Capítulo cinco

Abdullah Amir se hallaba en lo que quedara de la casa de la plantación de los Richterson y miró el ardiente agujero donde minutos antes estuvieran las habitaciones. Del extremo de una mesa levantó una campana azul y blanca de porcelana y la sacudió con delicadeza; esta repicó sobre las chispeantes llamas: tilín, tilín, tilín. Tan hermosa y sin embargo tan delicada.

El tipo lanzó la campanita contra la pared, destrozándola.

—Los estadounidenses son sinvergüenzas.

—Estos no eran estadounidenses. Eran daneses.

Se volvió para ver a su hermano, Mudah, que atravesaba la puerta principal. Su hermano había viajado desde Irán para esta ocasión. Tenía sentido, el futuro de la Hermandad reposaba en este plan exclusivo que ellos tramaran. Lo habían denominado «El trueno de Dios». Y era por supuesto un plan que valía miles de esos viajes.

—Ellos podrían decir lo mismo de ti. Sin motivo alguno les acabas de destruir una de sus baratijas —opinó Mudah.

—Y tú los acabas de matar —objetó Abdullah.

—Sí, pero por un buen motivo. Por Alá.

Los labios de Abdullah se levantaron en una leve sonrisa. De muchas maneras ellos eran distintos, él y su hermano. Mudah estaba felizmente casado, con cinco hijos, la menor una niña de dos años y el mayor un chico de dieciocho. Abdullah nunca se había casado, la cual era una de las razones de que lo eligieran para encabezar esta misión en Suramérica. No era tan devoto como su hermano. Mudah vivía para Alá, mientras Abdullah vivía por razones políticas. De cualquier modo, ellos tenían su enemigo común. Un enemigo que para destruirlo ambos darían sus vidas. Materialismo. Imperialismo. Cristianismo. Estados Unidos.

—Sí, por supuesto. Por Alá —concordó él, y miró por la ventana—. Así que ahora esta selva será mi hogar.

—Por algún tiempo, sí.

—Algún tiempo. ¿Y cuánto es algún tiempo?

—El tiempo que se necesite. Cinco años. No más de diez. Vale la pena cada día.

—Si primero no me mata. Créeme, esta selva puede enloquecer a un hombre.

—Te creo —avino Mudah sonriendo—. Lo que más me cuesta creer es que la CIA cooperara de veras con nosotros.

—No conoces el tráfico de drogas. Les he entregado suficiente información para acusar a dos carteles de drogas en Colombia a cambio de esta pequeña plantación. No es tan difícil de creer.

Mudah se quedó en silencio por un momento.

—Un día ellos lo encontrarán difícil de creer.

Abdullah hizo caso omiso del comentario. Es un hecho que lo encontrarán difícil de creer.

—¿Localizaron al otro? —averiguó Mudah.

La pregunta trajo de vuelta a Abdullah a la inmediata preocupación que tenían.

—Si no lo han hecho, lo harán. Mató a un hombre. Y si ellos no lo encuentran, yo lo haré. No podemos arriesgarnos a dejar sobrevivientes. Eso no nos serviría a ninguno de nosotros.

Mudah hizo una pausa y miró a Abdullah.

—Haces sentir orgulloso a nuestro padre, hermano. Harás sentir orgulloso a todo el islam.

Cuando Tanya recuperó otra vez la conciencia se debió al sonido de un golpe metálico sobre ella. Se sentó aturdida, pensando que con la mañana había terminado la noche… que la pesadilla había pasado. Pero cuando abrió los ojos persistía la oscuridad, y se dio cuenta con horrible espanto que no había soñado nada.

Sin embargo, el sonido metálico era nuevo. Abrió la boca para gritar cuando voces apagadas ingresaron al compartimiento. Voces extrañas musitando palabras extranjeras. El corazón se le paralizó y la chica cerró la boca.

El cuerpo de Tanya comenzó a temblar otra vez; se agarró las rodillas con la intención de frenar el temblor. Las botas se detuvieron muy cerca, quizás en el pasillo, y entonces arrastraron algo al interior de la sala. Se estremeció ante las imágenes que evocaron el sonido, y comenzó a sollozar en voz baja.

