Shannon volvió en sus cabales diez minutos después. Pero en realidad no eran sus cabales, ¿de acuerdo? Bueno, sí, lo eran, pero sus cabales habían cambiado, ¿verdad?
Se elevó sobre las rodillas, y luego sobre los pies. El sabor a cobre le llenó la boca… sangre de la caída. Tragó y se estremeció con una pasión repentina. Al principio no supo qué había cambiado, tan solo sabía que ya no podía quedarse esperando. Tenía que salir de esta caverna y subir los riscos.
El báculo aún asomaba de la tumba, como un enorme mondadientes. El viento aún le daba en las mejillas y la respiración aún le resonaba en la oscura cámara. Pero de alguna manera todo le parecía un poco simple. Se dio vuelta y enfrentó la selva.
«Sula» —susurró.
Era hora de salir. Shannon apretó los dientes, escupió sangre a un costado, y se internó corriendo en medio de la noche, sin poder contener la furia ardiente que le hervía en las venas.
Eso era: la tristeza había dado cabida a furia violenta. Esa era la diferencia en él. Se detuvo y miró la oscura selva alrededor. Una imagen del viejo hechicero, sonriendo con labios retorcidos, le resplandeció en la mente. Era cierto, entonces. Sula vivía.
Shannon sintió un poco de temor subiéndole por la espalda.
Una repentina niebla negra le saturó la mente, y parpadeó en medio de la noche, desorientado. ¿Adónde estaba yendo?
Ah, sí. Estaba yendo a los riscos. Estaba huyendo. Pero eso casi no tenía sentido. ¡Debía volver a la plantación y hacer algo!
No, debía escapar. Entonces haría algo. Qué, no tenía idea. Solo contaba con dieciocho años. Un simple chico. Un muchacho con Sula.
Shannon llegó al negro risco, escupió en las manos, y empezó a trepar. El peñasco subía doscientos metros hacia el oscuro cielo, iluminado ocasionalmente por la luna, la cual miraba a través de nubes pasajeras. Millones de criaturas nocturnas chillaban en coro desarticulado, sobrepuesto y muy intenso.
A pesar del aire frío de la noche, la trepada provocó rápidamente torrentes de sudor en los poros del joven. La delgada grieta que a menudo había analizado como un posible sendero de ascenso surgía a la tenue luz como una negra cicatriz. Usando las manos como cuña en la delgada rajadura, avanzó con sumo cuidado hacia arriba en la rocosa superficie. Con adecuado calzado de trepador la tarea habría sido difícil. Se las arregló ahora solo porque los desnudos pies tenían callos.
«Sulaaaa…»
Había trepado cien metros sin mayores problemas cuando la abertura empezó a hacerse más delgada. Shannon hizo una pausa, se quitó pestañeando el sudor de los ojos, y siguió adelante.
Diez metros más arriba la brecha se cerró convirtiéndose en una costura tan estrecha como un papel, y que terminaba en una saliente que sobresalía por sobre la llana superficie. Otros cien metros surgían amenazadoramente por sobre él. Ahora no podía regresar, no sin una cuerda. Un escalofrío le bajó por la columna, y respiró profundo para calmar los nervios.
Tanteó con los dedos la superficie del risco.
Nada.
Shannon volvió a mirar el saliente en lo alto, con el corazón ahora palpitándole como el pistón de un motor. Ese saliente estaba a treinta centímetros, quizás cuarenta y cinco, del próximo asidero de la mano. Alcanzarlo requeriría soltarse del apoyo que lo aseguraba a la superficie. Fallar en el intento sería caer en picada hacia la muerte.
Una imagen le paralizó la respiración: un hombre en caída libre con piernas y brazos extendidos hacia el cielo, gritando. Luego un escalofriante tas… una enorme roca en la base rompiendo la caída como un puño en la espalda.
La imagen le produjo una contracción en el labio. Sonrió suavemente.
«Sulaaaaa…»
Eres un psicópata sádico, Shannon. Psicópata sádico.
Miró el saliente en lo alto. Se impulsó hacia arriba con todos los músculos tensos y los dedos de los pies clavados a la roca. Asentó la mano derecha contra la superficie del risco por encima de él.
Nada.
Solo sintió piedra lisa. Ninguna saliente.
El cuerpo se le deslizó hacia abajo por la alisada superficie del abismo, los dedos buscaron desesperadamente un asidero. Las yemas de los dedos perdieron por completo el contacto con la roca. Estaba a punto de empezar una caída libre y el corazón se le amontonó en el paladar.
