Capítulo treinta

Abdullah saltó de la silla enviándola ruidosamente hasta la pared. Una ola de sofocante calor le recorrió el pecho, y sintió que el rostro se le enrojecía.

—¿Los dos? ¡Imposible!

¿Cómo pudieron haber escapado? Incluso aunque el agente hubiera hallado otra salida de la celda, ¡el nivel inferior estaba sellado!

Ramón meneó la cabeza. Un círculo oscuro de sudor le humedecía el parche negro.

—Se han ido —comentó con un ligero temblor en la voz—. El sacerdote aún está en su celda.

—¡Creí haberte dicho que los mataras! —exclamó Abdullah volviendo la cabeza.

—Sí. Iba a hacerlo. Pero al considerar…

—Esto cambia todo. Ahora los estadounidenses tratarán de destruirnos.

—¿Pero y nuestro convenio con ellos? ¿Cómo pueden destruirnos teniendo el convenio?

—El convenio, como lo llamas, no vale nada ahora. Ellos no habían sabido la magnitud de nuestra operación, idiota. Ahora lo sabrán —dictaminó Abdullah, luego titubeó y se volvió—. Se pondrán en nuestra contra. Esa es la naturaleza de ellos.

De pronto Abdullah golpeó el puño sobre el escritorio e hizo crujir los dientes debido al dolor que le recorría el brazo. Ramón se quedó quieto mirándolo. El árabe cerró los ojos e inclinó la cabeza sobre la otra mano, agarrándose las sienes. Una neblina parecía flotarle de la mente. Allí está, allí está, amigo mío. Piensa.

Por un momento Abdullah pensó que estallaría en lágrimas, ahí mismo frente al idiota hispano. Respiró profundo y levantó la cabeza hacia el techo, manteniendo cerrados los ojos.

Allí, allí. Meneó la cabeza, como si perdiera la razón. Solo es un juego de ajedrez. He hecho un movimiento y ellos han hecho otro. El hombre hizo crujir los dientes.

Un agente de la CIA ha penetrado en mi operación y ha escapado para informar. El mismo agente que mató a mi hermano.

Calor le hizo explosión en el cuello y él sacudió la cabeza para quitárselo, frunciendo los labios y respirando con dificultad por las fosas nasales.

Había sido una equivocación no matarlo al instante. Quizás la caída los habría matado.

«¿Señor?»

Oyó la voz, sabía que era de Ramón, pero decidió hacerle caso omiso. Estaba pensando. Allí, allí. Piensa.

De repente le saltó a la mente una imagen de mil muchachos marchando, todos menores de trece años. Buenos muchachos musulmanes en la frontera iraquí, entonando un cántico de adoración, vestidos de colores. Iban a reunirse con Alá. Él había visto la escena quince años atrás a través de gemelos de campaña con un nudo del tamaño de una roca alojado en la garganta. Las minas comenzaron a explotar como fuegos artificiales, ¡tas!, ¡tas!, y los cuerpos de los débiles niños empezaron a saltar como ratoneras brincando. Y los demás siguieron caminando, marchando hacia los brazos de la muerte. Recordaba haber creído entonces que todo esto era culpa de Occidente. Eran los que habían armado a los iraquíes. Occidente había engendrado infidelidad, de modo que cuando vio un ejemplo de pureza, tal como estos chiquillos marchando hacia Alá, se encogió de miedo en vez de saltar de alegría.

De tal manera que, piensa. Ramón lo volvió a llamar.

«Señor».

Cállate, Ramón. ¿No puedes ver que estoy pensando? Lo pensó, tal vez lo dijo. No estaba seguro. Ramón estaba diciendo algo acerca de que el agente no sabía lo de las bombas. ¿Sí? ¿Quién lo dice? ¿Lo dices tú, Ramón? Eres un idiota redomado.

Un zumbido le canturreó por encima y abrió los ojos. Los insectos negros en el rincón se arrastraban unos encima de otros retorciéndose en masa. Un pequeño petardo en esa bola decoraría la pared de manera agradable. Bajó la cabeza y miró a Ramón. El tonto en realidad estaba diciendo algo.

