Capítulo veintinueve

Casius necesitaba una distracción.

Se presionó contra la puerta tan pronto como esta se cerró, deseando calma en el corazón para poder oír sin impedimento. Habían apagado un interruptor antes de hacer una pausa en lo que, por el tenue ronroneo que empezó exactamente después de detenerse, solo podía tratarse de un ascensor.

Tardó diez minutos en determinar su curso de acción. Era probable que la celda en que se hallaba estuviera bajo tierra, en el nivel del sótano. La puerta de acero la habían sujetado con pasador, lo que lo dejaba desesperadamente encerrado. Los únicos objetos móviles en el cuarto eran la cama de madera, el delgado colchón, y el centelleante bombillo. Por lo demás la celda no proporcionaba nada utilizable.

Una hora después de que Abdullah y Ramón salieran por el ascensor descendieron otros dos que Casius supuso que eran guardias, y que tomaron posiciones en el pasillo… uno frente a su celda y el otro al lado de la puerta.

Él sabía que tenía muy poco tiempo. Mientras Abdullah creyera que Casius trabajaba para la CIA, el árabe podría mantenerlo vivo, esperando influencia. Pero Abdullah lo mataría el momento en que supiera que él estaba huyendo de la CIA. Y Casius dudaba que la CIA tuviera algún problema en sacar a la luz la verdad.

Obrando en silencio total, Casius quitó el colchón de la cama y apoyó el armazón de madera en el extremo, directamente debajo del foco, de tal modo que cualquiera que entrara al cuarto solo vería el armazón a primera vista. Luego rasgó tiras del forro del colchón y dejó el armazón debajo de la luz. Desenroscó la bombilla blanca y caliente hasta que se apagó la luz, dejando que se enfriara antes de quitarla por completo.

Trabajando al tacto en la oscuridad, Casius envolvió el bombillo en las tiras de tela y apretó el vidrio en la palma. Este explotó con un chasquido, cortándole el dedo índice. Se mordió la lengua y con mucho cuidado retiró la tela, con los vidrios rotos en ella. Palpó el alambre de tungsteno. Este permaneció intacto. Perfecto.

Casius alargó la mano hacia el techo, halló la instalación de luz, y dirigió el foco hacia el enchufe. El alambre de tungsteno brilló con color rojo opaco sin el vacío.

Rompió otra tira del colchón y se la envolvió en el sangrante dedo índice. Respiró hondo y volvió a colocar el armazón. Agarró un puñado de relleno del colchón y lo levantó hasta el brillante alambre. El material seco ardió por tan solo un momento antes de soltar llama.

Casius se bajó al concreto, aventó el material ardiente sobre el colchón, y lo puso contra la pared más lejana. Se retiró a la pared detrás de la puerta y observó aumentar el fuego hasta que el cuarto resplandeció en color anaranjado. Aguantando hasta el último momento posible, aspiró una última bocanada de aire del cuarto y esperó.

Así que ahora viviría o moriría, pensó. Si los guardias no reaccionaban, el humo lo asfixiaría. El corazón le empezó a palpitar como un pistón en un motor de camión. Las sienes le dolieron, rechazando la fugaz tentación de correr hacia el colchón y extinguir el fatal fuego.

En segundos el cuarto se llenó de espeso humo. Llegó entonces el sobresalto de los guardias cuando grises nubes se colaron por debajo de la puerta. Les tomó otro minuto completo optar por un curso de acción, gastado sobre todo en buscar una reacción de Casius. Al no llegar ninguna respuesta, una voz ahogada sostuvo que el prisionero debía estar muerto y que ellos también lo estarían si Ramón pensaba que habían permitido lo ocurrido.

Las llaves se introdujeron en la cerradura de metal y la puerta se abrió, pero Casius permaneció agazapado detrás, ahora con los pulmones a punto de reventarle en el pecho. Los guardias llamaron en medio del humo como por treinta segundos antes de decidirse a entrar.

