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HERMANAS

Cuando era muy joven creía pertenecer a una familia de la aristocracia. Parecíamos vivir como los príncipes y las princesas, los reyes y las reinas de los cuentos de hadas que a mi madre tanto le gustaba leernos a mí y a mi hermana pequeña, Eugenia. Durante la lectura, Eugenia se mantenía absolutamente inmóvil, con los ojos abiertos como platos y tan llenos de admiración como los míos, a pesar de ser, ya a los dos años, una persona bastante enfermiza. A nuestra hermana mayor, Emily, no le gustaba que le leyeran y prefería pasarse la mayor parte del tiempo sola.

Al igual que todos los personajes que recorrían las páginas de los libros de nuestra biblioteca, vivíamos en una enorme y bella casa rodeada de acres y acres de cultivos de tabaco de primera calidad y hermosos bosques. Teníamos un largo y amplio prado cubierto de trébol y grama, sobre el cual se veían fuentes de mármol, pequeños jardines de roca y decorativos bancos de hierro. Durante el verano la glicinia recubría las verandas, uniéndose con los arbustos de mirtilo rosa y las magnolias de flor blanca que rodeaban la casa.

Nuestra plantación se llamaba The Meadows y ningún visitante, viejo o nuevo, recorría el sendero de gravilla sin hacer algún comentario sobre el esplendor de nuestro hogar, pues en aquella época papá se dedicaba con fervor a su mantenimiento. De alguna forma, y quizá por su ubicación, bastante apartada de la carretera cercana, The Meadows se libró de la destrucción y saqueo que experimentaron tantas plantaciones sureñas durante la Guerra de Secesión. Ningún soldado yankee llegó a pisar nuestros suelos de madera ni se llenó los sacos con nuestras valiosas antigüedades. El abuelo Booth estaba convencido de que la finca se había librado de los desastres de la guerra tan sólo para demostrar lo especial que era The Meadows. Papá heredó aquella devoción por nuestro hogar y juró que se gastaría hasta el último dólar en mantener su esplendor.

Papá también heredó el rango del abuelo. Nuestro abuelo había sido capitán en la caballería del general Lee, que era como si le hubieran concedido el título de caballero y nos hacía sentir a todos como personajes de la realeza. Si bien papá nunca había estado en el ejército, siempre se refería a sí mismo, y obligaba a los demás a hacer lo mismo, como capitán Booth.

Y así, al igual que la aristocracia, teníamos una docena de sirvientes y trabajadores dispuestos a cumplir nuestros más mínimos deseos. Mis sirvientes favoritos eran Louella, nuestra cocinera, cuya mamá había sido esclava en la plantación Wilkes a unas veinte millas al sur de nuestro hogar, y Henry, cuyo padre, también esclavo, había luchado y fallecido en la Guerra Civil. Había luchado con los confederados porque «creía que la lealtad hacia su señor era más importante que su propia libertad» como él mismo solía decir.

También pensaba que éramos aristócratas por todos los bellos y caros objetos que teníamos en nuestra mansión: jarrones de plata y oro, estatuillas de todos los rincones de Europa, chucherías pintadas a mano y figuras de marfil procedentes de Oriente y de la India. Prismas de cristal colgaban de las lámparas, de los apliques de pared y de los candelabros, atrapando los colores, refractando una serie de arcos iris que resplandecían como los relámpagos cuando los rayos de sol conseguían filtrarse por las cortinas de encaje. Comíamos sobre platos de porcelana pintada a mano, utilizábamos cubiertos de plata de ley y, asimismo, los alimentos se servían sobre fuentes de plata.

Nuestros muebles eran de muchos estilos, todos ellos elegantes. Era como si las habitaciones compitieran entre sí, intentando superarse la una a la otra. La sala de lectura de mamá era la más luminosa, con sus cortinas de satén azul claro y las suaves alfombras importadas de Persia. ¿Quién no iba a sentirse como un miembro de la realeza en la chaise longue de terciopelo morado con ribetes dorados de mamá? Reclinada elegantemente en la chaise al atardecer, mamá se ponía sus gafas con montura de madreperla y leía sus novelas románticas, a pesar de que papá gritaba y chillaba, afirmando que se estaba envenenando la mente con palabras sucias y pensamientos pecaminosos. En consecuencia, papá casi nunca ponía los pies en la sala de lectura. Si la necesitaba para algo, mandaba a uno de los sirvientes, o a Emily, a buscarla.

El despacho de papá era tan amplio y largo que incluso él —un hombre que medía casi dos metros sin zapatos, que tenía unos anchos y potentes hombros y brazos musculosos— parecía perderse detrás del enorme escritorio de roble oscuro. Siempre que entraba allí, los pesados muebles se elevaban por encima mío en la penumbra, especialmente las sillas de respaldo recto con profundos asientos y anchos brazos. Detrás suyo se veían los retratos del padre de papá y su abuelo, observándole fijamente tras los enormes y oscuros marcos mientras trabajaba a la luz de su lámpara de mesa con el cabello de suaves rizos cayéndole sobre la frente.

