Capítulo treinta y tres

Sí, así es, Bill; no tenemos idea de qué está pasando allá. Pero sea lo que sea, está cambiando el mundo.

Me estoy preparando para mi enseñanza del miércoles por la noche en la iglesia, mi hijo está en entrenamiento de fútbol, y Tanya está en la selva cambiando el mundo.

Sí. Ella está amando y está muriendo, y está cambiando el mundo.

¿Y a quién está amando?

Al muchacho.

Shannon. ¿Así que él está vivo?

Eso creo. Pienso que ella fue llamada allá para amarlo.

¿Cómo cambia eso al mundo?

No sé. Pero es lo único que obtengo ahora. Orar porque ella ame al muchacho. Es más, en realidad creo que de eso se trata todo. Tanya amando a Shannon. Creo de veras que los padres de Tanya fueron llamados allá hace veinte años para que ella pudiera enamorarse del chico.

La línea se quedó en silencio.

Y creo que el padre Petrus fue llevado a la selva años atrás para este día.

Importante día —opinó él.

Seis horas después de que Shannon y Tanya cayeran por el tubo dentro del río Orinoco, los siguieron tres enormes troncos de yevaro. La montaña los vomitó como torpedos y fueron empujados rápidamente por aguas turbias hacia la costa. Llegaron al delta del Orinoco y salieron inesperadamente al mar.

Un buque de vela con el nombre de Ángel del Mar sacó del océano el primer tronco a las ocho de esa noche. Entre otros veinte exóticos troncos parecidos y atados, este se hallaba con destino al puerto costero de Annapolis, a treinta kilómetros de Washington, D. C., y a cincuenta kilómetros de la oficina central de la CIA en Langley. El Ángel del Mar cortó hacia el norte a una velocidad firme de cuarenta nudos. A no ser por algunas tormentas imprevistas, llegaría a su destino dentro de treinta horas.

El Vigilante Marlin, con destino a Miami, sacó de las aguas el segundo tronco una hora más tarde. Este contenía una esfera plateada que solo consistía de una pequeña bola de plutonio; suficiente para hacer estallar un contador Geiger si alguien lo corriera a lo largo de la superficie, pero por lo demás era inofensivo.

Tres kilómetros atrás, el Madera del Señor arrumaba el tercer tronco en su carga delantera y lanzaba vapor rumbo al norte detrás de los otros dos barcos. El capitán Moses Catura se inclinaba sobre su mapa en la cabina de mando y hablaba con Andrew, quien se hallaba a su lado.

—Dos grados hacia el puerto, Andrew. Eso debería compensar los vientos.

Miró hacia lo alto en la oscuridad por delante y lanzó una maldición entre dientes. Esta era la primera vez que llevaba el buque de carga hacia el norte con tan corto tiempo de aviso, pero Ramón había insistido. ¡Y por un solo tronco! Debieron haber empacado un millón de dólares en cocaína en ese árbol.

—Todo listo, capitán —informó Andrew—. Deberíamos hacer un buen tiempo si se mantiene el clima.

—Esperemos que así sea —asintió Moses—. No me gusta la sensación de esto. Mientras más pronto descarguemos estos troncos, mejor.

—Están pagando bien. Más de lo que hacemos en un año. Es un tronco… ¿qué podría salir mal con un solo tronco?

Andrew se refería a los cien mil dólares que les estaban pagando por el viaje. En Senegal donde esperaba su familia, la parte que le tocaba lo haría rico.

—Quizás, Andrew. ¿Sabías que la guardia marina es más grande que toda la armada de África? No son amigables con traficantes de drogas.

—No somos traficantes de drogas. No tenemos idea cómo llegó a bordo ese tronco. Somos marinos estúpidos —objetó Andrew riendo entre dientes y volviendo el rostro hacia la oscuridad adelante con el capitán—. Además, este será nuestro último viaje. Es conveniente que ganemos esa cantidad en nuestro último viaje.