Entonces Casius saltó, con cada onza restante de fortaleza. Chocó violentamente contra la puerta, aplastando al primer guardia contra el marco. Lanzó la palma hacia arriba por debajo de la mandíbula del hombre, haciéndole crujir la cabeza en la pared. El guardia se desmadejó en el suelo. Casius le agarró el rifle de las manos flojas, se deslizó detrás de la pared, y tomó una bocanada de aire. Los pulmones se le llenaron de humo con la succión, pero se mordió para no toser.

Disparos resonaron en el pasillo. Se perforaron hoyos en la pared encima de él. Casius agitó el AK-47 alrededor del rincón y disparó seis balas dispersas. Cesaron los disparos. Se deslizó por el marco de la puerta en una rodilla, se llevó el rifle al hombro, mandó una bala que atravesó la frente del otro guardia, remachándolo en el suelo con un solo disparo.

Adrenalina le corrió por las venas. Ahora tosió con fuerza y se agachó, liberando de humo los pulmones. Examinó el pasillo, vio que había allí otras cuatro puertas, y entonces corrió hacia las de acero que correspondían al ascensor en el extremo.

Tardó cinco segundos en darse cuenta de que el carro no iría a ninguna parte sin una llave. Las otras puertas entonces… y rápidamente. Se había iniciado un azoramiento.

Casius corrió hacia la primera puerta, la encontró cerrada, y le disparó una bala a la cerradura. La pateó, encendió un interruptor de luz, y entró al cuarto bajo titilantes tubos fluorescentes. Lo único que había en el salón era una sencilla mesa y tres sillas. Mapas pegados a las paredes. Ninguna salida desde aquí.

Planos color púrpura y oscurecidos por el tiempo estaban adheridos a la pared a la izquierda. El dibujo arquitectónico más cercano mostraba una sección en cruz de los negros riscos. Y asentada en la colina entre las plantaciones y los riscos, una sección cruzada de una estructura de tres pisos. La estructura donde ahora se hallaba. Casius cambió la mirada hacia otro plano, al lado del primero. Este mostraba una vista ampliada de la construcción subterránea completa con un ascensor al final.

No menos de veinte ilustraciones se alineaban en las paredes, detallando el recinto. Largas líneas azules sombreaban un conducto que atravesaba la montaña. Rectángulos punteados de rojo mostraban el propósito del túnel. Refinaban cocaína en una enorme planta en el segundo piso y luego la metían dentro de troncos que eran disparados a través de la montaña dentro del río Orinoco y arrastrados hacia el mar.

Casius salió del salón y cerró la puerta.

La siguiente puerta se abrió fácilmente girando la manija, y reveló un armario de suministros. Agarró un machete del rincón y volvió corriendo al ascensor. De modo sorprendente, el indicador rojo aún no se había iluminado, lo que le hizo hacer una pausa. O no se habían molestado en instalar alarmas en el nivel más bajo, imaginándose que ninguna amenaza vendría por encima, o lo esperaban, sabiendo que el ascensor era la única salida.

Pero se equivocaban.

Con el sonido metálico de acero contra acero, Casius empujó la hoja entre las puertas e introdujo el machete. Las puertas resistieron por un momento y luego cedieron. Examinó un hueco vacío que bajaba hacia otro nivel de sótano y que subía hasta el fondo del carro, un piso arriba.

Tenía que hallar a la mujer. Sherry. Era irónico… había asechado por años a un terrorista como Abdullah y había planificado la caída de la CIA casi durante el mismo tiempo. Y sin embargo aquí había una mujer y él sabía que debía salvarla. Ella de alguna manera era diferente.

¿Lo era?

La niebla negra le golpeó la mente.

Refunfuñó y saltó hasta el fondo del hueco. Forzó la inactiva puerta del ascensor e ingresó a un corredor oscuro y húmedo formado en concreto, vacío excepto por una simple entrada a la izquierda. Como una bodega, aunque en la selva no había necesidad de una bodega.

Un débil aullido resonó por encima de él. ¡Un sobresalto! El corazón le palpitó con fuerza y Casius se metió al pasillo.