En nuestra casa había cuadros por todas partes. Había cuadros en todas las paredes de todas las habitaciones, muchos de ellos retratos de antepasados de los Booth: hombres de tez oscura con rasgos cansinos y labios delgados, y otros con barbas y bigotes morenos, igual que papá. Algunas de las mujeres eran delgadas con rostros casi tan duros como los de los hombres, muchas de ellas mirando con expresión de castigo o indignación, como si lo que estuviera haciendo o lo que había dicho, o incluso lo que había pensado, fuera impropio ante sus ojos puritanos. En todas partes vi rasgos parecidos a los de Emily, si bien en ninguna de las antiguas caras pude encontrar algún parecido conmigo.

Eugenia también era distinta, pero Louella pensaba que su diferencia era imputable a que había sido un bebé débil y a que padecía una enfermedad cuyo nombre fue incapaz de pronunciar hasta cumplir los ocho años. Creo que temía pronunciarlo, asustada ante las palabras por miedo a que el sonido de las mismas pudiera resultar contagioso. Mi corazón daba un vuelco cada vez que alguien lo decía, especialmente Emily, que, según mi madre, supo pronunciarlo perfectamente desde la primera vez que lo oyó: fibrosis quística.

Pero Emily siempre fue muy distinta a mí. Ninguna de las cosas que me divertían a mí le gustaban a ella. Nunca jugó con muñecas ni se preocupaba por los vestidos bonitos. Le resultaba una molestia cepillarse el cabello y no le importaba que le colgara, desmadejado, sobre los ojos y las mejillas como cáñamo gastado, con los mechones siempre sucios y feos. No le divertía salir corriendo a perseguir un conejo, o ir a chapotear en el lago durante los calurosos días de verano. La floración de las rosas o las violetas no le producía ningún placer. Con una arrogancia que iba en aumento a medida que crecía, Emily daba por sentado todo lo bello.

En una ocasión, cuando Emily tenía doce años escasos, me llevó a un lado y entrecerró los ojos como hacía siempre que quería decir algo importante. Me dijo que tenía que tratarla de forma especial, porque aquella mañana ella había visto salir el dedo de Dios del cielo y tocar The Meadows: compensación divina por la devoción religiosa de ella y papá.

Mamá solía decir que Emily ya tenía veinte años el día en que nació. Juraba sobre todas las biblias que tardó diez meses en dar a luz, y Louella estaba de acuerdo en que «un bebé tanto tiempo en el horno a la fuerza tenía que ser diferente».

Siempre recuerdo a Emily como una mandona. Lo que sí le gustaba hacer era ir tras las camareras para quejarse de su trabajo. Le encantaba aparecer corriendo con el dedo índice en alto, la punta manchada de polvo y suciedad, para decirle a mamá o a Louella que las asistentas no hacían bien su trabajo. A los diez años ya no se molestaba en informar a mamá o a Louella; ella misma reñía a las doncellas y las obligaba a volver corriendo a limpiar de nuevo la biblioteca o el salón, o el despacho de papá. Le gustaba especialmente complacer a papá, y siempre alardeaba de cómo había conseguido que la doncella le sacara brillo a los muebles o sacara todos y cada uno de los libros de la estantería para quitarles el polvo.

A pesar de que papá declaraba no tener tiempo para leer nada más que la Biblia, tenía una excelente colección de libros viejos, la mayoría primeras ediciones encuadernadas en piel, con sus intocadas páginas amarilleando ligeramente en los bordes. Cuando papá emprendía alguno de sus innumerables viajes y nadie me observaba, yo entraba subrepticiamente en su despacho y sacaba los tomos. Los amontonaba en el suelo y abría cuidadosamente las tapas. Muchos de ellos tenían bonitas ilustraciones a tinta, pero yo me limitaba a pasar las páginas y fingía saber leer y entender las palabras. Esperaba impacientemente el día en que tuviera edad suficiente parar ir al colegio y aprender a leer.

Nuestra escuela estaba situada a la salida de Upland Station. Era un pequeño edificio de tabilla gris con tres escalones de piedra y un cencerro que la señorita Walker utilizaba para llamar a los niños cuando finalizaba la hora de la comida o el recreo. La señorita Walker siempre me pareció mayor, incluso cuando era pequeña y ella seguramente no tenía más de treinta años. Pero ella siempre tenía su negro pelo recogido en forma de moño y llevaba unas gafas más gruesas que el culo de una botella.

Cuando Emily fue a la escuela por primera vez, cada día nos contaba historias horripilantes de cómo la señorita Walker pegaba en las manos a los chicos malos como Samuel Turner o Jimmy Wilson. A los siete años, Emily estaba orgullosa del hecho de que la señorita Walker confiara en ella a la hora de acusar a los compañeros por su mal comportamiento.

—Soy la confidente preferida de la señorita Walker —afirmó altivamente—. Lo único que tengo que hacer es señalar a alguien y la señorita Walker lo sienta en un rincón con el capirote puesto. Y también hace lo mismo con las niñas que se portan mal —me avisó, con ojos chispeantes de regocijo.

Pero por mucho que Emily tratara de convencerme de que el colegio era un lugar espantoso, para mí continuaba siendo una maravillosa promesa, puesto que entre las paredes de aquel edificio gris estaba la solución al misterio de las palabras: el secreto de la lectura. En cuanto conociera aquel secreto, también yo podría abrir las tapas de los cientos y cientos de libros que revestían las paredes de nuestro hogar y viajar a otros mundos, a otros lugares, y conocer a infinidad de personas interesantes.