Moses asintió ante la idea.

Debajo de él el tronco de yevaro que habían sacado del agua se secaba lentamente. En el interior se hallaba una esfera durmiente que alojaba una bola negra con suficiente fuerza para pulverizar el barco de siete mil toneladas con un solo estornudo.

Jamal volvió la espalda en la abarrotada calle y habló al teléfono.

—Hola, Abdullah.

Silencio.

—¿Tienes algo qué reportar, mi querido conejito de la selva?

—He seguido sus instrucciones.

—Bien. ¿Están ellas en camino, entonces?

Casi podía oír la mente de Abdullah dando vueltas en el otro extremo.

—Recibí órdenes de prepararlas —contestó Abdullah—. No de enviarlas.

—A menos que hubiera un problema. ¿No es eso lo que te dije? ¿Um?

—¿Qué problema…?

—¡No seas imbécil! —exclamó Jamal en el teléfono—. ¿No piensas que yo sé cuándo comes, cuándo duermes y cuándo sueltas gases?

Las manos del individuo le estaban temblando, y respiró hondo para calmarse. Tenía dos hombres en el complejo que le informaban con regularidad. No es que los necesitara a menudo… él conocía los movimientos de Abdullah antes que el tonto los hiciera.

—Estoy en camino, amigo mío. Si no has hecho exactamente lo que he dicho…

—Las bombas están en camino —expresó Abdullah de manera apremiante.

—¿Ah, sí? —manifestó Jamal parpadeando; las palabras lo dejaron helado.

—Bien.

Bajó el teléfono y salió de la cabina.

Sudor brillaba en el rostro de Abdullah bajo las luces fluorescentes. Colgó el teléfono, vertió otro trago de tequila en el vaso, sumergió la temblorosa lengua en ardiente líquido, y luego inclinó lentamente la cabeza hacia atrás hasta vaciar el contenido en la boca. Aunque nunca había sido un bebedor, las últimas veinticuatro horas habían cambiado eso. Él y Ramón habían hecho poco, excepto sentarse en el escritorio y esperar. Y beber.

El alcohol lo hacía sudar, pensó. Como un cerdo.

—¿Dónde están ahora los barcos? —volvió a preguntar.

—Tal vez llegando a Cuba —respondió Ramón.

Así que Jamal estaba viniendo. Y cuando llegara, moriría. Abdullah sintió un helado cosquilleo en los hombros. Sinceramente no estaba seguro cuál pensamiento le producía más placer: matar a Jamal o detonar un arma nuclear en suelo estadounidense.

Con el dedo acarició el borde del aparato que estaba en el bar al lado de él. Era un sencillo aparato transmisor de 2,4 gigahercios, imposible de aislar rápidamente. Pero ligado a un receptor aún más complejo oculto a una milla de distancia, asegurado en la espesura de la selva en un albergue protegido. Desde allí un pequeño estallido disfrazado como una señal de televisión sería transmitido simultáneamente por medio de satélites de televisión comercial. No todo fallaría; tampoco todo se podría detener.

Y para cuando las autoridades detectaran el estallido, lo cual harían, sería demasiado tarde. La detonación de la primera bomba enviaría de manera automática una señal para fijar la segunda bomba hacia una detonación en un conteo de veinticuatro horas. Dos botones verdes sobresalían del plástico negro como dos arvejas. El hombre circunvaló primero un botón y luego el otro. Debajo de los botones, nueve números formaban un pequeño teclado. Solo él y Jamal tenían los códigos para detener lo inevitable.

Abdullah habló sin levantar la cabeza.

—¿Estás seguro de que los troncos llegaron intactos a los barcos? —inquirió, y con un gesto de la cabeza desechó la pregunta—. Sí, desde luego, ya dijiste que sí.

—¿Cree usted que nos darán al agente? —preguntó Ramón.

