Tanya se desplomó debajo de un árbol en el perímetro del claro del río a pocos minutos de la apresurada partida de Shannon. Ella pensó que podría haber criaturas en el agua lodosa a treinta metros de distancia, pero había perdido interés en su propia seguridad.
La locura de ocho años se le desarrollaba poco a poco en la mente; podía sentirlo como una serpiente desenrollándose. Simplemente aún no sabía cómo, pero de algún modo todo esto estaba formando un collage con significado. Las notas comenzaban a hacer música. Las palabras llevaban un mensaje, el cual fluía todo a través de ella.
Pasó las primeras horas en una confusión mental, apenas consciente de las curiosas aves que graznaban arriba o del desfile de insectos que le recorrían los zapatos y las piernas.
Las palabras que le dijera a Shannon no eran suyas. Ah, le habían salido de la propia boca e incluso de la propia mente, pero el espíritu se las había apartado de la mente. Sabía eso porque una calidez le había empezado a brillar en el espíritu y no porque ella quisiera.
Dios la estaba calentando. La estaba sosteniendo y balbuceándole al corazón palabras de consuelo como un padre que le susurra a un bebé que llora.
Y con el aliento divino, Tanya recibió un nuevo entendimiento de Shannon. Un dolor por él que le ardía en los huesos. Vio que Shannon había sido atormentado por años, como ella lo había sido. Pero el atormentador del joven había venido del infierno, abatiéndolo contra el suelo. El tormento de ella había sido un regalo del cielo, un aderezo para suavizarle el espíritu, como sugiriera el padre Teuwen. Un aguijón en la carne preparándola para este día; para esta colisión de mundos; para este incremento gradual de címbalos resonantes, como el final en una gran sinfonía.
Estaba el asunto del sueño, la bomba y todo eso, pero en realidad ya nada de esto parecía importante. Ahora todo era acerca de Shannon.
Tanya reposó la cabeza en el antebrazo y cerró los ojos.
«Shannon, pobre Shannon» —susurró.
Al instante los ojos se le inundaron de lágrimas. Le aumentó el dolor que sentía en el pecho por él. No era amor como en el sentido clásico de amor romántico, pensó. Era más como empatía.
«Lo siento muchísimo, Shannon».
El sonido del nombre de él saliéndole suavemente de los labios le hizo recordar momentos en que se hablaban en apaciguados tonos. Te amo, Shannon. Te amo. Tanya.
¿Qué está sucediendo, Padre? Dime.
Entonces Tanya se quedó profundamente dormida.
Shannon se arrodilló en el borde de la selva, con la respiración entrecortada por la carrera. Delante de él se extendía la plantación con terrible familiaridad, como un paisaje sacado de una antigua pesadilla y puesto ante sus ojos. Contuvo el aliento y tragó saliva. La mansión se había deteriorado en descascaradas tablas a varios cientos de metros a la derecha. El antiguamente bien cuidado césped donde habían sido destrozados la madre y el padre de Shannon se balanceaba ahora con pasto hasta la cintura.
La voz de Tanya le susurró en el oído. ¿Estás listo para morir, Shannon? Una pregunta absurda. Una ola de calor le recorrió la cabeza.
¿Estás listo para morir, Shannon?
Sí.
Miró bruscamente hacia la izquierda, donde la entrada a la planta procesadora en la montaña se hallaba cerrada por medio de una enorme puerta de hangar. Aparte de dos guardias apostados a cada lado de la entrada en lo alto, no se veía ningún otro ser humano. Era probable que los peones de campo vivieran en la antigua mansión, pensó Shannon. Solo Dios sabía qué habían hecho allí, quién había dormido en la cama de él todos estos años. También debía quemar todo eso. Por completo.
Shannon volvió a entrar al bosque y corrió a lo largo del perímetro hacia el hangar. Ya antes había localizado otro par de guardias a quienes había hallado incompetentes: perezosos por años de no enfrentar adversarios entrenados. Tal vez eran capaces de matar salvajemente a nativos durmiendo, pero él iría hoy más allá del adiestramiento que estos vigilantes tuvieran. Se apoyó en una rodilla ahora a treinta metros del guardia más cercano.
Se abrió una sencilla puerta de entrada, y Shannon retrocedió a las sombras. Un individuo vestido con una bata blanca de laboratorio salió por unos instantes, habló con el guardia, y volvió a entrar.
La grama entre la selva y el hangar tenía como sesenta centímetros de alto, sin que la hubieran cortado en meses recientes… una absurda negligencia. Shannon se llevó al pecho la mochila de espalda cargada con explosivos y se agachó de modo que la bolsa se arrastraba en el suelo. Serpenteó desde la línea de árboles, manteniéndose por debajo del alto pasto.