Entonces el saliente le llenó la mano y Shannon le trabó allí, sacudiéndose con violencia. Vibrando en tan mala forma que se dio cuenta de que el temblor lo haría soltarse a menos que hallara un mejor asidero. Pendiendo de tres dedos, hizo oscilar la mano izquierda hacia tan arriba como pudo y logró agarrar el saliente mismo.
Colgó por algunos momentos y luego se alzó poco a poco en el saliente enclavado en la roca. Tenía que haber una manera de subir en alguna parte.
Avanzó un poco más. Otra vez nada. El saliente se estrechó. Las yemas de los dedos llenaron la superficie del risco. Si el saliente se acababa… bueno, si se acababa él moriría, ¿verdad? Destrozado totalmente por los gallinazos allá abajo en las rocas. Pánico le aguijoneó el cuello, amenazando con explotarle en el cráneo. Shannon guindaba totalmente indefenso. No podía regresar; no podía descender; no podía trepar. La vida le pendía de este saliente, y comprenderlo esta vez hizo que los huesos empezaran a estremecérsele.
Estiró el brazo derecho todo lo que pudo, los dedos atravesaron una fisura, y se quedó helado. ¿La grieta? Hizo avanzar lentamente los dedos un poco más y la hendidura se profundizó… lo suficiente para lograr meter la mano.
Shannon tomó una vacilante y profunda respiración, empujó la mano dentro de la rendija, apretó con fuerza los nudillos hasta acuñarlos, y se columpió en el tenebroso abismo ante él, quedando colgado de la mano derecha empuñada. La mano se agarró con firmeza.
Miró hacia abajo el precipicio sin fondo a sus pies y metió la mano izquierda en la abertura a la derecha hasta crear otra cuña. Colgó de ese modo por un minuto completo, respirando entrecortadamente el aire nocturno. Los nudillos le ardían y los pulmones se negaron a llenarse por lo estirado que él estaba. Comenzó a alzarse a sí mismo, mano sobre mano.
Tenía los nudillos pelados y las manos resbalosas con sangre cuando logró deslizarse sobre la cima. Conteniendo la respiración, rodó de espaldas detrás de un grupo de rocas. Le subía un dolor por los brazos. Se quedó quieto, entumido y confundido.
De repente oyó voces ahogadas transportadas por el viento. Se irguió de golpe y contuvo la respiración.
Otra vez, un hombre llamando y luego riendo.
Shannon avanzó lentamente hasta las rocas y asomó la cabeza sobre el borde en busca de una posición ventajosa. La mente captó el escenario nocturno en una larga serie de imágenes. Una hoguera titilando en la brisa a cien metros al frente, hacia el occidente. Dos docenas de rostros brillando en esa luz. Detrás de ellos un helicóptero… no, dos helicópteros, como búfalos alimentándose sobre la roca. Esparcidos por el campamento había paquetes de provisiones, con armas en lo alto. Un solo hombre hacía guardia, con las manos en las caderas, a veinte metros de distancia.
Shannon respiró hondo, sabiendo al instante lo que haría como si toda la vida en la selva lo hubiera preparado para este momento único.
Sintió una extraña atracción; un deseo, susurrándole en la noche, instándole a seguir adelante. Tragó saliva, examinando aún la escena delante de él, la sangre hirviéndole ahora en las venas. No tanto debido a la ira, observó con sorpresa. Un deseo vehemente.
Una nueva imagen le rodó ahora en el cerebro, en cámara lenta. Una escena de él volando paralelo a la tierra, arrojando el cuchillo con efecto de brazo.
El acero resplandeció en el aire mientras él aún se hallaba en vuelo.
Apuesto que te sorprendiste, ¿eh, muchacho? Y creíste aquí que me ibas a enchufar una o dos balas. Una sonrisa apenas perceptible se formó en los labios de Shannon.
Sula…
Entonces desapareció la imagen, dejándole solamente cielo negro en los ojos. Echó hacia atrás la cabeza y parpadeó. Gateó a través del pequeño claro y sigilosamente saltó sobre el borde. Corrió por las rocas, y se quedó pegado al suelo. El guardia se hallaba de espaldas, inclinado sobre manos ahuecadas, un rifle le colgaba del hombro derecho. La silueta de un cuchillo le colgaba suelta de la cintura.
