottie —dije rápidamente—. Es verdad.

—¿Entonces por qué quiere quedarse encerrada en su habitación, señorita Lillian?

—No quiero hablar de esto, Tottie. Por favor, vuelve abajo. No quiero crearte ningún problema —dije, reprimiéndome las lágrimas.

—No importa, señorita Lillian. De hecho he venido a despedirme. Me voy, tal como dije que haría. Me voy al norte, a Boston, a vivir con mi abuela.

—Oh, Tottie, te echaré de menos —exclamé—. Te echaré mucho de menos.

—Me gustaría darle un abrazo de despedida, señorita Lillian. ¿No querría abrirme la puerta a mí?

—No…, no puedo, Tottie —dije. Ahora estaba llorando.

—¿No puede o no quiere, señorita Lillian?

—Adiós, Tottie —dije—. Buena suerte.

—Adiós, señorita Lillian. Usted, Vera, Charles y su hijo Luther son las únicas personas de las que quería despedirme. Y su madre, claro está. La verdad es que me estoy despidiendo de este triste lugar. Sé que no es feliz ahí, señorita Lillian. Si hay algo que pueda hacer por usted antes de marcharme… cualquier cosa.

—No, Tottie —dije con la voz quebrada—. Gracias.

—Adiós —repitió y se marchó.

Lloré tanto que pensé que no tendría apetito a la hora de cenar, pero mi cuerpo me sorprendió. Cuando Emily apareció con mi bandeja, le eché un vistazo a la comida y me di cuenta de que estaba muerta de hambre. Este apetito voraz continuó bien entrado el cuarto y quinto mes.

Con el mayor apetito vino también una mayor energía. Mis cortos paseos para ir a ver a mamá no bastaban como ejercicio, y cuando veía a mamá no podía ir a ningún sitio con ella, especialmente después de haber cumplido el sexto mes. Para entonces, mamá se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama, con el rostro demacrado y la mirada mortecina. Emily y papá le habían dicho a mamá que estaba embarazada, que el médico la había examinado y que así era. Ella estaba lo suficientemente loca como para aceptar el diagnóstico, y, por lo que entendí, incluso le dijo a Vera que estaba embarazada. Obviamente, no pensaba que Vera lo creyera, pero sí supuse que sería discreta y que no se metería en el asunto.

Por estas fechas mamá experimentaba más y más dolores de estómago y tomaba más analgésicos. Papá había cumplido su palabra en eso. Había docenas de botellas de analgésicos en la habitación de mamá, algunas vacías, otras medio vacías, todas en fila sobre la mesilla de noche.

Cuando la visitaba, mamá permanecía en la cama inmovilizada, gimiendo suavemente, los ojos medio abiertos, casi sin darse cuenta de que yo estaba con ella. A veces intentaba tener buen aspecto y se ponía un poco de maquillaje, pero cuando yo llegaba el maquillaje se había corrido y aun así estaba pálida bajo el colorete y el rojo del pintalabios. Sus grandes ojos me miraban desolados y sólo escuchaba vagamente las cosas que le decía.

Emily no quería admitirlo, pero mamá había perdido mucho peso. Tenía los brazos tan delgados que se le veía el hueso claramente y las mejillas estaban terriblemente hundidas. Cuando le tocaba el hombro, parecía estar hecha de huesos de pájaro. Veía, por la cantidad de comida que dejaba en el plato, que casi no comía. Intenté darle de comer, pero se negaba con la cabeza.

—No tengo hambre —gemía—. Tengo el estómago mal otra vez. Tengo que darle un descanso, Violet.

Ahora la mayor parte del tiempo me llamaba Violet. Dejé de corregirla, aun cuando sabía que a mis espaldas Emily se reía y movía la cabeza.

—Mamá está muy, muy enferma —le dije a Emily una tarde al principio de mi séptimo mes de embarazo—. Tienes que hacer que papá llame al médico. Tiene que ir al hospital. Se está muriendo.

Emily no me hizo ningún caso y continuó caminando por el pasillo, haciendo sonar su llavero de cancerbero.

