11

ENFERMERA DE PAPÁ

Después de cenar aquella noche, le leí el periódico a papá. El estaba sentado fumando un puro y sorbiendo su bourbon mientras yo leía, y de vez en cuando hacía algún comentario acerca de esto o lo otro, maldiciendo a un senador o gobernador, quejándose de otro país u otro estado. Odiaba Wall Street, y en un determinado momento, empezó a gritar y a chillar acerca del poder de un pequeño grupo de hombres de negocios del norte que estaban ahogando al país y muy especialmente a los granjeros. Cuanto más se enfadaba, más bourbon bebía.

Cuando se cansó de las noticias, afirmó que ya era hora de que le diera el baño. Yo llené una palangana grande con agua caliente, fui a buscar el jabón y la esponja y regresé. El ya había conseguido quitarse la camisola.

—De acuerdo, Lillian —me avisó—. Procura no mojar las sábanas.

—Sí, papá. —No estaba segura de cómo o dónde empezar. Él se recostó en la almohada, puso los brazos a los lados y cerró los ojos. Las mantas le cubrían hasta la cintura. Yo empecé por los brazos y hombros.

—Puedes frotar con más fuerza, Lillian. No estoy hecho de porcelana —dijo.

—Sí, papá. —Le lavé los hombros y el pecho, pasando la esponja y aclarando en pequeños círculos. Cuando llegué al estómago, papá se bajó un poco más las mantas.

—Tendrás que quitármelas, Lillian. Resulta demasiado difícil para mí.

—Sí, papá —dije. Tanto me temblaban las manos que hasta temblaron las mantas. En aquel momento deseaba que papá hubiera contratado los servicios de una enfermera profesional. Lavé alrededor de la escayola, intentando mantener los ojos fijos en la pierna. Sentí el calor de mi rostro y sabía que estaba roja como un tomate a causa de la vergüenza. Cuando le miré, vi que papá tenía los ojos abiertos como platos y que me escudriñaba.

—¿Sabes? —dijo—, es cierto que te pareces mucho a tu verdadera madre. Ella era una mujer muy guapa. Cuando yo salía con Georgia, solía bromear con Violet y le decía: «Me olvidaré de Georgia y te esperaré, Violet». Ella era muy tímida y se sonrojaba y escondía la cara detrás de un libro o se marchaba corriendo.

Apuró la copa de whisky de un trago y asintió a sus recuerdos.

—Una chica muy guapa, una chica muy guapa —murmuró, y a continuación fijó la mirada sobre mí. Hizo que mi corazón dejara casi de latir y bajé la vista mirando la palangana al tiempo, que aclaraba la esponja.

—Iré a buscar una toalla y te secaré, papá —dije.

—Todavía no has terminado, Lillian —dijo—. Tienes que lavarme todo el cuerpo. Un hombre tiene que estar limpio por todas partes —dijo. Mi corazón latía con mucha fuerza.

Sólo una zona había quedado sin lavar.

—Vamos, Lillian —dijo—. Vamos —afirmó en un tono más exigente cuando yo dudé. Llevé la esponja a sus partes más íntimas y la pasé rápidamente. Él cerró los ojos y un suave gemido escapó de sus labios. Cuando percibí el movimiento, retrocedí, pero él cogió mi muñeca y la sostuvo con firmeza, apretando con tanta fuerza que yo hice una mueca de dolor.

»¿Hasta dónde llegaste con ese chico, Lillian? ¿Estuviste a punto de perder la inocencia? ¿Es eso lo que te recuerda esto? Dime —dijo, agitándome el brazo.

Las lágrimas me quemaban los párpados.

—No, papá. Por favor, suéltame. Me estás haciendo daño.

Me soltó el brazo, pero asintió con mirada reprobatoria.

—Tu madre no ha cumplido su deber contigo. No sabes qué esperar, lo que tienes que saber antes de salir al mundo. No es responsabilidad de un hombre tener que enseñártelo, pero tal como está Georgia seré yo quien se haga cargo. Sólo te pido que nadie se entere de lo que ocurra entre nosotros, Lillian. Es algo privado, ¿me entiendes?

¿Qué quería decir con «enseñarme»? ¿Enseñarme qué y cómo? Tanto estaba temblando que las rodillas chocaban la una contra la otra, pero vi que esperaba una respuesta, de modo que asentí rápidamente.

—De acuerdo —dijo papá, soltándome—. Ve a buscar la toalla.

Me apresuré al cuarto de baño y volví con la toalla. Papá se había servido otra copa de whisky y lo estaba sorbiendo cuando le pasé la toalla por los hombros. Sentí el movimiento de sus ojos cada vez que me giraba o movía. Le sequé con la mayor rapidez posible, pero cuando llegué a las piernas, intenté no mirar mientras trabajaba.

Repentinamente él se echó a reír de forma extraña.

—¿Te asusta, verdad? —dijo, y volvió a reírse. Temí que el whisky hiciera aflorar el demonio que llevaba dentro.

—No, papá.

—Claro que sí —dijo—. Un hombre maduro asusta a una jovencita. —A continuación se puso serio, me cogió la muñeca y me acercó tanto a él que sentí su apestoso aliento sobre mi rostro—. Cuando un hombre está excitado, Lillian, se le pone más grande, pero a una mujer madura eso le gusta y no se asusta en absoluto. Ya verás; lo entenderás —predijo—. De acuerdo, ya es suficiente —añadió rápidamente—. Termina lo que estabas haciendo.

