Capítulo veintiocho

Casius despertó en un catre y lentamente se irguió hasta sentarse. Los sucesos de la noche le llegaron a tropezones mientras levantaba la mano hacia el moretón en el hombro derecho. Sus captores habían utilizado dardos tranquilizadores. Y también habían disparado a la mujer y al sacerdote. Los tenían en alguna parte.

Sherry.

Un dolorcito le ardió en el pecho ante el pensamiento. Él había guiado a la mujer en el interior de la selva; ella era ahora con quién debía tratar. Esto era una arruga en toda esta operación, y algo de lo que podía prescindir. Pero una arruga que estaba empezando a obsesionarlo.

Casius movió la vista alrededor de la prisión. El cuarto tenía tres metros por tres… bloque de concreto. Vacío excepto por esta sola cama. Sin ventanas, una puerta, todo blanco. Una bombilla de color bronce resplandecía en el techo. El desnudo colchón en que estaba sentado parecía algo hallado en un callejón, rucio por la edad y manchado con círculos cafés. Olía a orina.

Con cuidado buscó en el cuerpo heridas o roturas pero no encontró nada. Lo habían capturado fácilmente. O habían sido excepcionalmente afortunados o tenían un sistema de seguridad mucho más avanzado de lo que él habría esperado.

Casius se inclinó contra la pared y echó la cabeza hacia atrás.

Su espera terminó en un minuto. Un chirrido sonó en la puerta.

Así que ahora comenzaría el juego en serio. Tranquilizó los músculos tensos y dejó que se acercara quien había tocado la puerta.

El soldado que entró traía en ambas manos un revólver Browning nueve milímetros. Un parche colocado parecía un hoyo en el ojo derecho. Era hispano.

Otro hombre atravesó la puerta y Casius sintió que el pecho se le tensaba. Cabello negro corto con un mechón blanco coronaba el rostro despiadado del hombre. Casius estaba mirando a Abdullah Amir. El tipo tenía un sorprendente parecido a su hermano. La mano de Casius se le contrajo por instinto en el regazo y calmadamente empuñó los dedos.

El hombre se quedó con los brazos sueltos a los costados, mirando a Casius con ojos caídos. Usaba camisa blanca de algodón con mangas cortas, y pantalones impermeables de color rojizo que terminaban tres centímetros por encima de zapatos negros de cuero. Casius sintió que un tenue escalofrío le bajaba por la columna, y de repente se preguntó si podría quitarse esto de encima. Todo el asunto.

En un rincón de la mente había esperado esto, desde luego. Pero al mirar ahora a Abdullah le golpeó como un mazo la verdad de todo, y se preguntó si había sobreestimado su propia fuerza mental y su paciencia.

Por la ceja arqueada de Abdullah, había visto el temor de Casius.

—¿Crees que soy un fantasma? —interrogó.

Casius tragó saliva y recuperó la compostura, con la mente titubeando aún. El hombre tal vez no tenía una clara idea de su identidad. Al menos no todavía.

—¿Quién eres? —preguntó Abdullah mirando fijamente.

Casius suprimió el instinto de lanzarse ahora contra el sujeto y terminar con esto. Lo miró sin responder, haciendo acopio de la resolución para jugar las cartas como había planeado.

—Abdullah —expresó Casius con un suave bufido.

La mirada del árabe registró un chispazo de vacilación. Por un instante pareció desconcertado.

Casius continuó antes de que el tipo pudiera pronunciar una palabra.

—Tu nombre es Abdullah Amir. Yo maté a tu hermano hace diez días. Te pareces mucho a él. Tu hermano era un terrorista eficaz… deberías estar orgulloso.

Casius sonrió y el hombre parpadeó, aturdido como para decir algo; todo músculo del cuerpo se le tensó, haciéndole brotar venas en el cuello y los antebrazos.

—¿Mataste a… está muerto Mudah? —balbuceó Abdullah.

Por un momento Casius creyó que Abdullah le dispararía allí, en el acto. En vez de eso el tipo recuperó poco a poco la compostura como si pudiera prenderla y apagarla entre esas orejas. Casius pensó que esto hablaba muy bien de la fortaleza del individuo.

—CIA —profirió Abdullah como si se acabara de tragar una píldora amarga. Ahora un brillo diferente centelleaba en los ojos del hombre.

