Perdido en el desvarío, apenas consciente de sí mismo, Shannon llegó a la orilla en que había dejado a la mujer.
El sol estaba cayendo en el occidente. Por delante yacía una interminable cantidad de follaje, rodando, trepando, cayendo y hundiéndose. Y en alguna parte allá abajo avanzaba lentamente un hombre solitario que huía de Shannon. El árabe Abdullah. Era una locura. Ambos estaban locos.
Pero en lo profundo de la mente, más allá de la insensatez, una imagen se repetía en un circuito interminable, llevando a Shannon hacia adelante a pesar de todo. Una imagen de un espeso césped verde, y sobre el césped su padre. Y además de su padre, su madre. Papá estaba cortado en dos; la cabeza de mamá había desaparecido. Y en la máquina que revoloteaba sobre ellos, Abdullah sonreía. Y al lado del árabe, mil hombres vestidos en trajes cafés, con sonrisas fingidas.
Los kilómetros pasaban firmemente bajo los pies, con monótono golpeteo. Pero los pensamientos eran todo menos monótonos… eran infernales.
A medida que los pies de Shannon se comían los kilómetros, se unían unos cuantos cuadros más que le resplandecían en el cerebro. Estos mostraban a una joven atrapada gritando dentro de un cajón mientras su propio padre absorbía las balas encima de ella.
Tanya.
La muchacha había engarzado las uñas dentro de Shannon. Él no se podía sacudir las imágenes. Es más, estas parecían hundírsele cada vez más con cada paso, como punzantes espuelas.
Ella estaba tan hermosa como el día en que la viera por última vez, nadando en las aguas debajo de la cascada. La mente le vagó hacia antiguos recuerdos. Hacia tiernos momentos que parecían burdamente fuera de lugar en la mente de él. Tomas instantáneas de un cuento de hadas de feliz final. Páginas llenas de risas y dulces abrazos. Delicados y tiernos besos. Cabello azotado por el viento a través de un hermoso cuello. Suaves palabras susurrándole al oído.
Te amo, Shannon.
Lágrimas le empañaron los ojos al hombre, y este lanzó un gemido antes de apretar los dientes y desechar esas palabras.
Abdullah, Abdullah, Shannon. Piensa en Jamal. Piensa en el plan.
Tanya, oh, Tanya. ¿Qué ha sucedido? Teníamos un paraíso.
Pero Abdullah lo había arrebatado de un tirón, ¿no es así? Y la CIA. Todos morirían. Todos ellos.
Shannon corría debajo de la espesura, luchando desesperadamente con el terrible dolor alojado en la garganta. Entonces años de disciplina comenzaron a conquistarlo para su misión. Había llegado a esta selva a matar. Había esperado ocho lentos y angustiosos años por el tiempo perfecto, y ahora había llegado el momento.
Sula…
Agachó la cabeza y recordó una vez más la brutal matanza de sus padres, aislando cada bala mientras esta giraba en el aire y se clavaba en la piel. Con cada pisada de los pies, otra bala se hundía un poco más. Con cada respiración, los rotores del helicóptero rasgaban el aire. Una cuchillada en la garganta sería muy buena para Abdullah; su muerte tendría que ser lenta… la sangre tendría que manar por mucho tiempo.
Shannon apenas estaba consciente de sí mismo cuando llegó a la orilla donde había dejado a Tanya. Nadaba a través de una niebla negra.
Entró desde el sur, a través de elevados árboles y escasos arbustos. El murmullo del agua corriendo se oía en medio de la quietud. Una suave brisa retozaba sobre el pasto.
Tanya yacía en la grama.
Shannon se detuvo.
Ella estaba de espaldas en medio del pasto. No que la esperara levantada y atareada, pero yacía doblada con una pierna debajo del torso… extraña manera de dormir.
Shannon revisó rápidamente la línea de árboles. Examinó el aire pero el viento estaba a sus espaldas. La muchacha podría estar durmiendo, aún exhausta por el largo viaje.
Él le observó el pecho subiendo y bajando con cada respiración. La miró por mucho tiempo y le volvió a surgir dolor en la garganta.
Querida Tanya, ¿qué he hecho? ¿Qué te he hecho? Cerró los ojos. Cuando los abrió tenía borrosa la visión.
Estás dolida, mi querida Tanya. Pensando de ese modo, usando palabras como querida Tanya, a Shannon se le liberó un diluvio de emoción en el pecho. Una estaca se te clavó en el corazón cuando eras una tierna mujer. Y ahora yo la he clavado más hondo. Solo deseaba mostrarte, Tanya. ¿Puedes comprender eso? Matar es lo único que tengo. Es lo que Sula me dio. Yo quería mostrarte eso. No deseaba hacerte daño.