El hombre giró la espalda al viento, quedando frente al joven, con la cabeza aún inclinada hacia las manos. Shannon contuvo el aliento. Una llama centelleó una vez sin éxito, iluminando los morenos labios del guardia, fruncidos alrededor de un cigarrillo recién puesto en ellos. Más tarde Shannon se preguntaría qué lo pudo haber poseído para instarlo a ir, así tan de repente, con solo pensarlo. Pero entonces fue, exactamente antes de que otra llama iluminara el rostro del soldado.
Corrió a toda prisa en las puntas de los pies, directo hacia el iluminado rostro, sabiendo que la luz cegaría momentáneamente al hombre, sabiendo que el viento se llevaría el poco sonido que el sujeto hiciera. Cubrió los veinticinco metros en el tiempo que el guardia tardó en prender el cigarrillo y aspirar profundamente una vez, con la cabeza inclinada hacia atrás.
Llevando todo el impulso contra el hombre, Shannon le golpeó con la palma izquierda la barbilla levantada y en un brusco movimiento le arrancó de la funda el cuchillo. Se abalanzó tras el guardia que retrocedía tambaleándose, agarrando el vacilante cuerpo, hizo girar el cuchillo en la mano y lo atravesó por el expuesto cuello antes de que el hombre tuviera conciencia para gritar.
Shannon no había planeado los pasos para el ataque, simplemente había visto la oportunidad y actuó. Sangre brotó de la yugular del guardia, derramándose hacia la piedra. El colgante cigarrillo iluminó por un instante los ojos sobresaltados del tipo y luego cayó de los labios. El hombre se encogió amontonadamente y luego se tambaleó de espaldas, las botas sacudiéndose bruscamente entre las piernas extendidas de Shannon.
¿Qué te ha sucedido, amigo? Eres un psicópata sádico.
Sí un sádico.
Shannon alargó la mano hacia el rifle del hombre, liberó el arma jalándola con fuerza, agarró un cargador extra del cinturón, y corrió hacia una enorme roca a diez metros a la derecha. Se deslizó hasta quedar arrodillado, jadeando.
La noche no transportó ningún sonido de persecución. Rápidamente revisó el arma en la mano, encontró una bala en la recámara, e hizo chasquear la selección de disparos a uno solo. El rifle era un AK-47; él había disparado mil balas con uno de estos en el campo de tiro. Desde largas distancias el arma solo lanzaba fuego desperdigado, pero en un perímetro de doscientos metros, Shannon podría poner una bala donde quisiera.
Se deslizó sobre la roca y analizó el campamento, a no más de setenta metros de distancia. Los hombres aún hablaban alrededor de la hoguera. Los helicópteros eran antiguas máquinas Bell, idénticas al que Steve Smith usaba para trasladar provisiones a la plantación.
Una chispa se encendió en la mente de Shannon.
«¿Sabes por qué nunca se utilizó el Bell en guerras? —le llegó la voz de Steve—. Debido al tanque de combustible».
Luego había señalado la unidad suspendida del fuselaje secundario, exactamente debajo del motor principal.
«Ese tanque allí está hecho de acero —había dicho entonces Steve con una sonrisa en los labios—. ¿Sabes por qué no es bueno el acero?»
Shannon había negado con la cabeza.
«Porque el acero despide chispas. Mejor sería detener una bala, porque si esta atraviesa, caramba, vas a tener una explosión. ¡Bum!»
Steve había soltado la carcajada.
Shannon inspiró profundamente y alineó la mira con el expuesto tanque de combustible debajo del fuselaje secundario del antiguo Bell. Fácilmente podría meter una bala en ese cascarón. ¡Bum! ¿Y si no explotaba? Le caerían encima como un enjambre de abejas.
Acabas de matar a un hombre allá atrás, ¿no es así? Sí, y aún tienes en los dedos la sangre del tipo. Definitivamente eres un psicópata asesino.
Shannon batalló con una repentina urgencia de vomitar. Cerró los ojos e intentó controlarse. La negra niebla le inundó la mente. Por un momento se sintió desorientado, y luego estuvo bien. Miró alrededor en medio de la noche. Sí, estaba bien.
Ajustó el dedo en el gatillo, pero le tembló de mala manera y tomó otra profunda respiración. Aplicó un poco de presión al gatillo.
El Kaláshnikov le brincó de pronto en los brazos, chasqueando en el tranquilo aire nocturno.