—¿Y qué está haciendo tu agencia tan profundo en la selva? —exigió saber.

—Estamos buscando a un asesino —contestó Casius—. Quizás tú, Abdullah. ¿Eres un asesino?

El hombre no halló humor en la pregunta. Miró con mucho cuidado a Casius.

—¿Cuál es tu nombre?

—Tu familia está en Irán. En el desierto. ¿Qué te trae a la selva?

El guardia hispano miró a Abdullah con su único ojo bueno, la pistola aún apuntaba firmemente a la cabeza de Casius.

—¿Por qué mataste a mi hermano? —inquirió Abdullah.

—Porque era un terrorista —respondió Casius después de reflexionar en la pregunta—. Detesto a los terroristas. Ustedes son monstruos que matan para alimentar una ciega lujuria.

—Él tenía esposa y cinco hijos.

—¿No los tienen todos? A veces también mueren esposas e hijos.

El labio superior del árabe se cubrió de humedad que brilló bajo el foco en el techo. Casius sintió que su propio sudor le aparecía en la sien derecha. La vista se le nubló con esa conocida niebla negra y luego aclaró la garganta.

—Tú mismo eres un asesino —objetó Abdullah; una mancha de baba se le pegó al torcido labio rosado—. El mundo parece estar lleno de monstruos. Algunos de ellos matan por Dios. Otros dejan caer bombas desde diez mil pies y matan por petróleo. Unos y otros matan mujeres y niños. ¿De qué clase eres tú?

Una vocecita le susurró en la mente. Eres igual que él, le dijo. Los dos son monstruos.

Casius expresó lentamente el nombre, antes de darse cuenta de que lo estaba diciendo. Sintió que un temblor se le apoderaba de los huesos, y luchó por controlarlo.

Cuando habló no pudo detener la ira que le tensaba la voz.

—Tú, Abdullah Amir, eres un monstruo de la peor clase. ¿A cuántos has matado en tus ocho años en esta plantación?

Una campanita de advertencia sonó en la oscuridad, pensó Abdullah, accionada por la última declaración del agente. Pero no lograba identificarla. Lo que sí pudo identificar fue la sencilla realidad de que la CIA debía sospechar ahora acerca de las actividades extracurriculares de él. Por eso habían enviado este reconocimiento. Tal vez su hermano había hablado bajo el cuchillo de este asesino. Sea como sea, ahora la operación estaba en peligro.

La orden de Jamal tenía ahora nuevo significado.

El tipo de cabello negro le recordó a un guerrero, desplazado en el tiempo, despojado de sus vestiduras por alguna razón profana, cubierto aún con pintura de guerra. Solamente le habían encontrado un cuchillo. Bien, entonces tendría que matar a este hombre con una hoja. Lo degollaría, quizás. Luego le desgarraría el estómago. O tal vez en orden inverso.

—Según los registros de la CIA ustedes pusieron en tierra a algunas personas, viniendo a este valle —explicó Casius a Abdullah—. Esta fue una vez una plantación cafetera y allí cerca había una base misionera… las que debieron desaparecer. Pero parece que el hecho le molestó a la CIA tan poco como a ustedes.

La última declaración hizo pestañear a Abdullah. ¿Conocía este agente la participación de la CIA? Y por el parpadeo en el ojo del hombre era obvio que no la aprobaba.

—Pero eso no es de mi interés —expresó el asesino, sosteniéndole la mirada—. Jamal, por otra parte, es mi preocupación.

¿Jamal? ¡Este hombre sabía de Jamal!

—¿Cuál es tu nombre? —volvió a preguntar Abdullah.

—Casius. Tú sabes de Jamal.

Abdullah sintió que el pulso le martilleaba. No reaccionó.

—Estoy seguro de que comprendes la clase de problema que se acaba de posar en el umbral de tu puerta, amigo mío, pero créeme… tu mundo está a punto de cambiar.

—Tal vez —manifestó finalmente Abdullah—. Pero de ser así, también el tuyo.

—Dime lo que sabes acerca de Jamal, y saldré de esta selva sin decir una palabra. Tú comprendes que mi sola ausencia izará banderas rojas.