Shannon se apoyó en el alto yevaro a su lado y dejó que el dolor lo circundara. Los sonidos de la selva se debilitaron y él se dejó llevar por los extraños sentimientos. El campo ante él reposaba en una incongruente calma, pacífico y con Tanya descansando sobre la grama. Él permanecía en el perímetro, pensando en el derramamiento de sangre. Como un repugnante monstruo mirando desde las sombras a una inocente y bella durmiente.
Entonces se agarró de la corteza y sintió el torso sacudiéndosele con un seco sollozo.
Era la primera vez que había sentido una tristeza tan desoladora. Ella estaba allí muy inocente, respirando como una niña, y él… él casi la había matado.
Mátala, Shannon.
Parpadeó. La niebla le atravesó la mente y por un momento creyó que podría estarse muriendo. ¿Matarla? ¿Cómo podía siquiera pensar en matarla?
Sula…
Shannon cerró los ojos y tragó grueso. Salió hacia el claro y entonces, cuando estaba a mitad de camino al otro lado del claro, vio la oscura mancha en el cabello de ella.
Sus instintos tomaron control a media zancada, antes de que se le formara una clara idea de que esto en la cabeza de Tanya era sangre. Se lanzó al suelo y extrajo el cuchillo antes de tocar el pasto.
«¡Levántate, badulaque!» —exclamó con desprecio una voz a través del claro.
Esa voz. Un escalofrío bajó por la columna de Shannon.
Tanya aún estaba respirando… la herida no había sido mortal. Un golpe en la cabeza la había dejado inconsciente. Y ahora Abdullah le estaba gritando a él.
«¡Levántate o le dispararé a tu mujer!»
¡Abdullah había venido aquí! En mil millas cuadradas de selva él había tropezado con Tanya. Fue por el río, desde luego. Había tomado el río como lo haría cualquiera. Los cocodrilos no la habían atrapado, pero sí Abdullah.
La mente de Shannon ya se había vuelto a meter en la piel de exterminador. Ahora mataría a Abdullah; y lo haría frente a Tanya.
Se paró lentamente y vio al árabe salir de los árboles, arrastrando a un hombre por el cuello. ¡El sacerdote! El sujeto tenía al padre Petrus.
Shannon maldijo su propia falta de precaución. Le había dado la ventaja a Abdullah. Era la locura que lo plagaba, las voces que le gritaban en el cerebro, y los sentimientos ridículos, todo eso lo había debilitado. Ahora enfrentaba, sin el más mínimo elemento de cautela a su favor, a un hombre que llevaba una pistola a una distancia de veinte metros.
La blanca dentadura del terrorista centelleaba a través de una malvada risa, y obligó al sacerdote a arrodillarse. La cabeza del padre Petrus le guindaba… el clérigo apenas era coherente.
«Lanza tus cuchillos al suelo —ordenó Abdullah apuntando con la pistola a Tanya—. Lentamente. Muy lentamente. Y no creas que no la mataré. Con solo una mueca que hagas, la mato, ¿entiendes?»
El árabe mantenía la pistola a un metro del cuerpo bocabajo de la muchacha, que aún subía y bajaba en profundo sueño.
Shannon apretó los dientes. Si se movía con suficiente rapidez podría aventar al revés el cuchillo y golpear a Abdullah en la garganta. Desde esta distancia podría matar fácilmente al hombre. Hacerlo sangrar como un cerdo.
Pero Abdullah tendría tiempo de apretar el gatillo. Si la pistola hubiera estado apuntada hacia él, podría eludir la bala, pero el árabe la apuntaba hacia Tanya.
«¡Tíralos al suelo!»
Todo músculo en el cuerpo de Shannon le suplicaba que arrojara el cuchillo ahora. Titubeó un último segundo y luego soltó el cuchillo, que cayó con un suave ruido sordo. Apretó la mandíbula.
«El otro. ¿O hay otros dos?» —preguntó el terrorista riendo de nuevo.
Shannon se inclinó lentamente y de una cubierta en el tobillo sacó el cuchillo de monte. Lo aventó a un lado. Este cayó sobre el otro cuchillo con un sonido metálico.
«Vuélvete poco a poco».
Shannon miró alrededor del perímetro, la mente buscaba alternativas rápidamente, pero justo ahora estas venían con demasiada lentitud. Se volvió como Abdullah pidió. Si pudiera tener al hombre al alcance de los brazos lo podría matar sin arriesgar a la mujer. Velozmente, antes de que el carnicero tuviera tiempo de saber que él lo había vencido con astucia. O lentamente para darle tiempo de sentir la muerte.