Había cubierto la mitad de la distancia hacia los dos guardias antes de detenerse y observarlos con mucho cuidado. Usar la pistola que le quitara al soldado de las tropas de asalto sería muy sencillo, pero entonces él siempre había preferido el cuchillo. Ambos guardias se apoyaban en el revestimiento de latón, con los rifles reclinados a una distancia fácil de agarrarlos.
Shannon frotó una pequeña piedra que había traído de la selva y esperó. Pasó un total de cinco minutos en sofocante calma antes que los dos guardias miraran a lo lejos.
Arrojó la piedra hacia el costado más lejano de la puerta del hangar, en la dirección en que miraban los guardias pero hacia el cobertizo de latón. La piedra hizo ruido y los hombres se sobresaltaron.
Entonces él salió del pasto, mientras los sentidos de los hombres eran sorprendidos por el arranque inicial. Antes de que la piedra aporreara el suelo sin causar daño a veinte metros más allá de los guardias, Shannon ya estaba a medio camino hacia ellos, con un cuchillo en cada mano. Mientras corría arrojó el cuchillo de monte al guardia más cercano; se pasó el otro puñal a la mano derecha mientras el primero aún estaba en vuelo.
Desde su visión periférica Shannon vio que el cuchillo se le clavaba en la sien del primer guardia. Entonces el segundo hombre dio la vuelta, pero el arma lanzada de Shannon ya venía volando en el aire y se le enterró en el pecho, a la derecha del esternón. Ninguno de los guardias había lanzado gritos de alarma; ambos boquearon y se hundieron en sus asientos.
Shannon viró hacia la única puerta, agarró el cuchillo del guardia más cercano y se pegó contra la pared, con adrenalina inundándole las venas. El eufórico zumbido que siempre lo había acompañado al matar le subió como un hormigueo por la columna. Se puso en la espalda la mochila, agarró la perilla de la puerta y extrajo la Browning nueve-milímetros del soldado de las tropas de asalto.
Al abrir la puerta sucedería una de dos cosas. Lo podrían detectar, en cuyo caso se vería envuelto en un importante tiroteo. O se podría deslizar sin que lo notaran. No podía recordar la última vez que hubiera dejado el éxito de una misión a tan escasas probabilidades, y apretó los dientes pensando ahora en eso. De cualquier modo ya estaba comprometido.
Hizo girar la perilla y la empujó lentamente. De la punta de la nariz le brotó sudor que le cayó en la rodilla. La puerta se abrió un poco y él se quedó quieto.
Ninguna reacción.
Alargó el cuello y miró por la rendija. El corazón le saltaba en el pecho como una pelota de básquetbol rebotando en un gimnasio vacío. A través de la estrecha visión vio un helicóptero. Abrió un poco más la puerta. Dos helicópteros. Y más allá una puerta que conducía a la planta de procesamiento.
Pero el hangar poco iluminado estaba tranquilo, sin vigilancia. Shannon soltó una bocanada de aire húmedo, se deslizó por la puerta, y la cerró detrás de él. Sin detenerse corrió hasta quedar agazapado detrás de una elevada caja roja de herramientas. Obrando rápidamente ahora, se quitó del pecho la mochila y extrajo tres cargas. Ajustó cada temporizador a treinta minutos y se volvió a lanzar la mochila sobre el hombro.
Miró alrededor de la caja de herramientas, vio que nadie había entrado al hangar, y se movió hacia el helicóptero más cercano. Colocó un atado de C-4 debajo del tanque de combustible y corrió hacia el otro. Lanzó el tercer atado detrás del enorme tanque de combustible en la parte posterior del hangar. Cuando los explosivos detonaran en veintiocho minutos, el hangar se vendría abajo. Si lograban hacer volar a uno de estos pájaros, este explotaría en el aire como una bomba. Shannon se quitó el sudor de mechones de pelo que le caían como garras sobre la frente.
La puerta que llevaba al interior de la planta procesadora yacía cerrada. Shannon no hizo caso a esto y corrió hacia las vigas del rincón que se arqueaban hacia el techo. Hasta aquí todo había salido bien.
Quizás demasiado bien.
Los equipos de soldados penetraron la selva en una incursión convencional como un tenedor de tres puntas. Rick Parlier dirigía a su equipo por el centro, caminando a paso ligero entre los arbustos. Una docena de insectos zumbaba alrededor de él, pero solamente le molestaban los que le picaban el cuello y solo tras una hora de andar a grandes zancadas por el valle sin hallar nada. Habría preferido moverse mucho más rápido… llevar al equipo a la carrera. Pero tres hechos cíclicos en sí se le volcaban a cada rato en la mente.
Uno, ellos no conocían la geografía. Esto no era como elegir un punto sobre algunas dunas y pasar corriendo por encima. Era más como arrastrarse por matorrales de espinas. De noche.
Dos, aunque supieran que el valle estaba ocupado, no sabían exactamente cuántos más yacían ocultos debajo de la espesura.