—¿No te preocupas por ella? —pregunté. Me detuve en el pasillo y Emily se vio obligada a darse la vuelta—. Es tu madre. ¡Tu verdadera madre! —chillé.

—Baja la voz —dijo Emily, retrocediendo—. Claro que me preocupo por ella —respondió fríamente—. Rezo por ella cada noche y cada mañana. A veces entro en su habitación y hago vigilia durante una hora a su lado. ¿No te has fijado en las velas?

—Pero, Emily, necesita atención médica y pronto —le rogué—. Hay que llamar inmediatamente al médico.

—No podemos llamar al médico, imbécil —espetó—. Papá y yo les hemos contado a todo el mundo que mamá está embarazada de tu hijo. No podemos hacer nada por el estilo hasta que nazca el niño. Ahora volvamos a tu habitación antes de que tanta charla llame la atención. Vamos.

—No podemos seguir así —dije—. La salud de mamá es demasiado importante. No voy a dar ni un paso más.

—¿Qué?

—Quiero ver a papá —dije desafiante—. Baja y dile que suba,

—Si no vuelves inmediatamente a tu habitación, no vendré a buscarte mañana —me amenazó Emily.

—Ve a buscar a papá —insistí, y crucé los brazos bajo el pecho—. No voy a dar ni un solo paso hasta que vayas a buscarle.

Emily me miró enfadada y a continuación bajó. Poco después, papá subió las escaleras, el cabello despeinado, los ojos enrojecidos.

—¿Qué ocurre? —quiso saber—. ¿Qué está ocurriendo?

—Papá, mamá está muy, muy enferma. No podemos seguir fingiendo que es ella quien está embarazada. Hay que ir inmediatamente en busca del médico —insistí.

—¡Santo cielo! —dijo, la ira encendiéndole el rostro. Sus ojos me quemaban—. Cómo te atreves a decirme lo que tengo que hacer. Vuelve a tu cuarto. Vamos —dijo. Como no me movía, me empujó. Sin duda me hubiera pegado de vacilar un instante más.

—Pero mamá está muy enferma —gemí—. Por favor, papá. Por favor —le rogué.

—Yo me ocuparé de Georgia. Tú cuida de ti misma —dijo—. Anda, vamos —extendió el brazo y con el dedo señaló la puerta. Yo retrocedí lentamente, pero apenas entré Emily cerró de golpe la puerta y echó la llave.

Aquella noche no regresó con mi cena, y cuando empecé a preocuparme y golpeé la puerta, ella respondió tan rápidamente que lo único que pude suponer era que había estado al otro lado de la puerta esperando que me impacientara y tuviera hambre.

—Papá dice que te vayas a la cama sin cenar esta noche —afirmó a través de la puerta cerrada—. Ése es tu castigo por tu mal comportamiento.

—¿Qué mal comportamiento? Emily, sólo estoy preocupada por mamá. Eso no es un mal comportamiento.

—El desafío es un mal comportamiento. Tenemos que vigilarte muy de cerca y no permitir la más mínima indiscreción —explicó Emily—. Una vez que el demonio dispone de una rendija, por pequeña que sea, toma posesión de nuestras almas. Ahora tú tienes otra alma en formación en tu cuerpo, y le gustaría atraparla también. Vete a dormir —ordenó.

—Pero, Emily… espera —exclamé, oyendo cómo se alejaban sus pasos. Golpeé la puerta y moví el pomo, pero ella no regresó. Ahora realmente me sentía como una prisionera en mi propia habitación, pero lo que más dolor me causaba era saber que la pobre mamá no iba a recibir la atención médica que tanto necesitaba. Una vez más, por mi culpa, una persona amada saldría perjudicada.

Cuando Emily volvió a la mañana siguiente con mi desayuno, declaró que ella y papá habían tomado una nueva decisión.

—Hasta que acabe todo esto, los dos estamos de acuerdo en que sería mejor que no visitaras a mamá —dijo, colocando la bandeja sobre mi mesa.

—¿Qué? ¿Por qué no? Tengo que ver a mamá. Ella quiere verme; se alegra —exclamé.

—La anima —me imitó Emily con desdén—. Ni siquiera sabe quién eres ya. Cree que eres su hermana muerta y no te recuerda de una visita a otra.

