Con un brazo a través del estómago y el otro levantado hacia la barbilla, Mark Ingersol se hallaba en el salón del subsuelo entre computadoras y máquinas de teletipo. Nunca había sido la clase de hombre que se mordía las uñas, pero en los últimos veinte minutos se había sacado sangre del índice derecho. Esta vez había hablado directamente al equipo de asalto, pasando por sobre los canales regulares de comunicación. Un soldado llamado Graham le había dicho que no se podían retirar a tiempo.
«¿Qué quiere usted decir con que no se pueden retirar a tiempo? ¡Usted es un soldado! ¡Salga de ahí volando, amigo!»
Dos veces estuvo tentado a volver a llamar para revisar el avance de los hombres. Pero al final se puso a andar de un lado al otro. El operador en servicio había venido una vez para preguntar si le podía ayudar. Ingersol lo había mandado a la porra.
Y ahora el reloj en la pared estaba marcando dos minutos después de la hora señalada y nada había acontecido. Eso era bueno. Eso era realmente bueno. Sintió que se le relajaban los hombros.
Sopló un poco de aire de los pulmones y se dirigió al baño.
A pesar de esta insensata amenaza de bomba, algunas molestias aún le pendían en la mente. David Lunow por ejemplo. Se calmó, pensando ya en lo que sentiría al eliminar a alguien como David. Un agente pillo era una cosa, ¿pero David? Él era un amigo.
Ingersol se abrió paso por la puerta del baño, se volvió hacia la salida, y miró la máquina de teletipo. Papel blanco pasaba por el rodillo como una lengua. Un escalofrío le bajó por la columna.
El mensaje pudo haber venido de cien procedencias diferentes. Mil procedencias. El hombre viró hacia la derecha y se inclinó sobre la máquina.
Al principio las palabras no le establecieron un claro significado en la mente. Eran bastante sencillas:
Si no entregan al agente como exigimos, entonces detonará otra bomba. En Miami. Un artefacto mucho más grande, el cual ya está detonado. Tienen exactamente veinticuatro horas.
La Hermandad.
Fue esa palabra, otra, la que de pronto cobró vida como una sirena en el cerebro de Ingersol. Se le debilitaron las rodillas y ese escalofrío se le bajó a los talones. Alargó temblorosos dedos hacia la hoja blanca y la rasgó del teletipo. Dio vuelta a toda prisa y salió del salón.
Llegó en veinticinco segundos a la oficina del director cuatro pisos más arriba. Friberg estaba en el teléfono, pálido, con ojos desorbitados. No levantó la mirada cuando Ingersol le agitó el mensaje. El jefe no tenía la mente en el salón.
—… sí, señor. Entiendo, señor. Pero eso fue bajo diferentes demandas. Es obvio que las cosas han cambiado.
Está hablando con el presidente, pensó Ingersol. ¡Sucedió!
—Bueno, si tenía una… sí, podría tener más —siguió diciendo Friberg.
—Las tiene —intervino Ingersol.
El rostro de Friberg aún estaba pálido. Ingersol tragó saliva y bajó el mensaje.
Friberg escuchó por un momento.
—Sí, señor —concluyó, y entonces colgó.
Se quedaron mirándose por unos segundos, en silencio.
El rostro de Friberg se tranquilizó de repente antes de hablar. «NORAD registró una explosión de veinte kilotones a treinta kilómetros de Daytona Beach hace cinco minutos».
Ingersol parpadeó rápidamente varias veces. Se sentó en la silla para visitantes, entumecido.
Friberg miró por la ventana, aún pálido pero por lo demás inexpresivo.
—Por suerte fue un mal día de playa; aún no se han reportado víctimas. Se informaron fuertes daños estructurales en la zona frente a la playa.
—Se suponía que esto no sucediera.
—Sucedió. Habitúate.
—¿Qué está haciendo el presidente?
—¿Qué esperas que esté haciendo? —replicó Friberg mirándolo—. Está furioso. Está llamando a las tropas. Está ordenando cerrar todos los aeropuertos. Los europeos ya están vociferando por la lluvia radiactiva que se dirige hacia ellos. Tienen un escuadrón de F-16 en la pista y piden a gritos un blanco, y ahora supongo que empezarán la evacuación del sur de Florida. Como dije, están furiosos.
—¿Les diste un blanco a los F-16?
—No.
—Bueno, más te vale que se los des —advirtió Ingersol pasándole el mensaje a Friberg—. Tenemos otra bomba.
El director agarró el comunicado y examinó con rapidez el mensaje.
—¿Ves? Por esto precisamente es que no podemos darle un blanco a la Fuerza Aérea.
—¿Qué quieres decir? ¡Esto cambia todo! No voy a quedarme aquí sentado a ver…
—¡Cállate, Ingersol! ¡Piensa, amigo! Ese artefacto fue detonado por control remoto. No podemos entrar simplemente a la selva y bombardearla. ¡Cualquiera tan demente como para hacer estallar una bomba porque no le entregamos la cabeza de alguien en una bandeja está tan chiflado como para detonar una segunda bomba ante el primer indicio de ataque!