Se quedó en cuclillas por interminables minutos, inmóvil, abatida entre pensamientos abstractos. En cierto momento el dolor en la cabeza le aumentó como una gigantesca roca en la mente, y entonces se metió los dedos en una profunda cortada a lo largo de la coronilla. Una pegajosa humedad que supuso que debía ser sangre le empapaba el cabello. Se preguntó qué pasaría si una araña pusiera huevos en esa cortada.

«Los huevos de un insecto pueden ser mucho más peligrosos que su picadura, Tanya —le había advertido mil veces su madre—. Ten cuidado en esos ríos, ¿oyes?»

Sí, mamá, oigo. Pero ahora no oigo. No oigo nada porque estás muerta, ¿no es así, mamá? Te mataron, ¿verdad? Lloró tras el pensamiento.

La mente se le aclaró poco a poco. Un dolor le atormentaba en el brazo, y se pasó las yemas de los dedos hasta otra profunda cortada debajo del codo. Ahora las arañas tendrían dos lugares dónde plantar huevos. Tanya aspiró hondo, de repente consciente de que el aire en ese hoyo estaba viciado, tal vez ya reciclado. Ella podría sofocarse… ahogarse en su propio dióxido de carbono.

Volvió a estirar la mano hacia el techo y empujó. Muy bien pudo haber sido un muro de ladrillo.

La cabeza se le hinchó de dolor. Si tenía que morir, lo mejor era una muerte rápida. Pero no estaba lista para morir, y el pensamiento de morir lentamente en este compartimiento oscuro la hizo llorar otra vez.

Una voz le vino desde la memoria… su padre, en la manera profunda y confiada que solía tener.

«¡Tanya! Tanya, ¿dónde estás, cariño? Ven al pasillo; quiero mostrarte algo».

Era en su primera semana en la selva. Entonces ella tenía diez años. El padre había venido antes que Tanya y su madre para construir la casa. Ahora, después de tres meses ellas se le habían unido. Tres meses de esperar y de explicar a sus amistades estadounidenses que sí, que los estaba dejando por mucho tiempo, pero que no se preocuparan, ella escribiría. Había escrito tres veces.

—Ven aquí, cariño.

Había encontrado a su padre mirando dentro del clóset del pasillo y sonriendo orgullosamente.

—¿Qué es, papá?

Él la había llevado al lugar y se había agachado al lado de ella.

—Es un sitio secreto de almacenaje —le había dicho él, radiante—. Creo que es un lugar en que podemos esconder cosas.

Ella había mirado dentro del oscuro cuadrado y se había estremecido.

—Está muy oscuro. ¿Por qué quieres esconder cosas?

Su madre había intervenido entonces.

—Ah, no le debes prestar atención a tu padre, Tanya. Solo está sacando a relucir sus fantasías de la infancia. Tú no vas a entrar allí. No es un lugar seguro. ¿Comprendes? Nunca.

Jonathan había reído entre dientes y Tanya se había alejado, sonriendo. Había muchas cosas más interesantes en los nuevos alrededores de la niña que una caja enterrada. Es más, en realidad su padre nunca había utilizado el lugar oculto, al menos que ella supiera.

Menos ahora. Ahora él había dirigido a su hija allí dentro y la había dejado para que muriera. El pensamiento la ofendió, y Tanya abrió bien los ojos a pesar de que no se veía nada. Correcto, debía tener este pensamiento o simplemente podría hacer eso. Podría morir.

Para empezar, Tanya debía encontrar una manera de moverse dentro de este diminuto espacio. Si no estiraba las articulaciones, estas se atrofiarían. Las rodillas ya se le estaban acalambrando. Inhaló ante la humedad que le cubría el labio superior y se pasó la mano por debajo de la nariz. Las paredes a cada lado estaban solo como a quince centímetros de cada hombro, y había establecido que la proximidad del techo tal vez no llegaba a cincuenta centímetros por sobre la cabeza. Estiró las piernas; estas no hallaron pared, y tuvo su primera sensación de alivio. Estaba sentada en L con la espalda contra un extremo.

Tanya estiró más los pies, pero estos chocaron con el extremo opuesto del compartimiento. Maldijo en voz alta. No era posible acostarse derecha. Piensa correctamente. ¡Piensa!