Acabé de secarle los pies, y a continuación doblé la toalla y le ayudé a ponerse la camisola. Después de abrigarle bien llevé la palangana, esponja y toalla al cuarto de baño. Mi corazón seguía latiendo con fuerza. Tenía unas ganas terribles de salir de la habitación. Papá se estaba comportando de forma ciertamente extraña. Sus ojos repasaban mi cuerpo como si yo fuera la que estaba desnuda y no él. Pero cuando regresé del cuarto de baño, había vuelto a la normalidad y me pidió que le leyera la Biblia.

—Lee hasta que me duerma, y prepárate después la cama ahí —dijo, señalando el sofá—. Ponte el camisón y duerme un poco.

—Sí, papá.

Me senté a su lado y empecé a leer las primeras páginas del Libro de Job. Mientras leía vi que los párpados de papá le pesaban cada vez más, hasta que no pudo mantener los ojos abiertos y se durmió. Cuando empezó a roncar, cerré suavemente la Biblia y fui a mi habitación en busca de un camisón.

Ahora toda la casa estaba en silencio, tranquila y oscura. Me pregunté qué estaría haciendo mamá y deseé que estuviera bien para poder cuidar de papá. Puse la oreja junto a su puerta, pero no oí nada. De vuelta a la habitación de papá vi a Emily de pie en su puerta, mirándome.

—¿Dónde vas con el camisón? —exigió saber.

—Papá quiere que duerma en el sofá, en su cuarto, por si necesita algo durante la noche —le expliqué.

Ella no respondió. En vez de eso, cerró la puerta.

Volví a entrar en el cuarto de papá. Él seguía dormido, de modo que hice el menor ruido posible. Me puse el camisón, hice la cama, susurré mis oraciones y me dormí. Horas después, papá me despertó.

—Lillian —dijo—. Ven aquí. Tengo frío.

—¿Frío, papá? —A mí no me parecía que hiciera frío—. ¿Quieres otra manta?

—No —dijo—. Métete en la cama, a mi lado. Lo único que necesito es el calor de tu cuerpo.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir, papá?

—No es tan extraño, Lillian. Mi abuelo solía utilizar a las jóvenes esclavas para estar caliente. Las llamaba sus calientacamas. Vamos —insistió, levantando la manta—. Ponte a mi lado.

Dudando, con el corazón casi desbocado, me senté en la cama, a su lado.

—Date prisa —exclamó—. Se está escapando el poco calor que hay debajo de esta manta.

Extendí las piernas y, dándole la espalda, me metí debajo de la manta. Inmediatamente, papá me acercó a él. Durante unos momentos estuvimos así, yo con los ojos abiertos como platos, él respirándome pesadamente en el cuello. Percibí el olor a whisky rancio en su aliento y se me revolvió el estómago.

—Tendría que haber esperado a Violet —susurró—. Ella era mucho más bella que Georgia y, con un hombre como yo, no se hubiera metido en líos. Tu verdadero padre era demasiado blando, demasiado joven y demasiado débil —murmuró.

Yo no me moví; no dije ni una palabra. De pronto sentí la mano de papá bajo mi camisón, posándose en mi cadera. Sus gruesos dedos presionaron suavemente mi pierna y empezó a ascender, llevándose a la vez el camisón.

—Tengo que mantenerme caliente —murmuró papá en mi oreja—. Estate quieta. Buena chica, buena chica.

Aterrorizada, con mi corazón latiendo descompasadamente, me tapé la boca con la mano y reprimí un grito cuando la mano de papá llegó a mi pecho. Lo cogió ansiosamente y con la otra mano me subió el camisón por encima de la cintura. Sentí sus rodillas presionar contra las mías y entonces su dureza me llegó y se abrió paso. Intenté apartarme, pero su brazo se tensó alrededor de mi cuerpo acercándome más y más a él.

—Caliente —repitió—. Tengo que estar calentito, eso es todo.

Pero eso no era todo. Cerré los ojos con fuerza y me dije a mí misma que eso no estaba ocurriendo. No sentía lo que estaba sintiendo entre las piernas; no era verdad que me estuvieran separando las piernas a la fuerza, y no sentí a papá hundirse en mí. Él gimió y me mordió el cuello con la suavidad suficiente como para no hacerme sangre. Yo contuve la respiración e intenté separarme, pero papá apoyó su pesado cuerpo, escayola y todo, sobre mí, hundiéndome en el colchón. Gruñó y presionó.

Mis sollozos eran débiles y mi lágrimas empapaban la almohada y las sábanas. A mí me pareció que pasaban horas y horas, cuando en realidad sólo transcurrieron unos minutos. Cuando acabó, papá no me soltó y no se apartó. Siguió aferrado a mí, su cabeza contra la mía.

—Ahora estoy calentito —murmuró. Yo esperé y esperé, temiendo moverme, sin atreverme a quejarme. Poco después, le oí roncar y yo inicié un lento viaje para liberarme de sus brazos y salir de debajo suyo. Debí tardar horas, porque tenía miedo a despertarle, pero al fin pude salir. Él gruñó e inmediatamente volvió a roncar.