«Vuélvete al otro lado».
Cuando se volvió, Abdullah estaba pateando a Tanya en las costillas.
Shannon se estremeció.
«¡Atrás! —gritó Abdullah con baba formándole espuma en los labios; venas brotadas le envolvían el tenso cuello—. Te dije que te movieras lentamente. La próxima vez le meteré una bala a ella en las caderas».
El árabe era rápido. Muy rápido. Había anticipado, y tal vez hasta provocado, la reacción de Shannon y luego retrocedió con asombrosa velocidad. Como una serpiente.
Tanya se agitó debido a la siguiente patada a su sección media. Gimió y se puso de rodillas. Un hilillo de sangre le manchaba la sien.
Mátalo, Shannon. Mátalos a los dos. Mátalos a todos ellos.
Odió el pensamiento.
Tanya se paró y enfrentó a Abdullah. Aún no había visto a Shannon. El sacerdote todavía estaba de rodillas, entre ellos, con ojos cerrados.
«Vuélvete y saluda a tu visitante» —declaró Abdullah sonriendo con placer infantil ante su ingeniosidad.
Tanya se volvió. Muy lentamente. Como si estuviera en un sueño.
Los ojos de ellos se encontraron. Los de ella eran azules y redondos, ojos que él recordaba de la laguna. Los labios femeninos se abrieron. Los mismos labios que lo habían besado, chorreando agua sobre las rocas. Algo había cambiado en ese rostro desde que él la había dejado aquí. Él vio más que un clamor por ayuda. En realidad para nada era un clamor por ayuda.
El corazón de Shannon dejó de palpitar por unos prolongados momentos. Ella lo estaba empujando otra vez hacia la laguna y él deseaba ir.
El árabe caminó hacia un lado y les sonrió.
«Se volvieron a reunir, ¿verdad? —expresó, y lanzó a Tanya un rollo de cordel de pescar—. ¡Átalo como a cerdo de sacrificio! ¿Sabes cómo se hace eso?»
Ella negó con la cabeza.
«Por supuesto que no. Así es como atan a los cerdos, de patas y manos —explicó, y apuntó la pistola hacia Shannon—. Átalo».
Shannon miró a Abdullah y vio que los ojos le danzaban con fuego.
Volvió a mirar a Tanya. Ella caminó hacia él sosteniéndole la mirada. Lo miró como un niño que presencia una ilusión representada por un mago: con respeto absoluto. Como si los últimos ocho años no fueran más que uno de sus vívidos sueños, y ella estuviera mirándolo por primera vez después de despertar al fin.
Una ligera sonrisa se formó en los labios de la joven.
«Shannon» —manifestó, y la suave voz repicó en la mente de él.
«¡Silencio!» —gritó Abdullah.
La voz resonó por el perímetro, y una bandada de loros voló lanzando chillidos de protesta. El árabe mantenía la pistola apuntada en ella, caminando al lado para corresponder con los pasos que la mujer daba.
«¿Te dije que le hablaras? No, ¡te ordené que lo ataras! —exclamó, haciendo un exagerado movimiento circular con la mano libre—. Átale las manos a la espalda y hasta los tobillos».
Aturdido, Shannon la observó acercarse. Ahora supo que ella casi no le estaba oyendo al árabe. Él había analizado un centenar de hombres bajo trauma extremo, trauma provocado por él en la mayoría de casos. Y entonces supo esto: Tanya apenas estaba consciente del hombre que tenía a la derecha. Se hallaba totalmente absorta en él, en Shannon.
Entender esto lo mareó.
Ella había llegado hasta donde él y ahora le contemplaba el rostro; bajó la mirada hasta el cuello, los hombros, el pecho, estudiando cada músculo como por primera vez. Tiernamente, como alguien que ama.
«¡Átalo!»
Una voz gritaba en la mente de Shannon, muy atrás donde los oídos apenas lograban oírla, pero la mente se le estaba doblegando en sufrimiento.
«Átame las manos a la espalda y después a los tobillos cuando me arrodille» —enunció Shannon con voz temblorosa.
De repente él quiso llorar. Como lo había hecho minutos antes. ¿Qué le estaba sucediendo?
Tanya.
Sula. Ambos nombres le atraparon el pensamiento, peleándose el dominio.
Ya no pensaba con tanta claridad como lo había hecho una semana antes.