Dios mío, escúchame. Estoy atascada en esta caja y estoy maldiciendo. No suelo maldecir. Especialmente cuando la única persona que tal vez me pueda sacar de esto eres tú. Ayúdame, querido Padre. ¡Ayúdame!

Bueno, está bien. ¿Qué debo hacer? Tanya se tranquilizó y obligó a la mente a funcionar con lógica, un paso a la vez.

Padre, si me permites vivir, te juro

¿Qué le vas a jurar a Dios? Como si eso cambiara algo.

Solo déjame vivir y haré cualquier cosa. Cualquier cosa. Lo juro

Las paredes de los lados estaban asentadas en pared o concreto… no sabía en qué, pero de cualquier modo no iban a ninguna parte. Las paredes de los extremos eran iguales a las de los costados. El piso debajo de ella llevaba a más tierra.

Esta era una tumba.

El techo ya había demostrado ser inflexible, aunque solo había intentado la fuerza. Tal vez con astucia resultaría mejor. Sí, astucia.

Tanya se sentó y pestañeó en la profunda oscuridad. Debía explorar todo el compartimiento con los dedos, especialmente el techo… tal vez halle una cerradura, una hendija o alguna manera sencilla de salir de esta caja.

Una pizca de esperanza le produjo un poco de luz en la mente. Lo que necesitaba era luz en los ojos, pero esto era un inicio, pensó, y con urgencia necesitaba un inicio. Levantó los brazos por encima de la cabeza y con las yemas de los dedos se dedicó a palpar cuidadosamente la áspera madera como si estuviera leyendo Braille.

«Dios, ayúdame —expresó—. Haré cualquier cosa si me ayudas. Lo que sea».

El trueno de una tremenda tormenta chasqueó mientras Shannon corría como alma que lleva el diablo. La voz retumbante del cielo ahogó los gritos de hombres a menos de cien metros detrás de él.

La lluvia llegó rápidamente, a torrentes, a medida que él se acercaba a la empinada pendiente que ascendía hacia los riscos. Pensó que ahora era un buen momento de regresar a casa. Mamá había dicho que para la cena tendría sopa de verduras, y a él le encantaba la sopa de verduras.

El pensamiento le llegó como una puñalada en la frente y dio inicio a una serie de imágenes. El corazón le saltó a la garganta y Shannon sollozó, pero rápidamente se le cortó la respiración. Ahora no. Ahora no.

Había corrido muchas veces bajo estos árboles, a menudo sin tomar en cuenta el sendero y avanzando con dificultad por la selva, riendo con indios yanomamis pisándole los talones. Por supuesto, esos eran momentos de juego. Entonces el sol había estado brillando, el suelo era visible, y el follaje estaba seco. Ahora la lluvia hacía bajar arroyos de lodo por esas empinadas laderas.

Miró abajo la montaña y vio figuras borrosas a no más de setenta metros atrás. Se salió del sendero y se abalanzó por la pronunciada inclinación a la izquierda. A través del constante aguacero oyó gritos ahogados seguidos por un ¡tas! El fuego de las armas llegó entonces en cercana sucesión, rasgando el aire como una serie de petardos.

El pie de Shannon se enterró en el suave lodo y halló una raíz. Con el verdor a su alrededor crujiendo ante del sonido de silbantes balas se internó en la selva y a zarpazos empezó a trepar la cuesta. Llegó a la cima de la ladera y se lanzó hacia adelante, jadeando con fuerza y temblando a causa del esfuerzo. Los negros riscos se levantaban por sobre la espesura.

Un fuerte golpeteo surgió entre las hojas detrás de él… el sonido de helicópteros. ¡Así que se habían unido en la persecución! Interceptarían los riscos.

Shannon se detuvo en seco en un claro en la base de los riscos. El sombrío contraste entre la espesa selva verde y la escarpada pizarra negra que se elevaba por encima centelleó la imagen de una tumba levantándose del césped de un cementerio. No se podían trepar los riscos, a no ser por dos pasajes bien demarcados.

El chico reposó las manos en las rodillas y jadeó en el escaso aire de la montaña, agradecido de que en ese momento hubiera cesado la lluvia. El golpeteo de aspas advertía la inclemente persecución.