Una imagen de Sherry le llenó la mente: los rasgos delicados, los ojos centelleantes, los labios curvados. Ella era la antítesis de todo por lo que él había vivido. A él lo impulsaba la muerte, a ella… ¿qué? ¿El amor?

La puerta era de concreto, y Casius descubrió que estaba trancada con un pasador. Pero no asegurada. Jaló el pasador y empujó la plancha. La puerta rechinó al abrirse hacia un cuarto extremadamente oscuro.

El aliento le resonó desde el vacío.

«¿Sherry?»

Nada.

Casius giró alrededor. Debía salir antes de que el lugar se saturara con los hombres de Abdullah. Había retrocedido un paso hacia el hueco del ascensor cuando oyó un gemido detrás de él.

—¿Ho… hola?

Casius dio media vuelta. Un extraño torbellino le surgió por las venas.

—¿Sherry?

El corazón le palpitó con fuerza y no era de temor.

—¿Casius?

Sherry vio la silueta parada como un pistolero en la entrada abierta, y se preguntó qué estaba haciendo Shannon en los sueños de ella. Shannon estaba muerto, por supuesto. O quizás era su secuestrador, el terrorista con la bomba, si la visión del hongo era correcta. Abdullah. Él la había visitado algunas horas antes… ahora había regresado.

Se sintió muerta y supo que estaba despertando. La figura se volvió para salir y le pareció que tal vez este era alguien real.

—¿Hola?

La figura giró. ¿Era Casius? ¿Había venido Casius a salvarla? Ella salió de su acalambrado sueño.

—¿Sherry?

¡Era Casius!

—¿Casius?

La joven se irguió y Casius entró rápidamente. Se colocó sobre una rodilla y le puso a Sherry un brazo por debajo de la espalda. La levantó como una muñeca de trapo y salió tambaleándose de la celda.

Él olía a sudor, lo cual no era ninguna sorpresa, pues estaba empapado de sudor. El rostro aún con pintura verde.

—¿Dónde está el sacerdote? —preguntó él tranquilamente.

Él aún la estaba sosteniendo.

—No sé. ¿Qué sucedió?

A Casius debió habérsele venido la idea de que la estaba sosteniendo porque dejó caer el brazo izquierdo y que ella se sostuviera en pie por sí misma.

—Vamos. No tenemos mucho tiempo.

El hombre corrió por un par de puertas de acero al final del corredor y presionó el oído contra ellas. Era un elevador, estaba cerrado.

Dio un paso atrás y levantó el machete.

—Está despejado. Mantente atrás —la tuteó en tono tranquilizador.

El asesino metió la hoja en la rajadura y forzó las puertas hasta abrirlas. Un cable se levantaba en medio del oscuro hueco del elevador. El hombre acuñó en diagonal las puertas con el machete y se introdujo al hueco. Sin decirle nada a Sherry, se impulsó cable arriba y pasó directamente las puertas por donde ella miraba asombrada.

—¿Adónde vas? —preguntó la muchacha, correspondiéndole al tuteo.

Sherry miró hacia arriba y vio el fondo del elevador como siete metros más arriba. Casius estaba ahora paralelo a una larga abertura en el lado opuesto del hueco, tres metros arriba. Entonces se meció hacia adentro sin contestarle, pero ella ya tenía la respuesta. El hombre se tendió bocabajo y estiró la mano en el hueco abajo hacia ella.

Sherry dio un paso adelante y, agarrando con la mano izquierda la apalancada puerta del elevador, estiró la mano hacia el brazo de él en lo alto, preguntándose si tendría las fuerzas para resistir. Pero él le agarró la cintura como con una garra de acero y la duda despareció. Ella se agarró de nada más que aire, y él prácticamente la levantó en vilo por la abertura. Levantó la pierna por sobre el borde y rodó al lado de él.

Casius repitió el proceso, que los llevó a otro piso más arriba, exactamente debajo del mismísimo ascensor, y entonces se quedaron inmóviles mirando el túnel al que habían entrado.