Me quedé allí, en la oscuridad, temblando, tragándome los sollozos que me subían uno tras otro de la base de la garganta. Temiendo no poder mantener el silencio y despertar a papá, salí de puntillas de la habitación al mal iluminado pasillo. Respiré profundamente y cerré con suavidad la puerta detrás mío. A continuación giré a la derecha, pensando en ir a ver a mamá. Pero dudé. ¿Qué podía contarle y qué haría ella? ¿Lo entendería? Aquello fácilmente podría irritar a papá. No, no podía ir a ver a mamá. Podía ir a hablar con Vera y Charles, pero tenía demasiada vergüenza. Ni siquiera se lo podía contar a Tottie.

Di vueltas y vueltas, confusa, mientras el corazón me latía con fuerza, y entonces fui corriendo a la habitación donde se guardaban todas las viejas fotografías y objetos. Rápidamente encontré la foto de mi verdadera madre y, abrazándola, me incliné de cuclillas. Allí lloré y lloré hasta que oí los pasos de Emily y pude distinguir un hilillo de luz procedente de la vela. Al instante apareció allí, en el umbral de la puerta.

Levantó la vela para iluminarme.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué tienes en la mano?

Me mordí el labio y sollocé. Quería contarle lo que había ocurrido; quería decírselo a gritos.

—¿Qué es? —quiso saber—. ¿Qué tienes en la mano? Deja que lo vea ahora mismo.

Lentamente, le enseñé el retrato de mi verdadera madre. Emily pareció sorprenderse durante unos instantes y me miró más fijamente.

—Ponte de pie —ordenó—. Vamos. Ponte de pie.

Hice lo que me ordenaba.

Emily se acercó más, levantando la vela y caminando a mi alrededor.

—Mírate —dijo de pronto—. Tienes la menstruación y no te has preparado. Qué vergüenza. ¿No tienes ni un gramo de autoestima?

—No tengo la menstruación.

—Tienes el camisón manchado —respondió.

Contuve la respiración. Este era el momento de decírselo, pero las palabras se me habían atragantado.

—Ponte un camisón limpio inmediatamente y una compresa —ordenó—. Juro —dijo, moviendo la cabeza— que a veces pienso que no sólo eres moralmente retrasada, sino también retrasada mental.

—Emily —empecé a decir. Estaba tan desesperada, tenía que contárselo a alguien, aunque fuera ella—. Emily, yo…

—No permaneceré ni un minuto más aquí en la oscuridad contigo. Guarda esa foto —dijo— y vete a dormir. Tienes mucho que hacer por papá —añadió. Se dio media vuelta y me dejó en la oscuridad.

Me aterrorizaba la idea de volver al cuarto de papá, pero tenía miedo de hacer otra cosa diferente. Tras cambiarme el camisón, regresé, dudando en el umbral de la puerta para asegurarme de que seguía durmiendo. Después me metí rápidamente en la cama y me cubrí con las mantas, colocándome en posición fetal. Allí me quedé dormida, llorando.

Lo que me había hecho papá me hizo sentir sucia, me hizo sentir como si una mancha se extendiera por todo mi cuerpo hasta llegar a mi corazón. Ni veinte, ni cien, ni mil baños me quitarían esta suciedad. Mi alma estaba mancillada y sucia. Por la mañana, cuando Emily me viera a la luz del día, sabría que me habían deshonrado. Llevaría este estigma en el rostro para siempre.

Con toda seguridad, me dije a mí misma, se trataba simplemente de un castigo más. No tenía derecho a quejarme. Las cosas horribles que ahora me pasaban, me pasaban por algo. En cualquier caso ¿a quién podría quejarme? La gente a la que amaba o que me quería había desaparecido o estaba enferma. Lo único que me quedaba era rezar y pedir perdón.

De alguna manera, pensé, había impulsado a papá a emprender una mala acción. Ahora algo terrible le ocurriría a él, y, una vez más, mía sería la culpa.

Papá fue el primero en despertarse por la mañana. Gruñó y a continuación me gritó para que me despertara.

—Dame la cuña —me ordenó. Salté de la cama y se la entregué. Mientras se aliviaba, yo me puse rápidamente la bata y las zapatillas. Una vez hubo terminado cogí la cuña y la vacié en el cuarto de baño. Apenas hice eso empezó a pedirme el desayuno a gritos.

—Café caliente y huevos ahora mismo. Estoy muerto de hambre. —Aplaudió y sonrió. ¿Se habría olvidado de lo que había hecho la noche anterior?, me pregunté. No había ni el menor asomo de remordimiento ni culpabilidad en su rostro.

—Sí, papá—dije, evitando mirarle y dirigiéndome a la puerta.

—Lillian —me llamó. Yo me volví, pero mantuve la mirada baja. A pesar de que había sido él quien me había forzado, era yo la que sentía vergüenza—. Mírame a la cara cuando te hable —ordenó. Levanté la cabeza lentamente—. Así está mejor. Vamos —dijo—, me estás cuidando muy bien. Estoy seguro de que me pondré muy bien enseguida gracias a ti. Y cuando alguien hace una buena obra, como la estás haciendo tú, compensa algunas de las cosas malas que ha hecho. El Señor es misericordioso. Recuérdalo —dijo.

