Capítulo cuarenta y tres

Tanya dormía sin soñar cuando la golpearon en la sección media. Instintivamente se enroscó, tosiendo. Una voz gritaba sobre ella.

«¡Levántate!»

Otro golpe le dio en la espalda y apresuradamente la joven se apoyó sobre las rodillas. Por sobre ella lentamente tomó forma una figura, iluminada al respaldo por el sol de la tarde. La cabeza le dio vueltas, y creyó que se iba a desmayar. Pero la sensación pasó, y pestañeó hacia el hombre.

Un tipo con un mechón blanco atravesándole el cabello se hallaba sobre ella, sonriendo con labios retorcidos. Abdullah. Lo reconoció al instante.

El hombre tenía una pistola plateada en la mano derecha. Un pequeño bote de aluminio atado a un tronco enlodado se mecía en la corriente detrás de él. La camisa blanca del individuo se había oscurecido por el cieno del río, y los zapatos negros tenían barro apelmazado. Había protegido los pantalones arremangándolos por sobre medias que dejaban ver canillas huesudas y velludas como si no hubieran visto el sol en años. La inflamada cicatriz en la mejilla se le curvaba al reír. El tipo había bajado por el río desde la plantación, lo cual significaba que Shannon no había podido encontrarlo.

«Bien. Qué sorpresa. Es la mujer del asesino —expresó Abdullah; la lengua se le veía negra en la boca al hablar, como una anguila ocultándose en su negra cueva; los labios le temblaban de manera espástica—. Parece que después de todo morirás».

Los ojos del árabe brillaban negros y desorbitados, y Tanya pensó que el tipo se había vuelto loco. Ella se levantó poco a poco.

Entonces vio al padre Petrus, de rodillas en el barro al lado del bote, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda.

—¡Padre Petrus! —exclamó la joven moviéndose instintivamente hacia él.

—¡Silencio! —gritó Abdullah golpeándole el hombro; la muchacha cayó sentada.

—¿Qué le ha hecho usted? —preguntó ella gateando alrededor.

—Tranquila, Tanya —enunció el sacerdote con voz ronca.

¿Tanya? ¿Conocía él el verdadero nombre de ella?

—Quieres a tu cura, ¿no es así? Sí, por supuesto, estás a punto de morir y quieres a tu sacerdote —expresó Abdullah sonriendo, solazándose, luego se volvió hacia el río—. Cura, ven acá.

Petrus no se movió.

—¡Que vengas acá! —gritó el árabe—. ¿Estás sordo?

El padre Petrus afirmó las piernas y se tambaleó hacia ellos. Abdullah le salió al encuentro impacientemente y lo empujó los últimos metros. Petrus cayó al lado de Tanya.

Ella le quitó la venda y la tiró a un lado. Petrus parpadeó ante la luz, y la joven lo ayudó a sentarse.

El árabe los miró, con una expresión alegre en el rostro, y parecía transitoriamente perdido. Levantó los negros ojos y estudió la línea de árboles por encima del claro.

—¿Dónde está ahora tu hombre? No está aquí, ¿verdad? No. No pudo haber venido hasta acá tan rápido. Pero vendrá. Vendrá por su amada.

Por favor, Dios… Tanya empezó la oración pero no supo hacia dónde dirigirla.

Abdullah volvió a mirarla. Señaló hacia ella con la pistola.

—¿Sabes lo que he hecho?

El rostro del tipo tenía tal mirada de pura maldad que Tanya lo supo al instante. La bomba. El hombre había detonado la bomba en la visión de ella. Temor oprimió el corazón de la joven.

—¿Sí? —volvió a preguntar; una retorcida sonrisa le levantaba la mejilla izquierda, la que tenía la cicatriz; sudor le serpenteaba desde las sienes—. ¿Lo sabes?

—Usted es el diablo —declaró la muchacha.

Los labios del hombre se le cerraron de golpe. Los ojos le echaban chispas.