—Pero le sigue gustando. A mí no me importa si me confunde con su hermana. Yo…

—Papa ha dicho que será mucho mejor que no vayas a verla hasta después de dar a luz, y yo estoy de acuerdo —afirmó.

—¡No! —grité—. Eso no es justo. He cumplido con todas las demás cosas que tú y papá habéis ordenado, y me he portado bien.

Emily entrecerró los ojos y apretó los labios tanto que las comisuras palidecieron. Se puso las manos sobre la cadera y se inclinó hacia mí, con los mechones de pelo cayendo a los lados de su delgado y duro rostro.

—No nos obligues a llevarte al ático y tener que encadenarte a la pared. Papá ha amenazado con hacerlo y lo hará.

—No —dije, negando con la cabeza—. Necesito ver a mamá. Tengo que verla. —Las lágrimas resbalaban por mis mejillas, pero Emily no cambió su odiosa expresión.

—Está decidido —dijo—. No hay más que hablar. Ahora tómate el desayuno antes de que se enfríe. Toma —dijo, tirando un paquete de papeles sobre mi cama—. Papá quiere que compruebes todas estas cifras con cuidado. —Se dio media vuelta y salió de la habitación cerrándola con llave.

Hubiera pensado que ya no me quedaban lágrimas después de haber llorado tanto en mi corta vida, pero estar separada de la única persona cariñosa con la que tenía contacto era demasiado. No me importaba que mamá me confundiera con mi verdadera madre. Seguía sonriéndome y hablándome suavemente. Todavía quería cogerme la mano y hablar de cosas bonitas, cosas agradables. Era la única nota de color que me quedaba en un mundo oscuro y monótono. Sentada a su lado, incluso mientras dormía, me tranquilizaba y me ayudaba a soportar aquel horrible cautiverio.

Me tomé el desayuno y lloré. Ahora el tiempo pasaría con mucha más lentitud. Cada minuto sería como una hora, cada hora como un día. No tenía ganas de leer ni una palabra más, tejer, o comprobar las cuentas de papá. Lo único que hice fue sentarme al lado de la ventana y contemplar el mundo exterior.

Qué fuerte había sido mi hermana Eugenia. Así es como ella vivió la mayor parte de su corta vida y, sin embargo, había conseguido mantener viva cierta felicidad y esperanza. Fueron mis recuerdos de ella y de la ilusión que le hacía todo lo que yo le contaba los que me ayudaron a pasar los siguientes días y semanas.

En la última semana del séptimo mes de mi embarazo engordé bastante. En algunos momentos me resultaba difícil respirar. Sentía las pataditas del niño. Cada mañana requería un mayor esfuerzo levantarse y moverse por mi pequeña habitación. Limpiar y pulir, incluso estar sentada durante largos ratos, me cansaba. Una tarde, después de recoger la bandeja de los platos de la comida, Emily me criticó por ser muy perezosa y por ponerme demasiado gorda.

—No es el bebé quien está pidiendo la comida extra; eres tú. Mírate la cara. Mírate los brazos.

—¿Y qué esperas? —le respondí—. Tú y papá no me dejáis salir. No se me permite hacer ningún tipo de ejercicio.

—Las cosas son así —declaró Emily, pero cuando se marchó decidí finalmente que no era así como tenían que ser las cosas. Estaba decidida a salir, aunque sólo fuera un rato.

Me dirigí a la puerta y estudié el cerrojo. A continuación cogí una lima y volví. Lentamente intenté apartar el cerrojo lo suficiente como para que cuando estirara la puerta ésta pasara sin problemas y se abriera. Tardé cerca de una hora, casi consiguiéndolo y fallando una docena de veces; pero no me rendí, hasta que finalmente, al estirar la puerta, ésta se abrió.

Durante unos instantes no sabía qué hacer con mi inminente libertad. Sólo supe quedarme allí parada en el umbral, mirando fuera, al pasillo. Antes de salir, miré primero a la derecha y después a la izquierda para asegurarme de que no había nadie merodeando por allí. Una vez fuera de mi habitación, sin la sombra de Emily acompañándome y obligándome a tomar una cierta dirección y sendero, me sentí mareada. Cada paso, cada rincón de la casa que veía, cada cuadro, cada ventana, me parecía algo nuevo y bonito. Fui directamente a la escalera, desde donde observé el recibidor y la entrada, que en los últimos meses se había limitado a ser un recuerdo.