Yo me tragué el deseo de llorar y reprimí el gemido que me ascendía por la garganta. ¿Y qué me dices de anoche?, quería gritar. ¿También lo perdonará el Señor?

—¿Lo recordarás? —preguntó. Sonaba más a amenaza que a pregunta.

—Lo recordaré, papá.

—Bien —dijo—. Bien. —Asintió y yo me dirigí apresuradamente a la cocina en busca de su desayuno. Emily estaba ya levantada y esperaba en la mesa. Yo estaba segura de que, en cuanto me viera, enseguida se daría cuenta de lo ocurrido y recordé la forma en que me había encontrado la noche anterior, pero no me miró de forma distinta a otras mañanas. Su rostro reflejaba el mismo odio, el mismo asco.

—Buenos días, Emily —dije mientras me dirigía a la cocina—. Tengo que llevarle el desayuno a papá.

—Un momento —espetó. Yo dudé, pero intenté no mirarla directamente a la cara.

—¿Hiciste anoche lo que debías para mantenerte limpia?

—Sí, Emily.

—Deberías saber cuándo va a venirte la menstruación para que no te coja de sorpresa. Lo único que tienes que hacer es recordar por qué lo tienes; es una forma de recordarnos siempre el pecado de Eva en el Paraíso.

—Lo recordaré, Emily.

—¿Por qué te has levantado tan tarde? ¿Por qué no has venido a mi habitación esta mañana a vaciar el orinal? —preguntó rápidamente.

—Lo siento, Emily, pero… —Levanté la vista. Quizá, si le explicaba cómo había ocurrido—, pero papá tenía frío anoche y…

—Todo eso no importa —se apresuró a decir—. Te dije… tienes que mantener tu penitencia, además de cuidar de las necesidades de papá. ¿Lo entiendes?

—Sí, Emily.

—Humm —dijo. Apretó los labios y entrecerró los ojos a modo de sospecha. Decidí que si me preguntaba por qué había ido a ver la fotografía de mi verdadera madre, se lo contaría. Se lo escupiría. Pero no me lo preguntó porque de hecho no le importaba qué hacía en aquella habitación sollozando.

»De acuerdo —dijo tras unos segundos—. Cuando hayas acabado con papá, ve a mi habitación y vacía el orinal.

—Sí, Emily. —Suspiré y continué hacia la cocina, donde encontré a Vera preparándole un poco de té a mamá.

—Fui a verla esta mañana —me explicó Vera—. Dijo que le dolía el estómago y que no quería tomar otra cosa.

—¿Está enferma mamá?

—Seguramente debió estar comiendo esos dulces toda la noche —dijo Vera—. Te juro que no sabe cuántos ha comido. ¿Cómo está el Capitán esta mañana?

—Tiene hambre —contesté y le dije lo que papá quería. Vera se me quedó mirando.

—¿Te encuentras bien, Lillian? —preguntó suavemente—. Estás muy pálida y pareces cansada. —Yo aparté rápidamente la mirada.

—Estoy bien, Vera —contesté y me mordí el labio inferior para reprimir el llanto que luchaba por salir. Vera se mantuvo escéptica pero preparó rápidamente el desayuno de papá. Cogí la bandeja y me marché. Quería pararme en el camino y ver a mamá antes de darle el desayuno a papá, pero Emily me siguió y me prohibió la visita.

—Se le enfriará la comida y se enfadará —me avisó—. Puedes visitar a mamá más tarde. Estoy segura de que no tiene nada. Ya sabes cómo es.

Papá pareció desilusionarse cuando vio a Emily entrar en la habitación detrás mío. Coloqué la bandeja sobre la mesilla y a continuación, antes de que pudiera empezar, Emily inició las oraciones matinales.

—Que sean cortas esta mañana, Emily —dijo. Ella me miro enfadada, como si me culpara por el comportamiento de papá.

Abrevió la lectura.

—Amén —dijo papá, en cuanto hubo terminado. Se lanzó sobre los huevos. Emily le observó mientras comía durante unos minutos antes de volverse hacia mí.

—Vístete —me ordenó— y baja a desayunar rápidamente. Todavía tienes que cumplir con las tareas matinales en mi habitación y decir tus oraciones.

—Y cuando termines sube corriendo —añadió papá—. Hay unas cartas que tienes que escribir y algunos pedidos que rellenar.

—Mamá no se encuentra muy bien hoy, papá —dije—. Me lo ha dicho Vera.

—Vera la cuidará —dijo—. No pierdas el tiempo con sus tonterías.

—Iré a verla y me encargaré de que diga una oración —nos aseguró Emily.

—Bien —dijo papá. De un trago se acabó el café y posó sus ojos sobre mí. Yo aparté la mirada y a continuación salí de la habitación para vaciar el orinal de Emily. Seguidamente me vestí y bajé a desayunar con ella. No obstante, antes de aquello, entré a escondidas en la habitación de mamá.

Bajo el edredón, sola en su enorme cama de oscuros postes de roble y de amplio cabezal, y con la cabeza reposando suavemente en medio de la gran almohada, mamá parecía una niña pequeña y frágil. Su rostro estaba más pálido que una perla sin brillo y el cabello despeinado le enmarcaba la cabeza. Tenía los ojos cerrados, pero se abrieron por completo al acercarme. Una suave sonrisa se dibujó en sus labios y la mirada se le llenó de ilusión al verme.