Una larga línea de luces colgaba de un techo de tierra que se extendía a ambos lados algunos centenares de metros, quizás más. A la derecha el túnel terminaba en una luz brillante; a la izquierda se perdía en la oscuridad. A lo largo del pasadizo había una banda transportadora inactiva.

De repente un grito resonó abajo en el túnel seguido del sonido de botas retumbando sobre tierra apisonada. Casius agarró a Sherry por la cintura, la jaló y salió corriendo a tropezones hacia al extremo oscuro del túnel. Ella se apoyó en la mano libre y corrió tras él, bombeando los puños llena de pánico.

—¡El sacerdote! —jadeó ella.

—¡Por ahora solo corre! —contestó él.

De repente el aire se llenó de gritos de alarma. Un disparo se estrelló cerca de los oídos de Sherry. Casius se deslizó hasta detenerse y ella casi lo atropella. La joven estiró los brazos y sintió las palmas estrellándose contra la húmeda espalda de él; las manos le resbalaron a ambos lados y chasquearon en la piel húmeda del hombre. Pero ninguno de los dos pareció notarlo.

Sherry vio que habían llegado a una plataforma de acero, y Casius se las arregló para descorrerle el cerrojo a la puerta. Saltó por encima del borde y jaló bruscamente a la mujer. Al pulsar algo en la pared, todo el armatoste empezó a temblar y a subir. Se hallaban sobre alguna clase de elevador. Relámpagos de disparos estallaron túnel abajo, seguidos de gritos de ira. Sherry se agazapó de manera instintiva.

Pasaron el techo de tierra y subieron por un hueco vertical iluminado por una serie de bombillas a lo largo de un muro.

Casius estaba como loco escudriñando el piso con ojos bien abiertos. Algo respecto de los bruscos movimientos del hombre hizo correr un escalofrío por la columna de Sherry. Ella pensó que él estaba asustado. Y no solo asustado por los rifles abajo. Estaba enterado de algo que ella no sabía y que lo hacía corretear de forma incontrolada.

Sherry se agarró de la barandilla y lo observó, demasiado asombrada como para preguntarle qué estaba haciendo. Él miró dos veces más alrededor del suelo y evidentemente no halló nada, porque terminó levantando hacia ella los ojos bien abiertos.

Miró por sobre la joven, quien le siguió la mirada. Un oscuro hoyo se abría tres metros más arriba. Y sobre él… tierra. El tope.

—¡Quítate la camiseta! —ordenó brusca y frenéticamente.

—¿Que me…? ¿Quitarme qué?

—¡Rápido! Si quieres sobrevivir a esto, quítate la camiseta. ¡Ahora!

Sherry agarró la camiseta y se la quitó por sobre la cabeza. Usaba solo un sostén deportivo. Casius arrebató la camiseta antes de que ella se la hubiera terminado de quitar y se la puso por sobre su propia cabeza. La muchacha creyó que el tipo se había vuelto loco.

—Vas a tener que confiar en mí. ¿Está bien?

La camiseta de ella a duras penas se estiraba por el pecho de él, y un hombro de la prenda se rasgó en la costura. El hombre había enloquecido.

—Vamos a dar un paseo. Solo deja que yo te cargue. ¿Comprendes?

Ella no contestó. ¿Cómo podía ser posible que él…?

—¿Comprendes? —volvió a preguntar él con el rostro pálido.

—Sí.

Entonces los engranajes pararon en seco y el piso empezó a inclinarse hacia un hueco que esperaba como una boca abierta. Era un tubo de acero de quizás metro y medio de diámetro que desaparecía dentro de la oscuridad.

Casius rodeó la cintura de la muchacha con un brazo y se lanzó al suelo, jalándola de tal modo que ella quedó encima de él, bocarriba. Tenían las cabezas dirigidas hacia el interior del cavernoso tubo de acero. ¡Él la estaba metiendo en el hueco, de cabeza!

Sherry cerró los ojos y comenzó entonces a gimotear.