Y tres, el agente corría a diestra y siniestra entre estos árboles como alguna clase de maniático. Mejor de lo que ellos podían imaginar había derribado a sangre fría a Phil allá atrás, hace unas pocas horas. Nada más tenía algún sentido.
Parlier se movió furtivamente detrás de una enorme palma y se golpeó el cuello, pensando que era hora de acelerar las cosas cuando Mark le agarró el puño en el aire por detrás, indicándole que se detuviera. Se inclinó sobre una rodilla y esperó que Graham los alcanzara desde la parte posterior de la fila.
—Tenemos un problema, señor —informó Graham deslizándose al lado de Parlier—. Tío nos ha ordenado regresar.
—¿Se volvieron locos?
—Eso creo. Se niegan a dar una explicación. Solo ordenan salir y rápido. Tenemos cinco minutos para volver a los riscos.
—¿Qué les dijiste?
—Les dije que eso era imposible.
Parlier se puso de pie y agarró el transmisor de las manos de Graham.
—¡Tenemos algunos imbéciles ordenándonos! Voy a…
Una explosión sacudió súbitamente el aire a no más de cien metros a la izquierda. Parlier se volvió hacia el sonido.
La selva chilló con la reacción de mil criaturas.
—¡Ese fue Gama! —exclamó Graham recuperando el transmisor; toqueteó el micrófono y habló rápidamente por él—. Adelante, James. ¿Qué pasa?
La radio permaneció en silencio.
La mano de Graham tembló, y volvió a oprimir el botón de transmisión.
—Gama, Gama, aquí Alfa. ¡Adelante!
—Alfa, ¡tenemos un problema aquí! —el receptor cobró vida—. Tenemos un hombre caído. Tony está derribado. Repito, ¡tenemos un hombre caído por alguna clase de mina!
—James, aquí Parlier —expresó Rick agarrando el micrófono de manos de Tim—. Escucha con mucho cuidado. Agarra al hombre y regresa a los riscos. No, repito, no sigan adelante. ¿Me copias?
—Copiado. Nos replegamos ahora.
Se hizo silencio en la radio.
¿Un campo minado? ¿Para proteger qué?
—Beta, ¿copiaste la última transmisión?
—Copiada, Alfa. Estamos en espera.
—Salgan de allí, Beta. Vuelvan a los riscos, ¿comprendido?
—Comprendido, señor.
Parlier aventó el micrófono otra vez a Tim y señaló a Mark que retrocediera, este devolvió la señal a Ben y a Dave en la fila india.
—En marcha —ordenó Graham echándose la radio sobre el brazo y moviéndose rápidamente.
Parlier se volvió y dio un último vistazo a la selva que descendía dentro del valle. Cuatro días en la selva y tan solo habían visto a otro ser humano… y eso por un breve instante antes de quedar inconsciente. Ahora tenían un hombre derribado. Si no obtenían alguna clarificación para la noche, él volvería a terminar este trabajo por su cuenta. Quizás traería a Graham.
Parlier se volvió y replegó hacia los riscos.
Abdullah se sentó en el escritorio y observó el reloj. Nunca antes había notado el tictac, pero ahora este era más fuerte que el suave chasquido de los insectos.
Sudor le chorreaba lentamente por la barbilla y caía en una hoja blanca de papel en la que había garabateado su primera transmisión. Varias moscas se hallaban inmóviles en los nudillos, pero él apenas las notaba. Los ojos permanecían fijos en ese reloj mientras la mente se le arrastraba por una niebla.
Respiraba firmemente, en prolongados jadeos, parpadeando solo cuando los ojos le ardían de mala manera. Ramón se hallaba sentado con las piernas cruzadas, mirando a Abdullah con el único ojo bueno, respirando, pero por lo demás sin moverse.
Algo había cambiado. Ayer la idea de detonar una bomba nuclear en los Estados Unidos había sido estimulante. Pero había sido un proyecto. Un plan. Incluso una obsesión. Pero de todos modos una obsesión más de Jamal que de él.
Ahora la obsesión se había vuelto suya. Un deseo desesperado, como una bocanada de aire después de dos minutos bajo el agua. Sintió como que no pulsar este botoncito plástico haría que la vida se le escapara de los huesos.
El efecto parecía surrealista. Imposible, en realidad. La mente le saltaba por la cadena de acontecimientos tal como Yuri se los había descrito tantas veces.
¿Quién era él para cambiar el mundo? Abdullah Amir. Un estremecimiento lo recorrió por completo ante el pensamiento. Casi pulsa entonces el botón. Un agudo y resonante sonido le cobró vida en el cerebro y el reloj se le desenfocó por unos instantes. Entonces le volvió la visión.
Las tropas de asalto tenían ahora cinco minutos para atravesar el perímetro de la alambrada de defensa. Abdullah musitó una oración porque no lo lograran. Ahora estaba en manos de Alá.