Capítulo ocho

Ocho años después

Lunes

Buenos días, Bill.

Buenos días, Helen. Pareces estar bien.

Tengo noticias.

¿Qué clase de noticias? —preguntó el pastor después de hacer una pausa.

Está empezando —contestó Helen, e hizo una pausa—. La maldad se ha espesado en el aire y está a punto de tomar por asalto a esta nación.

Estoy muy seguro que esas fueron exactamente tus palabras hace ocho años.

Te lo dije entonces y te lo he venido diciendo un centenar de veces que la muerte de los padres de Tanya solo fue el comienzo.

Sí, Helen, me lo dijiste. Y he orado contigo. Durante ocho años. Eso es mucho tiempo.

Ocho años no es nada. Dios está moviendo sus piezas en este juego de ajedrez, y en realidad creo que la partida empezó hace cincuenta años. Ellos han estado moviéndose y desplazándose por décadas allá arriba con relación a esto.

¿Una partida de ajedrez? Me cuesta creer que seamos peones en algún juego.

No es un juego, Bill. Una confrontación. La misma contienda lanzada sobre cada uno de nuestros corazones. Y tienes razón no somos simples peones. Tenemos mente propia, pero eso no significa que Dios no nos esté diciendo que nos movamos dos espacios a la derecha o un espacio adelante. En realidad es más como un susurro en nuestros corazones, pero es el estruendo del cielo. De nosotros depende que escuchemos ese estruendo, pero con toda seguridad él dirige la contienda. En este caso, la confrontación empezó mucho antes. Y uno de los movimientos fue que los padres de Tanya fueran como misioneros a Venezuela. Llevar la verdad a los indios, sí, pero quizás aun más, llevar allá a Tanya, para que ella pudiera convertirse en quién es.

¿Crees sinceramente que los padres de Tanya fueron llamados a la selva, que dejaron su iglesia con grandes esperanzas y oraciones, que fueron enviados a Venezuela, que vivieron entre los indios durante diez años, y que luego fueron asesinados por el efecto que eso tendría en su hija, quien dicho sea de paso, en estos días no parece una gran profetisa o algo por el estilo?

Así es, Bill. Creo que ese fue uno de los propósitos principales en todo esto. Sí, así es como Dios obra. Un misionero es llamado a Indonesia quizás tanto para hablar con un joven en el aeropuerto en Nueva York al salir del país, como por todas las personas a quienes predicará en los próximos veinte años en la tierra extranjera. Tal vez ese muchacho es un Billy Graham o un Bill Bright. El Señor es demasiado brillante, ¿no crees?

El pastor se quedó callado en el teléfono.

Pero el tiempo de Tanya se está acercando, Bill. Lo verás. Se acerca pronto.

Tanya Vandervan estaba descansando plácidamente en la silla de madera, consciente de que las palmas le sudaban a pesar del aire helado que se filtraba por los conductos de ventilación montados en lo alto. Volteó a mirar hacia la única ventana del salón que dominaba el horizonte de Denver desde el décimo piso, pensando que aun aquí, dentro de las blanqueadas paredes del Denver Memorial, no había logrado escapar de la selva. Ocho años atrás la joven había huido de una espesa confusión verde, solo para ser inducida a una enmarañada telaraña de caos en su propia mente. Y ahora había encontrado otra selva: estas estructuras de concreto por fuera de su ventana, construidas alrededor de ella como una prisión.

Gracias a Dios por Helen.

Dirigió la mirada hacia los hombres mayores sentados como un panel de jueces detrás de una mesa larga. La junta de revisión del hospital Denver Memorial constaba de estos tres individuos vestidos en batas blancas. Ellos la conocían como Sherry. Sherry Blake. La Dra. Sherry Blake, un total de seis meses en el programa de internos del hospital.

Y por los ceños fruncidos, seis meses muy largos, y con un conteo mucho más lento. La mayoría en la profesión médica había surgido de la rigidez que caracterizara a los hospitales en la década de los setenta: de alguna forma estos hombres habían errado el blanco.

