Solo había un alma viva que conocía el verdadero destino de Shannon Richterson. Solo un hombre que sabía cómo el joven había muerto ocho años atrás. Lo sabía porque él también había venido de Venezuela, más allá en el mismo río en que Shannon cayera después de que le dispararan. Lo que él sabía acerca de los asesinos que atacaron la selva ese fatídico día podría haber hecho maravillas para Sherry Blake.
Solo había un problema. Aunque hubiera sabido acerca de Sherry, él no era exactamente la clase sensible de hombre que fuera compasivo. Es más, él mismo era un asesino.
Se llamaba Casius, y mientras Sherry salía pisando fuerte del Denver Memorial, él se hallaba en el extremo de la mesa de conferencias de la CIA en Langley, Virginia, mirando a los tres hombres sentados, ocultando una súbita urgencia de cortarles la garganta.
Por un breve momento, Casius vio que una conocida niebla negra le cubría la visión, pero parpadeó y esta desapareció. Si ellos lo notaron, no lo demostraron.
Ellos merecían morir, y un día morirían, y tal vez, solo si tal vez las cosas salían a su manera, él los ejecutaría. Pero no hoy. Hoy aún estaba representando su juego.
Eso iba a cambiar totalmente pronto.
Se apartó de ellos.
—Permítanme contarles una historia —comunicó, yendo hacia la ventana.
El flacuchento, Friberg, era el director de la CIA. Tenía labios gruesos debajo de una cabeza calva, y los ojos eran oscuros.
—¿Les importa si cuento una historia? —preguntó Casius mirando al grupo.
—Adelante —contestó Mark Ingersol.
Ingersol, director de operaciones especiales, era un tipo corpulento con cabello oscuro y acicalado. David Lunow, quien adiestrara a Casius, simplemente lo miró con un divertido destello en el ojo.
—La semana pasada ustedes me enviaron a matar a un hombre en Irán —empezó Casius enfocando la mirada en Ingersol—. Mudah Amir. Él vivía en una casa rural y pasaba la mayor parte de su tiempo con su esposa y sus hijos, lo cual convertía la misión en un desafío, pero…
—Él era un monstruo —interrumpió Ingersol—. Por eso te enviamos.
Una sensación de calor le subió a Casius por la columna. Ingersol tenía razón, por supuesto, pero no tenía derecho de tener razón. El mismo Ingersol era un monstruo. Ellos eran la peor calaña de monstruos, de los que mataban sin ensangrentarse las manos.
—Perdone la observación, pero no creo que usted sepa qué es un monstruo.
—Cualquiera que hace estallar una de nuestras embajadas es un monstruo, a mi modo de ver. Sigamos con el asunto.
—Ustedes me enviaron a matar. ¿No los convierte eso en monstruos?
—No te enviamos a matar inocentes…
—Los inocentes siempre mueren. Esa es la naturaleza del mal. Pero no se necesita que un hombre esté echando espuma por la boca para hacer estrellar un avión contra un edificio. Se necesita un tipo entregado a su propia guerra. Un sujeto perverso, quizás, o un individuo piadoso. Pero la maldad no es exclusiva del Oriente Medio. Los monstruos están en todas partes. Tal vez en este salón.
—¿Y soy un monstruo? —inquirió Ingersol.
Casius no lo tomó en cuenta. Se volvió de ellos y cerró los ojos.
—Debí esperar dos días para que la esposa y los hijos se fueran antes de matar a Mudah Amir, pero eso no fue lo importante.
Volvió a respirar hondo, calmándose. Era cierto que si Mudah era un monstruo, entonces él también lo era. Sí, un monstruo.
—Mudah no murió rápidamente —anunció, se volvió, los miró por unos segundos, y preguntó—. ¿Saben cuán fácilmente se puede hacer hablar a un hombre si se le quitan uno o dos dedos? Mudah me habló de un hombre. Un tal Abdullah Amir… su hermano, en realidad. Me escupió al rostro y me contó que su hermano Abdullah lanzaría un fuerte golpe contra Estados Unidos. Y que lo haría más pronto de lo que cualquiera podría sospechar. No una amenaza extraordinaria de un hombre a punto de morir. Pero lo que me dijo a continuación captó mi atención. Mudah insistió en que su hermano golpeará suelo estadounidense desde el sur. Desde Venezuela.
Los ojos del director Friberg parpadearon, pero guardó silencio.
Casius regresó a la mesa y reposó una mano en el espaldar de la silla.
—No los molestaría con la sola confesión de un hombre a punto de morir. Pero tengo más —continuó, e inhaló para calmarse—. Estoy seguro que ustedes conocen a un sujeto llamado Jamal Abin.
El nombre pareció silenciar el salón. Por un momento ellos respondieron solo con la respiración.
—Es asunto nuestro conocer acerca de hombres como Jamal —dijo finalmente Ingersol—. No hay mucho que saber respecto de él. Es un financiador del terrorismo. ¿Qué tiene que ver él con esto?