Me daba pena Eugenia, pues ella nunca podría ir al colegio. En vez de mejorar con el paso del tiempo, se ponía peor. Siempre estuvo delgada y su tez jamás perdió aquel color cetrino. A pesar de ello, sus ojos de azul aciano permanecían resplandecientes y esperanzadores y, cuando finalmente fui al colegio, siempre estaba ansiosa por saber qué había hecho durante el día y lo que había aprendido. Con los años sustituí a mamá a la hora de leerle. Eugenia, que sólo tenía un año y un mes menos que yo, se acurrucaba a mi lado y descansaba su pequeña cabeza sobre mi regazo, con su largo cabello castaño cayendo sobre mis piernas, escuchándome invariablemente con una sonrisa soñadora en los labios mientras le leía alguna historia de nuestros libros de cuentos.

La señorita Walker dijo que nadie, ninguno de sus alumnos, había aprendido a leer con tanta celeridad como yo.

Así de determinada y ansiosa estaba. No es de extrañar que mi corazón diera un vuelco de alegría cuando mamá afirmó que ya era hora de asistir a la escuela. Una noche, a la hora de cenar, hacia finales del verano, mamá anunció que debería ir a principios del nuevo año escolar a pesar de no haber cumplido aún los cinco años.

—Es muy inteligente —le dijo a papá—. Sería una pena hacerle esperar otro año. —Como de costumbre, a no ser que se mostrara en abierto desacuerdo con algo que mamá había dicho, papá permanecía en silencio, su gran mandíbula moviéndose sin cesar, sus oscuros ojos fijos. Cualquier otra persona hubiera pensado que estaba sordo, o tan sumido en sus propios pensamientos, que no había oído ni una palabra. Pero mamá se quedó satisfecha con la respuesta. Se volvió a mi hermana mayor, Emily, cuyo rostro mostraba una mueca de desagrado.

—Emily puede cuidar de ella, ¿verdad, Emily?

—No, mamá, Lillian todavía es muy pequeña para ir al colegio. No aguantará la caminata. ¡Son tres millas! —gimió Emily. Ella acababa de cumplir los nueve años, pero parecía madurar dos años por cada uno. Era tan alta como cualquier chica de doce. Papá decía que estaba creciendo como una torre.

—Claro que puede, ¿verdad? —preguntó mamá, dedicándome una amplia sonrisa. Mamá tenía una sonrisa más inocente e infantil que la mía propia. Hacía grandes esfuerzos para que nada la entristeciera, pero lloraba incluso por las criaturas más pequeñas, lamentándose a veces por las pobres lombrices que estúpidamente se colocaban en la entrada de pizarra durante la tormenta y morían después asfixiadas por el cálido sol de Virginia.

—Sí, mamá —dije, encantada con la idea. Precisamente aquella mañana había estado soñando con la idea de ir al colegio. La caminata no me asustaba. «Si Emily puede hacerlo, yo también», pensé. Sabía que durante casi todo el camino de vuelta, Emily iba acompañada de las gemelas Thompson, Betty Lou y Emma Jean, pero la última milla tenía que hacerlo sola. Emily no tenía miedo.

Nada le asustaba, ni siquiera las más oscuras sombras de la plantación o las historias de fantasmas que contaba Henry, nada.

—Bien. Después del desayuno, le pediré a Henry que prepare el carruaje y que nos lleve al pueblo a ver qué nuevos zapatos y vestidos tiene la señora Nelson para ti en la tienda —dijo mamá, ansiosa de comprarme ropa nueva.

A mamá le encantaba ir de compras, pero papá lo odiaba y pocas veces, si acaso alguna, la llevaba a Lynchburg a los grandes almacenes, por mucho que mamá se lo rogara y se quejara. Le decía que su madre se había hecho ella misma la mayor parte de la ropa, al igual que su abuela. Mamá tendría que hacer lo mismo. Pero a ella no le gustaba nada coser o hacer punto y repudiaba cualquier tarea doméstica. Las únicas veces que le gustaba cocinar y limpiar era cuando ofrecía alguna de sus extravagantes cenas o barbacoas. Entonces se paseaba por la casa, seguida de las doncellas y Louella, y decidía lo que había que cambiar y arreglar y lo que se debía cocinar y preparar.

—No necesita un vestido y unos zapatos nuevos, mamá —afirmó Emily con la cara retorcida como una vieja, con los ojos entrecerrados, los labios apretados, el ceño fruncido—. Se estropeará todo en el camino.

—Tonterías —dijo mamá, manteniendo la sonrisa—. Todas las niñas del mundo se ponen un vestido y unos zapatos nuevos el primer día de colegio.

—Yo no lo hice —respondió Emily.

—No quisiste ir de compras conmigo, pero yo te obligué a ponerte los zapatos nuevos y el vestido nuevo que te había comprado, ¿no te acuerdas? —preguntó mamá, sonriendo.

—Los zapatos me apretaban y me los quité y me puse los viejos cuando salí de casa —nos desveló Emily.

—¿Es verdad? —preguntó mamá. Cuando algo terrible o espantoso ocurría, mamá siempre dudaba, y después, cuando tenía que enfrentarse a ello, simplemente lo olvidaba.

—Sí que lo hice —respondió Emily con orgullo—. Los zapatos nuevos están arriba, enterrados en el fondo del armario.

Sin inmutarse, mamá mantuvo la sonrisa y continuó pensando en voz alta.

—Quizá le irían bien a Lillian.

Aquello hizo que papá se echara a reír.

—No creo —dijo—. Emily tiene el pie el doble de grande.