Tanya alejó los ojos de él, aún sonriendo débilmente. Se deslizó alrededor de Shannon agarrándole las manos entre las suyas. Pinchazos de calor le subieron a él por los huesos y sintió que le temblaban los dedos.
Estaba tocándole las manos con delicadeza; sintiéndole los dedos, las palmas. Le recorrió los dedos por los brazos. Le estaba hablando con su tierno toque. El corazón de él se aceleró.
Átame, Tanya. Por favor, solo átame.
Ella le envolvió la cuerda sin tensionarla mucho alrededor de las muñecas, aún tocándole ligeramente las manos, rastreándole las palmas. Aseguró los nudos y él se arrodilló; entonces la joven se arrodilló detrás de él y le pasó la cuerda por debajo de los tobillos.
Mientras la muchacha trabajaba, Shannon pudo sentir en los hombros la cálida respiración de ella, inclinada sobre él. El fuerte aroma de flores, gardenias, le acarició las fosas nasales y tembló una vez.
¿Qué me está sucediendo?
¡Mátala, Shannon! ¡Mátala, gusano despersonalizado!
Él dejó que la cabeza se le cayera a un costado. Quietud se asentó sobre el claro. Hasta el viento pareció hacer una pausa. La barbilla de Tanya se acercó y luego le tocó levemente la espalda, y la piel de él tembló ante la cercanía de ella.
Se le formó un nudo en la garganta, y por un terrible momento pensó que podría ponerse a llorar. Por ninguna razón en absoluto.
Querida Tanya, ¿qué te he hecho? Lo siento muchísimo.
¡Mátala! ¡Mata!
«Shannon» —susurró ella.
Él se paralizó.
Ella le volvió a susurrar, apenas audible pero tiernamente.
«Shannon. Te amo».
La respiración de Tanya pasó por sobre el hombro masculino, y él pudo olerla. Almizclada y fragante. Gardenias.
Lo último de dominio propio en él lo abandonó mientras el aroma de ella le llegaba a los pulmones. Le estaba respirando amor. Se paralizó todo… menos el corazón, que le palpitaba con desesperación contra el pecho.
Entonces ella terminó de amarrar.
«Aléjate de él» —ordenó Abdullah.
Tanya no se movió. Tal vez no lo había oído.
«¡Retrocede!» —el hombre lanzó ahora un alarido.
Tanya se levantó poco a poco y se hizo a un lado. Abdullah se acercó aprisa y apretó bruscamente las amarras. Shannon se mordió los labios por el dolor e hizo acopio de cordura. Se le desvaneció cualquier ilusión que había albergado de liberarse de las ataduras flojas de Tanya.
«Vamos, cerdo —expresó Abdullah echándose hacia atrás y riendo escandalosamente como una hiena—. No será muy difícil matarte ahora, ¿no es así?»
El matón agarró a la muchacha y la empujó otra vez hacia el centro del claro. Ella trastabilló hacia el frente y se volvió hacia él, lanzándole una furiosa mirada. Shannon pensó por un instante que ella le iría a gritar a Abdullah. Pero el momento pasó y la chica volvió a mirarlo a él.
Abdullah se quedó a medio camino entre ellos y retrocedió para analizar a sus víctimas. Extendió las piernas y sonrió de oreja a oreja.
Se lamió la baba de los labios y se pasó la pistola a la mano izquierda y luego otra vez a la derecha.
«Vaya, vaya —declaró mirando el reloj—. Tenemos tiempo. ¿Sabes lo que he hecho, asesino?»
Tanya observaba otra vez a Shannon, haciéndole caso omiso a Abdullah. La figura de ella se distorsionaba en medio de las lágrimas que brotaban de los ojos de Shannon.
«He detonado un artefacto nuclear en tu nación, gringo. Y otra explotará pronto. Está en una cuenta regresiva que terminará en menos de una hora. Una cuenta regresiva que solo yo puedo detener ahora».
Shannon miró de manera inexpresiva al hombre.
«Yo tengo el poder, y el mundo no puede hacer nada —continuó el árabe dándose palmaditas en la sien—. El único código para detenerla está encerrado en mi mente».
«Shannon —habló Tanya en esa voz baja y débil otra vez—. Perdóname. Lo siento mucho».
«¡Cállate!» —gritó Abdullah girando bruscamente la cabeza hacia ella.
Shannon parpadeó apartándose la humedad de los ojos, sintiendo que se iba a desmoronar por la insensatez de las palabras de ella.
«Ahora sé algunas cosas, Shannon —siguió diciendo Tanya, haciendo caso omiso a Abdullah—. Sé que fui hecha para amarte. Sé que necesitas que te ame. Sé que siempre te he amado, y que te amo desesperadamente ahora».