—La segunda bomba ya está detonada.
—Así dice el sujeto ese. Podría estar presumiendo. De ser así, ya hemos hecho bastante.
—Deberíamos suprimir todas las señales provenientes de la región.
—Estamos en eso.
Aquello hizo frenar a Ingersol. Así que finalmente el hombre estaba pensando más allá de sus propios problemas.
—¿No pueden dejar caer una bomba inteligente sobre el reducto? ¿Algo que los golpee antes de que se den cuenta de que va camino hacia ellos?
—¿Y conseguir qué exactamente? Si él ya detonó el segundo artefacto, matarlo solo eliminaría cualquier posibilidad de terminar este conteo regresivo de veinticuatro horas. Si no lo ha detonado, no podemos permitir que lo haga.
—¿Qué hacemos entonces?
—Evacuemos el sur de Florida —enunció Friberg volviendo a mirar el mensaje—. Busquemos la bomba en cada rincón y grieta alrededor de Miami. Maldecimos el día en que dejamos que Casius viviera. Localizamos a Abdullah Amir usando todos los recursos que existan, y esperamos poder aislar toda señal que el terrorista esté utilizando para la detonación.
Un pensamiento le vino a Ingersol a la mente. La idea de que un operativo altamente capacitado dentro de esa selva podría ser la mejor opción que tuvieran.
—Entonces deberíamos enviar a Casius tras Abdullah.
—¿A Casius? —inquirió Friberg parpadeando.
—Él es el mejor operativo que tenemos, él conoce el terreno, y ya está allí.
—También se fue sin permiso. Y no tenemos manera de contactarnos con él —objetó Friberg, y se levantó—. Olvídate de Casius. Tenemos que dar unas breves conferencias de prensa. Pondremos al tanto al presidente desde el auto.
El director se dirigió a la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó Ingersol, aún jadeante.
—Vamos, Ingersol. Nos vamos a Miami.
El simple hecho de que muy pocos residentes estadounidenses hubieran visto alguna vez los efectos de una explosión nuclear hizo en principio imposible de creer la noticia de que acababa de ocurrir una detonación en la costa de Florida. Las actividades terroristas en Nueva York habían sido horripilantes; esto era del todo incomprensible. Cuando transmitieron entonces las imágenes por televisión, la nación literalmente se paralizó.
Las primeras imágenes en vivo llegaron de un avión comercial que volaba a suficiente altura para evitar el pulso electromagnético. Mostraban un litoral punteado por miles de estelitas de humo que el comentarista de noticias Gary Reese de CBS afirmó que eran incendios dispersos. Para cuando el primer helicóptero voló sobre la región desacatando órdenes específicas de despejar el espacio aéreo, 90% de la nación revoloteaba alrededor de aparatos de televisión, mirando asombrados imágenes de incendios y edificios destruidos.
Un vídeo manual tomado desde un cuarto de hotel en Daytona Beach fue reproducido primero por una afiliada de ABC. Pero a los pocos minutos las cadenas que lo adquirieron reprodujeron la simple imagen del horizonte oriental iluminado, al mediodía, en todo aparato de televisión a través de Estados Unidos.
Las autopistas más grandes quedaron desiertas en las silenciosas ciudades. Bares con televisores se abarrotaron de clientes con los cuellos erguidos hacia los aparatos.
Toda programación regular fue cancelada y los principales voceros iniciaron sus análisis para un público asombrado. El presidente suplicó la paciencia de la nación y juró una pronta retribución. Todos concordaron rápidamente que se trató de un ataque terrorista. Algunos analistas sugerían responder rápida y abrumadoramente con armas nucleares. Otros insistían en un ataque preciso. Parecía irrelevante contra quién o dónde.
Entonces cundieron noticias de otra clase y un nuevo terror se extendió por la nación como un incendio embravecido. Estaban pidiendo a los residentes del sur de Florida que salieran de sus casas. En forma tranquila, por supuesto, controlados por la guardia nacional a lo largo de cinco rutas seleccionadas que se dirigían al norte; pero a toda prisa y sin llevar nada. ¿Por qué? Bueno, solo podría haber una razón independientemente de aquello en lo que insistía el comunicado oficial.
Había otra bomba.
Y si había otra bomba en Florida, ¿quién entonces aseguraría que los mismos terroristas no hubieran escondido otra en Chicago, Los Ángeles o en cualquier otra ciudad? ¿No tendría más sentido diseminar las armas a fin de conseguir mayor impacto?
A las tres horas de la detonación el país se descontroló en medio del pánico. La realidad cayó como un golpe al hígado: lo imposible acababa de ocurrir, y nadie sabía qué hacer.