—Sí —dijo mamá, como sin darse cuenta de ello—. Bueno, iremos a Upland Station a primera hora mañana por la mañana, Lillian querida.

Me moría de ganas de contárselo a Eugenia. La mayor parte de veces le subían las comidas a la habitación porque el sentarse a la mesa le cansaba demasiado. Nuestras comidas eran bastante elaboradas. Papá empezaba por leer la Biblia, y después de que Emily aprendiera a leer, ella también leía. Pero él elegía los pasajes. A papá le gustaba comer y disfrutaba con todos y cada uno de los bocados. Siempre tomábamos ensalada o fruta de primero y después sopa, incluso en los calurosos días de verano. A papá le gustaba quedarse sentado a la mesa mientras quitaban los platos y ordenaba que le pusieran vajilla limpia para el postre. A veces leía el periódico, especialmente las páginas de negocios, y mientras esto ocurría, Emily, mamá y yo debíamos permanecer sentadas y esperar.

Mamá hablaba sin cesar de los cotilleos que le habían contado o de la novela romántica que estaba leyendo en aquel momento, pero papá pocas veces oía lo que decía, y Emily siempre parecía sumida en sus propios pensamientos. Por tanto, parecía que mamá y yo estuviéramos solas. Yo era su único interlocutor. Los problemas y disgustos, éxitos y fracasos de nuestras familias vecinas me fascinaban. Cada sábado por la tarde, las amigas de mamá venían a casa a comer y cotillear o mamá iba a casa de alguna de ellas. Parecía que se contaban noticias suficientes como para cubrir la semana entera.

Mamá siempre estaba recordando algo que le habían contado hacía cuatro o cinco días, y explotaba la noticia como si fuera el titular de un periódico, por pequeña e insignificante que la misma fuera.

—Martha Hatch se rompió un dedo del pie en la escalera el jueves pasado, pero no supo que se lo había roto hasta que se le puso morado.

Normalmente cualquier acontecimiento le recordaba algo similar ocurrido hace ya muchos años y lo rememoraba. En ocasiones, papá también recordaba algo. Si las historias y las noticias eran suficientemente interesantes, se las contaba a Eugenia cuando iba a verla después de cenar. Pero la noche que mamá dijo que iría al colegio, tenía sólo un tema de conversación. No había oído ninguna otra cosa. Tenía la cabeza llena de pensamientos maravillosos.

Ahora conocería y me haría amiga de otras chicas. Aprendería a leer y a escribir.

Eugenia tenía la única habitación en la planta baja no destinada al servicio. Se decidió muy al principio que sería más cómodo para ella no tener que subir y bajar las escaleras. En cuanto me dieron permiso para levantarme de la mesa, me precipité pasillo abajo. Su dormitorio estaba hacia la parte trasera de la casa, pero tenía unos hermosos ventanales que daban al prado del oeste, donde podía observar la puesta de sol y a los trabajadores plantando el tabaco.

Ella acababa de tomarse el desayuno cuando entré precipitadamente en la habitación.

—Mamá y papá han decidido que vaya al colegio este mismo año —exclamé. Eugenia sonrió y pareció estar tan contenta como si fuera ella misma la que se matriculaba. Jugueteó con sus largos mechones de cabello castaño. Incorporada en la cama, de grandes patas y enorme cabecera, Eugenia parecía más joven de lo que en realidad era. Sabía que su enfermedad había retrasado su desarrollo físico, pero aquello la convertía en un ser más valioso para mí, como una delicada muñeca china u holandesa.

Nadaba en su camisón, que caía a su alrededor. Su rasgo más sobresaliente eran los ojos. Aquellos ojos de azul aciano parecían tan felices cuando se reía que casi lo hacían solos.

—Mamá me va a llevar a Nelson a comprar un vestido y unos zapatos nuevos —dije, arrastrándome por encima de su grueso y blando colchón para sentarme a su lado—. ¿Sabes lo que haré? —continué—. Por la tarde me traeré a casa todos los libros y haré los deberes contigo en tu habitación. Te enseñaré todo lo que aprenda —le prometí—. Así estarás más adelantada que los otros chicos cuando empieces las clases.

—Emily dice que nunca iré al colegio —respondió Eugenia.

—¿Qué sabe Emily? Le ha dicho a mamá que yo no aguantaré el camino de aquí al colegio, pero llegaré antes que ella cada día. Sólo para vengarme —añadí riendo. Eugenia también se rió. Abracé con fuerza a mi hermana pequeña. Me parecía tan delgada y frágil que tuve cuidado de no apretarla. A continuación me marché y me dispuse a ir con mamá a Upland Station a comprar mi primer vestido de colegio.

Mamá le pidió a Emily que nos acompañara, pero ella se negó. Yo estaba demasiado excitada para preocuparme y, aunque a mamá le irritaba que Emily prestara tan poca atención a lo que llamaba «cosas de mujeres», mamá estaba casi tan excitada como yo y no hizo más que suspirar y decir:

—Está claro que no se parece en nada a mí.

Yo sí que me parecía a ella. Me encantaba entrar en el dormitorio de mis padres cuando mamá estaba sola y sentarme a su lado en el tocador mientras ella se peinaba y se maquillaba. Y a mamá le encantaba hablar sin parar a las imágenes que aparecían en el espejo oval con marco de mármol, sin volver la cabeza mientras hablaba. Era como si fuéramos cuatro, mamá y yo y nuestras gemelas, que reflejaban nuestro estado de ánimo y reaccionaban de la misma forma que lo harían unas mellizas idénticas.