—¡Cállate! —gritó; baba le salpicaba el labio inferior.

Tanya miró al padre Petrus sentado a su lado. Las miradas se encontraron y la de él era brillante. El clérigo tenía el rostro cansado y la ropa desgarrada, pero los ojos brillantes. Una apacible sonrisa se le formaba en la boca. Ella pestañeó. Se le hizo un nudo en la garganta.

Tanya levantó la mirada hacia Abdullah.

—Usted es la mano de Satanás —le dijo.

La pistola del árabe empezó a temblar, y la chica volvió a hablar, recuperando ahora la confianza.

—Sí, sé lo que usted ha hecho. Ha detonado una bomba nuclear.

—¿Funcionó? —preguntó él deteniéndose, sorprendido.

¿No lo sabía él?

—Sí, creo que sí.

—¿Y cómo sabrías esto?

—Lo vi —contestó ella con naturalidad—. En un sueño.

El hombre inclinó levemente la cabeza y examinó con cuidado el rostro de la mujer.

—¿Así que lo viste? ¿Y qué más viste? —curioseó, y los labios se le contrajeron—. ¿Ves ahora lo que sucederá?

Ella titubeó. Solo sabía que sería bueno que Shannon llegara ahora entre los árboles. Y no necesariamente la chica deseaba que él la salvara, aunque eso parecía bastante razonable, sino que deseó que él estuviera aquí. Shannon.

—Estoy segura de que usted desea matar —declaró ella.

—¿Y tendré éxito? —inquirió el hombre parpadeando.

—No sé.

—Entonces no sabes nada.

—Sé que usted está muerto.

—¡Silencio! —gritó; la voz resonó entre la arboleda.

Ella miró más allá de él hacia la línea de árboles. Shannon, ¿oíste eso, amor mío? Ven rápidamente. Por favor, no hay mucho tiempo.

¿Amor mío?

—Si vuelves a hablar, lo mataré —amenazó Abdullah, señalando a Petrus con la pistola.

—Usted no puede matarlo —advirtió la muchacha volviendo a mirarlo.

El rostro de Abdullah temblaba de ira.

—Él oiría el disparo. Mi Shannon lo oiría —sugirió Tanya.

Los negros ojos del árabe parecieron agrandarse con odio. Como dos hoyos taladrados en esa cara.

—Túmbate bocabajo.

Petrus protestó.

—Por favor, debo…

—¡Silencio!

Tanya vaciló y entonces hizo lo que el sujeto le pedía. La rodilla del hombre se le posó en la espalda y la chica esperó a que algo sucediera. Entonces volvió el temor, mientras yacía boca abajo. Un miedo aterrador que le recorría los huesos como plomo al rojo vivo. Se llenó de náuseas y se imaginó el cuchillo alargándose y tajándole el cuello.

Oh, Dios, ¡por favor! ¡Sálvame, por favor! El corazón de la joven le saltaba en el pecho y los músculos se le tensaron. Detrás de ella la respiración de Abdullah se hacía más fuerte.

Entonces el árabe simplemente se puso de pie y se alejó.

Tanya permaneció boca abajo por todo un minuto antes de moverse. Petrus aún estaba sentado a su lado, mirando el río. Ella le siguió la mirada. Abdullah se agachó en la orilla cenagosa, a veinte metros de distancia. Los miraba, sacudiéndose, la pistola colgándole en la mano derecha.

La mujer se irguió hasta sentarse de cara a Abdullah.

—¿Padre Petrus?

—¿Sí, Tanya? —respondió él sin volverse para mirarla.

—Lo… lo siento mucho, padre.

—¿Lo sientes? —objetó él volviendo la cabeza y arqueando una ceja—. No te entristezcas por mí, querida mía. Estamos ganando. ¿No puedes ver eso?

—¿Ganando? Estamos sentados a orillas de un río a mil kilómetros de ninguna parte con un desquiciado mirándonos. No estoy segura de estar entendiendo.

