Capítulo cuatro

Tanya se bamboleó en el rincón del compartimiento, la mente poco a poco arrastrándosele desde un siniestro sueño acerca de sierras mecánicas cortando una cama rodeada por todos sus animales de peluche, esparciendo blancas fibras de algodón mientras serruchaban. Pero luego los padres de ella estaban entre los animales, goteando algo rojo.

Le costaba trabajo saber si tenía cerrados o abiertos los ojos, pues de todos modos solo veía oscuridad. Los recuerdos le entraron a la mente, como fotos instantáneas suspendidas por cuerdas. El vaso de limonada destrozándosele en la mano; hoyos reventando en el techo; su padre agazapado en el pasillo; su madre arrastrándose detrás sobre el vientre; la portezuela descendiendo en lo alto.

Luego oscuridad.

Ella estaba aquí, en el compartimiento de embalaje adonde su padre la había guiado. Él y mamá estaban… Tanya se levantó bruscamente y al instante se arrepintió. Sintió un dolor punzante en la coronilla. No le hizo caso por un momento y alargó la mano hacia el techo. Sintió la portezuela y la empujó, pero esta no quiso moverse. Estaba atrancada, o tenía encima algo muy pesado.

«¿Papá?» —exclamó, pero el compartimiento pareció tragarse el sonido.

Intentó de nuevo, gritando esta vez.

«¡Papá!»

Una respiración.

«¡Mamá!»

Nada. Entonces recordó los sonidos allá afuera, antes de que se hubiera dado contra el techo. Golpe de balas, el grito de su madre, el gemido de su padre.

Tanya cayó hacia atrás, aspirando el aire enrarecido.

«Oh, Dios —gimió—. Por favor, Dios, por favor».

Empezó a respirar con dificultad, inhalando y exhalando apresuradamente como un acordeón enloquecido. Apretó los ojos aún más contra los pensamientos. Le salió moco de las fosas nasales… pudo sentir el rastro. Lágrimas se le entremezclaron y le cayeron en los antebrazos cruzados. Algo más también húmedo había allí, en el brazo derecho.

Comenzó a susurrar, repitiendo palabras que parecían calmarle el pánico.

«Contrólate, Tanya. Contrólate, contrólate».

De pronto tiritó, desde la cabeza y a través de la columna. Entonces una vez más fue demasiado y comenzó a gritar. Arqueó el cuello y expulsó el aire de los pulmones, que pasó por las tensas cuerdas vocales.

«¡Auxilio! ¡Auxilio!»

Pero nadie escuchaba allá arriba porque allá arriba todos estaban muertos. Ella lo sabía. Clamó en voz alta, solo que pareció más un resoplido. Gateó de rodillas, hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban, y se volvió a lanzar hacia la portezuela en lo alto.

Ya se le estaban engrosando los músculos, y se estrelló contra la dura madera como un saco de rocas. Tanya cayó boca abajo.

Todo volvió a oscurecerse.

Shannon Franqueó la línea de árboles, se dirigió desordenadamente hacia su madre que acababa de golpear el vidrio con el codo en un frenético intento por escapar de la casa. Estaba ensangrentada.

La vista de Shannon se hizo borrosa y gimió de pánico. El pie tropezó con algo, una piedra, y cayó de bruces en el borde del césped.

El árbol en el borde del bosque exactamente detrás de él se astilló con una ráfaga de balas. Pero no importaba… ahora estaba caído y lo podían matar fácilmente con un solo tiro.

Logró ponerse de rodillas y miró hacia el cielo. El cañón del helicóptero le apuntaba, listo para disparar.

Pero no disparó. Quedó suspendido allí frente a él.

El chico se puso lentamente de pie, bamboleándose. A cincuenta metros a la derecha su madre tenía una pierna fuera de la ventana, pero se había parado en seco y lo miraba.

—¡Shannon!

La voz pareció inhumana: medio gruñido, medio lloriqueo, y el sonido le hizo bajar un escalofrío por la espalda.

—¡Corre, Shannon! ¡Corre!

—¿Mamá?

El helicóptero giró lentamente en el aire, como una araña en una cuerda. Fuego ardió en la garganta de Shannon. Había visto al aparato hacer este truco con su padre y su tío. Los pies no se le movieron.

Tenía que salvar a su madre… sacarla de esa ventana, pero los pies no se movían.

De repente salió un rayo del helicóptero. En una décima de segundo la pared se desplomó hacia el interior sobre la cabeza de la mamá del muchacho. Y entonces el cuarto detrás de ella estalló en una atronadora bola de fuego.