Mamá había sido debutante. Sus padres habían celebrado un baile formal para presentarla ante la alta sociedad sureña. Asistió a una escuela para señoritas y su nombre apareció con frecuencia en las columnas de sociedad, de modo que sabía perfectamente cómo debía vestir y comportarse una joven, razón por la cual deseaba enseñarme a mí todo lo posible. Sentada a su lado en el tocador, la observaba cepillándose el espléndido cabello hasta que parecía oro hilado. Describía las elegantes fiestas a las que había asistido, refiriendo minuciosamente lo que se había puesto: desde los zapatos hasta la diadema de joyas.

—Una mujer ha de cuidar con gran esmero de su propio aspecto —me dijo—. A diferencia de los hombres, estamos siempre en escena. Los hombres pueden peinarse de la misma forma, llevar el mismo estilo de traje o zapatos durante años. No se maquillan, ni tienen que preocuparse por alguna mancha en la piel. Pero una mujer… —me dijo, haciendo una pausa para volverse hacia mí y fijar sus suaves ojos castaños sobre mi rostro—, una mujer siempre está interpretando una gran entrada, desde el primer día que entra en la escuela hasta el día que sube al altar para casarse. Cada vez que una mujer entra en una sala, todos los ojos se posan en ella aquel primer momento, y de inmediato se extraen conclusiones. No menosprecies nunca la importancia que tienen las primeras impresiones, Lillian querida. —Se echó a reír y volvió a mirarse en el espejo—. Como decía mi mamá, el primer chapuzón es el que más moja a todo el mundo y el que todos recuerdan durante más tiempo.

Yo estaba a punto de sumergirme por vez primera en la sociedad. Iba a ir al colegio. Mamá y yo salimos corriendo hacia el carruaje. Henry nos ayudó a subir y mamá abrió su parasol para evitar que la intensa luz reinante le tocara la cara, ya que en aquellos días un bronceado era algo limitado exclusivamente a los trabajadores del campo.

Henry ocupó el asiento delantero y azuzó a Belle y Babe, nuestros caballos.

—El Capitán todavía no ha arreglado algunos de los baches que se produjeron durante la última tormenta, señora Booth, de modo que agárrense fuerte. Será un viaje un poco accidentado —avisó.

—No te preocupes por nosotros, Henry —dijo mi madre.

—Tengo que preocuparme —contestó, guiñándome un ojo—. Hoy llevo a dos mujeres adultas.

Mamá se echó a reír. Yo casi no podía contener la excitación, pensando como estaba en mi primer vestido comprado en una tienda. Las últimas lluvias del verano habían abierto baches en el camino de gravilla, pero yo ni me di cuenta de ello mientras viajábamos hacia Upland Station. La vegetación que bordeaba el camino era espesa. El aire nunca me había parecido estar tan impregnado del aroma de rosas y violetas salvajes, además de la suave fragancia a limón que procedía de la bolsita perfumada del vestido de seda de mamá. Las noches no eran todavía lo suficientemente frescas como para hacer que cayeran las hojas. Los sinsontes y los arrendajos competían por conseguir la rama más cómoda del magnolio. Era, verdaderamente, una mañana gloriosa.

Mamá sentía lo mismo. Parecía estar tan excitada como yo y me contaba anécdotas de sus primeros días de colegio. A diferencia de mí, no había tenido hermano o hermana mayor que la llevara. Pero mamá no había sido hija única. Había tenido una hermana pequeña que había muerto de alguna misteriosa enfermedad. Ni a ella ni a papá les gustaba hablar de ello, y mamá gemía siempre que algo desagradable o triste se sacaba a relucir en algunas de sus conversaciones. Por esta razón reñía continuamente a Emily. De hecho, lo que hacía era rogarle que dejara de insistir.

El Almacén Nelson era exactamente lo que su nombre indicaba: un almacén en el que se vendía de todo, desde tónicos para el reuma hasta los nuevos pantalones procedentes de las fábricas del norte. Era una tienda larga, algo oscura, y en la parte posterior se encontraba el departamento de ropa. La señora Nelson, una mujer bajita con cabello cano rizado y un rostro simpático y dulce, se encargaba de aquella sección. Los vestidos para niñas y mujeres colgaban de una larga percha a la izquierda.

Cuando mamá le explicó lo que buscábamos, la señora Nelson sacó un metro y me midió. A continuación se dirigió al perchero y sacó todos los modelos existentes, algunos con una pequeña alteración aquí y allá. Un vestido rosa de algodón, con un cuello de encaje y canesú, le pareció adorable a mamá. Tenía también mangas de encaje. Era una o dos tallas demasiado grande, pero mamá y la señora Nelson decidieron que si se arreglaba la cintura y se acortaba, me iría bien. A continuación nos sentamos y la señora Nelson sacó los únicos zapatos de mi talla: dos pares, uno de charol negro con trabillas, y otro con botones. A mamá le gustaron los de trabillas. Al salir compramos unos lápices y un cuaderno y ya estaba lista para el primer día de colegio.

Aquella noche Louella hizo los arreglos necesarios en el vestido. Lo hicimos en el dormitorio de Eugenia para que ella pudiera verlo. Emily pasó por allí una vez y observó, agitando la cabeza con señales de clara envidia.