—Buenos días, cariño —dijo.

—Buenos días, mamá. Me han dicho que no te encontrabas muy bien esta mañana.

—Oh, no es más que un estúpido dolor de barriga. Ya casi ha desaparecido —dijo, y me extendió la mano.

Yo cogí la suya ansiosamente. Tenía unas ganas enormes de contarle lo que me había ocurrido. Quería hundir mi cabeza en su regazo, dejar que me abrazara, me cuidara y me dijera que no debía odiarme a mí misma. Necesitaba que me reconfortara y me prometiera que nada malo ocurriría. Necesitaba el amor de una madre, una unión con algo cálido y tierno. Deseaba inhalar el aroma a lavanda y sentir la suavidad de su cabello. Ansiaba sus tiernos besos y la paz que se apoderaba de mí cuando me sentía segura entre sus brazos.

Quería volver a ser una niña pequeña; quería tener aquella edad antes de que cayeran sobre mí todas las terribles verdades, cuando aún era joven para creer en la magia, cuando me sentaba en el regazo de mamá o a su lado, con la cabeza en el regazo y escuchaba su delicada voz mientras tejía alguna de aquellas historias de hadas que nos leía a Eugenia y a mí. ¿Por qué teníamos que hacernos mayores y entrar en un mundo lleno de mentiras y crueldad? ¿Por qué no podíamos quedarnos congelados en los buenos tiempos siendo prisioneros de la felicidad?

—¿Cómo está Eugenia esta mañana? —preguntó, sin darme tiempo a contarle nada desagradable.

—Está bien, mamá—dije, reprimiéndome un sollozo.

—Bien, bien. Intentaré ir a verla más tarde. ¿Hace un día soleado? —preguntó—. Lo parece —dijo, mirando hacia los ventanales.

Entonces me di cuenta de que ni yo había mirado por la ventana aquella mañana. Vera había descorrido las cortinas de mamá, pero yo vi un cielo cubierto de oscuras nubes y no el cielo azul que mamá creía ver.

—Sí, mamá —dije—. Hace un día espléndido.

—Bien. Quizá salga a pasear. ¿Te gustaría venir conmigo?

—Sí, mamá.

—Pásate después de comer y saldremos. Pasearemos por los campos y cogeremos flores. Necesito flores frescas en mi habitación. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, mamá.

Me dio unos golpecitos en la mano y cerró los ojos. Poco después, sonrió, pero mantuvo los ojos cerrados.

—Todavía tengo un poco de sueño, Violet —dijo—. Dile a mamá que quiero dormir un poco más.

»Santo Dios —pensé—, ¿qué le está ocurriendo? ¿Por qué sigue pasando de un mundo al otro y por qué no hace nadie nada para ayudarla?»

—Mamá, soy Lillian. Soy Lillian, no Violet —insistí, pero ella no parecía oírme ni tampoco parecía importarle.

—Estoy tan cansada —murmuró—. Anoche me pasé demasiado tiempo contando estrellas.

Me quedé allí unos minutos más, sosteniéndole la mano y observándola hasta que su respiración se hizo suave y regular. Me di cuenta de que volvía a estar dormida. Le solté la mano y me volví lentamente con la sensación de moverme a la deriva, como un globo al viento. Tan sólo esperaba que me azuzaran de un lado a otro los fuertes vientos que me aguardaban, y en mi estela la cuerda que había soltado la mano de un niño.

Durante los próximos días empecé a preguntarme si el demonio había poseído a papá, obligándole a hacer lo que me había hecho. Papá no habló en absoluto del incidente, ni tampoco dijo nada que me hiciera sentir incómoda ni avergonzada. En vez de ello, me halagaba continuamente día tras día, especialmente en presencia de Emily.

—Lillian vale más que un capataz —afirmó—. Hace los cálculos en un abrir y cerrar de ojos y es un lince detectando errores. Incluso descubrió que estaba pagando de más por el pienso, ¿verdad, Lillian? La gente siempre intenta robarte un dólar y lo consigue si uno no está atento. Has hecho un buen trabajo, Lillian. Un magnífico trabajo —dijo.

Los ojos de Emily se entrecerraron y apretó los labios, pero se vio obligada a asentir y a decirme que ya iba por el buen camino.

—No vayas a perderte ahora —me avisó.

Al final de la semana el médico vino a ver a papá y le dijo que tendría que conseguir una silla de ruedas y unas muletas y salir de la habitación.

—Necesitas un poco de aire fresco, Jed —afirmó—. Tienes la pierna rota, pero el resto de tu cuerpo necesita algo de ejercicio. Eso es lo que opino —añadió el doctor, mirándome—; estas bonitas mujeres te están acostumbrando mal al darte todo lo que pides.

—¿Y qué? —contestó papá—. Uno se pasa la vida trabajando como un burro por la familia. No supone gran cosa que ellos te cuiden a ti de vez en cuando.

—Claro —dijo el médico.

Fue Emily quien sugirió que sacáramos la vieja silla de ruedas de Eugenia para que papá pudiera usarla. Charles la subió, después de engrasarla y limpiarla, hasta que llegó a parecer nueva. Aquella tarde trajeron las muletas de papá y él se levantó de la cama por primera vez desde el accidente. Pero cuando Emily sugirió que se trasladara abajo, a la antigua habitación de Eugenia, papá se acobardó.