Abdullah dio tres zancadas hacia ella y le asentó un manotazo en la mejilla descubierta. El aire resonó con el sonido de carne golpeando carne.
¡Crac!
El cuello de Shannon se llenó de calor. Gruñó y con ira repentina dio jalonazos a las ataduras. El rostro de Tanya se puso de color rojo brillante. Pero no le desapareció la sonrisa.
«¡Déjala tranquila! —gritó Shannon—. ¡Tú que la tocas otra vez y yo que te arranco el corazón!»
Dolor le bajó por la columna y se le nubló la cabeza, y ahora se dio cuenta de que eso era obra de Sula. Cerró los ojos contra la agonía.
«Shannon —volvió a decir ella, y las palabras fluían como un bálsamo—. Shannon, ¿recuerdas cuando solíamos nadar juntos, en la laguna?»
Él abrió los ojos.
El árabe permaneció parado, estupefacto.
Shannon recordó.
«¿Recuerdas cómo yo caía en tus brazos? ¿Y cómo me besabas en los labios?»
Los profundos ojos azules femeninos lo miraban fijamente.
El árabe giró la cabeza hacia Shannon, fuera de balance ahora.
Tanya no le hizo caso.
«¿Sabes que fue para hoy que nos amamos entonces? Aquello estaba más allá de nosotros, Shannon. Nuestros padres… murieron para este día».
Las palabras no tenían sentido para él, pero los ojos, los labios y la voz de ella… todo eso se estrelló en él. Parecía que la respiración le volvía a fluir.
Ella estaba amándolo con una intensidad que él no sabía que pudiera existir. La sangre se le drenó de la cabeza, y dejó que las palabras de ella lo inundaran.
Algo que ella había dicho hizo retroceder a Abdullah.
«Somos parte del plan de Dios, Shannon. Tú lo eres. Igual que Rajab. La carta de triunfo de Dios».
La mente de Shannon comenzó a girar en círculos.
«Esos vínculos de amor nunca se han roto. Dime que me amas, Shannon. Por favor, dímelo».
Él sentía la presión en el pecho como una represa a punto de estallar. Le corrían lágrimas por las mejillas. Sangre le rugía en los oídos, y el rostro se le retorció en angustia.
«Te amo desesperadamente, Shannon».
Yo te amo, Tanya.
Una oleada de angustia le subió por el pecho, envolviéndolo.
Mátala
«¡No!»
El dolor le rugía en los oídos, y por un momento creyó que se desmayaba. Le brotaron lágrimas de los ojos y el rostro se le contorsionó en agonía.
«¡Nooooo! —dejó salir el grito y jadeó—. No, gusano despersonalizado. ¡Yo la amo!»
Sollozos le cortaban la respiración. Succionó una bocanada de aire, echó la cabeza hacia atrás, y gritó al cielo a todo pulmón.
«¡La amo!»
El grito resonó, acallando la selva.
Entonces la oleada de dolor se rompió en el cráneo. Los músculos se le tensaron en un ataque y luego lo soltaron. Gimió y se dobló sobre sí.
Por un interminable momento el mundo se le ennegreció. El río dejó de fluir aprisa, la tierra ya no le presionaba en las rodillas, la brisa pareció congelarse. Y entonces poco a poco la mente comenzó a salírsele del hoyo.
«… cuando digo algo, ¡quiero decir lo que expreso!» —estaba gritando el árabe con el rostro enrojecido.
Fuera de sí, Shannon se volvió hacia la chica.
¿Tanya? Él se sentía de una manera rara como si hubiera entrado a un nuevo mundo; o como si hubiera salido de uno.
¡Tanya! ¿Qué estaba haciendo ella? Le estaba sonriendo.
—Te… te amo, Tanya —declaró, de rodillas allí, como un niño, comenzando a sollozar suavemente—. Te amo. Te amo mucho. Lo siento. Lo siento.
—¡Cállate! —gritó Abdullah.
—Shh… no, no llores, Shannon —expresó ella empezando a llorar—. Estamos juntos otra vez. Ahora todo está bien. Todo saldrá bien ahora.
—Tanya —expuso él sollozando; el bosque resonó con su grito—. ¡Oh, Dios!
Shannon volvió a gemir.
—Perdóname. He estado equivocado. Oh, Dios, ¡ayúdame!
¿Y qué has hecho, Shannon? ¿Adónde has ido y qué has hecho? Pánico le recorrió la mente. Tengo que detener… ¡Bum!