Abdullah sintió que una sonrisa se le formaba en los labios. La audacia del hombre le pareció absurda. Se hallaba aquí, bajo una pistola, ¿y parecía sin embargo cómodo lanzando amenazas?

—Si yo pudiera darte ahora la ubicación exacta de Jamal, créeme, lo haría con el mayor de los gustos —declaró Abdullah—. Por desgracia, Jamal es más difícil de atrapar que un fantasma. Pero estoy seguro de que lo sabes, o no lo estarías persiguiendo en esta selva olvidada por Dios. Él no está aquí, te lo puedo asegurar. Nunca ha estado aquí. Tú, por otra parte, sí estás aquí. Un hecho que pareces no apreciar.

—Tal vez Jamal no esté aquí, pero él es tu titiritero, Abdullah, ¿no es verdad? Solo un idiota pensaría de otro modo.

Calor le hizo erupción en el cuello a Abdullah. ¿Qué sabía este individuo?

—Tu hermano habló con mucha libertad antes de que lo degollara —confesó Casius alejando la mirada—. Es obvio que a él le preocupaba un poco tu capacidad. Pero en realidad, si sacas conclusiones, creo que fue Jamal quien más te consideró un estúpido.

El hombre volvió a mirar de frente a Abdullah.

—¿Por qué se sentiría Jamal obligado a ponerse al frente de una operación que tú has tenido perfectamente bajo control? Todo esto fue idea tuya, ¿de acuerdo? ¿Por qué se hizo cargo él?

Pero Abdullah no podía descartar fácilmente las palabras. Es más, sabía que esto era cierto. Jamal creía que él era un estúpido… todo comunicado ostentaba el aire de superioridad de Jamal. Y ahora este asesino había sacado a la fuerza esta información a su propio hermano antes de degollarlo.

Un temblor le recorrió a Abdullah por los huesos. Debía pensar. Este tipo moriría, eso ahora era muy cierto, pero no antes de que le contara a Abdullah lo que sabía.

El idiota lo miraba como si fuera el que estuviera haciendo el interrogatorio. Los ojos le brillaban feroces, ni en lo más mínimo cauteloso. Era obvio que sabía más de lo estaba expresando.

—Quiero a Jamal —continuó Casius—. La afrenta hacia mí se remonta a ocho años atrás y no tiene nada que ver contigo. Tú me dices cómo se contacta contigo Jamal, y me aseguraré que tus operaciones permanezcan bien cubiertas.

Abdullah arqueó una ceja.

—Si es verdad que esta operación está realmente bajo el control de Jamal, ¿por qué debería dar a un asesino información que podría llevarlo a él? —preguntó.

—Porque si no se elimina a Jamal, estoy bastante seguro que él te eliminará —contestó Casius taladrándolo con la mirada—. Es más, si yo fuera un hombre de apuestas te podría decir que ya estás muerto. Tu utilidad ha concluido. Ahora eres un lastre.

Abdullah estuvo a punto agarrar la pistola de Ramón y dispararle a Casius. Lo único que mantenía vivo al hombre era la arrogancia; eso y la vocecita que le susurraba a Abdullah en el oído. Algo estaba fuera de lugar.

El rostro se le contrajo con desprecio. Le dio la espalda al hombre y salió sin decir nada más. Si Casius tenía alguna información útil, ahora no tenía importancia. El hombre ya estaba muerto.

Abdullah habló tan pronto como se cerró la puerta.

—Prepara las bombas. Tenlas listas para embarcarlas —ordenó, con un poco de temblor en la voz.

—¿Tan pronto?

—¡Inmediatamente! Jamal tiene razón; no podemos esperar.

—¿Las enviamos a detonar?

—Por supuesto, idiota. Ambas. Las enviamos y luego le decimos al gobierno de ellos que pueden hacer parar la detonación si acceden a nuestras exigencias, como se planeó. Pero de todos modos las detonaremos, después que los estadounidenses hayan tenido la oportunidad de orinarse. Castigo para el agravio… la mejor clase de terrorismo. Liberen a nuestra gente o les perforaremos el costado —afirmó, y sonrió—. Les hundiremos el cuchillo y luego lo haremos girar. Exactamente como se planeó.

—¿Y los otros?

Abdullah titubeó. Casi había olvidado a la mujer y al sacerdote.

—Mátalos —ordenó—. Mátalos a todos.