10

TODA MI SUERTE ES MALA

Me despertaron el sonido de unos gritos. Reconocí la voz de Tottie y a continuación oí la de Charles Slope dando órdenes a otros para que le ayudaran. Me puse rápidamente la bata y me calcé las zapatillas. El alboroto continuaba fuera, de modo que desafié las órdenes de papá y salí de mi habitación. Corrí por el pasillo hasta llegar a la escalera. Como los pollos asustados, todos corrían de un lado a otro. Vi a Vera atravesar a toda prisa el recibidor con una manta. La llamé a gritos, pero ella no me oyó, de modo que empecé a bajar las escaleras.

—¿Dónde vas? —gritó Emily desde detrás mío. Ella acababa de salir de su habitación.

—Ha ocurrido algo terrible. Tengo que ir a ver qué ha pasado —le expliqué.

—Papá aún no te ha permitido salir de la habitación. ¡Vuelve! —me ordenó, su largo brazo y huesudo dedo índice señalando mi puerta. Yo la ignoré y continué bajando las escaleras—. Papá te ha prohibido que salgas de tu habitación. ¡Vuelve! —gritó, pero yo ya estaba cruzando el recibidor hacia la puerta principal.

Ojalá hubiera retrocedido. Ojalá no hubiera abandonado nunca la habitación, ni salido nunca de la casa, ni haber visto a ningún ser vivo. Antes de llegar a la puerta ya experimentaba una terrible sensación de vacío en el estómago. Era como si me hubiera tragado una pluma de pollo y estuviera flotando en mi interior, haciéndome de vez en cuando cosquillas por dentro. De alguna forma conseguí continuar, salir de la casa, bajar los escalones del porche e ir a la parte lateral de la casa donde vi a Charles, Vera, Tottie y dos trabajadores mirando el cuerpo bajo la manta. Cuando vi y reconocí los zapatos que sobresalían, sentí que mis piernas cedían y se convertían en algo de goma. Levanté la vista y pude ver una de las tuberías rotas y colgando y en aquel momento grité y caí sobre el césped.

Vera fue la primera en llegar hasta mí. Me abrazó y me acunó en sus brazos.

—¿Qué ha ocurrido? —grité.

—Charles dice que cedió la tubería y que se cayó. Debe haber caído de cabeza, es lo que pensamos.

—¿Está bien? —pregunté—. Tiene que estar bien.

—No, cariño, no lo está. Es el chico Thompson, ¿verdad? ¿Estuvo en tu habitación anoche? —preguntó. Yo asentí.

—Pero se marchó pronto y es un buen escalador —dije—. Puede subir a los árboles más difíciles.

—No fue culpa suya; fue la tubería —repitió Vera—. Sus padres deben de estar fuera de sí preguntándose dónde está. Charles ha mandado a Clark Jones a casa de los Thompson.

—Quiero verle —dije. Vera me ayudó a ponerme en pie y me condujo hasta el cuerpo de Niles. Charles levantó la vista del cuerpo y negó con la cabeza.

—Esa tubería estaba oxidada y no pudo aguantar su peso. No tendría que haberse confiado —dijo Charles.

—¿Va a ponerse bien? —pregunté desesperadamente.

Charles miró a Vera y a continuación a mí.

—Ya no está con nosotros, señorita Lillian. La caída acabó con él. Por lo que veo, se rompió el cuello.

—Oh, por favor, no. Por favor, Dios, no —gemí, y caí de rodillas al lado del cuerpo de Niles. Lentamente, aparte la manta y le miré. La Muerte ya había cerrado sus ojos, la Muerte que había visitado con anterioridad esta casa y alegremente había robado a Eugenia. Moví la cabeza, incrédula. Éste no podía ser Niles. El rostro estaba demasiado pálido, los labios demasiado azules y gruesos. Ninguno de los rasgos faciales era el de Niles. Niles era un chico guapo con ojos sensibles y oscuros y una suave sonrisa en los labios. No, me dije a mí misma, no era Niles. Sonreí al percatarme de mi estúpido error.

—No es Niles —dije, y respiré aliviada—. No sé quién es, pero no es Niles. Niles es mucho más guapo. —Miré a Vera, que me observaba con compasión—. No lo es, Vera. Es otra persona. Quizá sea un ladrón. Quizá…

—Vamos adentro, cariño —dijo, levantándome y abrazándome—. Es horrible.

—Pero no es Niles. Niles está en casa, a salvo. Ya verás cuando regrese Clark Jones —dije, pero mi cuerpo seguía temblando. Me castañeteaban los dientes.

—De acuerdo, cariño, de acuerdo.

—Pero Niles sí subió a verme anoche porque no me dejaron ir a la fiesta. Pasamos un rato juntos y después volvió a salir por la ventana. Desapareció en la oscuridad y regresó con su familia, a la fiesta. Ahora está en casa, en la cama, o quizá se está levantando para desayunar —le expliqué mientras volvíamos a la entrada de casa.

Emily estaba esperando en las escaleras del porche con los brazos cruzados.

—¿Qué ocurre? —exigió saber—. ¿A qué vienen todos estos gritos?

—Es el chico Thompson, Niles —respondió Vera—. Debe de haberse caído al bajar del tejado. Cedió una de las tuberías y…

—¿El tejado? —Emily me escudriñó rápidamente—. ¿Estaba en tu habitación anoche? ¡PECADORA! —gritó antes de que yo pudiera responder—. ¡Estaba en tu habitación!

—No. —Negué con la cabeza. Me sentí ligera, altiva, flotando como flotan las grandes nubes blancas en el cielo azul—. No, yo fui a la fiesta. Exactamente. Estuve en la fiesta. Niles y yo bailamos toda la noche. Nos lo pasamos muy bien. Todo el mundo nos miraba con envidia. Bailamos como dos ángeles.

—Lo metiste en tu cama —me acusó Emily—. Le sedujiste. Jezabel.

Yo simplemente le sonreí.

—Te lo llevaste a la cama y el Señor te ha castigado. Está muerto por tu culpa. Por tu culpa —afirmó.

Mis labios empezaron a temblar de nuevo. Negué con la cabeza. «No estoy aquí; todo esto es una pesadilla» —pensé—. «En cualquier momento me despertaré en mi habitación, en mi cama, sana y salva».

