El director de la CIA Torrey Friberg estaba en el ala oriental de la Casa Blanca, mirando por la ventana el negro cielo del Distrito de Columbia. Era un día oscuro y él sabía sin duda alguna que se oscurecería más. Veintidós años al servicio de esta nación, y ahora todo amenazaba con explotarle en el rostro. Todo a causa de un agente.
Se alejó de la ventana y miró el reloj de pulsera. En menos de cinco minutos darían un breve informe al presidente. Qué locura. Hace menos de una semana habían sido asuntos muy normales. Ahora, por causa de un hombre, su carrera se bamboleaba al borde del desastre.
Miró por sobre Mark Ingersol, sentado con las piernas cruzadas. Supuso que el hombre se había imaginado muchas cosas, y difícilmente podría hacerlo sin la ayuda de David Lunow. Pero el nuevo que le diera en operaciones especiales aseguraría que el hombre se guardaría esto para sí… pues tenía mucho que perder.
La puerta se abrió repentinamente y el asesor nacional de seguridad, Robert Masters, entró al salón con Myles Bancroft, director de Seguridad de la Nación. Bancroft sostuvo la puerta para el presidente, quien ingresó por delante de dos asistentes.
Friberg se adelantó a Ingersol y le extendió la mano al presidente, quien la agarró cordialmente pero sin saludar. Los ojos grises no le centelleaban como solían hacerlo para las cámaras; miraban por sobre la aguda nariz… todo era asunto de trabajo hoy día. Se pasó una mano por el cabello canoso.
El presidente se sentó en la cabecera de la mesa ovalada y los demás siguieron el ejemplo.
—Muy bien, caballeros, dejemos a un lado las formalidades. Díganme qué está pasando.
—Bueno, señor, parece que tenemos otra amenaza en nuestras manos —dijo Friberg después de aclararse la garganta—. Esta es un poco diferente. Hace dos horas…
—Sé acerca de la amenaza que recibimos —interrumpió el presidente—. Y yo no estaría aquí si no creyera que esta fuera bien fundamentada. La pregunta es cuán bien fundada está.
Friberg titubeó y miró a Bancroft. El presidente captó la mirada.
—¿Qué me puede decir al respecto, Myles?
Bancroft se echó hacia adelante en la silla y puso los brazos sobre la mesa.
—El mensaje que recibimos hace dos horas fue de un grupo que afirma ser la Hermandad, de la cual sin duda usted sabe que es una organización terrorista. Provienen de fuera de Irán, pero han estado inactivos en los últimos años… desde nuestra ofensiva en Afganistán. Son un grupo desprendido de Al qaeda que opera en la clandestinidad. Según se dice, nos han dado setenta y dos horas para entregar a un agente que desertó hace poco hacia el Hotel Meliá Caribe en Caracas, Venezuela. Si dentro de setenta y dos horas no hemos entregado al agente, entonces amenazan con detonar un artefacto nuclear que afirman tener oculto en la nación.
El presidente esperó por más, pero esto no vino.
—¿Es esta una amenaza real?
—No tenemos ninguna evidencia de alguna actividad nuclear en la región —contestó Friberg—. Hemos manejado docenas de amenazas, las cuales, usando sus propias palabras Sr. Presidente, están más bien fundamentadas que esta. Son muy pocas las posibilidades de que la Hermandad tenga algo semejante a una bomba. Y de tenerla, una amenaza como esta no tendría sentido.
—¿Myles? —expresó el presidente volviéndose hacia Bancroft.
—Francamente, estoy de acuerdo. Según mi parecer, no la tienen, pero solo me estoy basando en mi instinto. La no proliferación ha tenido los componentes nucleares bajo el mayor escrutinio desde la Guerra del Golfo. A pesar de que todos los expertos insisten en que se consiguen bombas tipo maleta en el mercado negro de cualquier esquina en la calle, ensamblar todos los componentes para construir realmente una bomba es, como usted sabe, casi imposible. No lo puedo imaginar, especialmente no en América del Sur.
—Pero involucra sin embargo un arma de destrucción masiva —objetó el presidente—. Igual negociaremos con ellos. ¿Qué posibilidad hay de que consiguiera la bomba? Háblenme del hombre que lanzó la amenaza. Este Abdullah Amir.
—No tenemos idea de cómo Abdullah Amir llegó a estar en América del Sur, o si en realidad está allí —contestó Friberg.
El presidente solamente lo miró.
—Es más probable que la amenaza venga de uno de los carteles de drogas en la región.
Friberg tomó entonces una decisión, esperando desesperadamente que Ingersol le siguiera la indicación. Sudor le humedecía la frente y respiró a fondo.
—Hace poco enviamos a la selva a un agente que operaba bajo el nombre de Casius para eliminar un poderoso cartel de drogas en la región. Una operación sucia. Nuestra información es un poco incompleta, pero creemos que el agente intentó un asesinato y falló. Creemos que el cartel está respondiendo con esta amenaza. Pero es importante recordar lo que Bancroft dijo, señor. Es muy improbable que el cartel tenga a su disposición algo semejante a una bomba.
—Pero es posible.
—Cualquier cosa es posible —asintió Friberg.
—Por tanto, lo que estás diciendo es que ustedes iniciaron operaciones sucias contra un cartel de drogas y su tipo, este Casius, no dio en el blanco. En consecuencia ahora el cartel está amenazando con explotar el país.
Friberg miró a Ingersol y le captó un brillo en el ojo.
—¿No es bastante así tu evaluación, Mark?
Los nervios se le pusieron tirantes. Las próximas palabras de Ingersol lo despedirían del cargo. Por no mencionar el futuro de Friberg.