Sherry cruzó las piernas y se pasó nerviosamente una mano por la nuca. El cabello le caía ahora en suaves rizos hasta los hombros… ya no rubio sino castaño, y le atravesaba la frente por sobre los ojos ya no azules sino de un color avellana oscurecido. La idea se le había ocurrido a ella cinco o seis años antes, basándose en que si cambiaba de nombre y de apariencia, quizás entonces, con una nueva identidad, podría escapar de su caos mental. Tal vez entonces escaparía de los obsesionantes recuerdos de Shannon. Los médicos charlatanes con su jerga psicológica habían intentado desanimarla, pero mucho tiempo atrás la joven había perdido la confianza en ellos.

La idea de cambiar de identidad había nacido en ella, hasta que se volvió obsesiva. Cambió legalmente el nombre, se tiñó el cabello, y usó lentes de contacto color avellana. El cambio fue tan dramático que incluso Helen casi no la reconoce. Comparando la foto de la graduación de bachillerato con la nueva imagen en el espejo, aun Tanya (Sherry) apenas veía el parecido.

—Lo que creo que el Dr. Park está sugiriendo, Srta. Blake, es que hay cierta conducta adecuada para médicos y otra que no calza muy bien en la imagen —opinó Ottis Piper, quitando entonces la mirada de ella y examinando el papel delante de él a través de los anteojos—. Al menos en la imagen que Denver Memorial considera aceptable. Botas y camisetas no forman parte de esa imagen.

Sherry arqueó una ceja, titubeando precariamente neutral entre la sumisión total a estos individuos en batas blancas y el franco enfrentamiento con la estupidez.

Ella sabía que la sumisión le haría bien a su carrera. Muéstrate lambona. Trágate toda la majadería de ellos con garganta de plomo. Diles lo que quieren oír y sigue adelante con tu vida.

Lo que quedaba de esta vida.

Por otra parte, enfrentar francamente la estupidez podría brindarle satisfacción momentánea, pero lo más probable es que le dejaría deseando que después de todo lo mejor hubiera sido tragárseles las tonterías. Para su desdicha, el escalofrío que ahora le anegaba la cabeza parecía haberle paralizado la boca, y sin importar lo desesperadamente que parte de ella quería disculparse, no pudo hacerlo.

—¿Ah? ¿Está usted insatisfecho con mi trabajo, Dr. Piper? ¿O es solo este asunto de la imagen lo que le preocupa?

Ese marcado cabello canoso británico importado retrocedió unos centímetros. Los ojos se le dilataron al hombre.

—No estoy seguro de que usted entienda la naturaleza de esta situación, Srta. Blake. Estamos aquí para discutir la conducta suya, no la nuestra.

El acento del sujeto saboreaba atinadamente cada palabra, y Sherry se halló deseando embutirle algo en esa boca. Una media, por ejemplo.

La mente de ella le estaba sugiriendo con urgencia que se retractara de este insensato trato. Después de todo, los internos adulaban. Esta era una técnica aprendida en la facultad de medicina. Adulación 101.

—Le pido perdón, Sr. Piper. Hablé demasiado pronto —se disculpó ella intentando una sonrisa cortés, preguntándose si pareció más un gruñido—. Pondré más atención a la manera en que visto, aunque en mi defensa, he usado botas y camiseta solo una vez, la semana pasada, en mi día libre. Vine a visitar a un paciente que necesitaba que le diera una mano.

El director Moreland miraba como un águila desde su percha, no necesariamente poco amistoso, pero tampoco amigable.

—Solo cuide su apariencia, Srta. Blake —expuso Park, el último del trío—. Aquí manejamos una institución profesional, no un parque recreativo.

—¿Profesional? ¿O guerrillera? La vestimenta ya no es un problema en la mayoría de hospitales. Tal vez ustedes deberían salir un poco más.

—Parece que tenemos un asunto de importancia ligeramente mayor que discutir —expuso Piper mirando sobre los bifocales que se había puesto en la nariz y carraspeando—. En las últimas dos semanas usted se ha quedado dormida tres veces estando de turno. En una de esas ocasiones desatendió la llamada de un paciente.