—Espera a que se entere papá de esto. Te despellejará viva. Deberían apedrearte, igual que hacían antiguamente con las putas, apedrearte —dijo con su tono de voz más arrogante y altivo.

—Señorita Emily, acaba usted de decir una cosa terrible. Está afectada, no sabe dónde está ni qué ha ocurrido —dijo Vera. Emily levantó sus ojos de fuego y posó su mirada directamente sobre la nueva ama de llaves.

—Y tú no te compadezcas de ella ahora. Así es como consigue ella que tú no te des cuenta de su maldad. Es una zorra astuta. Es una maldición viviente y siempre lo ha sido, desde el día en que nació y en el que su madre murió dando a luz.

Vera no sabía que no era hija de mamá y papá. La noticia la dejó atónita, pero no me soltó ni abandonó.

—Nadie es una maldición, señorita Emily. No debe usted decir una cosa así. Vamos, cariño —me dijo—. Será mejor que subas arriba y descanses. Vamos.

—¿No es Niles, verdad? —le pregunté.

—No, no lo es —dijo. Yo me giré y le sonreí a Emily.

—No es Niles —le dije.

—Jezabel —murmuró ella, y se alejó para ir a ver el cuerpo.

Vera me subió a mi habitación y me ayudó a meterme en la cama. Me tapó hasta la barbilla con las mantas.

—Le traeré algo caliente para beber y algo de comer. Será mejor que descanse, señorita Lillian —dijo, marchándose.

Permanecí allí escuchando. Oí los ruidos, el sonido de los caballos, el carruaje, y los llantos. Reconocí la voz del señor Thompson y oí llorar a las gemelas y a continuación se hizo un mortal silencio. Vera me trajo una bandeja.

—Ya ha pasado todo —me dijo—. Se lo han llevado.

—¿A quién se han llevado?

—Al joven que se cayó del tejado —dijo Vera.

—Oh. ¿Lo conocíamos, Vera? —Ella negó con la cabeza—. Pero sigue siendo terrible. ¿Y mamá? ¿Ha oído los gritos y el alboroto?

—No. A veces, sólo a veces, su enfermedad es una bendición —dijo Vera—. No ha salido de su habitación esta mañana. Está en la cama leyendo.

—Bien —dije—. No quiero que nada más la moleste. ¿Ha vuelto papá a casa?

—No, todavía no —dijo Vera. Negó con la cabeza—. Pobrecita. Estoy segura de que tú serás la primera en enterarte cuando llegue. —Me observó mientras sorbía el té y comía un poco de avena. A continuación se marchó.

Terminé rápidamente de comer y entonces decidí que me levantaría y me vestiría. Estaba segura de que papá me permitiría salir de mi habitación cuando regresara hoy. Mi castigo se habría terminado y entonces planearía las cosas que Niles y yo haríamos juntos. Si papá me dejaba salir de casa, dar un paseo, iría a hacerles una visita a los Thompson. Quería ver todos los maravillosos regalos que con toda seguridad habían recibido las gemelas. Y mientras estaba allí, claro está, vería a Niles y tal vez quisiera después acompañarme de regreso a casa. Quizá, incluso podríamos desviarnos y visitar el estanque mágico.

Me dirigí al tocador, me cepillé el cabello y me lo recogí con una cinta rosa. Me puse un bonito vestido azul y esperé pacientemente, sentada al lado de la ventana mirando el cielo azul, pensando en que las nubes blancas se parecían. Una se parecía a un camello porque tenía una joroba y otra se parecía a una tortuga. Éste era un juego al que jugábamos Niles y yo cuando íbamos al estanque. El solía decir «veo un barco» y yo tenía que señalar la nube. «Me apuesto cualquier cosa a que está sentado junto a su ventana haciendo exactamente lo mismo que yo», pensé. Estoy segura. Así es como éramos, siempre pensando y sintiendo las mismas cosas al mismo tiempo. Estaba escrito en el destino que debíamos ser amantes.

Cuando papá regresó a casa, sus pasos en las escaleras eran tan resonantes y firmes que sus botas produjeron un eco en todo el pasillo. Parecieron sacudir hasta los cimientos de la plantación, retumbando en las paredes. Era como si un gigante regresara a casa, el gigante de los cuentos y narraciones infantiles. Papá abrió lentamente mi puerta. Llenando el espacio de la puerta, los hombros anchos, permaneció mirándome en silencio. Tenía el rostro carmesí y los ojos abiertos como platos.

—Hola, papá —dije sonriendo—. Hace un día precioso, ¿verdad? ¿Has tenido un buen viaje?

—¿Qué has hecho? —preguntó con voz ronca—. ¿Qué terrible vergüenza y humillación has traído a la casa de los Booth?

—No te he desobedecido, papá. Me quedé en mi cuarto anoche tal como me ordenaste y lamento mucho el dolor que te he causado. ¿Me perdonas ahora? ¿Por favor?

Hizo una mueca, como si acabara de tragarse una almendra amarga.

—¿Perdonarte? No tengo el poder de perdonarte. Ni siquiera el sacerdote de nuestra diócesis tiene ese poder. Sólo Dios puede perdonarte y estoy seguro de que El tiene Sus razones para dudar de hacerlo. Me compadezco de tu alma. Estoy seguro de que irá al infierno —dijo, y negó con la cabeza.

—Oh, no, papá. Estoy leyendo las oraciones que me dio Emily. Mira, papá —dije, y me levanté para recoger la hoja en la que estaba escrito el salmo. Se lo enseñé, pero papá ni lo miró ni lo cogió. En vez de ello, continuó mirándome fijamente, negando con mayor énfasis.

—No vas a hacer nada que entrañe más vergüenza para esta familia. Has sido una carga para mí desde el principio, pero te recogí porque eras huérfana. Y ahora mira las gracias que me das. En vez de recibir bendiciones, recogemos más y más maldiciones. Emily tiene razón en todo lo que a ti se refiere. Eres una Jonás y una Jezabel. —Se enderezó y pronunció la frase como si fuera un juez bíblico.