—Nadie lleva vestidos tan elegantes al colegio —le dijo a mamá, quejándose.

—Claro que sí, Emily querida, especialmente el primer día.

—Pues yo me pondré lo que llevo puesto —contestó.

—Siento oírte decir eso, Emily, pero si eso es lo que quieres hacer…

—A la señorita Walker no le gustan los niños mimados —espetó Emily. Fue este comentario final sobre las actividades escolares lo que llamó la atención, interesándonos a todos, incluido papá. Este pasó por el cuarto para expresar su aprobación.

—Espera a verla completamente vestida por la mañana, Jed —dijo mamá.

Aquella noche casi no pude dormir, de tan excitada que estaba. Tenía la cabeza llena de pensamientos acerca de las cosas que aprendería y los niños que conocería. A algunos de ellos los conocía de cuando mamá y papá daban una de sus celebradas barbacoas, o de cuando nosotros asistíamos a una. Las gemelas Thompson tenían un hermano pequeño aproximadamente de mi edad: Niles. Recordaba que tenía los ojos más negros y el rostro más serio y pensativo que jamás hubiera visto en un chico. Y estaba Lila Calvert, que había empezado a ir al colegio el año pasado, y Caroline O’Hara, que empezaría este año conmigo.

Me dije a mí misma que por muchos deberes que tuviera, yo haría el doble. Nunca me metería en líos en clase y prestaría atención a la señorita Walker; y si ella me lo pedía, de buena gana limpiaría las pizarras y los borradores, tareas que sabía le encantaba ejecutar a Emily.

Aquella noche, cuando mamá vino a despedirse, le pregunté si tenía que decidir en aquel momento o mañana lo que iba a ser.

—¿Qué quieres decir, Lillian? —preguntó, manteniendo una sonrisa recortada y firme alrededor de los labios.

—¿Tengo que decidir si quiero ser maestra o médico o abogado?

—Claro que no. Tienes años y años para pensarlo, pero yo creo que serás una esposa maravillosa para algún joven de éxito. Vivirás en una casa tan grande como The Meadows y tendrás a tus pies un ejército de sirvientes —afirmó con la autoridad de un profeta bíblico.

En la mente de mamá acabaría asistiendo a un colegio de señoritas, al igual que ella, y cuando llegara el momento, me presentarían en la alta sociedad, y algún guapo, acaudalado y joven aristócrata sureño visitaría a papá para pedir mi mano en matrimonio. Celebraríamos una gran boda en The Meadows y yo me marcharía, saludando desde un carruaje, a vivir feliz para siempre. Pero yo no podía evitar querer algo más en mi vida. Sería un secreto, algo profundamente oculto en mi corazón, algo que sólo le contaría a Eugenia.

Mamá vino a despertarme a la mañana siguiente. Quería que estuviera perfectamente vestida y preparada antes del desayuno. Me puse el vestido y los zapatos nuevos. A continuación mamá me cepilló el pelo y me lo ató con un lazo rosa. Permaneció detrás mío mientras las dos nos contemplamos en el espejo. Sabía, por las muchas veces que papá lo había leído en voz alta de la Biblia, que enamorarse de la propia imagen era un pecado terrible, pero yo no lo pude evitar. Contuve la respiración y observé la imagen de la niña plasmada en el espejo.

Era como si me hubiera hecho adulta de la noche a la mañana. Mi cabello nunca había estado tan suave y dorado, ni mis ojos gris-azul tan resplandecientes.

—Oh, qué guapa eres, cariño —declaró mamá—. Vamos a que te vea el Capitán.

Mamá me cogió de la mano y cruzamos el pasillo hasta la escalera. Louella había ya avisado a las doncellas, que sacaron la cabeza de las habitaciones que habían empezado a limpiar. Vi sus sonrisas de aprobación y las oí reír.

Papá levantó la vista de la mesa cuando llegamos. Emily estaba sentada y totalmente compuesta.

—Hemos aguardado unos buenos diez minutos, Georgia —afirmó papá, y cerró con un golpe su reloj de cadena para dar mayor énfasis a las palabras.

—Es una mañana especial, Jed. Deléitate la vista mirando a Lillian.

Asintió.

—Tiene buen aspecto, pero a mí me espera un largo día —dijo. Emily pareció satisfecha con la brusca reacción de papá. Mamá y yo nos sentamos y papá rápidamente bendijo la mesa.

Apenas terminamos el desayuno, Louella nos dio el paquete con el almuerzo y Emily dijo que deberíamos darnos prisa.

—Nos hemos retrasado esperándote para desayunar —se quejó, y se dirigió rápidamente a la puerta principal.

—Vigila a tu hermana pequeña —dijo mamá mientras salíamos.

Yo me moví con toda la rapidez posible en mis resplandecientes y duros zapatos nuevos, aferrada a mi libreta, lápices y almuerzo. La noche anterior tuvo lugar una corta pero fuerte tormenta, y si bien el terreno estaba ya seco, algunos baches seguían llenos de agua. Emily levantó una nube de polvo mientras recorría la entrada y yo hice todo lo que pude para evitarlo. No quería esperarme ni cogerme de la mano.