—Y para ser sincero, yo tampoco estoy necesariamente entendiendo. Pero sí sé algunas cosas. Sé que tus padres fueron atraídos a esta selva hace veinte años para que tú pudieras estar hoy aquí. Sé que una chiquilla llamada Nadia murió en mi tierra natal, Bosnia, hace cuarenta años para que yo pudiera estar aquí hoy día —expresó él, luego sonrió—. Esto está mucho más allá de nosotros, querida mía.

—Mis padres fueron asesinados, padre.

—Igual que los míos —asintió el sacerdote mirando hacia la espesura a la izquierda y suspirando—. Y creo que a nosotros también nos matarán. Como hicieron con todos los discípulos y con el mismo Cristo.

La mente de Tanya daba vueltas. Algo en el estómago le decía que las palabras del clérigo estaban hiladas de oro. La vista se le anegó.

—La partida de ajedrez de Dios —declaró ella.

Tanya esperaba que él la consolara. Que razonara con ella o algo así. Pero eso no sucedió.

—Sí.

Por todo un minuto solo miraron hacia los árboles, oyendo una multitud de cigarras, observando la vidriosa mirada de Abdullah desde el otro lado del sendero. El hombre se hallaba en cuclillas esperando algo. Estaba fuera de sí.

—Según tú, mis padres murieron para que yo pudiera terminar en una caja y comprometiera mi vida con Dios a fin de volver aquí, yacer a la orilla de un río y yo misma morir.

—Tal vez. O algo así para que pudieras hacer algo que solo tú puedes hacer —expresó él, y la miró—. ¿Sabes qué podría ser eso?

Ella consideró la pregunta.

—Parece una locura, pero quizás amar… a Shannon.

—El muchacho.

—Sí, el muchacho. Tú lo conoces mejor como Casius. El asesino.

Los ojos del sacerdote se abrieron de par en par ante la revelación.

—Casius —dijo él, y se le formó una sonrisa en los labios—. Por supuesto.

—Esto tal vez no tenga ningún sentido para ti, pero mi corazón llora por él —confesó ella con una lágrima en el ojo.

—Así que él también es parte de esto.

—Él fue el hombre que amé.

—Sí, pero más.

—¿Qué?

—No sé. No obstante nada pasa sin un propósito. Hasta donde sé los padres de él fueron atraídos de algún modo a la selva para que pudiera convertirse en quien se ha convertido.

—¿En un asesino? Eso no me parece como de Dios.

—¿Y fue levantado por Dios el hombre que mató a Hitler?

—Según tú una de las razones de que Dios trajera a nuestros padres a la selva fue para que Shannon y yo nos enamoráramos y nos convirtiéramos en quienes somos hoy día, todo eso por algún motivo de alguna forma relacionado con este… este ataque sobre Estados Unidos por parte de estos terroristas.

—La partida de ajedrez. Estoy afirmando que el lado sombrío ha tenido algo entre las mangas y que Dios lo ha sabido por mucho tiempo. Sí. Sucede mil veces al día.

—Apenas somos peones. ¿Y si mis padres no hubieran respondido al llamado de Dios?

—Entonces no te habrías enamorado de Shannon, ¿no es así?

—¿Y si Helen no me hubiera convencido de que regresara aquí?

—Entonces… entonces no habrías podido volverte a enamorar de Shannon.

—¿Y?

—Y no sé —objetó él después de hacer una pausa.

A Tanya se le hizo un nudo en la garganta y carraspeó.

—Una parte de mí aún lo ama. Pero él ha cambiado. No estoy segura de saber cómo amarlo.

—Ámalo en la misma manera en que tú eres amada —replicó el sacerdote.

Ella miró a Petrus y él le sostuvo la mirada por largo rato.

—Conocí una vez a un sacerdote que murió por una aldea —declaró el clérigo levantando la ceja pícaramente—. Fue crucificado. ¿Te gustaría sentir el amor que él sintió, Tanya?