La casa estaba silenciosa. El único sonido procedía del viejo reloj de pared. Entonces recordé que muchos de los sirvientes se habían marchado, incluida Tottie. ¿Estaba papá trabajando en el despacho? ¿Dónde estaba Emily? Temía que surgiera repentinamente de algún oscuro rincón. Durante un momento consideré regresar a mi habitación, pero el desafío y la ira fueron en aumento y me dieron el valor de continuar. Bajé cuidadosamente las escaleras, deteniéndome después de cada crujido de la madera para cerciorarme de que nadie había oído nada.

Al pie de la escalera me detuve de nuevo y esperé. Me pareció oír unos sonidos procedentes de la cocina, pero aparte de eso y el reloj, todo estaba tranquilo. Advertí que no salía luz del despacho de papá. La mayoría de las habitaciones de abajo estaban muy oscuras. Todavía de puntillas, me dirigí hasta la puerta principal.

Cuando mi mano tocó el pomo, experimenté algo así como una descarga eléctrica en todo mi cuerpo. En pocos segundos estaría fuera de la casa y a la luz del día. Sentiría el cálido sol de primavera sobre mi piel. Sabía que corría el riesgo de que me vieran así, embarazada, pero sin preocuparme para nada de mi propia vergüenza abrí la puerta lentamente. Hizo tanto ruido que estaba segura de que Emily y papá saldrían a mirar, pero no apareció nadie y salí fuera.

Qué maravillosa sensación la de estar al sol. Qué bien olían las flores. La hierba no había estado nunca tan verde, ni los magnolios tan blancos. Juré no dar nunca nada por sentado, por muy pequeño e insignificante que pareciera. Todo me parecía adorable: el sonido de la gravilla crujiendo bajo mis pies, el vuelo de las golondrinas, el ladrido de los perros, las sombras, el aroma de los animales y los campos abiertos con la alta hierba meciéndose al viento. Nada era más valioso que la libertad.

Caminé, disfrutando de todas y cada una de las cosas que veía. Afortunadamente no había nadie a la vista. Todos los trabajadores seguían en el campo y Charles seguramente estaría en el granero. No me di cuenta de lo mucho que me había alejado hasta que me di la vuelta y vi la casa. Pero no regresé; continué, siguiendo un viejo sendero por el que había correteado muchas veces de niña. Me condujo al bosque, donde disfruté de la fresca sombra y del acre aroma de los pinos. Los sinsontes y los arrendajos revoloteaban por todas partes. Parecían tan ilusionados como yo con mi entrada en su santuario.

Mientras continuaba por el fresco y sombreado sendero, los recuerdos de mi niñez fluían sin parar. Recordé haber venido al bosque con Henry para buscar una buena madera para tallar. Recordé haber perseguido una ardilla para verla almacenar las bellotas. Recordé la primera vez que había llevado a Eugenia a pasear y, claro está, recordé nuestra maravillosa salida al estanque mágico. Con ese recuerdo fui consciente de que había recorrido casi tres cuartas partes del camino que llevaba hasta la plantación de los Thompson. Este sendero en el bosque era un atajo que las gemelas Thompson, Niles, Emily y yo habíamos tomado a menudo.

Mi corazón empezó a latir. Seguro que Niles recorrió este sendero aquella fatídica noche en que vino a verme. Mientras continuaba, vi su rostro y su sonrisa, oí su voz y sus dulces carcajadas. Vi sus ojos jurándome amor y sentí sus labios rozar los míos. Se me cortó la respiración, pero continué, a pesar de la fatiga que sentía en las piernas. Soportaba más peso y me resultaba más difícil caminar a causa del tamaño de mi barriga, pero mi cuerpo no había hecho ejercicio en meses. Me dolían los tobillos y tuve que pararme a recuperar el resuello. En cualquier caso, había llegado al final del sendero del bosque y ahora contemplaba los campos de los Thompson.

