Capítulo treinta y seis

El muelle de carga de madera en el extremo sur del puerto de Miami recibió la orden de cerrar seis horas después que el director redactara la recomendación. Tres de esas horas las habían pasado yendo en busca de las adecuadas autoridades navales, quienes evidentemente estaban renuentes en una convención en Las Vegas. Las autoridades portuarias habían necesitado otras dos horas para implementar las órdenes. En total, los puertos a lo largo del extremo sur de Miami cerraron sus puertas al comercio ocho horas después de haberse tomado la decisión de hacerlo.

Nada mal para una burocracia rígida y monótona. Demasiado lenta, considerando los objetivos funcionales establecidos en Seguridad de la Nación.

Durante las dos últimas horas de operación de carga en el muelle D, un enorme barco renovado de pesca que llevaba el nombre de Vigilante Marlin descargaba lo último de su flete y daba marcha atrás hacia el océano para su viaje de regreso a Panamá. Nadie prestó mucha atención al tronco de yevaro sin aserrar entre los demás. Después de todo solo era un tronco.

Treinta minutos después de haber descargado el tronco de tamaño mediano, este fue colocado junto a otros seis en la plataforma de un camión remolque y transportado al Depósito de Maderas Hayward en las afueras de Miami.

Seis horas más tarde, otro camión remolque Internacional retumbaba dentro del depósito, cargaba el tronco, y salía sin llenar ningún papeleo.

Mucho más al norte un buque llamado Ángel del Mar subía firmemente por la costa nororiental de los Estados Unidos.

Más al sur, entrando a aguas estadounidenses, otro buque, uno más grande llamado Madera del Señor, humeaba por la costa oriental de la Florida.

—¿Cuántos hombres? —preguntó Abdullah, descargando el vaso vacío sobre el escritorio.

—Dieciocho. Traspasaron la línea de seguridad del perímetro en la base de los riscos hace tres minutos, tres grupos en fila india

Abdullah dio media vuelta rápidamente y golpeó el puño en el escritorio.

—¿No me creen? ¿Están atacando? —exclamó, y miró el mapa en la pared—. Dieciocho hombres, en fila india… son soldados profesionales. ¿En cuánto tiempo llegarán hasta nosotros?

—En una hora, si se mueven con rapidez. Hora y media si son precavidos —respondió Ramón.

Así que venían tras él. Ocho años de espera y ahora sucedía esto. Los estadounidenses no lo estaban tomando en serio.

Se estremeció, como si le hubieran pinchado un nervio en la espalda. Pero luego un nervio se le pinchó debido al calor que le subió por la columna. Quizás era mejor así. Ellos estarían desprevenidos, y la explosión les sacudiría su pequeño mundo orgulloso. Aunque en el proceso lo derribaran, él les haría sentir un calorcito.

Se volvió a Ramón, quien esperaba ansiosamente.

«Dile a Manuel que tome sus seis mejores hombres y los sitúe para que vigilen el borde norte del reducto. No deben enfrentar a los soldados a menos que estos lleguen hasta nosotros».

Giró la cabeza y miró el mapa que bosquejaba el sistema defensivo del perímetro. Las viejas minas Claymore estaban enterradas exactamente bajo la superficie del suelo selvático en una franja de tres metros que circundaba todo el reducto. Se habían necesitado más de dos meses para enterrar las tres mil minas, y por tres años hasta ahora permanecieron tal cual estaban.

«Activa las minas del complejo e informa a los hombres que se mantengan lejos —ordenó y se volvió hacia Ramón—. ¡Hazlo!»

Ramón salió rápidamente.

Abdullah rodeó el escritorio y se sentó con cuidado. El salón estaba en silencio a no ser por el sonido chirriante que venía de los insectos en cada rincón. Se trataba de especies con concha dura que se colgaban de los lomos de los demás con sus dos patas largas.

Era hora de enviar otro mensaje. Los estadounidenses no habían sentido terror, en realidad no. No últimamente. Nunca les habían amputado los miembros, no les habían violado las esposas ni asesinado a sus hijos. Eso cambiaría ahora.

¿Dónde estaba Jamal?

¿Y si la bomba de Yuri no explotaba? Abdullah se estremeció y cerró los ojos. Sudor le empapaba el cuello y se lo secó con una mano.

Alguien entró a la oficina y el árabe abrió los ojos. El salón pareció transformarse delante de él. Todo se duplicó: dos puertas, dos soldados tuertos. Hizo girar la cabeza y parpadeó. Ahora había uno. Levantó las palmas húmedas hasta el escritorio y las puso delante de él. Una mosca se le asentó en los nudillos pero no la espantó.