»De ahora en adelante, y hasta que diga lo contrario, no saldrás de The Meadows. Se ha terminado el colegio. Dedicarás tu tiempo a rezar y a meditar y yo personalmente me ocuparé de tus actos de contrición. Ahora contéstame directamente —gritó—. ¿Dejaste que aquel chico te conociera en el sentido bíblico de la palabra?

—¿Qué chico, papá?

—El chico Thompson. ¿Copulaste con él? ¿Te arrebató la inocencia en esa cama anoche? —preguntó, señalando mi almohada y mi manta.

—Oh, no, papá. Niles me respeta. Sólo bailamos, de verdad.

—¿Bailar? —La confusión inundó su rostro—. ¿De qué demonios estás hablando, niña? —Dio un paso adelante, observándome críticamente. Yo mantuve mi sonrisa—. ¿Qué te ocurre, Lillian? ¿No sabes el acto terrible que has cometido y la terrible consecuencia que ha tenido? ¿Cómo puedes permanecer ahí con esa estúpida sonrisa en la cara?

—Lo siento, papá —dije—. No puedo evitar estar contenta. Hace un día precioso, ¿verdad?

—Para los Thompson no es exactamente un día precioso. Éste es el día más oscuro de la vida de William Thompson, el día en que ha perdido a su único hijo, y yo sé lo que es no tener un hijo que herede tu tierra y el nombre de tu familia. Ahora, quítate esa estúpida sonrisa de la cara —me ordenó papá, pero yo fui incapaz de obedecerle. Dio un paso adelante y me pegó con tanta fuerza que la cabeza me cayó sobre el hombro, pero no desapareció la sonrisa—. ¡Basta! —dijo. Volvió a pegarme, esta vez haciéndome caer al suelo. Me dolió, y escoció. La cabeza me daba vueltas y estaba mareada, pero levanté la vista, sin dejar de sonreír.

—Hace un día demasiado bonito para estar triste, papá. ¿No puedo salir? Quiero dar un paseo y escuchar los pájaros y ver el cielo y los árboles. Seré buena. Te lo prometo.

—¿No has oído lo que he dicho? —rugió a mi lado—. ¿No sabes lo que has hecho al dejar que ese chico subiera aquí? —Extendió el brazo y señaló la ventana—. Salió por esa ventana, cayó al suelo y murió. Se rompió el cuello. Está muerto, Lillian —afirmó papá—. ¡No me digas que te vas a volver tan loca como Georgia ahora! ¡No voy a tolerarlo!

Extendió el brazo y me cogió por el pelo, levantándome del suelo. El dolor me hizo chillar. A continuación me llevó hasta la ventana.

—Mira ahí fuera —dijo, empujándome la cara contra el vidrio—. Vamos, mira. ¿Quién estuvo ahí anoche? ¿Quién? Habla. Dímelo ahora mismo o, Lillian, te arrancaré la ropa y te pegaré hasta que mueras o me lo digas. ¿Quién?

Me sostuvo la cabeza de tal forma que no podía apartar la vista y, durante un instante, vi el rostro de Niles, mirándome, con la sonrisa grande y los ojos traviesos.

—Niles —dije—. Era Niles.

—Exactamente, y después, al marcharse y bajar, la tubería cedió y cayó. ¿Entonces sabes lo que ha ocurrido, verdad? Tú viste el cuerpo, Lillian. Vera me ha dicho que lo viste.

Yo negué con la cabeza.

—No —dije.

—Sí, sí, sí —insistió papá—. Es el chico Thompson el que estuvo ahí muerto toda la noche hasta que Charles le encontró por la mañana. El chico Thompson. Dilo, maldita sea. Dilo. Niles Thompson está muerto. Dilo.

Mi corazón estaba loco. Parecía un frenético animal en mi pecho, latiendo con fuerza, chillando y queriendo escapar. Empecé a llorar, silenciosamente al principio; las lágrimas arrasaban mis mejillas. Entonces me empezaron a temblar los hombros y sentí el estómago que se me hundía, las piernas cedieron, pero papá me sostuvo con firmeza.

—¡Dilo! —me chilló en la oreja—. ¿Quién está muerto? ¿Quién?

Las palabras salieron lentamente de mi garganta como si estuviera sacándome el hueso de una cereza que me había tragado.

—Niles —murmuré.

—¿Quién?

—Niles. Oh Dios, no. Niles.

Papá me soltó y yo caí a sus pies. Permaneció allí mirándome.

—Estoy seguro de que mientes acerca de lo que ocurrió entre los dos —dijo, asintiendo—. Echaré al diablo de tu alma —murmuró papá—. Lo juro, lo echaré. Empezaremos tu penitencia hoy mismo. —Se dio media vuelta y fue hacia la puerta.

Cuando la abrió, me miró de nuevo.

—Emily y yo —afirmó— echaremos al diablo de tu alma.

Y me dejó sollozando en el suelo.

Permanecí durante horas en el suelo, escuchando los sonidos que se producían abajo, escuchando los sonidos amortiguados y sintiendo las vibraciones. Me imaginé que era un feto y que aún vivía en el útero materno, con el oído pegado a la membrana, oyendo los sonidos del mundo externo, las sílabas, los golpes, cada nota o algo desconocido; sólo que a diferencia de un feto, yo tenía recuerdos. Sabía que el sonido de la vajilla o un vaso significaba que se estaba poniendo la mesa, y una voz ronca que papá había dado una orden. Reconocí los pasos de casi todo el mundo cuando pasaban por delante de mi puerta y supe cuándo se paseaba Emily, Biblia en mano, mientras sus labios pronunciaban alguna oración. Intenté oír algún sonido que sugiriera la presencia de mamá, pero nada se produjo.

Cuando Vera subió a mi habitación, me encontró todavía en el suelo. Emitió un pequeño grito y puso la bandeja sobre la mesa.

—¿Qué hace, señorita Lillian? Vamos, levántese.

Me ayudó a ponerme en pie.

—Su padre ha ordenado que sólo tome pan y agua esta noche, pero yo le he puesto un trozo de queso debajo del plato —dijo, guiñando un ojo.

Yo negué con la cabeza.