Abdullah pensó en Casius y parpadeó. Un pensamiento que se le extendía en la mente le sugirió que sería mejor que no entregaran al agente. Entonces su mano se vería obligada a… sería obra de Alá.

Miró el reloj que hacía tictac en la pared opuesta. Habían pasado veinticuatro horas y ni siquiera un hálito de los tontos. De pronto se le clavó un escalofrío en la base del cráneo. ¿Y si hubieran hecho caso omiso de todo el mensaje, creyéndolo un demente? ¿Y si ni siquiera hubieran recibido el mensaje? Este se había enviado por las mismas repetidoras que usaría para las bombas. Cinco millones de dólares en tecnología… todos de Jamal, por supuesto.

—Algo no está bien —refunfuñó Abdullah y se levantó del bar—. Enviaremos otro mensaje.

Fue hacia la puerta seguido de cerca por Ramón. Los dedos le temblaban de mala manera. Pensó que el poder era su propia droga, y este le corría por las venas. Por el momento muy bien podría ser el hombre más poderoso del mundo.

Friberg se sobresaltó en la silla cuando oyó que tocaban a la puerta. Levantó la cabeza, pero la puerta se abrió antes de que pudiera decir algo. Mark entró.

El cabello grasoso de Ingersol se le bajó hacia el costado derecho. Se lo echó hacia atrás a toda prisa con la mano y corrió al frente.

—¡Recibimos otro mensaje!

Friberg se paró y agarró el mensaje de manos del hombre.

—Tranquilízate, Ingersol —sugirió, pero ya estaba leyendo el comunicado que tenía en los dedos.

Ingersol se sentó en una de las sillas frente al escritorio.

—Este tipo habla totalmente en serio. Es categórico en que tiene una bomba. Creí que habías dicho…

—¡Cállate!

Friberg se sentó lentamente.

—Cuarenta y ocho horas —leyó—. ¿Está recortando el tiempo de setenta y dos horas a cuarenta y ocho porque hemos sido insuficientemente receptivos?

Bajó el papel.

—¡Eso es absurdo! Este tipo no puede hablar en serio.

—Esta no es la clase de comunicado que envía un hombre que está faroleando, señor —declaró Ingersol, a quien se le había vuelto a caer el cabello grasoso sobre la mejilla—. O es un imbécil total o tiene una bomba. Y el hecho de haber sobrevivido hasta ahora a Casius no es buen presagio para la teoría de imbécil.

Ingersol se detuvo y tomó una prolongada inspiración por las fosas nasales.

El director sintió que una oleada de calor se le extendía por la cabeza. ¿Y si Ingersol tenía razón? ¿Y si…?

La nota estaba firmada por Abdullah Amir. Fragmentos desconectados de información se le juntaron en la mente y parpadeó. Jamal. Casius estaba tras Jamal.

¿Y si Casius hubiera encontrado por casualidad más que la planta de cocaína?

—¿Qué está pasando? —reiteró Ingersol—. Me parece que he arriesgado el cuello contigo. Merezco saber en qué me estoy metiendo, ¿no crees?

Friberg miró al hombre. Ingersol era un manojo de nervios. Si no lo presionaba, el tipo los destruiría a ellos dos.

—Tú y yo, Mark. Que no salga de este salón, ¿entiendes?

Ingersol no respondió.

—Está bien. ¿Quieres saber? Hace diez años Abdullah Amir acudió a nosotros con un plan para infiltrar los carteles colombianos a cambio de su propia parte en la operación. Llegamos a un acuerdo. Él desapareció en los sistemas de redes de ellos. Dos años después volvió a aparecer, esta vez con bastante información para acabar con dos carteles de drogas. A cambio quiso nuestra cooperación permitiéndole establecer y operar una pequeña planta de cocaína en la vecina Venezuela. Aceptamos. Lo dirigimos hacia una plantación cafetera y le ayudamos a obtenerla. Nada importante… bajas menores. Ha estado cooperando allí desde entonces. Poca merca. Hicimos que la DEA cerrara el trato, pero yo fui el agente que lo unió. Fue un gran éxito, les dijimos a todos. Clausuramos casi cuarenta mil hectáreas de producción a cambio de cien.

