Capítulo cuarenta

Shannon cayó en el interior de la planta procesadora detrás de uno de los cinco grandes tanques blancos, cada uno marcado respectivamente con el químico que contenía: bicarbonato de calcio, ácido sulfúrico, hidróxido de amonio, permanganato de potasio y gasolina. Químicos usados para refinar cocaína. Miró alrededor del tanque marcado «gasolina» y examinó el salón. Tubos salían de los tanques hacia recipientes aglutinados en el centro del salón. La enorme operación estaba controlada desde el cuarto de cristal adosado a la pared oriental opuesta a los tanques.

Dos guardias armados haraganeaban ante la puerta que llevaba al laboratorio. Un adicional de ocho a diez hombres más trabajaba allí. Como estaban ahora las cosas sería imposible cruzar el salón sin dar la alarma. Tenía escasos veinticuatro minutos antes de que explotara el primer helicóptero.

Shannon se deslizó la mochila de la espalda, accionó un temporizador a veintidós minutos, y fijó el explosivo plástico al tanque de gasolina. Corrió hacia el tanque de hidróxido de amonio en el extremo izquierdo, donde colocó un pequeño atado de C-4 sobre el piso de cemento, ajustó el temporizador a un minuto, y se volvió a retirar al costado derecho.

Se agazapó y esperó. Directamente en frente, el túnel por el que él y la mujer habían escapado dentro de la montaña. Tanya. El nombre de ella era Tanya, resurgió de los muertos para venir a hablarle del Dios de ella. La muchacha era tan hermosa como él la recordaba. Posiblemente más. El corazón le palpitó con fuerza.

¿Y el sacerdote? Era demasiado tarde para el sacerdote.

El aire se sacudió con una explosión. Al instante todas las cabezas se volvieron hacia el rincón lejano y Shannon salió de su escondite. Vapores de hidróxido de amonio salían a chorros del tanque roto en el extremo izquierdo. Gritos de alarma llenaron el aire mientras el potente gas silbaba en la tubería. Antes de que alguno de los hombres hubiera examinado por completo la naturaleza del accidente, Shannon había atravesado el salón y entrado al túnel, corriendo a toda prisa por el piso de tierra hacia el hueco del elevador que él y Tanya habían usado.

Mientras Shannon corría, lanzó un simple atado de C-4 debajo de la correa transportadora. Eso cerraría el túnel. Llegó luego jadeando al hueco del ascensor… despejado hasta el fondo con el carro descansando en lo alto. Regresó a mirar hacia el laboratorio de procesamiento donde estaba ahora la conmoción. Aunque lo hubieran detectado, nadie corría tras él.

Se metió al hueco, agarró el grueso cable de acero, y se descolgó hasta el nivel del subsuelo, a tres metros sobre el fondo rocoso. Extrajo el cuchillo, lo metió entre las puertas del ascensor, y lo retorció con fuerza. Las puertas de acero se abrieron y Shannon metió el pie por la abertura. Cinco segundos después entraba tambaleándose al pasillo en que lo tuvieron encerrado exactamente dos días atrás.

Abdullah se hallaba un poco encorvado en el cuarto superior, empapado en sudor, con los músculos faciales retorcidos espasmódicamente.

Pensó en llamar a la costa para confirmar la explosión, pero el nervioso hispano delante de él tenía razón. No podrían confiar en nadie ahora. Es más, deberían salir, antes de que un avión de combate dejara caer sobre ellos una de esas bombas que taladraban montañas. Antes de que Jamal llegara en helicóptero.

«Pero no pueden atacarnos. Saben que el segundo artefacto ya está en cuenta regresiva. Supondrán que solo yo puedo detenerlo. ¿Ves? Ese es el poder del verdadero terrorismo» —expresó; no recordaba haber experimentado antes tal sentimiento de satisfacción.

De pronto el salón se sacudió bajo el ruido sordo de una explosión, y Ramón saltó de la silla, aterrado.

Abdullah corrió hacia la ventana. Una docena de hombres corría abajo, huyendo de lo que parecía ser el contenido de un tanque roto. ¿Un accidente? Era demasiada coincidencia. Los segundos le avanzaban en la mente con el paso surrealista de un enorme péndulo.

Entonces vio al hombre medio desnudo desaparecer dentro del túnel en el extremo izquierdo y tragó saliva.

El agente. ¡Casius!

—¡Es el agente! —exclamó girando hacia Ramón.

Por un momento no pudo pensar. Miró a Ramón, quien ya había extraído la pistola.

—¿Casius? —preguntó Ramón.