—Si papá dice que sólo debo tomar pan y agua, eso es lo único que comeré. Tengo que hacer penitencia —le dije a Vera. Mi voz me resultaba desconocida, incluso para mí. Parecía salir de otra persona, de una Lillian más pequeña que vivía dentro de una más grande—. Soy una pecadora; soy una maldición.

—Eso no es verdad, querida.

—Soy una Jonás, una Jezabel. —Saqué el trozo de queso y se lo devolví.

—Pobre niña —murmuró, agitando la cabeza. Cogió el queso y se marchó.

Yo me bebí el agua y mordisqueé el pan y a continuación me puse de rodillas y recité el salmo cincuenta y uno. Lo repetí hasta que me dolió la garganta. Oscureció, de modo que me acosté e intenté dormir, pero poco después se abrió la puerta y entró papá. Encendió las lámparas y yo miré la puerta y vi que le seguía una mujer mayor de Upland Station que reconocí como la señora Coons. Era una comadrona que había traído al mundo docenas y docenas de bebés en su época y que todavía seguía ejerciendo, aunque algunos decían que tenía casi noventa años.

Tenía un fino cabello gris, tan fino que se le veía parte del cuero cabelludo. Sobre el labio superior podía distinguirse un fino vello gris tan claro como el bigote de un hombre. Tenía un rostro delgado con una nariz larga y estrecha y unas mejillas hundidas, pero sus ojos oscuros seguían siendo grandes, y parecían aún más grandes por la forma en que se le habían hundido las mejillas y le sobresalía la frente sobre su arrugada y manchada piel. Tenía unos labios delgados como lápices, pero de un color rosa apagado. Era una mujer pequeña, no mucho más alta que una chica joven, con brazos y manos huesudas. Era difícil creer que hubiera tenido alguna vez la fuerza de asistir a un parto y mucho menos pensar que pudiera hacerlo ahora.

—Ahí está —dijo papá, señalándome—. Adelante.

Yo me encogí en la cama al ver acercarse a la señora Coons con sus pequeños y huesudos hombros encorvados y la cabeza ladeada hacia mí. Entrecerró los ojos, pero su mirada era penetrante. Me escudriñó la cara y a continuación asintió.

—Quizá sí —dijo—. Quizá sí.

—Deja que te mire la señora Coons —ordenó papá.

—¿Qué quieres decir, papá?

—Va a decirme qué ocurrió anoche —dijo. Mis ojos se abrieron como platos. Negué con la cabeza.

—No. papá. No hice nada malo. De verdad. No hice nada malo.

—No querrás que te creamos ahora, ¿verdad Lillian? —preguntó—. No me lo pongas más difícil —me aconsejó—. Si es necesario, te sujetaré yo mismo —amenazó.

—¿Qué vas a hacer, papá? —Miré a la señora Coons y mi corazón empezó a latir porque ya sabía la respuesta—. Por favor, papá —gemí. Mis lágrimas se incrementaron, cálidas, ardientes—. Por favor —le rogué.

—Haz lo que te diga —me ordenó papá.

—Levántate la falda —exigió la señora Coons. Le faltaban casi todos los dientes y los que le quedaban casi estaban podridos. La lengua le revoloteaba en la boca. Era marrón y húmeda, como un trozo de madera muerta.

—¡Haz lo que te dice! —espetó papá.

Con los hombros agitándose a causa de los sollozos, me levanté la falda hasta la cintura.

—Ya puede mirar —le dijo la señora Coons a papá. Sentí unos dedos, dedos tan fríos y duros como estacas, que me bajaron las bragas. Sus uñas me arañaron la piel mientras me las bajaba pasando por las rodillas hasta los tobillos—. Levanta las rodillas —dijo.

Pensé que me quedaba sin respiración. Hice grandes esfuerzos por tomar aire. Me estaba mareando. Ella tenía las manos sobre mis rodillas, abriéndolas y separándome las piernas. Aparté la mirada, pero no sirvió de nada. La indignidad se llevó a cabo. Resultó doloroso y yo grité. Debí perder el conocimiento durante un instante, porque cuando abrí los ojos, la señora Coons estaba en la puerta con papá, asegurándole que no había perdido la inocencia. Cuando él y ella se hubieron marchado, me quedé sollozando hasta que se me secaron los ojos y me dolía la garganta. A continuación me subí las bragas y me senté sobre la cama.

Cuando estaba a punto de ponerme de pie, regresó papá, seguido de Emily. El llevaba un gran baúl y ella sostenía en los brazos uno de sus feos vestidos de tela de saco. Él soltó el baúl y me miró con los ojos llameantes de ira.

—La gente viene de todos los rincones del país al funeral de ese chico —dijo—. Nuestro nombre, para nuestra desgracia, está en labios de todos. Quizá tenga la hija de Satanás en mi casa, pero no tengo por qué ofrecerle un hogar. —Asintió a Emily, quien se dirigió a mi armario y empezó a descolgar todas mis prendas de vestir de los colgadores.

Las amontonó sin ninguna consideración a sus pies, tirando mis blusas de seda, las bonitas faldas y vestidos, todas las cosas que mamá se había esmerado en comprarme y hacerme.

—De ahora en adelante, sólo te pondrás prendas sencillas, comerás cosas sencillas y dedicarás tu tiempo a la oración —ordenó papá. Y a continuación enumeró las normas.

»Mantén tu cuerpo limpio y no te pongas ningún perfume, ni cremas, ni maquillaje, ni jabón aromático.

»No tienes que cortarte el pelo, pero debes llevarlo recogido, y no dejes que nadie, especialmente ningún hombre, te vea con el pelo suelto.

»No pongas el pie fuera de esta casa o de la finca sin mi explícito permiso.

—Deberás humillarte de todas las formas posibles. Considerare ahora una sirviente, no un miembro de la familia. Lava los pies de tu hermana, vacía su orinal y nunca, bajo ningún concepto, levantes la vista en desafío a ella o a mí. Ni siquiera a uno de los sirvientes.

»Cuando te hayas arrepentido de verdad y estés libre del mal, entonces podrás volver a formar parte de la familia y ser como el hijo pródigo que se perdió y después volvió al redil.

»¿Has comprendido, Lillian?

—Sí, papá —dije.

