Shannon Richterson había observado a Tanya bajar el sendero, luchando con la urgencia de correr tras ella e insistirle en que se quedara. Ella había regresado a ver dos veces con esos brillantes ojos azules, casi destrozándolo con cada mirada, para luego desaparecer de la vista.
Hacía una hora que ella se había ido cuando el lejano revoloteo llegó a los oídos de él. Bajó el cuchillo con el que había estado cortando trozos de madera sin propósito alguno y volvió primero un oído y luego el otro hacia el sur, examinando el sonido que llegaba entre mil ruidos de la selva. Pero así era; este golpeteo no venía de la selva. Era propulsado por un motor. Un helicóptero.
Shannon se irguió sobre los pies, deslizó el cuchillo en la funda en su cintura, y bajó corriendo por el sendero hacia la plantación, a un kilómetro al sur. No sabía que hubiera un helicóptero en la programación de hoy, pero eso no significaba nada. Era probable que su padre hubiera conseguido algo especial para el tío Christian.
El joven cubrió la primera media milla a toda velocidad, sacando tiempo para revisar dónde pisaba en cada larga zancada. Otro sonido más discordante se unió al del golpe de aspas, y Shannon se detuvo en seco, con un temblor helándole la columna vertebral. El sonido regresó: un gañido resaltado con cien detonaciones. ¡Disparos de ametralladora!
Surgió un escalofrío que le bajó por la espina dorsal como un viento ártico. El corazón se le paralizó y luego empezó a palpitarle con fuerza excesiva. Las piernas pasaron de estar inmóviles a correr de manera ciega en el espacio de tres zancadas. Se movió a gran velocidad sobre el sendero y cubrió el último cuarto de milla en mucho menos de un minuto.
Shannon salió de la selva a cincuenta metros de la casa victoriana que su padre construyera quince años antes cuando salieran por primera vez de Dinamarca hacia este valle remoto. Dos imágenes le ardieron en la mente como marcas al rojo vivo posándose en un cuero.
La primera fue de los dos adultos parados en el césped frontal con las manos levantadas hacia las nubes: su padre y su tío Christian. La imagen le lanzó detalles abstractos a su paso. Su padre usaba pantalones color caqui, como siempre, pero tenía la camisa desabotonada. Y no usaba zapatos, lo cual también era poco común. Padre y tío estaban allí como dos niños atrapados jugando, mirando hacia el occidente, con ojos muy abiertos.
La segunda imagen se hallaba en el cielo a la derecha. Un helicóptero atacando y revoloteando en el aire a quince metros del suelo a tiro de piedra delante de su padre, inmóvil excepto por el borroso batir de alas en la parte superior. Un cañón redondo sobresalía de la nariz, en silencio por el momento. El aparato se sostenía indeciso, quizás buscando en el terreno un sitio para aterrizar, pensó Shannon, y de inmediato rechazó la idea. Todo el césped abajo era una plataforma de aterrizaje.
Sirenas de alarma resonaron en el cerebro de Shannon, de las que detonan un instante antes del impacto, de las que por lo general paralizan los músculos. En el caso de Shannon los tendones lo hicieron ponerse en cuclillas. Se quedó al borde de la selva con los brazos extendidos en las caderas.
Y entonces el helicóptero disparó.
La primera ráfaga lanzó al aparato uno o dos metros hacia atrás. La andanada de balas dio contra el abdomen del padre de Shannon, aserrándolo en dos con esa primera descarga. El joven vio la parte superior de su padre doblarse en la cintura antes de que las piernas se doblaran debajo de él.
Un grito agudo hendió el aire, y Shannon se dio cuenta de que era un grito de mujer, su madre gritaba desde la casa, pero luego resonó todo alrededor de él. El motor suspendido en el cielo, aullando; esa ametralladora ensamblada en la nariz, rugiendo; la selva a la espalda, chillando; y por sobre todo, su propia mente, lanzando alaridos.
Su tío dio media vuelta y corrió hacia la casa.
El helicóptero giró en su eje y lanzó una segunda ráfaga. Las balas dieron en la espalda del tío Christian y lo lanzaron por el aire, obligándolo a extender los brazos como un hombre dispuesto para la cruz. Voló por el aire, impulsado por un chorro de plomo, al menos siete metros, y aterrizó hecho un ovillo, destrozado.
Toda la escena se desarrolló en unos pocos momentos increíbles, como robados de una lejana pesadilla y reproducidos aquí, delante de Shannon en el patio de su propia casa. Ahora le funcionaba solo una pequeña parte aterrada de la mente, y estaba teniendo dificultad para mantener palpitando el corazón, peor aún para procesar adecuadamente pensamientos coherentes.