—Me encuentro perfectamente aquí arriba —dijo—. Cuando tenga ganas de bajar ya lo resolveremos.

La idea de estar en la habitación de Eugenia y de dormir en su cama parecía aterrorizarle. En vez de bajar, me ordenó que yo le paseara por allí arriba. Le llevé a ver a mamá y después él decidió regalarme una visita comentada de la planta superior, describiendo las habitaciones, contándome quién había vivido en ellas y dónde había jugado de pequeño.

Salir de la habitación animó y estimuló su apetito. Aquella tarde le ayudé a afeitarse y a ponerse una de sus camisas más bonitas. Tuve que cortar la pierna de uno de sus pantalones para que pudiera ponérselo por encima de la escayola. Hizo prácticas con las muletas y fue a su mesa a trabajar. Yo abrigué la esperanza de que todo esto significara que mis días y noches de enfermera tocaran a su fin, pero papá no me ordenó dormir en mi habitación.

—Puedo moverme, Lillian —dijo—, pero todavía necesito que me ayudes durante un poco más de tiempo. ¿Estás dispuesta, verdad? —preguntó. Yo asentí rápidamente y me concentré en mis tareas para que no viera la desilusión dibujada en mi rostro.

Papá empezó a recibir a algunos de sus amigos y una noche, unos días después, celebró una partida de cartas en su habitación. Yo les traje unos refrescos y me marché, esperando abajo. Antes de que todos los hombres se marcharan, me había quedado dormida en el sofá de cuero en el despacho de papá. Les oí reír al bajar las escaleras y me apresuré a ver qué quería papá antes de irse a dormir. Le encontré de muy mal humor. Había bebido mucho y, aparentemente, también había perdido mucho dinero.

—Tengo una mala racha —murmuró—. Ayúdame a quitarme esto —gritó unos segundos después y empezó a despojarse de la camisa. Yo corrí hacia él y le ayudé a desvestirse, estirándole la bota y los calcetines y después los pantalones. No es que me ayudara mucho, moviéndose de un lado a otro y maldiciendo su mala suerte. No hacía más que coger el vaso de bourbon y, cuando se acababa, exigía que lo volviera a llenar.

—Pero es tarde, papá —dije—. ¿No quieres irte a dormir ahora?

—Tú sírveme el whisky y no me des la lata —espetó. Me apresuré a hacer lo que me decía y a continuación le doblé la ropa.

Recogí las cosas que habían dejado los amigos de papá e intenté airear la habitación. Había tanto humo de puro que olían hasta las paredes, pero a papá no pareció importarle. Se quedó dormido bebiendo, hablando de sus errores al jugar a cartas.

Agotada, yo también me fui por fin a la cama. Horas después, desperté de sopetón al oírle caer al suelo. Por lo que pude ver, se había olvidado de la pierna rota y, en estado de embriaguez, había intentado levantarse para ir al lavabo. Yo me levanté rápidamente y corrí en su ayuda, pero me era imposible levantarle. Era un peso muerto y no hacía nada para ayudarme en mis esfuerzos.

—Papá —le rogué—. Estás en el suelo. Intenta subir a la cama.

—Qué… qué —dijo, haciéndome caer a mí en un intento de levantarse.

—Papá —le rogué, pero él me mantuvo encima suyo, con mi cuerpo retorcido tan incómodamente que no podía moverme ni liberarme. Pensé en llamar a gritos a Emily, pero temí lo que pudiera decir si me veía entre los brazos de papá. En vez de eso, le rogué que me soltara. El murmuró y gruñó y finalmente se movió, pudiendo liberarme. Una vez más, intenté que se ayudara a sí mismo. Esta vez se agarró al poste de la cama y se empujó lo suficiente para que la parte superior del cuerpo quedara en la cama. Yo le levanté y empujé hasta que estuvo de nuevo encima. Agotada, me quedé allí, jadeando.

Pero de pronto papá se echo a reír y extendió la mano para cogerme la muñeca. Me estiró.

—Papá, no —grité—. Suéltame, por favor.

—Calientacamas —murmuró. Me cogió el camisón y lo subió de un golpe mientras me colocaba debajo suyo. Inmovilizada por su peso, lo único que podía hacer era intentar zafarme deslizándome, pero mis movimientos le complacieron y le excitaron aún más. Se reía y murmuraba nombres que yo no había oído nunca, aparentemente confundiéndome con mujeres que había conocido en sus viajes de negocios. Yo empecé a gritar, pero él colocó su gran mano sobre mi boca.

—Calla —dijo—. O despertarás a toda la casa.

—Papá, por favor, no me lo vuelvas a hacer. Por favor —le rogué.

—Tienes que aprender —dijo—. Tienes que saber lo que pasa. Yo te enseñaré… yo te enseñaré. Mejor que sea yo que un desconocido, algún sucio desconocido. Sí, sí, deja que te enseñe…

A los pocos minutos estaba dentro de mí. Yo aparté la cara mientras él jadeaba y movía su cuerpo encima mío. Intenté cerrar los ojos y fingir que estaba en otro lugar, pero su apestoso aliento invadió mis pensamientos y sus labios se movieron rápidamente por encima de mi cabello y frente, chupando, lamiendo, besando. Sentí la ardiente explosión en mi interior y sentí la flaccidez de su cuerpo. Gimió y, lentamente, se dio la vuelta.