Una ola del calor provocada por la detonación golpeó el costado de Shannon, y este miró de frente la explosión, incrédulo. La ventana en la que estuviera su madre había desaparecido. Ya no estaba la mitad de la casa; el resto se hallaba en llamas.

El joven dio la vuelta y corrió hacia la selva, apenas consciente de su propio movimiento. Tropezó contra un árbol y el mundo le dio vueltas en ambiguos círculos, pero se las arregló para volver a levantarse y seguir corriendo. Esta vez lo logró sin un solo disparo. Pero esta vez no le importó.

Shannon corrió bajo la espesura, con la mente entorpecida, ahora todos los sentidos completamente volcados hacia los instintos. Saltó sobre troncos caídos, evadiendo enredaderas cubiertas de espinas, plantando cada pie en la superficie más segura posible a pesar del ritmo que llevaba. Cien metros más adelante cortó bruscamente hacia la derecha. En los ojos de su mente Tanya lo llamaba desde la misión gritando con los labios, angustiada y pálida.

Detrás de él resonaron gritos entre los árboles. De repente un árbol tierno se partió en dos, y Shannon giró a la izquierda, agachándose rápidamente. Las detonaciones entrecortadas de armas semiautomáticas resonaron en la selva y el muchacho siguió corriendo, hacia el sur… hacia Tanya.

¿Y si también hubieran atacado la misión? ¿Cómo podían estadounidenses hacer eso? CIA, DEA. Las palabras de su padre acerca de los perversos estadounidenses le resonaron en la mente. Pero papá estaba muerto.

A la derecha, más allá del borde de la selva, le llegaron voces, y Shannon entendió que sus perseguidores corrían a lo largo de la orilla del bosque, siguiéndolo incluso por tierra. Gritaban en español.

Fueran quienes fueran, estaban bien organizados. Militares o paramilitares. Posiblemente guerrilleros. Habían venido con la determinación de acabar con todos en la plantación. Y ahora él había escapado. Debería internarse en la selva y correr hacia los riscos negros. Desde allí podría llegar al río Orinoco, el cual serpenteaba hacia el Atlántico. Pero no podía abandonar a Tanya.

Entonces lo volvió a sacudir la realidad de la situación: ¡su padre y su madre estaban muertos!

Lágrimas se le filtraron por los ojos. La visión se le anegó, y mientras corría se pasó una mano por las húmedas mejillas, logrando apenas eludir un tronco que sobresalía del suelo boscoso. Meneó la cabeza y se armó de valor secándose las lágrimas.

A la derecha las voces se apagaban y surgían de nuevo. Un disparo resonó en la espesura, y Shannon se dio cuenta de que era una ridiculez correr paralelamente a ellos. Viró a la derecha, saltó sobre un enorme tronco, se lanzó a tierra, y se tendió a lo largo del tronco hasta enterrar el rostro en madera podrida y tierra.

Diez segundos después ellos pasaron corriendo y respirando con dificultad. Se trataba de soldados entrenados en la selva, pensó Shannon, tragando grueso. Se puso de pie y cortó directo hacia el claro de la misión. Corrió hacia el borde de la selva, se arrodilló junto a una gigantesca palma, y se volvió a secar los ojos.

La casa de la misión estaba a cien metros directamente al frente. Soldados pasaban alrededor del perímetro a lo lejos a la izquierda de Shannon, gritando de acá para allá a los otros que entraban a través de la maleza. Se irguió, decidido a atravesar corriendo el campo abierto hacia la casa cuando los vio: soldados arrastrando varios cuerpos por la puerta.

Shannon se quedó paralizado. No lograba ver los rostros de las víctimas arrastradas hacia el porche, pero ya conocía sus identidades.

Avanzó lentamente, consciente de un zumbido entre los oídos. La visión se le hizo borrosa y dio otro paso.

El árbol a su lado chasqueó y el joven giró bruscamente la cabeza a la izquierda. Una bala había perforado la corteza. El ambiente se llenó de gritos y Shannon se dio vuelta para ver a soldados a lo largo del perímetro corriendo hacia él. Uno se había apoyado en la rodilla y estaba disparando.

Volvió a meterse entre los árboles, regresó a ver una vez más hacia la casa, e hizo rechinar los dientes. Un nudo le llenó la garganta y por otro breve instante pensó que podría ser mejor dejar que lo mataran.