El disparo resonó entre los árboles y Shannon abrió repentinamente los ojos. El padre Petrus yacía de costado, sangre le salía de una herida en la cabeza. Oh, querido Dios, ¿qué he hecho?
Tanya estaba llorando.
«¡Silencio!» —exclamó Abdullah con el rostro retorcido de ira y saltando hacia Shannon.
Un cuchillo le resplandecía en la mano derecha. Atacó agresivamente, cortándole el pecho a Shannon hasta las costillas.
El joven retrocedió hasta caer sentado. La cabeza le dio vueltas.
El árabe temblaba de la cabeza a los pies. Los ojos le brillaban negros e iracundos. Estaba allí parado como un perro rabioso sobre un conejo. Estiró la mano y volvió a cortar… a través del hombro de Shannon.
Este gimió. Náusea le corría por el estómago. Miró a Tanya, suplicante. No por ayuda. Por su amor.
—Te amo, Tanya —le afirmó.
Lágrimas bajaban silenciosamente por el rostro de ella mientras articulaba la respuesta.
Te amo, Shannon.
El árabe volvió a atacar, baba le volaba de los labios. La hoja centelleó al atravesar el pecho de Shannon, formando una clase de cruz. El atacante retrajo el brazo para otra arremetida.
«¡Sula!» —exclamó Tanya; la voz atravesó el claro.
El árabe dio la vuelta, con el brazo aún erguido. La mente de Shannon estaba allí solo a medias, en el río. La otra mitad pensaba en que debía parar algo. Algo que solo él podía detener.
Tanya estaba mirando a Abdullah. Ella lo había llamado Sula.
«Yo lo conozco a usted —continuó ella forjando lentamente una sonrisa con los labios—. Ya nos conocemos. ¿Recuerda? A usted lo llaman Sula, que significa muerte».
Sí, muerte. Algunos lo conocen como Sula. Otros como Lucifer. Eran lo mismo. Abdullah se quedó paralizado, sosteniendo la pistola en la mano izquierda y el cuchillo ahora goteando sangre en la derecha. El rostro se le puso lívido.
Tanya se hallaba con los brazos a los costados, una nueva intrepidez en la postura.
«¿Y cómo se lo inmoviliza a usted, Sula?»
El árabe avanzó con dificultad tres pasos al frente. Miraba estupefacto a Tanya.
«Usted sabe que no puedo dejar que lo mate» —advirtió ella en voz baja.
El mundo comenzó a hacerse lento. La situación se estaba poniendo patas arriba. Él tenía que detener algo. Algo mucho peor que esto. Y ella se estaba asegurando que él lo hiciera.
Abdullah se estremecía ahora como una hoja. De algún modo este extraño encuentro entre él y Tanya había disparado un interruptor.
«Usted ya ha hecho esto antes, ¿no es verdad?» —sugirió Tanya extendiendo los brazos, aún sonriendo débilmente.
«¡Abdullah! —gritó entonces Shannon—. ¡Tómame a mí! Déjala tranquila».
Él tensó la cuerda, sintiendo que le cortaba la piel. Sangre de las heridas del pecho y el hombro le bajaba por el estómago.
El árabe lo miró, los músculos faciales le temblaban. Tenía la pistola en un costado.
«No. Tómeme a mí» —indicó Tanya, con los brazos levantados para formar una cruz.
El árabe giró la cabeza y en un movimiento lento levantó la pistola al nivel de la cabeza de la muchacha. El mundo cayó en nubladas imágenes. Tanya dirigió los azules ojos bien abiertos hacia Shannon, vertiendo amor dentro de él.
¡Ella estaba dando la vida por él!
La mente de Shannon perdió entonces la coherencia. Se paró rugiendo, rompiendo la cuerda al hacerlo. La selva gritaba.
Con la cabeza golpeó la espalda de Abdullah y la pistola del hombre corcoveó. ¡Bum!
Por el rabillo del ojo Shannon vio a Tanya de pie con los brazos extendidos a los lados, la cabeza inclinada hacia atrás. ¡Abdullah le había disparado! ¡Le había disparado a ella!
La selva aún gritaba, prolongados gemidos de desesperación chirriándole a Shannon en los oídos.
Y entonces el árabe se fue de bruces y Shannon cayó estrepitosamente sobre él, lanzando las rodillas hacia adelante, de modo que se montó a horcajadas en el pecho del hombre. La mano izquierda se había topado con el cabello negro de Abdullah. Luego arrancó el cuchillo de la cintura de Abdullah.
Entonces Shannon se dio cuenta de que el grito salía de su propia garganta, no de la selva.