¿Sentir amor? La suave voz de B. J. Thomas le canturreó en el oído: Hooked on a feeling [Enganchado a un sentimiento].

—Sí —respondió ella.

Petrus sonrió y cerró los ojos.

Tanya miró a lo lejos. Abdullah aún estaba sentado al otro lado del camino, observándolos. Las aves aún trinaban en medio del calor de la tarde. Una cálida brisa inundaba a la muchacha… una brisa acordonada pesadamente con el aroma de dulces flores de gardenias. Como las gardenias alrededor de la casa de Helen. Aquellas de Bosnia.

El corazón de Tanya palpitó con fuerza. Sintió que el aroma le acariciaba las fosas nasales y que luego se le introducía en los pulmones, como una descarga eléctrica.

Entonces jadeó y cayó de espaldas sobre el pasto.

La euforia siguió casi de inmediato, envolviéndola por completo. Un éxtasis diferente a cualquier cosa que hubiera sentido antes. Como si le hubieran inyectado los nervios con esta droga: el amor de Dios fluyendo a través de ella.

Pero no eran simplemente los nervios, los huesos o la carne de Tanya, sino su corazón. No, el corazón no, porque este solo era carne y aquello era más que una droga que se le envolvía alrededor de la piel.

Era el alma. Ese ente en el pecho que hacía mucho tiempo se le había ido a lo profundo de su ser. El alma le daba volteretas; saltaba, se retorcía y gritaba con placer.

La joven estiró los brazos a los costados sobre el pasto y rió con fuerza, totalmente intoxicada por el amor. Sintió que por las mejillas le bajaban cálidas lágrimas como si hubieran abierto una llave. Pero eran lágrimas de éxtasis. Daría la vida por nadar en un lago de esas lágrimas.

En ese momento quería explotar; quería encontrar un huérfano perdido y abrazarlo durante todo un día; quería tomar las lágrimas y rociarlas por todo el mundo; quería dar. Darlo todo para que alguien más pudiera tener esta sensación. Era esa clase de amor.

Entonces la imagen de una cruz le chispeó en el cerebro, y ella contuvo el aliento. Los brazos de Tanya seguían extendidos a lo ancho mientras reía, pero el pecho se le había paralizado. Un hombre sangraba en los elevados maderos. Era un sacerdote. No, ¡era Cristo! Era Dios. Él estaba amando. Todo esto venía de él. Estas lágrimas de gozo, esta euforia que se le propagaba a la joven por los huesos, y el alma retorciéndosele… todo debido a la muerte de Cristo en esos maderos.

La imagen se le estampó con fuego en la mente como una marca al rojo vivo.

Y luego desapareció.

Tanya yacía postrada, convulsionándose en sollozos. Lloraba debido a que por primera vez todo se le empezaba a clarificar en sus recuerdos. Delante de ella se encontraba el propósito de la vida, cristalino e impresionantemente hermoso. Todo tenía sentido. No solo tenía sentido; tenía adorable sentido. Y ella estaba reducida a esto… a este lloroso bulto haciendo frente a todo esto.

Sí, algo terrible había sucedido. Pero Dios se estaba encargando de eso. No era preocupación de ella ahora. Lo que importaba en este instante era que estaba siendo amada. Que era amada.

Que había sido llamada para amar.

Shannon, ¡oh Shannon! Cómo le dolía a Tanya el corazón por él. Era como si este aliento que le fluía por el cuerpo le hubiera hecho una transfusión de amor. Amor por Shannon.

Tanya se hallaba tendida de espaldas, mirando el sol a través de las lágrimas, apenas consciente que el padre Petrus lloraba en silencio a su lado. La selva dormitaba en el calor del mediodía. Parecía absurdo pensar que la historia se mecía en el pecho de una joven perdida aquí en lo profundo de la selva mientras el resto del mundo enloquecía. En lo alto una guacamaya agitaba perezosamente las alas a través del cielo azul sin mostrar preocupación por los humanos cerca del río. Quizás ni siquiera los veía.