Su rostro se suavizó un poco.

—Me compadezco de ti, me compadezco por lo que tienes que soportar ahora en tu corazón, pero es exactamente por eso que he consentido, con Emily y el cura, en ordenar estos castigos para tu redención.

Mientras hablaba, Emily extraía con energía todos mis zapatos del armario y los amontonaba. Lo metió todo en el baúl y a continuación se dirigió a los cajones para sacar toda mi bonita ropa interior y calcetines. Prácticamente arremetió contra mis joyas y pulseras. Cuando hubo vaciado los cajones se detuvo y echó una mirada a la habitación.

—La habitación debe ser tan sencilla como la de un monasterio —afirmó Emily. Papá asintió, y entonces Emily se dirigió a las paredes y descolgó todos mis cuadros y los diplomas enmarcados del colegio. Recogió mis animales de peluche, mis recuerdos, e incluso mi caja de música. También arrancó las cortinas de las ventanas. Lo metió todo en el baúl. Entonces se puso delante de mí—. Quítate el vestido que llevas puesto y ponte éste —dijo, indicando el vestido de tela de saco que había traído. Yo miré a papá. Él se atusó el bigote y asintió.

Me puse de pie y me desabroché el vestido azul. Me lo quité y lo dejé caer al suelo. Lo cogí y lo puse sobre el montón que Emily tenía de mis cosas en el baúl. Permanecí allí temblorosa, abrazándome.

—Ponte esto —dijo Emily, dándome el vestido. Me lo puse por encima de la cabeza. Era demasiado grande y demasiado largo, pero ni a Emily ni a papá les importaba.

—A partir de esta noche puedes bajar a comer —dijo papá—, pero de hoy en adelante no hables, a no ser que te pregunten; y está prohibido que hables con los criados. Me duele tener que hacer todo esto, Lillian, pero la sombra de la mano del mal se cierne sobre esta casa y tenemos que hacer que desaparezca.

—Oremos juntos —sugirió Emily. Papá asintió—. De rodillas, pecadora —me espetó. Me arrodillé y ella y papá se unieron a mí—. Oh Señor —dijo Emily—. Danos las fuerzas para ayudar a esta alma maldita y negarle el triunfo al diablo —dijo, y a continuación recitó la Oración del Señor. Cuando terminó, ella y papá se llevaron el baúl que contenía todas mis adoradas posesiones y me dejaron con las paredes y los cajones vacíos.

En ese momento no tuve tiempo para compadecerme de mí misma. Sólo pensaba en Niles. Si no me hubiera portado de manera tan insolente con papá, quizá hubiera podido ir a la fiesta; y si hubiera ido a la fiesta, Niles no hubiera tenido que subir a mi habitación a verme y estaría vivo.

Me aferré aún a esta creencia cuando se celebraron las exequias de Niles dos días más tarde. No volví a negar lo que había ocurrido, no volví a desear que fuera un mal sueño. Papá me prohibió que asistiera al funeral y al entierro. Dijo que mi presencia allí sería una vergüenza para la familia.

—Todas las miradas caerían sobre nosotros, los Booth —afirmó, para añadir a continuación—: nos mirarían con odio. Ya es suficiente que yo tenga que estar al lado de los Thompson y rogarles que me perdonen por tener una hija como tú. Dependo de Emily. —La miró con más respeto y admiración que nunca.

—El Señor nos dará las fuerzas necesarias para soportar las adversidades con valentía, papá —dijo.

—Gracias exclusivamente a tu devoción religiosa, Emily —contestó—. Sólo gracias a eso.

Aquella mañana permanecí sentada en mi habitación mirando hacia la plantación de los Thompson, donde sabía que Niles iba a descansar para siempre. Podía oír los sollozos y los llantos con tanta claridad como si estuviera allí. Mis lágrimas fluían mientras recitaba la Oración del Señor. A continuación me puse en pie para abrazar gustosamente las cargas de mi nueva vida, encontrando irónicamente cierto alivio en la humillación y el dolor. Cuanto mayor era la dureza con la que me hablaba o trataba Emily, mejor me sentía. Ya no la odiaba. Me di cuenta de que había un lugar en este mundo para las Emilys, y no corrí a mamá en busca de consuelo y compasión.

En cualquier caso, mamá sólo tenía una vaga idea de lo que había ocurrido porque nunca había llegado a comprender lo unidos que estábamos Niles y yo. Escuchó los detalles del terrible accidente y Emily le dio su versión de lo sucedido y lo que siguió, pero al igual que todo lo que encontraba desagradable, lo ignoró u olvidó rápidamente. Mamá era como un recipiente rebosante de tristeza y tragedia, y ya no podía soportar una gota más.

En ocasiones hacía algún comentario sobre mi ropa y mi cabello, y en los días más lúcidos se preguntaba por qué no iba al colegio, pero en cuanto se lo empezaba a explicar dejaba de escuchar o cambiaba de tema.

Vera y Tottie intentaban siempre que comiera más o que hiciera alguna de las cosas que había hecho en el pasado. Les entristecía, al igual que a los otros sirvientes y trabajadores, que hubiera aceptado mi destino tan gustosamente. Pero cuando yo pensaba en todas las personas que me querían y que yo quería y lo que les había ocurrido —desde mi madre y padre verdaderos hasta Eugenia y Niles—, no podía hacer otra cosa que aceptar mis castigos y buscar la salvación, tal como habían ordenado Emily y papá.

Cada mañana me levantaba lo bastante pronto como para ir a la habitación de Emily y sacar su orinal. Lo lavaba y lo devolvía antes de que ella se moviera. A continuación ella se incorporaba y yo traía la palangana con agua caliente y un paño para lavarle los pies. Tras haberlos secado, y siempre y cuando ella se hubiera vestido, me arrodillaba en el rincón de su habitación y repetía las oraciones que ella me dictaba. A continuación bajábamos a desayunar y Emily y yo leíamos los pasajes bíblicos que ella había escogido. Yo obedecía a papá y no hablaba, a no ser que se dirigieran a mí. Normalmente eso significaba un sencillo sí o no.