Shannon volvió el manchado rostro hacia la selva abajo. Por el momento los había dejado, pero lo hallarían rápidamente. Tenía que pensar. El corazón le palpitaba en el pecho como un cilindro esforzándose por bombear a través de sellos reventados.

¡La laguna! No había estado en el hueco del agua en un año, pero quizás se podría ocultar allí.

Agarró un puñado de pasto y rápidamente se quitó el lodo de las suelas. Con la mirada fija en los árboles corrió paralelo al bosque, saltando de roca en roca.

Había recorrido doscientos metros antes de que el sonido de rotores de helicóptero lo hiciera meterse de nuevo a la selva. Corrió entre los árboles a lo largo de los negros riscos sin disminuir el paso, logrando ver de vez en cuando los helicópteros descargando hombres en lo alto de esos riscos.

Llegó a una pequeña laguna lodosa, se dejó caer boca abajo, viró hasta mirar el cielo, y luego salió a hurtadillas de la selva. En medio de la laguna flotaba maleza, maleza consistente en carrizos retorcidos y rotos. Shannon se deslizó entre el agua estancada, sumergiéndose y nadando entre los carrizos. Salió a la superficie en una pequeña caverna formada por la maleza y agarró una raíz.

Delgados rayos de luz se filtraban por sobre la masa de carrizos rotos más arriba. Shannon escupió hacia una gigante lagartija nocturna durukuli, cerró los ojos, y sacudió la cabeza ante la oleada de lágrimas en los ojos.

Se oyeron voces alrededor del perímetro del agua. Shannon contuvo la respiración y obligó a los músculos a relajarse. Las pisadas pasaron suavemente y se internaron en los matorrales. Por el momento estaba a salvo.

Tragó grueso y se quedó mirando a la inmóvil lagartija que hacía chasquear la lengua. El sonido de sudor cayendo al agua desde la barbilla le resonó en los oídos, como el paso de segundos que llevaban a ninguna parte. Tas, tas, tas.

Entonces imágenes del ataque volvieron a enrollársele en la mente. Ahora solo quería ir a casa. Ya había terminado, ¿verdad? Todo había acabado. Debía ir a casa antes de que la oscuridad hiciera salir a las serpientes.

Pero no se pudo mover. Dejó que más lágrimas, chorros de ellas, le corrieran por el rostro, y halló un poco de consuelo en esas lágrimas. Nadie podía verlo. Sin embargo, pensó que pronto tendría que hacer algo.

Pronto.

Tanya se desplomó sobre el trasero, totalmente aterrada. Había pasado bastante tiempo recorriendo el compartimiento con las yemas de los dedos. Los minutos se consumieron en horas, pero en realidad pudieron haber sido solo segundos. Era esa clase de impresión: una extraña confusión con la despiadada mirada enfocada hacia la medianoche, pero sabiendo que la mañana debería llegar. E irse.

Ella no encontraba salida.

Además de la pequeña rajadura alrededor de la portezuela, los dedos de la joven solo sentían líneas paralelas que separaban exactamente ocho tablas alineadas en todos los cuatro costados de este cajón de embalaje. Tanya había calculado que cada tabla tenía veinte centímetros de alto. Eso haría a la caja de más de metro y medio de profundidad y más o menos lo mismo de largo. Metro y medio por metro y medio, por un metro, pensó ella. Un buen tamaño para una tumba. Grande, en realidad. Bueno, las tumbas egipcias… había algunas tumbas importantes.

Pero esta no podía ser la tumba de Tanya. De veras que no. ¡Ella solo tenía diecisiete años! Y se suponía que su padre había intentado salvarla, ¡no enterrarla viva! Empezó a llorar en rachas continuas. La emoción de llorar le hacía estremecer los hombros.

Oh, Dios. ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho mi padre, mi madre o yo para merecer esto? ¿Por qué permitirías que ellos murieran? Contéstame solo eso, si eres tan bondadoso y amable.

Se llevó una mugrienta uña a los labios y la mordió. Mugre se le molió entre los dientes incisivos, como diminutos pedazos de vidrio que le enviaron escalofríos por la espalda. Sus padres eran muy inocentes; muy amorosos y pacientes. Daban sus vidas por otros. Por ella.

Por favor, Dios, sálvame. Haré cualquier cosa.