Por un momento pensó que él también había muerto. Que le habían succionado el alma del cuerpo, dejándole solo un enorme hueco vacío. Pero sabía que esto no podía ser cierto, porque él aún estaba gritando.
«¡Nooooo! ¡Nooooo!»
Tan solo eso, una y otra vez.
Solo entonces se dio cuenta de que Tanya no estaba cayendo. La comprensión lo dejó sin aliento y se detuvo en seco.
Por un instante Abdullah salió de su enfoque. Levantó la cabeza y vio en lo profundo de los ojos azules de Tanya. Ella bajó los brazos.
Tanya estaba viva. Los brazos de Shannon comenzaron a temblar.
«No lo mates, Shannon».
El árabe tosía debajo de él.
Shannon respiraba con dificultad, le ardían los pulmones. Sus mundos se le estaban estrellando. Por algunos instantes nadie se movió.
Soltó el cabello de Abdullah. Seguiría a esta mujer sobre un abismo si ella se lo sugiriera.
Tienes que pararla, Shannon. Solo tú puedes hacerlo.
Agarró la pistola de Abdullah y se puso de pie.
—¡Tanya! ¡Hay una bomba!
Él estaba paralizado por este extraño pánico que lo envolvía. Se sintió extrañamente vacío. Tanya, ¿hay una bomba? ¿Qué estaba diciendo él?
Ella lo miró zonzamente.
—Ya detonó…
—No. ¡Otra bomba!
Amado Dios, ¡qué había hecho él!
Abdullah se esforzaba por levantarse sobre los codos, volviendo a toser. El hombre ya debería estar muerto. Pero Shannon había cambiado de algún modo. La niebla había desaparecido y se mareó al comprenderlo.
Abdullah se paró y retrocedió lentamente, con la mirada fija. Entonces se volvió y salió a tropezones hacia el bote.
«¡Detente! —advirtió Shannon levantando la pistola y disparando al aire—. El próximo tiro no fallará».
El árabe se detuvo.
Shannon corrió hacia él. No estaba seguro de cuánto tiempo tenía, pero eso ya no importaba. Lo haría o no lo haría.
El árabe se volvió y Shannon le empujó la pistola debajo de la barbilla.
—¡Dame el transmisor!
—Es inútil sin el código —expresó Abdullah sin inmutarse—. Ni siquiera yo sé el código…
—¡Dámelo! —gritó Shannon.
El árabe hurgó en el bolsillo del pantalón y sacó el transmisor negro. Shannon lo agarró y empujó al hombre. Encendió un terminal, lo activó con el conocido sonidito del interruptor de encendido, y miró el número del circuito integrado.
Levantó una mano inestable, ingresó un código de cinco dígitos, presionó el botón verde a la izquierda, y esperó. En menos de tres segundos la luz roja en la parte superior emitió un pitido.
Transmisión confirmada.
Tanya se había levantado y se hallaba con los brazos sueltos a los costados. El árabe lo miró con el rostro pálido.
—Solo Jamal…
—Yo soy Jamal.
Poco a poco el rostro de Abdullah se puso blanco como el papel. De repente los labios se le contrajeron en un gruñido y se lanzó con un grito. Shannon reaccionó sin pensar. Se movió hacia el atacante y lo golpeó en la cabeza con la palma derecha. El impacto lanzó al suelo a Abdullah como un saco de granos.
Por un prolongado momento Shannon permaneció allí, mirando al caído terrorista.
—¿Eres Jamal? —preguntó Tanya—. ¿Quién es Jamal?
Las fuerzas abandonaron las piernas de Shannon. Se alejó de ellos, horrorizado de pronto.
—Jamal —dijo.
Ella dio un paso hacia él.
—Sí, ¿quién es Jamal, Shannon?
Una desesperada urgencia de correr le surcó a toda velocidad la cabeza. Los miembros le empezaron a temblar.
—Shannon… Nada que Jamal haya hecho cambiará mi amor por ti —manifestó ella sonriendo.
Era demasiado. Shannon agachó la cabeza y sollozó.
La joven se le acercó y le puso una mano en el hombro.
—Está bien…
—¡No! —exclamó él dando media vuelta y alejándose.
—Por favor…
—¡Soy Jamal! —gritó Shannon volviéndose otra vez y extendiendo los brazos a los lados—. ¿No ves? ¡Las bombas son mías!
Ella pestañeó. El rostro le palideció.
Él respiró hondo.
—Hice un juramento, Tanya… Todos los que tomaron parte en el asesinato de… nuestros padres. Los terroristas, la CIA.
Hizo una pausa… parecía absurdo.