—¿Dónde están las bombas? —quiso saber.

—El barco con el artefacto más grande debería estar entrando ahora a la bahía Chesapeake. Estará en su lugar con suficiente tiempo —informó Ramón con un temblor en la voz.

El tipo estaba asustado, pensó Abdullah. Increíble, estaba muerto de miedo.

—El Madera del Señor aún está en la costa de Florida, yendo al norte.

El árabe asintió. En su mano derecha el negro transmisor enfrentaba el techo.

—Envía un mensaje a los estadounidenses —enunció tranquilamente—. Diles que tienen treinta minutos para sacar del valle a sus hombres.

Pasó un dedo por los botones verdes. El mundo se le había desacelerado. Una droga le había entrado al cuerpo, pensó. Pero hasta el pensamiento era lento. Como si se hubiera deslizado dentro de una conciencia superior. O tal vez una conciencia inferior. No, no. Tendría que ser un estado mental superior, uno que se acercaba a la grandeza. Como esos muchachos marchando hacia sus muertes en los campos minados.

—Diles que si no sacan a sus soldados entonces detonaremos una bomba pequeña. No les digas que también accionaré la cuenta regresiva para la más grande —ordenó, y los dedos le temblaron en el estuche.

Mark Ingersol tenía los brazos a los lados, y sudaba como si estuviera en una sauna y no en un salón de reuniones al que él y Friberg se habían retirado.

Acababan de recibir un tercer mensaje.

Mil libros se alineaban en estantes de roble, pared a pared, rodeando la larga mesa de conferencias. Pero ninguna cantidad de aprendizaje en libros les ayudaría ahora. La crisis se había vuelto crítica, y Friberg debió haber perdido los estribos. Las altas sillas de cuero alrededor de la mesa debían estar ocupadas por una docena de estrategas de alto rango. En vez de eso se hallaba solo un hombre con los hombros caídos, aletargado, casi sin poder moverse.

—¿Le decimos o no? —preguntó Ingersol.

Friberg levantó la mirada, pareciendo más un títere que un líder máximo.

—¿Decir a quién?

—¡Al presidente! No puedes quedarte así no más con algo como esto. Ese lunático allá abajo nos ha dado treinta minutos…

—Sé lo que ese lunático allá nos ha dado. Solo que no estoy seguro de creerle.

—¿Creerle? Si no te importa que yo señale lo obvio, aquí ya no se trata de creer. Pronto averiguaremos si tiene la bomba o no. Mientras tanto deberíamos estar informándole al presidente.

—He participado en este juego por mucho tiempo para saber qué es obvio, Ingersol. Lo obvio aquí es que tú y yo estamos en una situación crítica si este idiota tiene la bomba. ¿Crees que haya algo que se pueda hacer al respecto en treinta minutos? Qué tal un boletín público que inunde los canales noticiosos con el mensaje: «¡Salgan, porque una bomba nuclear está a punto de explotar en su calle!» Perderíamos más debido al pánico que a la bomba.

—De cualquier modo, el presidente debería saber.

—¡El presidente es la última persona que debería saber! —exclamó Friberg como si le hubiera vuelto la vida; el rostro se le retorció en un gruñido de ira—. Entre menos sepa mejor. Si hay una detonación, tenemos un problema. De acuerdo. Pero no debemos llamar ahora la atención al asunto. Ha habido una amenaza y estamos tratando con ella… eso es todo lo que él debe saber. Lo actualicé hace menos de tres horas. Estamos procediendo de manera sistemática. Solo una amenaza rutinaria, eso es todo. Métetelo en la cabeza.

Ingersol parpadeó y dio un paso atrás.

—¿Y qué pasaría si esta bomba explotara y se descubriera que retuviste información?

—Retuvimos, Ingersol. Nosotros retuvimos información. Y no se descubrirá… eso es lo importante. No si cooperas aquí.

—Al menos deberíamos hacer retroceder a las tropas de asalto —opinó Ingersol con un escalofrío bajándole por la columna—. Enviarlos ahora es una insensatez. ¡Abdullah hará detonar!

—Tienes razón —respondió el director asintiendo con la cabeza—. Hazlos retroceder inmediatamente.

Ingersol se quedó un momento más, pensando que debía añadir algo. Algo que esparciera esta locura, que le tranquilizara el corazón. Pero la mente se le había vuelto de color gris.

Se volvió de la mesa y salió del salón. Debieron haber enviado el mensaje a las tropas de asalto hace diez minutos. Ahora los hombres tendrían menos de quince minutos para retirarse antes de que Abdullah hiciera lo suyo.

Cualquier cosa que eso fuera.