Sábado
En las ocho horas habían llegado lejos… más lejos de lo que Shannon habría imaginado que resistiría la mujer. Él se detuvo en el Caura, a ocho kilómetros de la plantación río abajo, y permaneció en el sol de la mañana con la mandíbula apretada. El río solo tenía aquí siete metros de ancho y serpenteaba en esta pradera. Sería el lugar más seguro para dejarla. La mujer tendría mayor visibilidad ante cualquier animal que se acercara, y si él no regresaba, ella podía encontrar río abajo el camino a la seguridad. También le daría a él una forma de llegar a ella rápidamente una vez que hubiera terminado.
Tanya.
Casi ya ni la registraba como Tanya. Ella era «esa mujer». Así era como la mente de él la llamaba ahora. Y entonces otra parte de su mente a veces la llamaría «Tanya», y el corazón se le quebrantaría un poco. Las voces lo hacían caminar a un paso implacable.
Adelante se erguía la montaña y luego caía sobre el risco hacia la plantación. Un ave de la especie year graznó de manera sobria y prolongada debajo de Shannon, y él levantó la mirada hacia la espesura. El ave negra de treinta centímetros de largo tenía abierto el pico. Un ojo amarillo analizó a Shannon, quien bajó la cabeza y miró hacia los árboles que formaban una cresta adelante. Abdullah esperaba allí. Una matanza esperaba allí… una garganta que suplicaba la hoja. Él imaginó los gruesos nervios del cuello de Abdullah, desgarrándose bajo el borde del cuchillo. Los ojos del hombre estaban sonriendo.
La respiración de Shannon se hizo más profunda. El plan fue bien meditado y estaba saliendo a la perfección. Friberg estaría moviéndose ahora. Un escalofrío le subió a Shannon por la columna. Deseó estar allí, enfrentando al hombre que matara a su padre y su madre, sintiendo las palpitaciones del corazón de Friberg y saboreando su sangre.
—¿Podemos descansar?
El sonido de la voz de la mujer lo trajo bruscamente de vuelta al río. Sí, esa mujer. Tanya. Apenas lograba recordar para qué la había traído. Para compartir esta parte de su vida con ella, desde luego. Para introducirla a una unión santa con la muerte. Para odiarla de tal modo que ella pudiera amarlo. Era algo que no tenía sentido para mentes débiles, pero para las demás tenía perfecto sentido.
En la niebla negra.
Has perdido la sensatez, Shannon.
¿Ah, sí? El mundo es insensato.
Se volvió hacia la mujer, quien se hallaba a siete metros, demacrada, sudando a mares, y casi a punto de desmayarse. Tanya lo miraba fijamente. La mente de ella no era tan débil como su cuerpo, pensó él.
—Esperarás aquí —comentó él—. Si no regreso, ve río abajo en dirección oriente hacia Soledad.
Shannon se oyó la voz desde cierta distancia, como si estuviera flotando sobre su propio cuerpo, y le pareció extraña. Como las palabras de algún tenebroso sacerdote exigiendo un cuerpo para sacrificarlo.
—¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó ella en voz baja.
—Para ayudarte a entender —respondió él.
—¿Entender qué? ¿Qué eres un alma torturada?
Shannon forzó una sonrisa. La niebla le flotó en la mente.
—¿Ves? Aun ahora insistes en exasperarme —expresó él—. ¿No quieres comprender cómo tu amado Shannon resultó ser tan malvado? Te voy a mostrar cómo.
—Shannon…
Ella se interrumpió.
Te llamó Shannon.
—Solo me estás mostrando una cosa —continuó ella—. Me estás mostrando que necesitas ayuda. Admito que pude haber reaccionado de manera exagerada allá atrás, pero tú estás caminando sobre el borde. Necesitas ayuda.
—Quizás seas tú quien necesite ayuda. ¿Has pensado en esa posibilidad? ¿O está tu mente tan llena de pesadillas para considerar eso?
Él la vio tragar grueso.
—Ten cuidado con lo que dices. Mi nombre es Sherry. O Tanya. Recuerdas ese nombre, ¿verdad?
—¿Y cuál es mi nombre?
—Shannon —declaró ella suavemente—. Ambos experimentamos momentos difíciles. Te concedo eso. He pasado ocho años reviviendo la pesadilla de esos tres días, atrapada en el cajón. Pero ahora solo hay un camino recto. ¿Crees que nuestra reunión aquí en la selva es simple casualidad? ¿Crees que mis sueños son ridículos?
Hizo una pausa.
—Supongo que sí —concluyó ella—. Pero eso no cambia lo que deberíamos hacer.
—¿Y qué deberíamos hacer?
—No sé. Pero no esto.