«Por favor, por favor, por favor, Dios».

De pronto le chocó en los oídos el chasquido del acero chocando con acero.

¡Balas! Como pesado granizo sobre un techo de lata. Los hombres abajo estaban disparando sus rifles hacia el hueco del ascensor, y las balas chocaban contra el piso de acero. Ella apretó los ojos y comenzó a chillar.

Y entonces estaban cayendo.

Sherry comprendió por qué Casius había estado examinando el piso. Por qué insistió en quitarle la camiseta al no encontrar nada más. Porque la espalda de él se estaba deslizando contra acero. Ella no sabía cuánto tiempo tardaría este viaje ni adónde los llevaría, pero se imaginó que su delgada camiseta de algodón ya se estaría deshaciendo. Seguiría la piel de él.

Como deslizándose entre un tobogán, ganaron velocidad. Sherry abrió bien los ojos y levantó la cabeza. Muy lejos ahora, la cada vez más pequeña entrada le brillaba entre los pies que se le sacudían. Debajo de ella el hombre se tensó repentinamente y la apretó como una prensa. Tenía los brazos envueltos sobre la sección media de ella, enrollados como una serpiente.

Él gimió y ella comprendió que la camiseta se había deshecho. Los antebrazos de Casius se tensaron, sacándole a Sherry el aire de los pulmones. Llena de pánico se aferró a los brazos de él… pero en vano. Entonces él se puso a gritar y a ella le corrió por la columna un terror candente. Abrió la boca, queriendo unírsele en el grito, pero no tuvo aire para gritar.

De repente Casius dejó de apretar; el grito se le convirtió en un suave gemido, y Sherry supo entonces que él se había desmayado. Ella aspiró una bocanada de aire y luego otra. Los brazos del hombre yacían flojos. La chica imaginó una larga mancha de sangre detrás de estos. Oh, Dios, ¡por favor!

Entonces la montaña los escupió, como si descartara aguas residuales. Sherry oyó el agua precipitándose por debajo de ellos y pensó que se dirigían a un río. Debajo de ella, Casius estaba inconsciente. Instintivamente la muchacha elevó ambos brazos hacia el cielo. Su grito resonó en las paredes del elevado cañón por encima.

Agua helada la tragó y le succionó el aliento de los pulmones como si fuera una aspiradora. El sonido amainó hasta volverse gorgoteos susurrantes, y ella apretó con fuerza los ojos. Oh, Dios, ayúdame. ¡Voy a morir! Instintivamente se agarró con energía del brazo del asesino.

Entonces él volvió en sí, impactado por el agua, desorientado y agitándose como alguien a punto de ahogarse. Sherry abrió los ojos y se dirigió hacia la sombra más iluminada de color café, esperando poder hallar allí la superficie; tiró una vez del brazo de él y luego lo soltó, esperando que el hombre encontrara su propia salida. Los pulmones de la mujer le estallaban.

Ella casi inhala agua antes de que la cabeza le saliera a la superficie. Pero contuvo el aliento y boqueó desesperadamente antes de que el fondo de la dentadura forzara agua. Casius salió disparado a la superficie al lado de la muchacha y ella sintió que una ráfaga de alivio la inundaba.

Sherry miró alrededor, aún expulsando con fuerza el aire. Se hallaban en un río de curso rápido, profundo y en calma en ese lugar, y que se estrellaba contra rocas en la orilla lejana. La joven sintió que una mano le agarraba el hombro y la impulsaba hacia la orilla más cercana. Fueron a parar a un banco de arena doscientos metros río abajo, como dos enormes tortugas, boca abajo, jadeando sobre la playa. Sherry ladeó la cabeza hacia un lado, y vio a Casius con el rostro entre el barro. Los omoplatos le exudaban rojo a través de la camiseta de ella, y el alma se le puso en vilo.

Trató de llegar hasta él, pero una nube negra le cubrió la vista. Dios por favor, pensó ella. Por favor. Entonces la nube negra se la tragó.