Observé la casa de la plantación, sus graneros y el cobertizo donde se preparaban los ahumados. Vi sus carruajes y los tractores, pero cuando me volví a la derecha tuve palpitaciones y casi me desmayé. Aquí, en la parte trasera de uno de los campos del sur, estaba el cementerio de la familia. La lápida de Niles tan sólo distaba unos metros de mí. ¿Me había traído el Destino hasta aquí? ¿Me había atraído de alguna forma el espíritu de Niles? Dudé. No tenía miedo de nada sobrenatural; temía mis propias emociones, el torrente de lágrimas que surgía y luchaba en las paredes de mi corazón, amenazando con ahogarme en un renovado océano de tristeza.

Pero ya no podía volverme atrás, no podía regresar sin visitar la tumba de Niles. Lentamente, casi tropezando dos veces con la maleza, me abrí paso entre las tumbas de la familia hasta llegar a la de Niles. Aún conservaba buen aspecto. Alguien había colocado recientemente flores frescas. Contuve la respiración y levanté la mirada para leer la inscripción:

NILES RICHARD THOMPSON,

DESAPARECIDO PERO NO OLVIDADO

Miré fijamente las fechas y leí y releí su nombre. A continuación me acerqué lo bastante como para poner la mano sobre la piedra. Al haber estado expuesta al sol de la tarde, el granito estaba caliente. Cerré los ojos y recordé su cálida mejilla contra la mía, su atenta mano sosteniendo la mía.

—Oh, Niles —gemí—. Perdóname. Perdóname por haber sido también una maldición para ti. Si no hubieras venido a mi habitación… si nunca nos hubiéramos mirado con afecto… si hubiera dejado tu corazón en paz… perdóname por haberte amado, querido Niles. Te añoro mucho más de lo que jamás puedas imaginar.

Las lágrimas que me inundaban las mejillas cayeron sobre su tumba. Mi cuerpo tembló y mis débiles piernas cedieron, haciéndome caer de hinojos. Allí permanecí, los sollozos cada vez más fuertes y profundos, hasta que la falta de resuello me aterrorizó. Necesitaba oxígeno; podía morir aquí, y mi bebé moriría aquí también. El pánico se apoderó de mí. Extendí el brazo y así la lápida de la tumba de Niles poniéndome de pie con dificultad. Me tambaleé insegura durante un momento antes de recuperar el equilibrio. Entonces, con las lágrimas inundándome las mejillas, me di media vuelta y me apresuré hacia el sendero del bosque.

Había cometido un terrible error. Me había alejado demasiado. El temor y la ansiedad se apoderaron de mis piernas, convirtiendo cada paso en un sufrimiento. Mi barriga se hizo doblemente pesada y mi respiración era cada vez más entrecortada. La espalda me oprimía mucho más a cada paso. La cabeza me empezó a dar vueltas. De pronto se me enganchó el pie bajo la raíz de un árbol y caí hacia adelante, chillando al cogerme a un arbusto que me arañó los brazos y el cuello. Caí al suelo dando un golpe, y la colisión me produjo oleadas de dolor por todo mi cuerpo: desde los hombros al pecho y el estómago. Allí permanecí unos minutos, sosteniéndome la barriga, esperando que el dolor cesara.

El bosque permanecía en silencio. Los pájaros también estaban asustados. Lo que se había iniciado como algo agradable y maravilloso se había convertido en una sombría y temible aventura. Las mismas sombras que antes me habían parecido frescas y bondadosas se perfilaban ahora oscuras y siniestras, y el sendero que me había atraído con sus promesas de diversión se había convertido en un terrible paseo lleno de peligros y amenazas.

Me incorporé, gimiendo suavemente. La mera idea de volver a ponerme en pie me pareció una tarea sobrehumana. Respiré profundamente dos veces y me puse de pie, levantándome como una mujer de noventa años. En el momento en que lo hice tuve que cerrar los ojos porque el bosque empezó a dar vueltas. Esperé, respirando de forma entrecortada y colocando la mano derecha sobre mi corazón para asegurarme de que no se me saliera del cuerpo a fuerza de latidos. Finalmente, mi respiración y mi pulso se fueron serenando y yo abrí los ojos.