¡Los estadounidenses habían enviado al asesino tras él! En vez de replegarse, la CIA estaba yendo hacia la yugular.

Era hora de partir.

—¡Tráeme al sacerdote! —ordenó mientras saltaba hacia el escritorio y levantaba el transmisor.

—¿El sacerdote?

—¡El sacerdote, idiota! ¡El rehén! ¡Necesito un rehén!

Shannon puso cuatro cargas en el sótano donde lo tuvieron encerrado, antes de volverse a meter en el hueco del ascensor y trepar mano sobre mano hacia el segundo nivel.

Usando otra vez el cuchillo, forzó su entrada al piso de la mitad, pistola en mano. Aparte de las tres puertas cerradas, el corredor estaba vacío.

Se deslizó hacia las dos puertas a la izquierda, escuchó por un instante con el oído presionado a la madera, y las abrió solo para encontrarlas vacías. Tal vez los hombres habían corrido hacia la explosión en el laboratorio. Un bar y un pasillo revuelto, cada uno recibió un explosivo con temporizador.

Shannon volvió al ascensor y presionó el botón de llamada, haciendo caso omiso a la tercera puerta, la cual sabía que debía llevar al enorme laboratorio de procesamiento. Solamente el tercer piso quedaba sobre él. Abdullah estaría allí.

El ascensor runruneó detrás de la puerta. Shannon parpadeó por el sudor que le entraba al ojo derecho y respiró hondo. Subiría allí y mataría a Abdullah como siempre había planeado. Entonces saldría de la selva para siempre. Una imagen de Tanya le resplandeció en la mente y la cabeza se le tensó bruscamente.

¿Estás listo para morir, Shannon?

Pronto. Lo estaré pronto.

Se pegó a la pared, niveló la pistola hacia las puertas del ascensor, y exhaló.

Ramón se presionó contra el rincón del carro del ascensor, en cuclillas. Había llevado al sacerdote ante Abdullah, quien luego le dio la orden de ir a tratar con Casius. El agente ya lo había eludido una vez, pero no se le volvería a escapar. La campanilla del ascensor sonó fuertemente y él se encogió aún más hacia abajo.

El elevador se detuvo y las puertas se separaron. La mano de Ramón con la pistola fluctuó delante de sus ojos. Nada. Contuvo el aliento y esperó, tenso ante el primer asomo de movimiento.

Pero no lo hubo. Las puertas se cerraron y el ascensor se quedó quieto, en espera de más instrucciones.

¿Ahora qué? Si Ramón presionaba cualquier botón, muy bien podría delatarse. A menos que el agente estuviera en el nivel del subsuelo. Sin embargo, ¿por qué entonces el carro no descendía? Alguien más había llamado el carro, no él.

Por unos momentos Ramón permaneció agazapado esperando en el rincón, indeciso. Mientras tanto sin duda el agente se hallaría arriba o abajo. No estaría en este piso. El pensamiento finalmente lo incitó a inclinarse hacia adelante y pulsar el botón «abrir».

Las puertas se volvieron a replegar y Ramón apuntó la pistola hacia la abertura. Aun nada. Se paró y se alivianó hacia el borde de la puerta.

Shannon olió el húmedo aroma del sudor el momento en que las puertas se abrieron y retrocedió hasta la esquina antes de que se detuvieran. Miró hacia la pared y esperó.

Las puertas se cerraron ante el ocupante, pero el ascensor permaneció quieto. Shannon esperó con la pistola aún extendida. Las cargas en el hangar explotarían en menos de cinco minutos. No tenía todo el día.

La puerta se volvió a abrir y después de un momento se asomó una pistola por delante de la pared. Él siguió esperando, acabándosele la paciencia.

Una mano apareció detrás de la pistola. Shannon disparó entonces, a la mano. La bala le desprendió los nudillos, y él corrió hacia delante. El pasillo se llenó con el gemido del hombre con la pistola.

La mente de Shannon resonó con otra advertencia: un gemido sugiriéndole que no tenía tiempo para esto. Se metió al ascensor exactamente cuando las puertas comenzaban a cerrarse. El individuo al que había herido estaba arrodillado en un charco de sangre cada vez más grande. Era el hombre de un solo ojo. Shannon le disparó en la frente y le puso una mano en el cuello antes de que la cabeza le colgara hacia atrás. Los ojos del tipo permanecieron abiertos. Furiosamente Shannon soltó el cadáver en el carro, saltó sobre él, y pulsó el botón del tercer piso.