El galeno hizo una pausa.

—Sí —contestó Sherry—. Lo siento con relación a eso.

—Ah, no creo que sea tan sencillo como dormirse, Srta. Blake. Creo que tiene más que ver con falta de sueño.

Sherry sintió los dedos súbitamente helados, vaciados de sangre. ¿Adónde se estaba dirigiendo el británico con esto?

—Vea usted, la falta de sueño es un problema con nuestra profesión. Médicos cansados cometen equivocaciones. A veces gigantescas… de la clase de equivocaciones que matan personas. Y no queremos matar personas, ¿no es así?

—Lo que me sucede fuera de este lugar no es de su incumbencia —protestó ella.

—¿Ah? ¿Está negando, Srta. Blake, que tiene un problema? —interrogó Piper con aire de suficiencia.

—Todos hemos tenido algunas veces problemas con el sueño —respondió ella después de tragar saliva.

—No estoy hablando de algunas veces, sino de todas las noches, señora mía.

—No soy señora suya, Piper. ¿Dónde oyó al respecto?

—Solo conteste la pregunta.

—No creo que sea asunto suyo si tengo o no problemas con el sueño. Lo que hago en mi casa es asunto mío, no suyo.

—¿Ah? Ya veo. Así que si usted viene borracha a trabajar simplemente debemos también mirar hacia otro lado.

—No estoy viniendo borracha a trabajar, ¿o sí? Me propongo concluir mi internado con muchos honores. Algún día personas como usted tendrán que dar cuentas a personas como yo.

—¡Usted está fuera de lugar! —susurró ásperamente Piper—. ¡Responda mis preguntas! ¿No es verdad, Srta. Blake, que usted depende de medicamentos para mantenerse despierta en el trabajo? ¡Prácticamente usted es drogadicta!

Sherry permaneció sentada en silencio, temblando detrás de su fachada tranquila.

—¿Es verdad esto, Sherry? —inquirió el director a la izquierda de ella.

La joven miró más allá de él, por la ventana. Una bocina sonó en el estacionamiento… algún paciente con los nervios alterados.

—No soy drogadicta. Y me resiente la sugerencia. He tenido mis problemas con el insomnio —contestó, volviendo a tragar saliva.

Por un instante creyó que los ojos se le podrían humedecer. Eso sería un desastre.

—Pero no me ha hecho llegar tan lejos —añadió equitativamente.

—¿Cuánto tiempo ha tenido esta condición?

—Algún tiempo. Unos años. Aproximadamente ocho, supongo.

—¿Ocho años? —volvió a terciar Park.

—¿Qué tan malos son los episodios? —interrogó Moreland.

—¿Por qué estándares?

—Por cualquier estándar. ¿Cuánto tiempo durmió anoche?

Sherry pestañeó, volviendo a pensar en la intranquila noche. Una noche apacible, considerándolo bien. Pero ellos no pensarían así.

—Dos horas.

—¿Y anteanoche?

—Tal vez dos.

—¿Y es normal eso? —volvió a preguntar el médico después de una pausa.

—Sí, creo que es bastante normal —respondió ella, mirándolo ahora a los ojos.

—¿Ha dormido en promedio dos horas diarias durante siete años en la facultad de medicina?

—Algo así —declaró ella asintiendo.

—¿Cómo lo ha hecho?

—Mucho café… Y medicamentos cuando se vuelve insoportable.

—¿Cómo fue que empezó todo esto? —preguntó Moreland.

La compasión del hombre sería ahora la única esperanza que le quedaba, pensó Sherry. Pero ella nunca se había desenvuelto bien con la compasión. Darse cuenta de que estaba cayendo dentro de esas aguas con estos tiburones la hicieron tragar grueso.

Por otra parte, su barco de todas formas estaba a punto de zozobrar.

—Cuando yo tenía diecisiete años mataron a mis padres —explicó ella, volviendo a mirar por la ventana—. Eran misioneros en Venezuela, entre los yanomami. Guerrilleros arrasaron la misión y una plantación cercana. Yo fui la única sobreviviente. Mataron a mi madre, mi padre, a un buen amigo y sus padres.