Una atronadora detonación iluminó el oscuro cielo, esparciendo fuego por todas partes. La sección trasera del helicóptero se levantó tres metros en el aire, dando una voltereta mientras subía, alcanzó su máxima altura, y luego cayó lentamente. Shannon se quitó de la mejilla la culata del rifle y miró sorprendido la escena. Entonces los llameantes despojos cayeron a tierra, y el caos estalló en el campamento.
El joven volvió a presionar rápidamente el ojo a la mira e hizo oscilar el arma a la izquierda. Negras siluetas brincaban por todas partes, peleándose por los rifles. Shannon exhaló, alineó la mira con una figura, y jaló el gatillo.
El rifle le brincó en el hombro. El soldado cayó de rodillas y se llevó los brazos al rostro, gritando.
Entonces Shannon comenzó a disparar contando: uno, dos, tres, cuatro, jalando cada vez el gatillo, como si las danzantes siluetas fueran pichones de barro y él estuviera en una competencia cara a cara con su padre. Cinco, seis, siete, ocho… dando en el blanco en todos los disparos menos en uno, el sexto, pensó él, un hombre se tambaleaba.
Cuando llegó a la cuenta de doce el percusor chasqueó en una recámara vacía. Los guerrilleros huían ahora hacia la selva. Shannon extrajo el cargador vacío, empotró otro en el arma de fuego, metió la primera bala en la recámara e hizo girar el rifle en dirección a los hombres en fuga. Disparó en sucesión, moviendo apenas el rifle para enfocar un nuevo blanco. Todos se tambalearon menos uno, el número diecisiete. Dos, contando el número seis.
El corazón de Shannon le palpitaba con fuerza en el pecho. Adrenalina le azotaba los músculos y se puso de pie tambaleándose, los ojos bien abiertos en medio de la noche y temblándole los dedos.
Parpadeó. ¿En dónde se hallaba? Por un horrible momento no lo supo. Estaba en la cima.
Una voz gemía cerca de los ardientes y retorcidos despojos que habían sido un helicóptero, y todo volvió a la vida como una inundación. Los había matado, ¿no era así? Psicópata asesino Sula.
Arrojó el rifle y se dirigió a los árboles. Se iría ahora, pensó. Hacia el río. Y luego no sabía hacia dónde.
Por cuarta vez habían tirado del interruptor de las extrañas visiones, y Tanya se hallaba flotando sobre su propia casa. Cada vez su padre había trabajado solo allá abajo. Cada vez la voz de él era el único sonido que ella oía. Cada vez había dicho: «Mira más allá de tus propios ojos», como si esta fuera información que ella necesitara.
Pues bien, ¿qué exactamente podría significar eso? Para empezar, ella no podía mirar hacia ninguna parte… se hallaba atrapada en su tétrico cajón, muriéndose. Lo menos que podía hacer era mirar más allá, porque no podía sobrepasar la caja. Ese era todo el problema. Papá estaba diciendo que mirara más allá, pero había cerrado el compartimiento. Y en cuanto a los propios ojos, bueno, a ella no le quedaba ninguna duda de que ya no tenía ojos.
Por tanto el sueño era una tontería. A menos que no fuera un sueño. ¿Y si ella estuviera viendo de veras a su padre allá abajo y él le estuviera diciendo que mirara? ¡Imagínese eso! Bueno, ¿de qué podría tratarse? ¿Quizás una visión?
Tanya oyó un golpe debajo de ella, debajo en la tierra cerca de la casa. Entonces se dio cuenta de que el sonido venía de su propio pecho, no del sueño o la visión. La respiración se le dificultó y ella pudo haber cambiado de posición pero había perdido el contacto con la mayor parte de su cuerpo, de tal modo que no podía estar segura. Las partes que podía sentir gemían en protesta. Le dolía el brazo, le dolía la cabeza, tenía la columna doblada.
Si esta fuera una visión o algún episodio de la realidad, entonces debería seguir las sugerencias de su padre, ¿verdad que sí? Debería mirar más allá de sus propios ojos. Tal vez mirar a través de los ojos de la paloma, si fuera en realidad una paloma a través de la que ella veía. ¿Y qué podría ver? El claro, su padre, la casa con toda su estructura.
Mira más allá.
Un pensamiento la impactó y se estiró hacia la casa. El corazón le llenaba ahora los oídos. ¿Por qué no había pensado antes en esto? Si esto fuera real, entonces podría ver el clóset que papá había construido. Y el cajón debajo. El cajón de ella. ¡Quizás ella ya estuvo en la caja!