El sol todavía no había subido por encima de la línea de árboles, de modo que el ambiente seguía fresco. Me hubiera gustado ir más despacio y poder escuchar el canto de los pájaros. Había unas preciosas plantas silvestres en flor a los lados del sendero y me preguntaba si no sería bonito coger algunas para la señorita Walker. Se lo pregunté a Emily, pero ella ni siquiera se giró para contestarme.

—No empieces a entretenerme el primer día, Lillian. —A continuación se volvió y añadió—: y no hagas nada que pueda avergonzarme.

—No me estoy entreteniendo —exclamé, pero Emily simplemente dijo «¡ja!» y continuó andando, sus largas zancadas aumentando más y más, de forma que yo casi tenía que correr para estar a su altura. Cuando giramos al final del sendero que llevaba a nuestra casa, vi que se había formado un charco grande en la carretera como consecuencia de la lluvia de la noche anterior. Emily lo evitó saltando por encima de unas rocas, balanceándose con sorprendente agilidad y sin mojarse tan siquiera la suela del zapato. Pero a mí el charco me pareció formidable. Me detuve, y Emily se dio la vuelta, las manos sobre las caderas.

—¿Vienes, princesita? —preguntó.

—No soy una princesita.

—Eso cree mamá. ¿Vamos?

—Tengo miedo —dije.

—Tonterías. Haz lo que acabo de hacer yo… salta por encima de las piedras. Vamos, o te dejo aquí —amenazó.

De mala gana, empecé a hacerlo. Coloqué el pie derecho sobre la primera roca y tímidamente alargué el izquierdo sobre la siguiente, pero al hacerlo, vi que me había estirado demasiado y que no podía levantar el pie derecho. Empecé a llorar pidiendo ayuda a Emily.

—Ya sabía que sería un lío ir contigo —afirmó, y volvió—. Dame la mano —me ordenó.

—Tengo miedo.

—¡Dame la mano!

Balanceándome, me incliné hacia adelante hasta que alcancé sus dedos. Emily cogió los míos con fuerza y, durante unos segundos, no hizo nada. Sorprendida, levanté la vista y vi una extraña sonrisa dibujada en sus labios. Antes de que pudiera retroceder, me dio un fuerte estirón, yo perdí el equilibrio y caí hacia adelante. Me soltó y aterricé sobre mis rodillas en la parte más profunda del charco. El barro pronto empapó mi bonito vestido nuevo. Mi cuaderno y mi almuerzo se hundieron y perdí todas las plumas y lápices.

Grité y empecé a llorar. Emily, con aire de suprema felicidad, retrocedió, y no me ofreció ayuda alguna. Yo me incorporé y con lentitud salí del charco. Cuando pisé tierra seca, miré mi bonito vestido nuevo, ahora manchado y empapado. Tenía los zapatos llenos de tierra, el barro filtrándose por mis calcetines de algodón rosa.

—Ya le dije a mamá que no te comprara ropa tan elegante, pero no me quiso escuchar —dijo Emily.

—¿Qué voy a hacer? —gemí. Emily se encogió de hombros.

—Vete a casa. Puedes empezar la escuela en otro momento —dijo, y se giró.

—¡No! —chillé. Volví a mirar el charco. Mi libreta nueva quedaba justamente visible bajo la superficie del agua sucia, pero mi almuerzo flotaba. Lo rescaté rápidamente y me dirigí a un lado del sendero de gravilla para sentarme sobre una roca. Emily se alejaba con rapidez, siendo sus zancadas cada vez más grandes. Muy pronto, había llegado al final del sendero y entraba en el camino. Yo me quedé allí llorando hasta que me dolieron los ojos. A continuación me puse de pie y consideré la idea de regresar a casa.

«Eso es lo que quiere Emily», pensé. De pronto, un ataque de ira me llevó a superar la pena y la autocompasión.

Me limpié el vestido lo mejor que pude, utilizando unas hojas, y la seguí, más decidida que nunca a ir al colegio.

Cuando llegué a la escuela, todos los otros niños ya estaban dentro y sentados. La señorita Walker había empezado a saludarles cuando yo crucé el umbral de la puerta. Las lágrimas me habían ensuciado la cara y el lazo que mamá había colocado con tanto cuidado en mi cabello se había caído. Todos me miraron sorprendidos. Emily puso cara de desilusión.

—Santo cielo —dijo la señorita Walker—. ¿Qué te ha ocurrido, cariño?

—Me he caído en un charco —gemí. La mayoría de los chicos se echaron a reír en voz alta, pero pude observar que Niles Thompson no se reía. Parecía enfadado.

—Pobre niña. ¿Cómo te llamas? —preguntó, y yo se lo dije. Volvió la cabeza con rapidez y miró a Emily.

—¿No es tu hermana? —preguntó.

—Le dije que regresara a casa cuando se cayó, señorita Walker —dijo Emily con dulzura—. Le dije que tendría que empezar las clases mañana.

—No quiero esperar hasta mañana —exclamé—. Hoy es el primer día de clase.

—Bueno, chicos —dijo la señorita Walker, asintiendo con la cabeza—, espero que todos adoptéis la misma actitud. Emily —añadió—, vigila la clase mientras me ocupo de Lillian.

Sonrió y me cogió de la mano. A continuación me condujo a la parte posterior del edificio, donde había un lavabo. Me entregó unas toallas y dijo que me limpiara lo mejor posible.

—Tienes el vestido bastante mojado todavía —dijo—. Intenta secarlo lo mejor posible.

—He perdido mi nueva libreta y las plumas y lápices, y el bocadillo está empapado —gemí.