Sherry se aclaró la garganta.

—Pasé unos cuantos días encerrada en un compartimiento bajo tierra sin darme cuenta de que este se abría hacia un túnel por el que logré escapar. Creo que desde entonces habré dormido dos o tres noches completas —continuó ella, encogió los hombros, y miró a Moreland—. Los recuerdos me mantienen despierta. Trastorno de estrés postraumático.

—Lo siento mucho —manifestó Moreland—. ¿Ha tenido usted algún progreso?

—Por cortos períodos, sí. Pero no sin recaídas.

Recuerdos de terapia le inundaron la mente… centenares de horas del personal. Cada hora pasada cuidadosamente reviviendo el pasado, buscando ese interruptor que esperaba que apagara todo esto. Se las habían arreglado para accionar las sombras una o dos veces, pero nunca encontraron un interruptor.

Sherry miró a Piper y vio que ya no tenía contraídos los labios. Se le habían suavizado los ojos. Quizás estaba brotando a la superficie el ser humano en él. Ella apartó la mirada, no deseando ver lástima en el médico.

—¿Vivió con familia después de eso? —preguntó Moreland.

—Viví con mi abuela adoptiva, Helen Jovic, hasta que fui a la facultad de medicina. La suegra de mi tío, si eso tiene algún sentido. Ella fue de mucha utilidad a pesar de sus payasadas. De más utilidad desde entonces que los médicos charlatanes.

—¿Pero no ha ayudado nada de esto? —presionó Moreland.

—No —respondió Sherry.

De repente ella se preguntó si se estaría arruinando al contarles. Todo el hospital estaría murmurando acerca de la interna que despertaba gritando todas las noches porque sus padres fueron asesinados cuando era niña. Pobre muchacha. Pobre, pobrecita Sherry.

—Y si a ustedes no les importa, agradecería de verdad que mantuvieran todo esto en privado —pidió la joven acomodándose en la silla—. Estoy segura que lo entienden.

—Temo que no sea así de sencillo —objetó Piper, el británico—. Temo que usted tenga más que asustarse de usted misma que de los demás.

Ella lo miró y le vio serenidad en los ojos. Se le encendió un calor en la espalda.

—¿Qué trata de decir? —inquirió la joven.

—Trato de decir que, independientemente de lo que otros piensen o le digan, Srta. Blake, permanece la realidad de que usted es un peligro para su propia carrera. Y para otros. Una condición tan grave como la suya que depende de una dosis regular de anfetaminas matará un día a un paciente, y sencillamente no podemos permitir eso en el Denver Memorial.

—He dado mi vida por convertirme en médico. Usted no está sugiriendo de veras…

—Estoy sugiriendo que usted necesita un descanso, Sherry. Al menos tres meses. Aquí estamos hablando de vidas de pacientes, no del precioso y pequeño yo interior de usted. Usted desatendió una llamada la semana pasada, ¡por amor de Dios!

Sherry sintió que un escalofrío le bañaba la piel. ¿Tres meses para qué? ¿Para ver a otro médico charlatán? Miró al hombre por diez segundos completos, pensando que ella estaba perdiendo la razón. Cuando habló le temblaba la voz.

—¿Tiene usted alguna idea de cuántas horas de estudio se necesitan para terminar en primer lugar en la clase, Sr. Piper? No, supongo que no lo sabe porque usted terminó casi entre los últimos, ¿no es cierto?

Una contracción nerviosa en la ceja derecha del británico indicó que Sherry había tocado una fibra sensible allí. Pero eso no importaba ahora. Ella había ido demasiado lejos, así que se puso de pie y se volvió hacia Moreland. Cada hueso en su cuerpo deseaba gritar: «¡Renuncio!»

Pero no podía, no después de siete años en los libros.

Lo taladró con ojos fulgurantes, dio media vuelta, y salió del salón a grandes zancadas, dejando perplejos a los tres médicos.