Se precipitó hacia abajo y voló entre las vigas, a través de la sala hacia el pasillo enmarcado. El clóset adherido parecía diminuto y sin revestimientos exteriores. La caja se hallaba en el suelo, sin la portezuela. No cabía ninguna duda. Allí estaba. La caja de ella. O una imagen del cajón en que ahora se hallaba. De cualquier manera no importaba… no podía ver nada nuevo aquí. Solo una caja que debieron rotular: Cajón en que encerraré a mi única hija hasta que muera.
La joven flotó por un momento y luego revoloteó dentro del clóset… dentro de la caja. Pudo ver muy bien iluminado el objeto ese. Saber qué clase de caja le sellaba el destino podría ser una suculenta golosina, un bienvenido bocado en sus últimos momentos.
El compartimiento se parecía mucho a aquella en que los dedos le habían ayudado a imaginar. Excepto por un pequeño detalle. Había un hueco en un extremo. Papá no había cubierto aún este extremo, pensó ella. Mejor que lo hubiera cubierto. No hacerlo haría que serpientes se arrastraran por ese túnel, porque algún día voy a estar en esta caja.
Túnel.
Al instante Tanya despertó, los ojos bien abiertos, jadeando de manera irregular. Miró en la oscuridad por breves instantes, tratando de recordar qué la había despertado. Entonces se irguió y giró hacia la pared detrás de ella. El episodio había revelado esta pared como una puerta que llevaba a un túnel… ahora ella sabía eso. Era la clase de puerta que se ajustaba en su lugar. Tendría que jalarla, lo único que no había intentado en sus desesperadas horas.
Tanya lloriqueó y arañó la pertinaz pared. ¿Y si todo el sueño solo hubiera sido eso? Alucinaciones hiladas por una mente desalentada. Estudió a fondo la madera, deseando que sus uñas hallaran algo. Una astilla larga le recorrió debajo del dedo índice, y ella jadeó. Furiosa de repente se volvió otra vez y golpeó el talón derecho contra la base de la pared.
La pared se hundió.
Aire caliente y viciado le inundó las fosas nasales. ¡Era un túnel!
Temblando con antelación, Tanya rechazó el pensamiento de que en el pasaje pudieran haberse alojado algunas criaturas. Jaló bruscamente la arqueada pared, la colocó detrás de ella y se arrastró dentro de la cavidad en la tierra.
Como un perro herido se alejó a gatas del compartimiento. Lejos de ese cajón de muerte. Ella no tenía las fuerzas para imaginar adónde llevaba el pasaje, pero su padre lo había situado antes de terminar la casa. No lo concluiría en un foso de serpientes.
Por bastante tiempo Tanya avanzó con dificultad por el enlodado túnel. Un tiempo muy largo, le pareció. Tres veces se topó con cosas peludas que se fugaban corriendo. Muchas veces oyó patas diminutas huyendo antes de que ella llegara.
Pero la chica estaba muy lejos de preocuparse por detalles menores. Vida esperaba al final de este túnel, y ella lo alcanzaría o moriría en el intento.
Entonces lo alcanzó, tan repentinamente que pensó que alguien había vuelto a accionar ese interruptor en el sótano de Frankenstein, y que así había iniciado otro episodio. Pero el aire fresco que le golpeó el rostro sugería que no se trataba de una visión. Había caído la noche, grillos cantaban, monos chillaban, un jaguar rugió… ¡ella había llegado al exterior!
Tanya salió del túnel, pasó maleza espesa, a diez pasos de un río. El Caura, pensó. Un pequeño muelle se lo confirmó. El túnel había salido a la superficie al sur de la misión, cerca del embarcadero. Tanya se levantó lentamente, obligando a sus tensionados músculos a estirarse más allá de sus recién memorizados límites. Luego avanzó torpemente al frente, hacia el muelle, hacia una canoa que se bamboleaba en el agua. El río Caura desembocaba dieciséis kilómetros más adelante en el Orinoco, el cual avanzaba hacia el océano. Hacia las personas.
Entró rodando a la canoa de madera, casi volteando toda la obra artesanal, y soltó las amarras. El río la metió lentamente a la corriente, y la muchacha se tendió panza abajo.
Entonces se entregó a la oscuridad que le chapoteaba en la mente.
Shannon corrió toda la noche. Subió los riscos hasta la cima de la montaña, y luego bajó hacia el río que lo llevaría al mar y a la seguridad. El Orinoco, a dieciséis kilómetros río abajo, sobre la montaña de la plantación.