Las mañanas que se reunía mamá con nosotros, era más difícil mantener la prohibición. A menudo mamá se perdía en alguna experiencia pasada y me la describía de la misma forma que había hecho años antes, esperando que yo hiciera algún comentario y me riera del mismo modo. Yo miraba a papá, a ver si me daba permiso para responder. A veces asentía y yo hablaba, y a veces ponía mala cara y entonces me mantenía quieta.

Se me permitía coger la Biblia y salir durante una hora para pasear por los campos y recitar mis oraciones. Emily me controlaba el tiempo y me llamaba cuando finalizaba la hora. No me daban muchas tareas domésticas. Mi penitencia tenía que estar relacionada con tareas que me limpiaran el alma. Creo que papá y Emily se daban cuenta de que los sirvientes y los trabajadores hubieran hecho el trabajo por mí. Tenía que ocuparme de mi habitación, claro está, y en algunas ocasiones hacer cosas para Emily, pero la mayoría del tiempo debía dedicarlo al estudio religioso.

Una tarde, semanas después de la muerte de Niles, la señorita Walker vino a The Meadows a interesarse por mí. Tottie, que estaba limpiando cerca del despacho, oyó la conversación y subió a mi habitación a contármelo.

—Tu profesora del colegio ha venido esta tarde a interesarse por ti —anunció ilusionada. Se aseguró de que nadie la veía entrar en mi habitación y cerró la puerta con cuidado—. Quería saber dónde ha estado, señorita Lillian. Le dijo a su padre que era la mejor alumna y que no ir al colegio era un pecado.

»El Capitán se enfadó mucho con lo que dijo. Lo pude percibir en su tono de voz. Ya sabe cuando su voz parece una pala llena de gravilla, y le dijo que a partir de ahora estudias en casa y que tu educación religiosa es lo principal.

»Pero la señorita Walker dijo que eso no estaba bien, y que se va a quejar a las autoridades por este comportamiento. Entonces se enfadó muchísimo y dijo que acabaría con su empleo si se atrevía a hablar de este asunto. El le dijo que no podía amenazarle. “¿No sabe quién soy? —gritó—. Soy Jed Booth. Esta plantación es una de las más importantes del país”.

»Bueno, pues ella no retrocedió ni una pizca. Repitió que iba a quejarse y él le pidió que se marchara.

»¿Qué te parece eso? —me preguntó Tottie. Yo moví la cabeza tristemente, suspirando—. ¿Qué ocurre, señorita Lillian? ¿No se alegra?

—Papá conseguirá que la despidan—dije—. Es sólo otra persona que me quiere y que acabará mal por ello. Ojalá pudiera impedir que siguiera intentándolo.

—Pero, señorita Lillian… todo el mundo dice que debería ir al colegio y…

—Será mejor que te vayas, Tottie, antes de que Emily te oiga y te despidan a ti también —dije.

—A mí no tienen que despedirme, señorita Lillian —respondió—. Yo también voy a abandonar este oscuro lugar, y muy pronto. —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. No me gusta nada verla sufrir de esta manera, y sé que a Louella y al viejo Henry se les rompería el corazón si se enteraran de esto.

—Bueno, no se lo digas entonces, Tottie. No quiero causar más dolor a nadie —dije—. Y no hagas nada para que las cosas me resulten más fáciles, Tottie. Las cosas tienen que ser duras. Debo ser castigada. —Ella negó con la cabeza y me dejó sola.

«Pobre señorita Walker», pensé. La echaba de menos, echaba de menos la clase, echaba de menos la ilusión de aprender, pero también sabía lo horrible que sería para mí sentarme en la clase y mirar atrás y ver vacío el pupitre de Niles. No, papá me estaba haciendo un favor al no dejarme ir a la escuela, pensé, y recé para que la señorita Walker no perdiera su empleo.

Pero una tormenta de problemas financieros obligó a papá a olvidarse de todo, incluso de las amenazas que le había hecho a la señorita Walker. Unos días después papá tuvo que asistir a un juicio porque uno de sus acreedores le estaba demandando por falta de pago. Por primera vez existía el riesgo real de perder The Meadows. La crisis fue el único tema de conversación, tanto en la finca como en la casa. Todo el mundo estaba impaciente por saber cuál sería el resultado. El desenlace final fue que papá tuvo que hacer lo que más temía: tuvo que vender un trozo de The Meadows e incluso subastar parte de la maquinaria.

La pérdida de una parte de la plantación, incluso una pequeña porción, era algo a lo que papá no podía enfrentarse. Cambió dramáticamente. Ya no caminaba tan erguido ni con tanta arrogancia como antes. En vez de eso, bajaba la cabeza cuando entraba en su despacho como si tuviera vergüenza de mirar los retratos de su padre y abuelo. The Meadows había sobrevivido a lo peor que le podía ocurrir a cualquier plantación —la Guerra Civil— pero no podía sobrevivir a sus propios problemas económicos.

Papá bebía cada vez más. Casi nunca le veía sin un vaso de whisky en la mano o a su lado, encima de la mesa. Apestaba a alcohol. Oía sus fuertes pasos durante la noche, cuando finalmente subía de trabajar en el despacho. Recorría con paso cansino el pasillo, se detenía en mi puerta, a veces durante casi un minuto, y después continuaba. Una noche, chocó contra una mesa y tiró la lámpara. La oí caer al suelo, pero tenía demasiado miedo para abrir la puerta y ver qué había ocurrido. Le oí maldecir y después continuar su camino.

Nadie hablaba de lo mucho que bebía papá, aunque todos estaban enterados de ello. Incluso Emily lo ignoraba o excusaba. Un día regresó de un viaje de negocios tan borracho que Charles tuvo que acompañarle a su habitación; y una mañana Vera y Tottie lo encontraron tirado en el suelo al lado de su escritorio, durmiendo la mona, pero nadie se atrevió a criticarle.

Claro está, mamá no se daba cuenta de nada, y si se daba, fingía que no estaba ocurriendo. El alcohol solía hacer que papá se pusiera de pésimo humor. Era como si el bourbon despertara todos los monstruos que dormían en su mente e hiciera que atacaran. Una noche se volvió loco y rompió un montón de objetos en su despacho, y otra noche todos le oímos gritar y pensamos que estaba peleando con alguien. Ese alguien resultó ser el retrato de su padre, quien, le oímos decir, le acusaba de ser un mal hombre de negocios.