—¿Esto? Ni siquiera sabes qué es esto —objetó él—. Esto, Tanya, es el derramamiento de sangre. Esto, Tanya, es el toro y yo sostengo la espada. Sin derramamiento de sangre no puede haber perdón del pecado. ¿No está eso en tu Biblia? Medio mundo se sienta en bancas abollonadas entonando hermosas canciones acerca de la sangre de Cristo. Bueno, ahora verás lo que significa derramar sangre en el mundo real.
Mientras él hablaba, hebras de confusión le batallaban en la mente. No debería hablar de este modo acerca de la vida de ella, quien le estaba extendiendo una mano pacífica. Tal vez más. ¿Y qué le estaba ofreciendo él? Solo ira. Odio.
—Te has entregado a Satanás, Shannon. ¿No puedes ver eso? —advirtió ella, con la voz profundamente triste—. Me equivoqué al enojarme contigo. Perdóname. Me produces lástima.
¿Lástima? Con esas palabras se hizo pedazos cualquier ilusión que él albergara respecto de la oferta de paz que le hacía ella. Aversión le recorrió el estómago como una ola chocando con la playa.
Él supo que no podía permitirle la satisfacción de ver el impacto de esas palabras, pero ya le temblaban las manos. Sin duda Tanya vio eso. Él tenía el cuchillo en la cintura… podía lanzarlo hacia ella en el espacio de una sola respiración y clavarla contra el árbol detrás de ella.
Parpadeó. ¿Qué estaba pensando? ¡Se trataba de Tanya!
Shannon levantó un tembloroso dedo.
—Veremos de quién deberías sentir lástima. No tengo tiempo para esto. Quédate por el río. Volveré esta noche.
Se volvió y salió a la carrera, sabiendo que debería decirle cómo evitar a los cocodrilos, pero estaba demasiado furioso para hacerlo. Ella tendría que depender de su Dios.
Confusos y furiosos pensamientos chocaban en la mente de Shannon mientras corría por debajo de los árboles. Poco a poco las imágenes de la mujer fueron reemplazadas por otras de Abdullah. Poco a poco sed de sangre le recorrió la mente, como un antiséptico que le entumecía este otro dolor. El joven se volvió a introducir lentamente a su antigua piel y se preparó para el final de este largo viaje.
El primer indicio de que no se hallaba solo en la montaña llegó en la base de los sombríos riscos. Una bandada de periquitos se elevó en el aire valle abajo, graznando ruidosamente. Al instante él se detuvo y cambió de dirección.
Shannon se abrió paso entre los arbustos a la derecha del alboroto. Se movió de árbol en árbol, analizando con mucho cuidado la selva delante de él. El viento cambió y una ligera brisa le rozó el rostro. Se tendió en la tierra cuando el fuerte olor a pescado, atún, le inundó las fosas nasales.
Humanos. Blancos.
Entonces vio al soldado. A través de los arbustos, a menos de cincuenta metros de distancia, a la izquierda, un solo hombre ataviado con la típica indumentaria a rayas de las fuerzas especiales. Cabello cortado al rape en lo alto de la cabeza llena con pintura de camuflaje. Un rifle automático atravesado en la cintura.
Shannon observó a través del follaje al agazapado guerrero, y a toda prisa consideró sus opciones. Este era tal vez el guardia del perímetro de un puesto militar más adelante. Probablemente en el risco.
Analizó con cuidado al hombre por cinco minutos antes de seguir adelante. Poco a poco se acercó al guardia que cambiaba continuamente de posición. Para Shannon, armado solo con un cuchillo, acechando a un asesino entrenado con un rifle automático, el sigilo sería la diferencia entre vivir y morir.
Se detuvo, agazapado debajo del follaje, y estudió al corpulento individuo. A pesar de la confianza que tuvieran, la mayoría de estos muchachos blancos no pertenecían a la selva… al menos no a esta selva.
Shannon extrajo el cuchillo, lo sostuvo por un segundo, y luego lo arrojó hacia la cabeza expuesta del hombre. El sobresaltado soldado ya había empezado a virar cuando el mango del cuchillo se le estrelló en la sien y lo derribó. Shannon esperó unos instantes, para dejar que se le calmara la adrenalina en las venas. Confiando en que no había surgido ninguna alarma se deslizó al lado del soldado desmayado, recuperó el cuchillo, y rápidamente extrajo de la cintura del hombre un revólver nueve-milímetros. Dejó al militar tendido sobre la espalda, y se escurrió entre los árboles hacia el paso del risco.
Derribar al soldado no había sido necesario, por supuesto. Fácilmente pudo haber pasado el equipo sin ser notado. Pero ya que la CIA había ido tan lejos como para traer tropas de asalto con el fin de detenerlo, lo menos que podía hacer era dejarles saber que apreciaba el gesto.
Pensó brevemente en la mujer, ahora como un lejano recuerdo. No, no puedes cambiar lo que soy, Tanya. Y soy un asesino. Eso es lo que hago. Mato. No muero. Ha habido demasiadas muertes. La muerte es para tontos.