La selva era espesa y la noche oscura, lo que hacía lento el avance. Pero entonces también haría lenta cualquier persecución. Él corría en silencio, perdido en la confusión del día anterior. Los huesos le dolían y los músculos se le hacían trizas por los kilómetros de terreno inexplorado. La indómita tierra le había magullado los ya encallecidos pies. Pero un pensamiento lo impulsaba hacia adelante: que un día volvería y los mataría a todos. Hasta al último de ellos y a cualquier alma viva que incluso tuviera remotamente algo que ver con ellos. Quizás les embutiría una bomba por las gargantas.
El sol ya se había levantado en el cielo oriental cuando Shannon finalmente irrumpió en el claro que bordeaba el cañón. El sonido de agua estruendosa le explotó en los oídos. Se acercó al profundo valle y miró abajo el torrencial río mientras ponía una mano en la cuerda del puente para afirmarse.
El río Orinoco había recortado una franja de setenta metros en el suelo del valle. Un antiguo sendero en el costado opuesto iba de una parte a otra hacia el río allá abajo.
Miró las tablas atadas juntas sobre el puente. La madera parecía podrida… la cuerda de cáñamo deshilachada. Todo el armazón parecía como si en cualquier momento pudiera caer al agua.
Es más, incluso miró mientras un pedazo de madera se partía, cayendo lentamente al río un pequeño fragmento.
Shannon lo vio caer. Tendría que observar dónde pisaba mientras cruzaba. Entonces se movió otra tabla, partiéndose en el centro, como si una invisible hacha hubiera atacado la madera.
Un escalofrío le hormigueó hacia arriba por la columna. En un breve instante todo le brotó a la mente: el hecho de que la madera no se estaba desmoronando sino que la estaban golpeando. ¡Con balas!
El muchacho dio la vuelta.
El helicóptero disparaba desde una larga distancia, demasiada para tener precisión, pero se acercaba rápidamente. Los rápidos absorbían el sonido de sus aspas giratorias, pero Shannon no podía confundir los resplandores que brotaban de la nariz.
Por un instante se quedó impactado con incredulidad, sin poder moverse. En ese momento otra tabla cayó despedazada, a dos metros de sus pies plantados. Dos opciones le fluyeron a la mente: Se podía retirar al bosque o podía seguir corriendo hacia adelante, a lo largo del puente.
Con un súbito rugido de ametralladora girando en lo alto, el helicóptero trepó abruptamente, y giró la cola alrededor. Se alineaba para una segunda pasada.
Shannon saltó por el puente. Agarró la cuerda y bajó la flexionada extensión, pero el repentino movimiento hizo que la pasarela se sacudiera alocadamente bajo los pies. En un momento de pánico se soltó por completo de la cuerda pero al instante la volvió a agarrar. A la derecha el aparato de asalto se alineaba con el puente para volver a atacar.
Atravesar el puente había sido la decisión equivocada… lo supo entonces cuando las primeras balas hicieron saltar trozos de la tabla a sus pies. Debía volver corriendo al bosque. Ahora se hallaba al descubierto, indefenso, mientras un cañón jugueteaba con las tablas como invisibles dedos sobre un teclado.
¡Iba a morir!
El pensamiento lo paralizó.
El piloto observó las tablas desintegrándose ante el muchacho y aflojó el chorro de plomo a la derecha, sabiendo ahora que difícilmente podía fallar.
«¡Acábalo!» —gritó Abdullah a su lado.
El piloto volvió rápidamente a enfocar los disparos. De pronto el joven saltó con fuerza hacia atrás como si una enorme mano le hubiera dado un golpe en el pecho. Un chorro de sangre brilló en la luz del sol. ¡Le habían dado!
Shannon cayó de espaldas sobre la cuerda que apoyaba el puente y se desplomó lentamente por el aire con las manos flojas como las de una marioneta. La sola caída habría bastado para matar a un hombre, pero ninguno de ellos pudo dejar de ver la abierta y sangrante perforación en el costado del muchacho.
Abdullah refunfuñó y el piloto parpadeó ante el sonido.
Entonces, muy abajo, el cuerpo hizo salpicar la corriente y desapareció.
«Gira —ordenó Abdullah mientras por el rostro le corría sudor; tenía el cabello negro con su peculiar borde blanco totalmente pegado al cráneo—. Gira. Tenemos que estar seguros».
El piloto hizo girar el helicóptero para buscar al muchacho. Pero sabía que estaba perdiendo el tiempo.
El muchacho estaba muerto.