—¿Es eso todo? —preguntó Ingersol parpadeando.

Friberg asintió.

—¿Y qué tiene eso que ver con esta bomba?

—Nada. A menos que Casius tuviera razón y Jamal esté vinculado con Abdullah Amir. O a menos que Abdullah no sea quien creemos que es. América del Sur sería una buena base para chocar contra Estados Unidos —expuso Friberg, ocurriéndosele el sentido del asunto aún mientras lo decía.

—Y nada del dinero de Abdullah se ha abierto paso hacia tu cuenta de jubilación, ¿verdad?

Friberg no respondió.

Ingersol meneó la cabeza y miró fijamente hacia la ventana. Friberg pensó que no le quedaba alternativa. Ya se había comprometido frente al presidente. El dinero solo era relleno.

—He sido absorbido en esto —expresó Ingersol y Friberg no objetó—. No estaba esperando esto. No es lo que hago.

—Tal vez, Mark. Pero todos enfrentamos la decisión en algún momento. Tú ya has tomado la tuya.

La mirada de Ingersol se dirigió a la nota y Friberg la levantó. Sí, estaba el asunto de la bomba, ¿de acuerdo? Eso podría ser un verdadero aguafiestas.

—¿Crees entonces que estamos tratando con un demente que tiene de veras una bomba? —indagó Friberg.

—Ya no lo sé —contestó Ingersol.

—Yo tampoco. Pero si es así, ahora tenemos veinticuatro horas para entregar a Casius y desactivar la situación. O encontrar esta bomba.

La idea parecía absurda. Una misión suicida o incluso un ataque biológico era una cosa… ya habían visto algo así. ¿Pero una bomba nuclear? En películas de Hollywood, quizás.

—¿Quién más sabe de esto? —inquirió Friberg, levantando la copia.

—Nadie. Llegó por cable hace menos de diez minutos.

—¿Y cuál es el estado actual de la búsqueda?

—La oficina de seguridad nacional está trabajando a través de su protocolo. La aplicación de la ley está en alerta total. Están buscando… se están investigando los documentos de importación en duda, y para ahora se están haciendo rastreos. Pero solo han pasado veinticuatro horas. En ninguna parte estamos cerca de la fase de descubrir en esto. En doce horas podríamos haber completado los rastreos, pero muy pocas búsquedas, si las hay —expuso Ingersol y se mordió el labio inferior.

—Que nadie sepa de este último mensaje, ¿entiendes?

Ingersol asintió y se volvió a echar el cabello hacia atrás.

—Bien. Ordena a las tropas de asalto que barran el valle. Vayamos tras todo lo que viva en ese complejo. Si Abdullah tiene una bomba nos estamos arriesgando a que la detone en el momento en que ataquemos, pero no veo alternativa en este punto. ¿Nada aún de los satélites?

—Nada, excepto campos de cocaína. Si hay algo más allá, está escondido.

—¿Y no se sabe nada de Casius?

—No.

—Entonces vamos por Abdullah Amir o quienquiera que esté enviando estos descabellados mensajes. Voy a recomendar que se cierren todos los puertos del sur hasta que tengamos una sensación mejor para la situación. Lo llamaremos ejercicios de entrenamiento o algo así. Tenemos que zarandear algo impreciso.

Por un instante el hombre se perdió en el pensamiento. Todos sabían que solo era cuestión de tiempo antes de que un terrorista hallara finalmente la manera de introducir una bomba nuclear en los Estados Unidos. El derrumbamiento de las torres del World Trade Center parecería un ejercicio de calentamiento.

—Me encargaré de esto —expresó Ingersol poniéndose de pie—. Espero que sepas lo que estás haciendo.