Demasiado parsimonioso. En cualquier momento la montaña comenzaría a venirse abajo por las fuertes explosiones.

El elevador subió rugiendo. Shannon maldijo el calor que le centelleaba a lo largo de la columna. Ira le cegó el pensamiento. ¿Y si Abdullah esperaba emboscado en el tercer piso? ¿Había pensado en eso? No. Solo deseaba matar al hombre, un obsesionado deseo que le corría por la sangre como plomo derretido. Ocho años de conspiración habían llevado finalmente a este instante.

¿Y si Abdullah no estuviera allá arriba en absoluto?

Shannon apretó los dientes. La campanilla sonó y la puerta se abrió ante la pistola que tenía extendida.

El pasillo estaba vacío.

Salió del carro, pensando mientras el pie pasaba el umbral que ahora se hallaba en un juego de tontos. Actuando en vez de pensar.

El pasillo estaba vacío y con paredes blancas excepto por dos puertas cafés. Shannon corrió hacia la primera, llevándose a mitad de zancada el Browning a la mano izquierda. La puerta estaba trancada. En cualquier minuto ahora ese C-4 empezaría a explotar los helicópteros. Refunfuñando contra una oleada de pánico, retrocedió, disparó una sola bala por la manija, y pateó la puerta. Esta se abrió del todo y él entró de un salto, con la pistola extendida.

Apenas revisó el contenido del salón. Alguna clase de almacenaje. Lo que sí registró fue que aquí no se incluía a Abdullah.

Shannon dio media vuelta y corrió hacia la segunda puerta. Esta vez no se molestó en tratar con la manija. Simplemente le disparó a la cerradura y abrió la puerta de una patada. Entró de un brinco y cayó de cuchillas, haciendo oscilar el arma en un veloz arco.

En uno de los extremos de la oficina había un escritorio con papeles esparcidos; un elevado librero en el otro. ¡La oficina estaba vacía! ¡Imposible!

Shannon se detuvo, confundido, la mente le daba vueltas. Esto solo podía significar una cosa: ¡Abdullah había escapado! Un refunfuño le empezó en la garganta y le salió por la boca abierta en un gruñido feroz. Una oleada de ira le barrió la mente, cegándolo momentáneamente.

Volvió a mirar el escritorio. Un libro sobre proliferación nuclear estaba boca abajo. La bomba.

Sí, la bomba.

Al otro lado del salón una ventana de cristal se zarandeó, y él pensó que habían empezado las explosiones. Entonces llegó el sonido, estruendos profundos que estremecían el suelo debajo de los pies.

Entonces la mente de Shannon reaccionó mientras el instinto tomaba el control de su cuerpo. Se inclinó, agarró una delgada alfombra del piso de madera, y salió corriendo del salón. Cuando el tanque de gasolina explotara, el complejo principal se derrumbaría. Gritos resonaron sobre otra detonación, aún en el hangar, pensó él. Esos helicópteros estaban saltando.

Pulsó el botón de llamada y las puertas del ascensor se abrieron. De repente el carro se bamboleó en mala manera y él comprendió que uno de los explosivos en el subsuelo había detonado antes de hora. Si explotaba el del túnel, él estaría acabado.

El ascensor bajó rechinando un piso y se abrió ante el túnel en que se hallaba la banda transportadora. Shannon salió del carro y se alejó corriendo del laboratorio de procesamiento. De pronto la tierra se sacudió con una serie de explosiones y las luces en lo alto titilaron hasta apagarse. ¡El tanque de gasolina había explotado! ¡Las cavernas se le derrumbarían en los oídos!

Se lanzó hacia adelante. El ascensor de carga esperaba en la oscuridad a menos de treinta metros, imposibilitado ahora. Pero él aún podía subir por el hueco hacia el tubo.

Estuvo de repente allí, apenas iluminado por las llamas que rugían atrás en el laboratorio. Saltó sobre la barandilla y se agarró del armazón construido en el hueco vertical. Se echó la alfombra al hombro y trepó hacia lo alto, sabiendo que en cualquier momento estallarían los explosivos en el túnel abajo.

Entonces ocurrió, con un estruendo capaz de retorcer el acero. Roca se desmoronó y cayó tras Shannon. Él arrojó la alfombra dentro del tubo y se trepó al borde por segunda vez en esos días. En esta ocasión sería barriga abajo… no tenía tiempo para ajustar la posición. La alfombra se deslizó al frente y el armazón del ascensor detrás de él se soltó de la pared rocosa.

Shannon agarró la alfombra con ambas manos y cayó hacia el río mucho más abajo.