«Empaca de inmediato las bombas» —ordenó Abdullah cortándole a mitad de frase.

La boca de Ramón se quedó levemente abierta, pero no respondió. Tenía el ojo bueno tan redondo como un platillo.

Abdullah dio un paso adelante, con un temblor en los huesos. El escape del agente muy bien podría ser la mano de Alá obligándolo a seguir adelante. Si Jamal estaba viniendo, las bombas habrían desaparecido al llegar aquí. Sería él, y no Jamal, quien terminaría el juego.

«Esta noche, Ramón. ¿Entiendes? Quiero ambas bombas enviadas esta noche. Empácalas en troncos como si fueran drogas. Y hazlo personalmente… nadie más puede saber que existen. ¿Me estás oyendo?»

Ramón asintió. Un rastro de sudor le dividía ahora el parche del ojo y le colgaba de la comisura de los labios.

Abdullah continuó, notando que debía vigilar al hombre. Agarró un puntero y se dirigió hacia un mapa ennegrecido del país y de los mares que lo rodean. La voz le salió áspera.

«Habrá tres barcos. Esta noche recogerán los troncos exactamente fuera del delta».

Abdullah seguía el mapa con el puntero mientras hablaba, pero este solo recorría en círculos irregulares debido a los nervios tensos, y él lo dejó a un lado.

«El más rápido de los tres barcos llevará el dispositivo más grande hacia nuestro punto de descenso en Annapolis cerca de Washington, D. C. El segundo llevará el aparato inútil a los depósitos de madera en Miami, exactamente como cualquier otro cargamento de cocaína —anunció, e hizo una pausa, respirando aún con dificultad—. El buque de carga llevará el dispositivo más pequeño a un nuevo punto de descenso aquí».

Pulsó otra vez con el puntero.

«Cerca de Savannah, Georgia» —concluyó.

Se volvió hacia Ramón.

—Dile a los capitanes de estos barcos que es un cargamento experimental y que se les pagará el doble de la tasa normal. No, diles que se les pagará diez veces la tasa normal. Los cargamentos deben llegar a los destinos como se planearon, antes de que los estadounidenses tengan la oportunidad de reaccionar a las noticias que recibirán de parte de este agente.

—Sí, señor. ¿Y el cura?

—Mantenlo vivo. Un rehén podría ser útil ahora —contestó Abdullah, y sonrió—. En cuanto al agente, lo usaremos como nuestro requerimiento en vez de la liberación de prisioneros como Jamal planeara. De cualquier modo las bombas detonarán, pero tal vez ellos nos entreguen a este animal.

Abdullah sintió que una calma descendía sobre él.

—Quiero los troncos en el río para el anochecer —concluyó.

De repente se sintió extrañamente eufórico. ¿Y si Jamal aparecía antes de eso? Entonces mataría a Jamal.

Ramón seguía de pie, observándolo.

Abdullah se sentó y lo miró.

—¿Tienes algo que decir, Ramón? ¿Crees que hemos vivido en esta oquedad infernal para nada? —preguntó, y sonrió.

Por un breve momento Ramón sintió lástima por el hombre sentado ante él como si fuera parte de algo sin importancia. Al final también moriría.

—No me desilusiones. Tienes permiso para salir.

—Sí, señor —expresó Ramón, dando media vuelta y saliendo rápidamente del salón.

Sherry despertó en la margen del río con la visión pinchándole otra vez la mente. Casius levantó la mirada hacia ella desde la roca donde trabajaba sobre una hoja de palma, retorciendo una raíz. Hizo un gesto hacia un lado de la muchacha.

—Tu camiseta está allí.

Dos hoyos se habían desgastado en los omoplatos del hombre. Ella se levantó y fue hasta donde él.

—Esa cosa en tu cara no se borra con mucha facilidad —le dijo, notando que la pintura de camuflaje había sobrevivido al río.

—Es a prueba de agua.

Ella miró un charquito de líquido que él había extraído de la raíz y que había colocado en la hoja.