—Mala suerte —dijo—. Sólo es una mala racha. Hay que superarla.

Yo no me moví. Mi corazón latía con tanta fuerza que pensé que explotaría. Lentamente me incorporé y me bajé de la cama. Papá no se movió, no pronunció palabra. Por el sonido de su respiración estaba segura de que se había vuelto a dormir. Mi cuerpo se estremeció de sollozos, que empezaron en mi corazón y que permanecieron en mi pecho. Fui en busca de mis cosas, las recogí y me fui a mi habitación. Quería dormir en mi propia cama. Quería morir en mi propia cama.

Emily me despertó a la mañana siguiente. Yo me había quedado dormida aferrada a la almohada. Cuando abrí los ojos, la vi mirándome fijamente.

—Papá te está llamando —dijo—. ¿No le oyes berrear en el pasillo? ¿Tengo que despertarte yo? Sal de la cama inmediatamente —me ordenó.

Miré la almohada y, durante un instante, sentí el cuerpo sudoroso y caliente de mi padre encima mío. Le oí murmurando sus promesas y llamándome por otros nombres. Sentí sus dedos acariciando mis pechos y su boca presionando sobre la mía y grité.

Grité con tanta fuerza y tan inesperadamente que Emily retrocedió, boquiabierta. A continuación, empecé a golpear la almohada. La golpeé con mis puños una y otra vez, a veces no acertando y pegándome a mí misma, pero no me detuve. Me estiré el cabello y me presioné las sienes con las manos y volví a gritar una y otra vez, saltando en la cama y pegándome en las caderas, el estómago y la cabeza.

Emily sacó la Biblia del bolsillo de su bata y empezó a leer, levantando la voz para ocultar mis gritos. Cuanto más alto leía, más alto gritaba yo. Al fin, con la garganta seca y ronca de tanto gritar, caí desfallecida sobre la cama. Los labios me temblaban y los dientes castañeteaban. Emily continuó leyendo pasajes de la Biblia y se persignó de nuevo y empezó a retirarse, cantando un himno al hacerlo.

Trajo a papá a la puerta de mi habitación. El se quedó allí de pie con las muletas y me miró.

—El diablo entró en su cuerpo anoche —le dijo Emily a papá—. He iniciado el proceso para que abandone su alma.

—Hummm —dijo papá—. Bien —dijo, y rápidamente volvió a su dormitorio. No exigió que volviera. Vera y Tottie vinieron a verme y me trajeron algo de comer y beber, pero yo no quise nada, ni una migaja. Lo único que hice fue sorber un poco de agua por la noche y a la mañana siguiente. Permanecí en la cama aquel día y también el siguiente. De vez en cuando, Emily pasaba por mi habitación a recitar unas oraciones y cantar un himno.

Finalmente, la mañana del tercer día, me levanté, me di un baño caliente y bajé. Vera y Tottie se alegraron de verme levantada. Me hicieron todo tipo de mimos, tratándome como la señora de la casa. Apenas pronuncié palabra. Fui a ver a mamá y me pasé la mayor parte del día con ella, escuchando sus fantasías e historias, viéndola dormir, y leyéndole una de sus novelas románticas. Tenía extraños arrebatos de energía, levantándose a veces para arreglarse el cabello y después regresando a la cama. A veces se levantaba y se vestía, y a continuación se desvestía y volvía a ponerse el camisón y la bata. Su extraño comportamiento, su locura, me tranquilizaban. Me sentía confusa y perdida.

Pasaron los días. Papá cada vez se movía con más autonomía. Pronto bajó las escaleras con las muletas y fue a su despacho. Cuando me veía, apartaba la mirada y se ocupaba de cualquier otra cosa. Yo intentaba no verle; intenté mirar a través suyo. Finalmente, murmuró un hola o un buenos días y yo hice lo mismo.

Por las razones que fueran, Emily también empezó a dejarme en paz. Rezaba sus oraciones y a veces me pedía que leyera algo de la Biblia, pero no me acosaba ni perseguía con sus exigencias religiosas de la forma en que lo había hecho después de la muerte de Niles.

Pasaba gran parte de mi tiempo leyendo. Vera me enseñó a hacer punto y también me dedicaba a eso. Daba paseos y comía en un silencio relativo. Me sentía extrañamente fuera de mi cuerpo; era como un espíritu que se movía por encima mío, observando cómo mi cuerpo hacía sus actividades diarias con absoluta monotonía.

Un día conseguí que mamá saliera, pero padecía más dolores de cabeza y dolores de estómago que de costumbre y se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama. La única conversación larga que sostuve con papá fue para hablar de ella. Le pedí que llamara a un médico.

—No se lo está imaginando ni está fingiendo, papá —le dije—. Padece verdaderos dolores.

El gruñó, evitando mirarme como de costumbre, y prometió hacer algo cuando acabara con el papeleo. Pero pasaron semanas sin que hiciera nada hasta que, finalmente, una noche, mamá se quejó tanto que no paró de chillar. Incluso papá se asustó y le pidió a Charles que fuera a buscar al médico. Después de que éste la hubiera examinado, quiso llevarla al hospital, pero papá no se lo permitió.