—¿Una bomba nuclear? —inquirió ella mirándolo por largo rato.
Él la miró desesperadamente.
—Sula…
Esa era su única explicación.
—Él te poseyó.
Tristeza se le desbordaba y él se alejó de ella, sollozando.
«Oh, Dios… Oh, Dios» —oró.
Contuvo la respiración; se dejó caer sentado, y se colocó la cabeza entre las rodillas.
Las manos de Tanya posaron de repente sobre los hombros de Shannon, y él deseó apartarse.
—Dime lo que hiciste —solicitó ella.
Él cerró los ojos.
—Dímelo.
¿Cómo podría decírselo?
Levantó la cabeza y tragó grueso. Habló, solo oyéndose a medias.
—Descubrí que la Hermandad había enviado a Abdullah a América del Sur con el propósito de construir e ingresar de contrabando una bomba a los Estados Unidos. Por eso establecieron las rutas de drogas. Y la CIA les ayudó, sin saber acerca de la bomba. La CIA quería a Abdullah fuera de Colombia, así que sugirieron Venezuela. Por eso asesinaron a mis padres. A tus padres.
—¿Y cómo te convertiste en Jamal?
—Decidí que la mejor manera de destruirlos era asumir el control de su plan. Secuestrar y usar esa bomba para destruir a la CIA. Persuadí a la Hermandad para que me dejaran coordinar partes del plan. Agarré un buen plan y lo mejoré.
—Una bomba no habría matado solo a la CIA —opinó ella en voz baja.
—Lo sé. No lo sé. No importaba.
Él apenas recordaba ahora por qué lo había hecho.
Él árabe había dejado de gemir y estaba callado, quizás inconsciente. La selva gritaba alrededor de ellos, totalmente ajena a todo esto. Se quedaron en silencio por un rato. Tanya estaba asombrada; él estaba aletargado.
—Pero ahora todo está bien —señaló ella a media voz—. Si no te hubieras convertido en Jamal la segunda bomba habría detonado.
Ella hizo una pausa y con los dedos empezó a masajear los hombros de Shannon.
Él se volvió hacia ella.
—Y si yo no te hubiera amado —continuó Tanya—, la bomba habría explotado. El padre Petrus tenía razón. Si mis padres no hubieran venido a la selva, o si no nos hubiéramos enamorado, o si Abdullah hubiera escogido otra ubicación, la bomba habría detonado. Todo fue guiado por Dios, convirtiendo lo malo en bueno.
Shannon entendió lo que ella quería decir, pero la idea parecía imposible.
—¿Y si no hubieran asesinado a nuestros padres?
—Sí, si no los hubieran asesinado, la bomba habría explotado —asintió ella—. La habrían fabricado sin ti y hoy día tres millones de personas habrían muerto alrededor de Washington.
El rabillo del ojo de Shannon captó movimiento, y giró súbitamente la cabeza.
Abdullah estaba a medio camino hacia ellos, el rostro contraído y sombrío, un cuchillo en la mano derecha. Entonces comenzó a gritar, cuando se hallaba solo a tres metros de distancia.
Shannon rodó hacia la derecha, alejándose de Tanya, palmeó la pistola que le había quitado al hombre, y se levantó sobre una rodilla, pistola nivelada. Matar había sido como respirar en los últimos ocho años. Había vivido para matar tanto como había vivido para respirar. Había acorralado y asesinado, y siempre se había deleitado en cada muerte. Sula.
Pero ahora que a Sula lo había vencido el amor, y con Abdullah acosándolo como un perro rabioso, se le hacía difícil jalar el gatillo. En el último instante bajó el cañón. La pistola le corcoveó en la mano.
¡Bum!
La bala se alojó en la cadera de Abdullah.
La fuerza del impacto lo hizo girar en el aire y aterrizar de espaldas con un golpe sordo.
Shannon soltó la pistola y cayó sentado. Cerró los ojos y sollozó. ¿Murió papá para esto? ¿Murió mamá para esto, para que me pudiera convertir en el único hombre que podría parar la bomba?
¿Para esto se había enamorado locamente de una mujer de diecisiete años en la selva?
Los brazos de Tanya le resbalaron por el cuello, y el cálido aliento femenino le rozó la mejilla. Ella lloraba muy suavemente.
«Te amo, Shannon. Y Dios te ama con desesperación».
Él puso los brazos sobre Tanya, y ella pegó el rostro al pecho masculino.
Entonces lloraron juntos, recordando de nuevo la laguna, cada uno perdido en el abrazo del otro, perdidos en el renacimiento del amor.