—¿Y qué es eso?

—Es un antibiótico natural —contestó Casius.

—¿Para tu espalda? —inquirió ella haciendo un gesto de dolor al recordar la resbalada.

Él asintió.

—¿Puedo ver?

Él giró la espalda hacia ella. Los omoplatos estaban tan raspados que dejaban ver carne viva.

—Agarra —expuso él pasándole la hoja de palma—. Esto ayudará. He visto que esto obra milagros.

—¿La paso simplemente por la espalda? —preguntó ella agarrando la palma.

—Tú eres la doctora. También tiene un antiséptico suave. Ayudará con el dolor.

Casius se retrajo del dolor cuando Sherry tocó la carne viva. Ella la cubrió, indecisa al principio, pero usando después toda la hoja de palma como una brocha. Él gimió una vez, y ella levantó la hoja disculpándose. Cuando él hizo un gesto de dolor, como un gran mazo Sherry recibió una sensación de haber experimentado esto antes, y por un instante sintió como si estuviera en un hospital, atendiendo un paciente en la sala de emergencia… no aquí en la selva inclinada sobre el asesino.

Pero entonces, por otra parte, en estos días ella estaba viendo las cosas de manera extraña. Todo era una gran experiencia ya vivida. Casius simplemente entraba con los demás en la vasija.

Ambos salieron del río con Casius insistiendo en llegar a un pueblo lo más pronto posible. Debía llevarla a un lugar seguro y volver por el sacerdote, le dijo a ella. Él tomaba a la selva como si supiera exactamente dónde estaban. Un centenar de preguntas le ardieron entonces a ella en la mente.

Acababan de escapar de algunos terroristas que planeaban hacer algo con una bomba, si ella entendía ahora la visión. ¿Se suponía que ella muriera por esto? No, eso lo había dicho el padre Petrus solo por hablar.

Una imagen de un arma nuclear detonando le llenó la mente, y de pronto quiso decirle todo a Casius. Debía hacerlo… aunque solo hubiera la más mínima posibilidad de que fuera verdad.

La joven tragó saliva en la boca seca y guardó silencio. ¿Y si él fuera parte de esto? Por supuesto que él era parte de esto. Sin embargo, ¿de qué parte estaba él?

Caminaron durante un buen tiempo, en un ridículo silencio. Cuando al fin hablaron fue por iniciativa de ella, quien hacía principalmente cortas preguntas que le sacaban a él pequeñas y corteses respuestas. Respuestas que parecían insustanciales.

—Así que trabajas para la CIA, ¿no es así? —inquirió ella finalmente.

—Sí.

—Y dijiste que ellos estaban tras de ti. ¿O estás tú detrás de Abdullah?

—¿Abdullah? —objetó él mirándola.

—Allá en el reducto. Me podría equivocar, pero creo que él es un terrorista. Tiene una bomba, creo.

Casius siguió caminando, musitando algo respecto de que todo el mundo tenía una bomba.

Él la llevó a una pequeña aldea mientras el sol aún estaba en lo alto. A pesar de la disponibilidad de teléfonos en el pueblo, insistió en que ella todavía no se contactara con nadie. Manifestó que llamaría y alertaría a las personas indicadas hacia las operaciones de Abdullah.

El hombre hizo la llamada y luego convenció a un pescador para que los llevara a un pequeño bote pontón. Iban a toda prisa río abajo, acompañados por el ronroneo de un fuera de borda de veinte caballos y un telón de fondo de aves graznando en las copas de los árboles.

—Gracias por lo que hiciste allá atrás —comentó Sherry, rompiendo un prolongado silencio—. Imagino que te debo la vida.

Casius la miró y encogió los hombros, volviendo la mirada hacia la selva.

—¿Qué te hace pensar que este individuo Abdullah tiene una bomba? Ella consideró la pregunta por un momento y decidió que debía decírselo.

—¿Crees en visiones? —preguntó.

Él la miró sin responder

—Me refiero a visiones sobrenaturales. De Dios —expresó ella.