El sol se había puesto con mayor rapidez de lo esperado. Las sombras eran mas profundas; el bosque más frío.

Volví a recuperar el sendero, intentando moverme con premura, y, a la vez, evitar otra desagradable caída. Los efectos de la primera no me habían abandonado todavía. Mi estómago continuó doliéndome de forma punzante, el dolor era continuo y descendía cada vez más, hasta que llegué a sentir pinchazos en la ingle y cada paso se convirtió en algo verdaderamente difícil.

Tenía la sensación de que hacía horas que caminaba, pero reconocí los alrededores y el paisaje y supe que estaba tan sólo a medio camino. Una vez más el terror se apoderó de mí, y con él vinieron unas fuertes palpitaciones que me paralizaron la respiración. Tuve que detenerme y agarrarme a un árbol joven y esperar que fuera desapareciendo el ataque de ansiedad. Fue mejorando, pero no desapareció. Sabía que tenía que continuar lo más rápidamente posible, ya que algo extraño y nuevo estaba ocurriendo en mi interior. Había movimiento en lugares en los que nunca había sentido nada. El problema con cada paso que daba era que el dolor iba en aumento y se producía mayor movimiento en el interior de mi cuerpo.

«Oh no —pensé—. No voy a conseguir regresar; no lo voy a conseguir». Empecé a gritar, pequeños y suaves gritos al principio, pero que fueron en aumento y se hicieron más desesperados a medida que experimentaba más y más dolor. También mis piernas se estaban rebelando. No querían seguir adelante y la espalda… era como si alguien me clavara clavos a medida que caminaba. Al cabo de un rato me di cuenta de que sólo había recorrido unos pocos metros. Volví a gritar y esta vez el esfuerzo hizo que me diera vueltas el cerebro y que me dolieran los ojos. Jadeé y volví a hundirme en el suelo del bosque. Después de aquello la oscuridad se apoderó de mí.

Al principio, cuando recuperé el conocimiento, pensé que estaba en mi habitación, soñando en la cama, pero la sensación de tener pequeñas hormigas y otros insectos subiéndome por las piernas y por dentro de la falda confirmó rápidamente mi situación. Me limpié, y, cuando lo hice, sentí un líquido cálido que me bajaba por las piernas.

Entre los árboles se filtraba la luz suficiente como para ver que era sangre.

Este nuevo incidente me dejó petrificada. Los dientes me empezaron a castañetear. Me giré y me incorporé hasta quedar sentada. A continuación me ayudé con el árbol que tenía a mi lado para ponerme en pie. Sin ser consciente ya del dolor, demasiado paralizada para darme cuenta de si me arañaban los arbustos y las ramas, seguí adelante, moviéndome pesadamente pero sin detenerme. En cuanto vi la plantación emití otro grito, esta vez llamando con todas mis fuerzas. Afortunadamente, en ese preciso instante, Charles regresaba al granero con unas herramientas y me oyó.

Supongo que debió quedarse atónito: una jovencita embarazada saliendo del bosque, totalmente despeinada, con la cara cubierta de lágrimas y barro. Se quedó simplemente mirándome. Yo no tenía fuerzas suficientes para volver a gritar. Levanté la mano e hice un gesto. En aquel momento mis rodillas cedieron y yo caí al suelo con estrépito. Así me quedé durante un buen rato, demasiado agotada para moverme. En vez de intentarlo, cerré los ojos.

«Ya no me importa —pensé—. No me importa nada. Que acabe todo aquí. Será mejor para los dos, para el bebé y para mí. Que acabe todo aquí». Mi oración retumbó por el largo y hueco pasillo de mi obnubilada mente. Ni siquiera oía los que se acercaban; no oí a papá gritar; ni tan siquiera sentí nada cuando me levantaron. Mantuve los ojos cerrados y me acomodé en mi propio y cómodo mundo, alejada del dolor, el odio y los problemas.

Días después, Vera me dijo que Charles le había contado que mantuve una sonrisa fija en la cara durante todo el trayecto de regreso a casa.