David habló por primera vez.
—Creo que Casius se refiere a los informes que circularon de que Jamal estaba detrás del asesinato del padre de Casius en Caracas.
—¿Mataron a tu padre en Venezuela? —interrogó Ingersol.
Difícilmente sorprendió a Casius que el hombre no lo supiera. Solo David, quien lo había reclutado, conocía la historia.
—Mi padre era un mercenario empleado en la guerra de drogas en Suramérica. Le tajaron la garganta en un club nocturno en Caracas, y sí, creo que Jamal fue a fin de cuentas responsable de su muerte. No personalmente, desde luego. Jamal no es alguien que muestre el rostro, mucho menos que mate a alguien en persona. Pero ahora ha dejado un rastro.
Ellos permanecieron allí sin comprender.
—Después de matar a Mudah revisé su apartamento. Encontré una caja de seguridad debajo de la cama en su habitación con evidencia que lo vincula tanto a él como a su hermano, Abdullah —informó Casius, y entonces sacó del bolsillo una hoja doblada, la desdobló con cuidado, y la tendió en la mesa.
—¿Qué es esto? —preguntó Ingersol.
—Un recibo por un millón de dólares entregado a Mudah, destinados hacia Venezuela.
Ellos pasaron la hoja arrugada alrededor y la estudiaron.
—Y según tú esta J es la firma de Jamal.
—Sí. Relaciona a Jamal, el «financiador del terrorismo», como ustedes lo llaman, con el hermano de Mudah, Abdullah. Yo diría que esto le da alguna credibilidad a la confesión de nuestro moribundo hombre, ¿no les parece?
Ninguno respondió.
—No es en realidad tan complicado —siguió Casius—. Jamal es un conocido terrorista. Estoy reuniendo evidencia que vincula a Jamal con Abdullah, quien obviamente tiene una base en Venezuela. Afirmo que ese es un caso muy fuerte.
—Razonable —opinó Ingersol frunciendo el ceño y asintiendo.
—Hay más. La caja fuerte también contenía un documento que detallaba la ubicación de la base de Abdullah. Muy interesante de por sí. Pero el lugar en sí, una plantación, fue invadido por una fuerza no identificada hace casi ocho años. Un sembrador de café, Jergen Richterson, y su familia fueron asesinados con algunos vecinos misioneros.
Casius les proveyó los detalles clasificados y vio que los ojos de Friberg se estrechaban un poco.
—Según los registros de ustedes, no hubo investigación formal del ataque. Tampoco hay por supuesto sobrevivientes que presionen el asunto. Extraño, ¿no les parece? Creo que la información que tengo conduce a Abdullah Amir, y creo que este me llevará a Jamal.
Casius hizo una pausa.
—Quiero a Jamal —concluyó.
—¿Fisgoneas regularmente nuestros archivos? —preguntó Friberg con toda calma—. ¿Dónde está este documento que supuestamente muestra la base de Abdullah?
—Yo lo tengo.
—Entrégalo.
—¿Ah, sí? Quiero la misión.
—Temo que eso es impensable —expresó Friberg—. El hecho de que Jamal podría haber estado involucrado en la muerte de tu padre crea una relación personal que impide tu participación.
—Sí, esa es la política de ustedes. Sin embargo, es lo que estoy exigiendo. O me asignan a una misión de reconocimiento en la región, o la hago por mi cuenta.
—No haces nada por ti mismo, muchacho —advirtió Friberg con el cuello rojo por la ira—. Haces lo que te decimos o no haces nada. ¿Está claro?
—Como el cristal. Por desdicha, eso también es impensable.
Casius enfrentó a Friberg. Había creído que el asunto podría llegar a esto y una parte de él lo acogió bien. Había esperado que ellos lo dejaran ir… Jamal era una amenaza preeminente. Pero si se negaban, él iría de todos modos. Ese era el plan. Ese había sido siempre el plan.
—¿Tienes contigo la ubicación? —indagó Friberg.
Casius sonrió, pero no declaró nada.
—Entonces tienes veinticuatro horas para entregarla. Y no nos presiones.
—¿Es eso una amenaza?
—Es una orden.
Hasta ahora lo había hecho bien, jugando con las reglas de ellos. Pero de repente se le subió rápidamente el calor a la cabeza y la oscura niebla se expandió. Casius sintió que un leve temblor le recorría los huesos.
—Bien. Entonces yo tampoco los amenazaré —indicó; tenía la voz temblorosa y el rostro se le había enrojecido, pudo sentirlo—. Solamente una palabra de advertencia. No me presione, director. No me desenvuelvo bien cuando me presionan.
Los envolvió el silencio como vapor caliente. David miró nerviosamente a Ingersol y a Friberg. Ingersol parecía anonadado. Friberg echaba chispas por los ojos.
Casius se volvió y se dirigió a la puerta.
—Veinticuatro horas —recordó Friberg.
Casius salió sin responder.
El asunto había comenzado. Sí definitivamente había empezado.