—Ningún Booth ha ido nunca a un hospital, ni siquiera Eugenia. Dale un tónico y se pondrá bien —insistió.

—Creo que es algo más serio, Jed. Necesito que la vean otros médicos y que le hagan unas pruebas.

—Dale un tónico —repitió papá. De mala gana, el médico le dio a mamá algo para el dolor y se marchó. Papá le dijo que se tomara el tónico cada vez que tuviera dolor. Le prometió que compraría una caja entera si quería. Yo le dije a Emily que estaba mal y que ella debería convencerle para que escuchara al médico.

—El médico se ocupará de mamá —respondió Emily— y no un montón de médicos ateos.

Transcurrió más tiempo. Mamá no mejoró, pero tampoco pareció empeorar. El tónico era sedante y dormía la mayor parte del tiempo. Yo me compadecía de ella porque el otoño había llegado con amarillos más brillantes y marrones, más bellos que los que yo recordaba. Quería llevarla a pasear.

Una mañana, en cuanto me desperté, decidí que sacaría a mamá de la cama y la vestiría, pero cuando me levanté yo, una náusea se apoderó de mí y tuve que ir corriendo al baño donde vomité hasta que me dolió el estómago. No podía imaginarme la razón y por qué me había ocurrido tan de repente. Me quedé sentada en el suelo, la cabeza dándome vueltas, y cerré los ojos.

Entonces me di cuenta. Me cayó como un jarro de agua fría, dejándome la cara caliente y el corazón latiendo con fuerza. Habían pasado casi dos meses y no había tenido la menstruación. Me puse rápidamente de pie, me vestí y bajé apresuradamente al despacho de papá a consultar sus libros de medicina. Abrí uno en el que sabía se hablaba del embarazo y leí la terrible noticia que ya en mi corazón sabía.

Seguía sentada en el suelo, con el libro abierto sobre el regazo, cuando papá entró en el despacho. Se detuvo sorprendido.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —exigió saber—. ¿Qué estás leyendo?

—Uno de tus libros de medicina, papá. Quería asegurarme primero —dije. Mi tono de voz era tan desafiante que papá se quedó sorprendido.

—¿Qué quieres decir? ¿Segura de qué?

—Segura de que estaba embarazada —afirmé. Las palabras cayeron como un trueno. Abrió los ojos como platos y se quedó boquiabierto. Negó con la cabeza—. Sí, papá, es verdad. Estoy embarazada —dije—. Y tú sabes cómo y cuándo ha ocurrido.

De pronto, levantó los hombros y me señaló con el dedo.

—No vayas haciendo este tipo de acusaciones sin sentido, Lillian. No se te ocurra decir una cosa tan escandalosa, me oyes o…

—¿O qué, papá?

—O te azotaré. Yo ya sé cómo te has quedado embarazada. Fue aquel chico, aquella noche. Fue así; ocurrió aquel día —decidió, asintiendo después de hablar.

—Eso es mentira, papá, y tú lo sabes. Hiciste venir a la señora Coons. Y oíste perfectamente lo que dijo.

—Dijo que no estaba segura —mintió papá—. Así es, así es, eso es lo que dijo. Y ahora sabemos por qué no estaba segura. Eres una vergüenza, una vergüenza para esta casa y para este nombre y yo no permitiré que nadie le haga esto a la familia. Nadie se va a enterar —dijo, asintiendo de nuevo.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre, papá? —preguntó Emily, apareciendo detrás de él—. ¿Por qué le estás gritando a Lillian ahora?

—¿Por qué estoy gritando? Está embarazada con el hijo de ese chico muerto. Por eso —dijo rápidamente.

—No es cierto, Emily. No fue Niles —dije.

—Cállate —dijo Emily—. Claro que fue Niles. Estuvo en tu dormitorio y tú cometiste un terrible pecado. Ahora vas a sufrir las consecuencias.

—No hay razón para que nadie se entere —dijo papá—, la mantendremos oculta hasta después.

—¿Y entonces qué harás, papá? ¿Qué pasará con el bebé?

—El bebé… el bebé…

—Será el bebé de mamá —dijo rápidamente Emily.

—Sí —afirmó papá, asintiendo—. Claro. Nadie ve a Georgia estos días. Todo el mundo se lo creerá. Eso está bien, Emily. Por lo menos pondremos a salvo el buen nombre de los Booth.

—Eso es una horrible mentira —dije.

—Cállate —ordenó papá—. Sube arriba. Y no vuelvas a bajar hasta… hasta que el bebé nazca. Anda, vamos.

—Haz lo que te dice papá —me ordenó Emily.

—¡Muévete! —gritó papá. Dio un paso hacia mí—. O te daré unos latigazos tal como he prometido.

Cerré el libro y salí apresuradamente del despacho. Papá no tendría que azotarme. Yo quería ocultar la vergüenza y el pecado; deseaba esconderme en un rincón oscuro y morir. Eso no me parecía tan terrible. «Preferiría estar con mi perdida hermana, Eugenia, y el amor de mi vida, Niles, que vivir en este horrible mundo», pensé, y rogué a Dios que el corazón simplemente se me detuviera.