Una noche después de que papá hubiera estado bebiendo en su despacho y repasando los papeles, una noche terrible, empezó a subir las escaleras ayudándose con la barandilla hasta llegar al rellano, pero una vez allí se soltó, se tambaleó hasta perder el equilibrio y rodó de cabeza por las escaleras, cayendo al suelo con tal estruendo que tembló la casa. Todos salieron corriendo de sus habitaciones, todos, salvo mamá.

Allí estaba papá, tirado, gimiendo y gruñendo. Tenía la pierna derecha tan doblada que parecía tenerla cortada. Charles tuvo que ir a buscar ayuda para levantar a papá del suelo, pero apenas le tocaron la pierna chilló de dolor, por lo que decidieron dejarlo allí tendido hasta que llegara el médico.

Papá se había roto la pierna justo por encima de la rodilla. Era una mala rotura que requería semanas y semanas de inmovilización. El médico se la enyesó. Finalmente levantaron a papá, pero como requería una atención especial y necesitaba otra habitación, le pusieron en el dormitorio contiguo a sus habitaciones y a las de mamá.

Yo permanecí al lado de mamá, que estaba muy nerviosa, retorciendo su pañuelo de seda mientras decía una y otra vez:

—Oh, Dios, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?

—Le dolerá durante un tiempo —dijo el médico— y necesita mucha tranquilidad. Yo me pasaré por aquí de vez en cuando a verle.

Mamá se retiró rápidamente a sus aposentos y Emily entró a ver a papá.

No podía imaginarme a papá guardando cama. Tal como había pensado, cuando despertó y se dio cuenta de lo ocurrido, rugió de ira. Tottie y Vera tenían miedo de entrar con las bandejas de comida. La primera vez que Tottie entró con una bandeja, él la arrojó contra la puerta y ella tuvo que limpiar la habitación. Estaba segura de que él y Emily encontrarían la forma de culparme por el accidente, de modo que me quedé en mi habitación, temblando de terror.

Una tarde, dos días después del accidente, Emily vino a verme. Yo ya había almorzado y había regresado a mi habitación a leer los pasajes de la Biblia. Emily levantó severamente los hombros, y parecía que una varilla metálica se le hubiera deslizado por la espalda. Sonrió y apretó los labios, tensando su delgado rostro.

—Papá quiere verte —añadió—. Ahora mismo.

—¿Papá? —Mi corazón empezó a latir con fuerza. ¿Qué nueva penitencia me impondría como consecuencia de lo que le había ocurrido a él?

—Ve inmediatamente —me ordenó.

Yo me levanté lentamente, cabizbaja, pasé delante suyo y recorrí el pasillo. Cuando llegué a la puerta de la habitación de papá, volví la cabeza y vi a Emily mirándome fijamente. Llamé y esperé.

—Entra —gritó.

Abrí la puerta y entré en la estancia, reconvertida ahora en habitación de hospital para él. En la mesilla, al lado de la cama, estaba la cuña y la botella para la orina. La bandeja del desayuno estaba sobre la mesa camilla. Estaba incorporado, recostado sobre dos grandes y confortables almohadas. El edredón le cubría las piernas y el torso, pero la escayola sobresalía a un extremo y un lado. Tenía libros y papeles extendidos sobre la cama.

El cabello de papá le caía desordenadamente sobre la frente. Llevaba una camisola de cuello abierto. Estaba mal afeitado y tenía los ojos vidriosos, pero cuando entré se enderezó.

—Vamos, entra. No te quedes ahí parada como una idiota —espetó.

Yo me dirigí hacia la cama.

—¿Cómo te encuentras, papá? —pregunté.

—Fatal, ¿cómo quieres que me encuentre?

—Lo siento, papá.

—Todo el mundo lo siente, pero soy yo el que está inmovilizado en esta cama con todo el trabajo que hay que hacer. —Me escudriñó con más intensidad, sus ojos recorriendo lentamente mis piernas—. Has estado haciendo bien tu penitencia, Lillian. Incluso Emily tiene que admitirlo —dijo.

—Lo intento, papá.

—Bien —dijo—. En cualquier caso, este accidente me ha metido en un buen lío y estoy rodeado de incompetentes; además, tu madre no sirve para nada en tiempos como éstos. Ni siquiera mete la cabeza en la habitación para ver si estoy vivo o muerto.

—Oh, estoy segura de que…

—Eso no me importa ahora, Lillian. Seguramente es mucho mejor que no venga a verme. Lo único que conseguiría es irritarme más. Lo que he decidido es que tu vas a ser la persona que cuide de mí y me ayude en mi trabajo —afirmó categóricamente.

Yo levanté la vista, sorprendida.

—¿Yo, papá?

—Sí, tú. Considéralo como una parte más de tu penitencia. Por lo que sé… y tal como habla Emily, puede que lo sea. Pero eso no es lo importante ahora. Lo que sí es importante —dijo, volviendo a mirarme con severidad— es que me cuides bien y que yo pueda confiar en alguien que sea capaz de hacer las cosas bien. Emily está ocupada con sus estudios religiosos y, además —dijo, bajando la voz—, a ti siempre se te han dado mejor las matemáticas. Tengo estas cuentas —dijo, cogiendo un montón de papeles—. Y tengo la mente como un colador. No puedo retener nada durante cierto tiempo. Quiero que sumes los totales y lleves los libros, ¿entiendes? Pronto lo entenderás todo, estoy seguro.

—¿Yo, papá? —repetí. El puso los ojos como platos.

—Sí, tú. ¿Con quién diablos crees que he estado hablando todo este tiempo? Vamos —continuó— quiero que me traigas la comida. Yo te diré lo que quiero y tú se lo transmitirás a Vera, ¿entendido? Quiero que vengas aquí cada mañana y vacíes la cuña y mantengas la habitación limpia.

»Por la noche —dijo en tono más cariñoso— vendrás a leerme los periódicos y un poco la Biblia. ¿Me estás escuchando, Lillian?

—Sí, papá —dije rápidamente.