—Yo tengo lo que necesitas y hoy puedes compartir mi almuerzo —prometió la señorita Walker—. Cuando hayas terminado, vuelve a la clase con tus compañeros.

Me tragué las restantes lágrimas y seguí las instrucciones de la señorita Walker. Cuando regresé, todas las miradas estaban puestas en mí, pero esta vez, nadie se rió, ni siquiera sonrieron. Bueno, quizá Niles Thompson esbozó una sonrisa. Pareció hacerlo, aunque iba a pasar algún tiempo antes de que lograra discernir cuándo Niles estaba contento y cuándo no.

Tal como fueron las cosas puedo decir que mi primer día de colegio estuvo bien. La señorita Walker me hizo sentir muy especial, especialmente cuando me dio uno de sus bocadillos. Emily puso mala cara y se mostró triste la mayor parte del día, evitándome, hasta que llegó la hora de regresar a casa. Entonces, bajo la mirada de la señorita Walker, me cogió de la mano y se marchó conmigo. Cuando estábamos a una cierta distancia de la escuela, me soltó.

Las gemelas Thompson y Niles nos acompañaron dos tercios del camino. Las gemelas y Emily iban delante y Niles y yo quedamos rezagados. Él no me dijo gran cosa. Años después le recordaría que, cuando abrió la boca, fue para contarme cómo había escalado el cedro delante de su casa el día anterior. Yo me quedé razonablemente sorprendida porque recordaba lo alto que era el árbol. Cuando nos separamos en la entrada de la casa de los Thompson, murmuró un rápido adiós y se alejó a toda prisa. Emily me observó fijamente y continuó caminando a la misma velocidad. A medio camino del sendero que conducía a casa, se detuvo y se giró.

—¿Por qué no regresaste a casa en vez de conseguir que hiciéramos el ridículo en la escuela? —exigió saber.

—No hemos hecho el ridículo.

—Sí, sí que lo hemos hecho. Gracias a ti, mis amigos también se ríen de mí. —Me clavó la mirada entrecerrando los ojos, enfadada—. Y ni siquiera eres mi hermana de verdad —añadió.

Al principio las palabras parecieron muy extrañas, como si hubiera dicho que los cerdos sabían volar. Creo que incluso estuve a punto de echarme a reír, pero lo que dijo a continuación me detuvo en seco. Dio un paso adelante y con un fuerte susurro repitió la afirmación.

—Sí que lo soy —dije.

—No, no lo eres. Tu verdadera madre era la hermana de mamá y murió al dar a luz. Si tú no hubieras nacido, ella seguiría viva y no habríamos tenido que adoptarte. Eres como una maldición —dijo, provocando—. Igual que Caín en la Biblia. Nadie te querrá jamás. Tendrán miedo. Ya verás —amenazó, y a continuación se dio media vuelta y se alejó.

Yo continué caminando lentamente, detrás de ella, intentando encontrar un sentido a las palabras que había dicho.

Mamá me esperaba en el salón cuando entré en casa. Se puso de pie para saludarme. En cuanto vio el vestido y los zapatos manchados, soltó un grito, las manos agitándose y aferrándose a la garganta como si fuera un pajarito asustado.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó, profundamente dolida.

—Me caí en un charco esta mañana cuando iba al colegio, mamá.

—Pobre niña. —Extendió los brazos y yo corrí hacia ella, corrí a su abrazo y a sus reconfortantes besos. Me llevó arriba y yo me quité el vestido y los zapatos—. Tienes barro en el cuello y el cabello. Tendrás que bañarte. Emily no me ha dicho nada de lo que te ha pasado. Entró en casa como de costumbre y se fue directamente a su habitación. Voy a tener que aclarar un par de cosas con ella. Mientras tanto, báñate —dijo mamá.

—Mamá —la llamé al dirigirse ella a la puerta. Se volvió.

—¿Qué pasa?

—Emily me ha dicho que no soy su hermana; me ha dicho que tu hermana es mi verdadera madre y que murió al nacer yo —le dije, y esperé, conteniendo la respiración, anticipando la negación y las risas de mamá al oír tan fantástica historia. Pero en vez de ello, pareció preocupada y confusa.

—Santo cielo —dijo mamá—. Me prometió…

—¿Prometió qué, mamá?

—Me prometió que no te lo contaría hasta que fueras mucho, mucho mayor. Santo cielo —dijo mamá. Su cara se retorció en una mueca de disgusto e irritación—. El Capitán también se va a enfurecer con ella —añadió—. Te aseguro que esa niña tiene una vena de maldad que nunca sabré de dónde procede.

—Pero, mamá, me ha dicho que no soy su hermana.

—Ya te lo contaré, cariño —me prometió mamá—. No llores.

—Pero, mamá, ¿significa eso que Eugenia tampoco es mi hermana?

Mamá se mordió el labio inferior y pareció estar a punto de echarse a llorar ella también.

—Vuelvo enseguida —dijo, y se alejó a toda prisa. Yo me desplomé sobre la cama y me la quedé mirando.

¿Qué significaba todo esto? ¿Cómo podía ser que mamá y papá no fueran mi mamá y mi papá y que Eugenia no fuera mi hermana?

Se suponía que este día iba a ser uno de los más felices de mi vida…, el día que empezaba la escuela… Pero en aquel momento, me pareció el día más espantoso de mi vida.