—Ya hemos tratado eso. El hombre es Dios. ¿Cómo puedo creer en visiones de hombre?

—Al contrario, Dios es el creador del hombre. También es conocido por dar visiones.

Parecía ridículo… algo que ella misma acababa de creer por primera vez. Casi podía oírlo burlándose ahora. Seguro, cariño. Dios también me habla a mí. Todo el tiempo. Precisamente esta mañana me dijo que en realidad debo limpiarme más regularmente con hilo dental.

De todos modos la joven siguió adelante.

—Así es como sé que Abdullah tiene una bomba.

—¿Viste eso en una visión?

Lo dijo con una voz que muy bien pudo haber expresado: Sí correcto, señora.

—¿Cómo más? —inquirió ella.

—Viste algo en el complejo ese y ataste cabos —contestó él encogiendo los hombros.

—Quizás la brillantez no sea algo que viene de siete años de educación superior. Pero tampoco lo es la estupidez. Si digo que tuve una visión, es porque la tuve.

Él parpadeó y volvió a mirar río abajo.

—Tuve una visión acerca de un hombre plantando algo en la arena, que mataba a miles de personas. Por eso estoy aquí en esta selva y no en Denver. Solo por eso —enunció ella, tragando saliva y continuando, ahora con calor en el cuello—. ¿Sabes que ese edificio está construido en el lugar de una antigua misión? Allí solían vivir misioneros.

Ella esperó una respuesta, que no llegó.

—Si hay una bomba… quiero decir una bomba nuclear, tendría sentido que el tipo estuviera planeando usarla contra los Estados Unidos, ¿correcto? ¿Creerías que es posible eso?

—No —respondió él volviéndose y analizándola por un prolongado momento—. La instalación es una planta de procesamiento de cocaína. El sujeto es traficante de drogas. Creo que las armas nucleares están un poco más allá de la esfera del tipo.

—Podrás ser un asesino muy ingenioso, pero no me estás escuchando, ¿verdad? Vi a este hombre en mis sueños y ahora lo he conocido en persona. ¿No significa eso nada para ti?

—No puedes esperar realmente que yo crea que fuiste atraída a la selva a fin de salvar a la humanidad de alguna conspiración diabólica para detonar un arma nuclear sobre tierra estadounidense —declaró él, la volvió a mirar, y forzó una sonrisa—. ¿No encuentras eso un poco fantástico?

—Sí —exteriorizó Sherry—. Así es. Pero eso no cambia el hecho de que cada vez que cierro los ojos este árabe vuelve a saltar al escenario y planta su bomba.

—Bueno, te voy decir una cosa. Al final volveré a entrar a esa selva a matar a ese árabe tuyo. Quizás así impida que siga metiéndose a tu mente.

—Eso es una insensatez. Nunca lo conseguirás.

—¿No es eso lo que deseas? ¿Detenerlo?

¿Cómo podía él volver allá sabiendo que estarían esperándolo? ¿Podría Dios utilizar a un asesino? No, ella creía que no. Entonces supo lo que debía hacer y lo expresó sin pensar.

—Tienes que sacar al padre Petrus. Y yo tengo que ir contigo.

—Eso ni pensarlo.

—El padre Petrus…

—Liberaré al sacerdote. Pero tú no vienes.

—Soy yo, no tú, quien…

Sherry se interrumpió bruscamente, comprendiendo lo ridículo que todo esto se oía.

—¿Quién ha sido guiada por visiones? —terminó él la frase por ella—. Créeme, a mí me guían mis propias razones. Ellos te retorcerían la cabeza.

—Matar nunca solucionó nada —objetó ella—. Mis padres fueron asesinados por hombres como tú.

La revelación lo desinfló. Pasaron quince minutos en silencio antes de que volvieran a hablar.

—Lo siento por lo de tus padres —enunció Casius.

—Está bien.

Fue la manera en que él dijo «lo siento» que le hizo creer a ella que dentro de esa piel brutal se escondía un hombre bueno. A Sherry se le formó un nudo en la garganta y no sabía por qué.