—Bien. De acuerdo. Ahora llévate esta bandeja del desayuno. Después, sube y cambia la ropa de la cama. Tengo la sensación de haber estado durmiendo sobre mi propio sudor durante días. También necesito una camisa limpia. Cuando hayas terminado con todo eso, quiero que te sientes a aquella mesa y hagas todas estas cuentas. Necesito saber qué es lo que hay que pagar este mes. Bien —dijo cuando vio que no me movía andando.

—Sí, papá —dije, y cogí la bandeja del desayuno.

—Ah, y cuando vuelvas a subir, ve a mi despacho y tráeme una docena de mis puros.

—Sí, papá.

—Lillian…

—¿Sí, papá?

—Sube también la botella de bourbon que tengo en el cajón de la izquierda y un vaso. De vez en cuando, necesito algo que me reanime.

—Sí, papá —dije. Me esperé un momento para ver si quería alguna otra cosa. Pero él cerró los ojos, de modo que salí corriendo de la habitación. La cabeza me daba vueltas. Pensaba que papá me odiaba y ahora, en cambio, no podía creer que quisiera que le hiciera todas esas cosas personales. Pensé que debía de haber llegado a la conclusión de que me estaba redimiendo. Sin duda alguna mostraba respeto por mis habilidades. Con un poco de orgullo en mis andares por primera vez en muchos meses, recorrí rápidamente el pasillo y bajé las escaleras. Emily me esperaba al pie.

—No te ha elegido a ti por encima de mí porque te quiera más —me aseguró—Ha decidido, y yo estoy de acuerdo en ello, en que son más tareas lo que necesitas en este momento. Haz lo que te diga con rapidez y eficacia, pero cuando hayas acabado no olvides el resto de tu penitencia —dijo.

—Sí, Emily.

Ella miró la bandeja vacía.

—Vamos —dijo—. Haz lo que te han dicho.

Yo asentí y me apresuré a la cocina. A mi regreso, recogí todas las cosas que papá me había pedido y se las llevé a su habitación. Después me dirigí al armario de la ropa y cogí sábanas limpias. Hacerle la cama a papá resultó ser una tarea difícil porque tenía que ayudarle a darse la vuelta mientras intentaba colocar la sábana. El gruñó y gritó de dolor y en dos ocasiones me detuve, esperando que me pegara por haberle causado aquel malestar. Pero él contuvo la respiración y me dijo que continuara. Seguidamente le cambié el edredón y las Rindas de las almohadas. Cuando terminé, fui a buscarle una camisola limpia.

—Necesito que me ayudes con esto, Lillian —dijo. Retiró las mantas y empezó a quitarse el camisón sucio—. Vamos, ven —dijo—. No creo que te sorprenda lo que puedas ver.

No pude evitar sentir vergüenza. Papá estaba desnudo bajo la camisola. Le ayudé a quitarse la sucia, intentando no mirar, pero a excepción de los dibujos que había visto en los libros de la biblioteca no había visto jamás a un hombre desnudo y no pude evitar el sentir algo de curiosidad. El vio mi interés y me miró un momento.

—Así es como nos ha hecho el Señor, Lillian —dijo con una voz extraña y suave. Yo sentí el calor que me subía por el cuello y la cara y empecé a darme la vuelta para coger la camisola limpia, pero él me asió del brazo con tanta fuerza que casi grité—. Míralo bien, Lillian. Lo vas a ver una y otra vez, porque quiero que tú me bañes, ¿lo entiendes?

—Sí, papá —dije, y mi voz era poco más que un susurro. Papá se inclinó para servirse un poco de bourbon. Tragó unos dos dedos y a continuación asintió para que le trajera la ropa limpia.

—De acuerdo, ayúdame a ponerme eso —dijo.

Así lo hice. Después de aquello, papá se recostó en su cama limpia y pareció estar mucho más cómodo.

—Ahora puedes ocuparte de esos papeles, Lillian —dijo. Señaló con la cabeza los papeles y el escritorio. Yo los recogí rápidamente y me dirigí a la mesa. No me di cuenta de lo mucho que me temblaba el cuerpo hasta que empecé a anotar los números. Mis dedos temblaban tanto que tuve que esperar unos minutos. Cuando me giré, vi que papá me observaba. Había encendido uno de sus puros y se había servido más bourbon.

Media hora más tarde se quedó dormido, roncando. Yo anoté todos los totales en los libros al lado de las categorías correspondientes y a continuación me levanté silenciosamente y fui de puntillas hasta la puerta. Le oí gemir y esperé, pero no abrió los ojos.

Seguía durmiendo cuando le traje la comida. Esperé al lado de su cama hasta que abrió los ojos. Durante unos segundos pareció confundido, pero enseguida se incorporó, gruñendo.

—Si quieres, papá —dije—, te puedo dar la comida. —Me miró durante unos instantes y asintió. Yo le di cucharada tras cucharada de sopa caliente y él se la comió como un bebé. Incluso le limpié los labios con la servilleta. A continuación le puse mantequilla al pan y le serví el café. El comió y bebió en silencio, mirándome de forma extraña todo el tiempo.

—He estado pensando —dijo—, es demasiado complicado para mí tener que llamarte a gritos cada vez que necesito algo, especialmente si lo necesito durante la noche.

Yo esperé que siguiera, sin entender sus palabras.

—Quiero que duermas aquí conmigo —dijo—. Hasta que pueda moverme solo —añadió rápidamente.

»Sí —dijo—. Puedes prepararte la cama en aquel sofá. Anda, ve a verlo —me ordenó. Yo me puse de pie lentamente, atónita—. He revisado las cuentas que has hecho, Lillian. Lo has hecho muy bien, francamente bien.

—Gracias, papá. —Y empecé a salir de la habitación con mi mente llena de confusos pensamientos.

—Ah, Lillian —dijo papá cuando llegué a la puerta.

—¿Sí, papá?

—Esta noche, después de cenar, me darás el primer baño —dijo. A continuación se sirvió otra copa de bourbon y encendió un puro.

Yo me marché, no muy segura de si debía estar contenta o triste por el cariz que iba tomando la nueva situación. No me fiaba ya de la suerte y pensaba que el destino era un duendecillo que jugaba con mi corazón y mi alma.