Tanya cerró los ojos, una vez más consumida con la imagen del hombre alto y musculoso que la había arrastrado hasta aquí. Shannon Richterson.

Dios, haré lo que deseas. Haré cualquier cosa. Lo amaré. Por favor, tráemelo de vuelta.

¿Morirás por él, Tanya?

Tanya oyó un susurro y abrió los ojos justo a tiempo para ver a Abdullah sonriendo, dirigiendo la pistola hacia abajo. La culata la golpeó en la cabeza y el mundo le explotó con estrellas y luego oscureció.

Para cuando David Lunow seguía a sus superiores dentro del transporte final fuera del Miami International quedaban menos de tres horas para que expirara el plazo de veinticuatro horas de la Hermandad. Y los hombres de Bird no habían hallado nada.

El helicóptero Bell se levantó lentamente y luego tomó rumbo al norte por sobre calles desiertas. Se podía ver personas rezagadas vagando por las calles principales de los barrios del centro de la ciudad, y más al norte las autopistas estaban congestionadas, cerradas eficazmente a cualquier retirada de inmovilizados motoristas. Un aspecto se clarificó mientras el helicóptero buscaba salida de la ruta de peligro: Si otra bomba detonaba en tierra firme, muchos de los ciudadanos morirían a pesar de la evacuación. Un millón. Quizás más. Y si la bomba explotaba en otra ciudad, entonces morirían muchos más.

David se volvió hacia Ingersol y observó que el hombre lo había estado viendo con una mirada confusa.

—Si esto ocurre, estás tostado; sabes eso, ¿no es verdad?

Ingersol no respondió por primera vez en muchos días.

—Es más, pase lo que pase, estás tostado.

Aún no hubo respuesta.

—Si me hubieras escuchado hace una semana quizás no habríamos tenido la primera explosión y probablemente no estaríamos ahora huyendo para protegernos. Alguien va a soportar la caída.

Al no recibir respuesta a su tercera descarga, David se volvió otra vez hacia la ventana.

—Ayúdanos Dios —susurró—. Ayúdanos a todos Dios.

De casi trescientos millones de habitantes en los Estados Unidos de América, los únicos que no estaban alerta ni observaban la imagen satelital en tiempo real del sur de Florida eran los que huían de esa región.

Era un acontecimiento que paralizaba al mundo. Las ciudades cercanas a Miami habían sido abandonadas, los hospitales evacuados, y el espacio aéreo despejado. Esto era un paraíso para saqueadores y a nadie le importaba. Ni siquiera a los saqueadores, que estaban muy ocupados huyendo hacia el norte.

Los entrevistadores contaban con una interminable cantidad de expertos que balbuceaban sus procedimientos durante horas de especulación. Al final ninguno parecía bueno; ninguno parecía malo. Todos se veían terriblemente desesperados.

Alguien en la Casa Blanca había filtrado el detalle de las veinticuatro horas y toda estación tenía ahora un reloj en la pantalla, con tiempo regresivo desde la última explosión. Segundos más o segundos menos, los relojes mostraban una hora, treinta y ocho minutos.

John Boy estaba comiéndose un sándwich en su casa en Shady Side, viendo la cobertura de NBC acerca del colapso de la nación mientras movía la cabeza de lado a lado. Todos los puertos marítimos se habían cerrado, pero no antes que él hubiera anclado en la bahía. Finalmente los terroristas lo habían logrado.

El barco de John Boy, Ángel del Mar, reposaba en aguas silenciosas, y si alguien hubiera estado escuchando con un artefacto especializado podía haber oído el débil tictac electrónico en el interior del casco. Pero nadie estaba escuchando al Ángel del Mar. Nadie estaba pensando en él.

Excepto Abdullah, por supuesto.

Y Jamal.