Shannon permaneció pegado a la tierra, los tendones aún paralizados en cuchillas. La respiración se le había detenido en algún momento, quizás cuando su padre se había doblado. El corazón le palpitaba desenfrenadamente y a raudales le entraba sudor a los desorbitados ojos.
Algunos pensamientos le pasaron de forma confusa por la mente. ¿Mamá? ¿Dónde estás? Papá, ¿va a ayudar a mamá?
No, papá está herido.
Y entonces cien voces comenzaron a gritarle, instándole a moverse. De pronto el helicóptero tocó tierra y Shannon vio a cuatro hombres rodando por tierra y luego poniéndose de pie, con rifles en las manos. Uno de ellos era moreno, logró ver eso. Quizás hispano. El otro era… blanco.
El último lo vio y gritó: «El muchacho…»
Eso fue todo lo que Shannon oyó. El muchacho. En un acento estadounidense.
Entonces algo chasqueó en el cerebro del chico, exactamente cuando el estadounidense vestido con ropa color caqui levantaba el rifle. Miró al interior de los ojos del hombre y dos instintos simultáneos le inundaron la mente. El primero fue correr hacia la bala que ese AK-47 lanzaría a su camino… acelerar la colisión con los dientes frontales. Ahora no tenía sentido vivir.
Shannon parpadeó.
El segundo instinto le retumbó por la columna en chorros de fuego derretido, pidiendo a gritos la muerte de este tipo antes que la suya propia. Los músculos de Shannon reaccionaron en el mismo instante que parpadeó.
Saltó a la izquierda, sacando del cinturón el cuchillo mientras se movía. Se abalanzó hacia adelante agazapado, gruñendo, musitando sonidos guturales apenas audibles.
Shannon se hizo a un lado a media zancada y sintió el roce de balas pasándole rápidamente por el oído derecho.
El soldado se acomodó en una rodilla y cambió el enfoque de la mira. Shannon se lanzó a la izquierda y decidió allí, en medio del aire y paralelo a la tierra, con balas golpeando el aire a la derecha, que debería hacerlo ahora.
En el último instante plegó el hombro hacia abajo, dio dos volteretas en tierra, y se enderezó sobre los pies con el cuchillo ya preparado. Arrojó la hoja con efecto de brazo, reforzando el lanzamiento del arma con el impulso que llevaba.
Todo se puso entonces en cámara lenta. El rifle del hombre aún disparaba, después de las volteretas de Shannon, levantando polvo por detrás y por debajo, sobrepasando el movimiento que el joven había hecho hacia delante y quedándose corto ante el movimiento lateral del chico. El cuchillo giró, la empuñadura sobre la hoja, cruzando la senda de balas, relumbrando una vez en el sol de la tarde, a medio camino hacia el sujeto.
Entonces la hoja se clavó en el pecho del soldado, quien retrocedió tambaleándose y golpeó la puerta abierta del helicóptero. El arma se le cayó de las manos, y Shannon volvió a rodar.
Un segundo soldado levantó el arma, y Shannon echó a correr hacia la esquina de la casa; instintos de supervivencia le gritaban por sobre las demás voces. Se lanzó a toda velocidad, moviendo rítmicamente pies y manos. Balas rasgaron el costado un instante después de que él ingresara en la sombra de la casa. Sin hacer ninguna pausa, viró a la izquierda y corrió hacia la selva, manteniendo la casa entre él y el helicóptero.
Detrás de Shannon un segundo helicóptero en vuelo comenzó a disparar, destrozando con las balas el follaje delante de Shannon. Él cambió de curso una vez, luego dos, sabiendo que en cualquier segundo uno de esos proyectiles le chasquearía en la espalda… de ese modo: ¡chas!, y que le llenaría la columna con acero ardiente.
Un árbol exactamente adelante y a la izquierda tembló y se partió bajo una ráfaga de plomo. Shannon se lanzó a la derecha y rodó dentro del bosque antes de que el soldado corrigiera la puntería. Entonces el chico quedó bajo el denso ramaje de la selva, con el corazón saltándole en el pecho, y sudor corriéndole por el rostro, pero fuera del alcance de ellos.
Mamá está en la casa.
Volvió a girar hacia la colonial detrás de los árboles. De pronto una figura en el interior pasó corriendo por una de las ventanas traseras, se fue por un instante, y luego reapareció. Era la madre de Shannon, y tenía puesto su vestido favorito, aquel con margaritas amarillas. Otro detalle sombrío.
El rostro de la madre estaba fruncido por el pánico, los labios caídos, y los ojos apretados. Trataba a tientas de encontrar el pasador de la ventana.
El joven dio cuatro pasos hacia el borde del bosque y se detuvo.
«¡Mamá!» —gritó.
La voz se perdió en medio del chirrido del helicóptero en lo alto.
Shannon salió disparado hacia la casa.