—Básicamente, sí —asintió Ingersol.
—¿Y está esta Hermandad amenazando con deshacerse de nosotros? ¿No estamos en absoluto tratando con activistas islámicos sino con traficantes de drogas?
—Esa es nuestra evaluación —respondió Ingersol.
—¿Tiene esto sentido para ti, Robert? —preguntó el presidente mirando a su asesor de seguridad, Masters.
—Podría ser —contestó, y miró a Friberg—. ¿Está involucrada la DEA en esto?
—No.
—Si este agente de ustedes falló en su intento de asesinato, ¿por qué el cartel está tan tenso? Parece una reacción poco común, ¿no es así?
Friberg debía sacarlos de este análisis hasta que Ingersol y él tuvieran tiempo de hablar.
—Basados en nuestra información, la cual yo debería reiterar que sigue siendo muy incompleta, Casius eliminó a algunos inocentes en su intento. Él tiene un historial de elevadísimo daño colateral.
Friberg lanzó las mentiras, sabiendo que ahora se había obligado a encubrir mucho más de lo que se había imaginado. La mente ya le estaba aislando las filtraciones potenciales. David Lunow encabezaba la lista de soplones potenciales. El hombre tendría que ser silenciado.
En cuanto a las tropas de asalto, estas eran títeres sin programa político… aunque se toparan de casualidad con algo allí, no hablarían. Mark Ingersol se acababa de obligar a seguir colaborando. Se podría hacer. Se debía hacer… tan pronto como pasara esta insensatez de la bomba.
—Realmente creo que es así de simple, señor —continuó Friberg al hacérsele evidente que los otros tres lo estaban mirando—. Ellos saben cuánto nos enardecen cosas como amenazas nucleares. Están jugando con nosotros.
—Esperemos que tengas razón. Mientras tanto tratemos ese asunto como cualquier otra amenaza de terrorismo. Oigamos por tanto las recomendaciones que ustedes tengan.
—Entregamos a Casius y desactivamos la demanda —expuso Friberg después de respirar hondo.
—Más que eso. ¿Myles?
—Activamos todas las medidas de Seguridad de la Nación y alertamos a todas las fuerzas de ejecución de la ley. Y buscamos un artefacto, particularmente en el sendero de rutas reconocidas de drogas. A pesar de la improbabilidad de que hubiera de veras una bomba, estamos siguiendo el protocolo completo.
Friberg quería superar esta necedad. Setenta y dos horas vendrían y se irían y no habría bomba. Lo habían visto un centenar de veces, y en cada una habían tenido que pasar por esta tontería. Hace un año después del gran ataque hubiera sido otra cosa. Pero se estaba exagerando con eso de enervar a todos cada vez que algún chiflado gritaba Pum.
Myles Bancroft continuó.
—Ya hemos realizado un plan preliminar de búsqueda que empieza en la costa sureste y la costa oeste, y se extiende a todos los principales puntos de embarque en la nación. La guardia marina soportará la carga más pesada. Si el cartel se las arregla para desembarcar una bomba en nuestras fronteras, lo más probable sería a través de un puerto marino.
El presidente frunció el ceño y meneó la cabeza.
—Es como tratar de encontrar una aguja en un pajar. Oremos a Dios porque nunca tengamos que enfrentar de veras una bomba nuclear real.
—Ningún sistema es perfecto —comentó Masters.
—Y si ellos se las arreglaran para introducir un artefacto, ¿crees sinceramente que tengamos una posibilidad de encontrarlo? —inquirió el presidente volviéndose hacia el director de la CIA.
—¿Personalmente? —exclamó Friberg.
El presidente asintió.
—Personalmente, señor, no creo que tengamos una bomba que hallar. Pero si la hubiera, encontrarla en setenta y dos horas sería sumamente difícil. Revisaremos toda guía de carga que identifique mercancía que ingresó a nuestro país desde América del Sur en los últimos tres meses, y rastrearemos todas aquellas que indiquen mercancía que podría alojar una bomba. Rastrearemos la mercancía hasta su destino final y la examinaremos. Se puede hacer esto, pero no en setenta y dos horas. Por eso es que empezamos con los puertos marinos del sureste y el oeste.
—¿Por qué no eliminar sencillamente al cartel? —preguntó Masters.
—También estamos recomendando el posicionamiento para avanzar hacia la base de operaciones del cartel —contestó Friberg asintiendo—. Pero como dijo usted, si la amenaza es auténtica, lo único que se necesitaría es disparar un interruptor en alguna parte y podríamos tener una catástrofe en nuestras manos. Si los bombardeamos es mejor asegurarnos de matarlos en la primera descarga o ellos podrían mover con rapidez los dedos y detonar. No se juega al hombre fuerte con alguien que tiene un arma nuclear escondida en alguna parte.
—¿No? ¿Y cómo juegas?
—Nunca he estado en esa situación —afirmó después de hacer una pausa.
—Entonces esperemos que no lo estemos —expresó el presidente mirando una ventana al otro lado del salón.
Nadie habló. Finalmente el presidente se levantó de la mesa.
—Emitan las órdenes apropiadas y ténganlas de inmediato en mi escritorio. Más te vale que tenga razón acerca de esto, Friberg —indicó el presidente, y después se volvió y se dirigió a la puerta.
—Esto es tan solo una amenaza. Hemos estado aquí antes, señor —objetó Friberg.
—Mantengan esto en secreto. Nada de prensa. Nada de filtraciones —ordenó el presidente—. Dios sabe que lo último que necesitamos es la participación de la prensa.
Se volvió y salió del salón, y Friberg soltó una prolongada y lenta exhalación.