La mente de Tanya empezó a hacerse trizas anímicamente. Había llegado al final de los sentidos. Ya no había más tareas importantes en qué ocupar los dedos. Las fosas nasales estaban atestadas con el olor a putrefacción; las orejas solo oían débiles sollozos; lo único que lograba saborear era el propio moco que le salía.

Mil pinchazos de luz le centelleaban en la mente, como estrellas estallando el cuatro de julio, y Tanya pensó que se podría deber a que el cerebro se le estaba desequilibrando. Las manos le temblaban como las de alguien muy viejo en oración desesperada, y los ojos le empezaron a doler. Le dolían porque se le habían enrollado hacia el interior del cráneo, desde donde tenían una mejor posición para los fuegos pirotécnicos. La boca le bostezó, exhalando aire viciado.

Entonces oyó el grito.

Empezó débil y lejano como un tren acercándose y haciendo sonar el silbato, pero rápidamente se convirtió en un fuerte chillido, como si el tren hubiera aplicado los frenos y se deslizara de manera incontrolable hacia el frente.

Tanya pensó que el sonido le estaba lastimando la garganta, y se dio cuenta de que el grito salía de ella.

Estaba gritando. No se trataba para nada de un bostezo… era un grito. En algún momento durante ese grito se quedó dormida. O muerta. Daba lo mismo en la caja aquí abajo.

Fue entonces, mientras yacía muerta para el mundo, que vino la primera visión, como un rayo del cielo. En un sencillo resplandor de blanco, el cielo brillante floreció encima de ella. La oscuridad desapareció. Y allí, acurrucada en el compartimiento, Tanya quedó boquiabierta.

La chica era como un ave en lo alto del cielo, dando vueltas a un claro en la selva allá muy abajo. La cubría tal alivio y tal satisfacción que se estremeció de placer. Pasó una ráfaga de viento silencioso; cielo brillante le hizo entrecerrar los ojos; el aroma de la selva surgió húmedo y agradable. Ella sonrió y giró la cabeza.

Esto es real, pensó. Me he convertido en un ave o un ángel volando sobre los árboles.

Un buldózer amarillo lanzaba ruidosamente humo gris mientras recortaba un camino a través de árboles que llevaban a un enorme campo cuadrado hacia el norte. La plantación. La plantación de Shannon. Y directamente abajo, la misión.

Tanya bajó las alas para mirar más de cerca. Estaban construyendo una casa de madera en el centro del claro. El individuo alto de cabello rubio que trabajaba allí se inclinaba con diligencia sobre una mesa de aserrar, y ella reconoció de inmediato a su padre. Los centelleantes ojos azules de él miraron al cielo, sonriendo; levantó una mano, como si quisiera que ella llegara hasta él, y entonces se volvió a inclinar sobre el aserradero.

Pero todo esto era muy extraño. Ella nunca había visto la misión o la casa antes de su culminación. Y ahora veía cada detalle a través de los ojos de un ave. Vio cómo papá había colocado cuidadosamente las vigas del techo con centros de cuarenta y cinco centímetros para agregar fortaleza; vio que una de las ventanas estaba rota en el suelo, esperando ser reemplazada. Vio que su padre había dejado varias vigas grandes inclinadas contra la esquina y que ahora una de esas vigas se deslizaba hacia él.

Tanya comprendió súbitamente sobresaltada que la viga se estrellaría contra su padre, y le lanzó un chillido de advertencia. Jonathan volteó a mirar hacia el cielo, vio la viga que se le venía encima y se hizo a un lado salvándose por solo unos tres centímetros. Con los ojos bien abiertos se balanceó sobre los pies. Por un momento miró la viga con incredulidad, obviamente afectado en mala forma. Levantó la mirada hacia el ave que volaba en lo alto, hacia Tanya, y sonrió.

«Gracias, Padre —susurró Jonathan; y luego, como si le hablara directamente a ella, comentó—: Recuerda mirar siempre más allá de tus propios ojos».

De pronto el cielo se ennegreció, como si alguien hubiera apagado un interruptor.

Solo que nadie había apagado las luces. Ella acababa de abrir los ojos. Y en la caja no había luz.

Tanya respiró de manera confusa y se acurrucó, deseando con desesperación poder volver a remontarse en el brillante cielo donde podía mirar más allá de sus propios ojos.