Capítulo veinticinco

Miércoles

Pasaron el resto de la mañana en un extraño silencio, esperando indicios de una exploración, apiñados y callados dentro de la pequeña caverna. Varias veces la mujer hizo comentarios en tono bajo, pero inmediatamente Casius se llevaba un dedo a los labios. Mientras estuvieran en la cueva no tendrían la ventaja de poder oír alguna aproximación. El silencio se les hizo crítico. Él estaba contento con la restricción.

Casius hizo la quinta barrida del perímetro en el día, pasando ágilmente de árbol en árbol, ansioso por confirmar la dirección de algún grupo de exploración y por reanudar el viaje hacia el norte. Ansioso por salir de la extraña dicotomía que parecía elevar la cabeza a medida que avanzaba el día.

Había determinado que la presencia del sacerdote y la mujer era tan solo un inconveniente. Un obstáculo, como había declarado. Mientras no les hiciera caso, no serían una gran amenaza para la misión que tenía. Pronto los dejaría en lugar seguro y seguiría su camino. Se introdujo en la sombra de un elevado árbol yevaro y examinó la ladera delante de él. Varias veces helicópteros habían volado bajo sobre los árboles, posiblemente llevando hombres para la exploración. Hasta el momento ninguno se había aventurado hasta esta profundidad.

Se inclinó sobre un árbol y pensó en la mujer. Sherry. Ella era un enigma. Por motivos que no lograba entender, hacerle caso omiso era más difícil de lo que se había imaginado. Ella se mantenía saltándole a la mente como uno de esos títeres activados por resorte. Solo que ella no era más títere con resorte de lo que él era un monstruo. La charla le había metido un aguijón en el pecho. Un dolorcito. ¿Y qué respecto de usted, señorita Sherry Blake? Usted y su misión de parte de Dios, de venir a la selva a morir con su sacerdote. ¿Qué clase de corazón tiene usted?

Un corazón bueno. Él lo sabía, y eso le atormentaba la mente. Ella lo había sorprendido con las preguntas, y él se había sorprendido aún más por empeñarse con ella. Una imagen de Sherry inclinada hacia atrás en la débil luz de la lumbre le surgió en el ojo de la mente. El cabello oscuro le caía sobre los hombros; los ojos color avellana le centelleaban como canicas en la titilante llama. La camiseta blanca ya no era blanca, sino café enlodada. Tenía piernas bien torneadas y sedosa piel tersa bajo la mugre. El resfriado le había vuelto ronca la voz y los ojos un poco enrojecidos. Ella había vuelto a dormir… estirada de costado, con la cabeza reposaba en el brazo. Sherry Blake.

Antes Casius había visto a alguien parecida a ella. No Shania Twain ni Demi Moore, sino alguien del pasado de él. Quizás alguien de Caracas. Pero él había cerrado su pasado. Ni siquiera recordaba cómo eran su padre y su madre. Decían que la presión del homicidio había hecho eso. Se le habían borrado partes de la mente.

Casius dejó el árbol y trepó rápidamente la colina a la derecha. Hizo una pausa en la cima y escuchó con mucho cuidado. En lontananza, posiblemente tan lejos como la misión, otro helicóptero traqueteaba ruidosamente en el cielo.

El chasquido de una ramita le interrumpió los pensamientos y él retrocedió hasta volverse a poner a la sombra del árbol. Ladera abajo, alejándose de ellos a paso cansado, tres hombres se dirigían de vuelta hacia la misión. Por tanto habían venido y se habían ido. Los observó caminar con cuidado entre los arbustos, vestidos con pantalones color caqui e indumentaria paramilitar que no hacía juego. Mantuvieron el curso y desaparecieron en la selva.

Casius regresó rápidamente a la cueva. Halló a Sherry recostada de lado y al sacerdote removiendo las cenizas con una vara, tratando de revivir el fuego muerto. Luz entraba ahora a través de las enredaderas en la entrada.

«Lo siento, pero tenía que extinguir el fuego cuando desapareciera la niebla —anunció, apoyándose en una rodilla—. Se han ido. Nos iremos ahora».

Se deslizó por la abertura, seguido por la mujer y luego por el padre Petrus. Se hizo evidente para él que difícilmente habría notado a un guardia que hubiera estado esperando en la abertura. Maldijo entre dientes. Debido a toda la cháchara que habían tenido acerca de matanzas, el dúo podría representar la muerte de él.

Miró a Sherry, impactado de repente por la belleza de ella a plena luz.

«Vamos» —ordenó.

—¿Dónde los viste por última vez? —preguntó Abdullah.

Era tarde y estaba cansado. Cansado por no haber dormido, cansado de hombres incompetentes, cansado de la interminable espera por la llamada de Jamal.

Ramón se inclinó sobre el mapa en el cuarto de seguridad. Aparte del laboratorio abajo, este salón contenía la única complejidad verdadera en el reducto. Estaba la planta de procesamiento, por supuesto, y las fajas transportadoras que llevaban los troncos a la rampa de caída a través de la montaña, pero esas eran operaciones relativamente básicas. La seguridad, por otra parte, era siempre un asunto de la más alta consideración en la mente de Abdullah. Ni siquiera Jamal sabía lo que Abdullah tenía aquí.

El mapa mostraba los bordes del sistema del perímetro de seguridad, un cable sensible enterrado varios centímetros bajo el suelo del bosque. Usando ondas radiales, el sistema mostraba la masa de cualquier objeto que atravesara, permitiéndoles distinguir animales de grosores más pequeños a los seres humanos.

—Atravesaron aquí —dijo Ramón señalando un área al sur del complejo—. Tres personas. Viajando rápido, creo.

Abdullah parpadeó, asimilando la reciente información. ¿Quién podría estar en la selva tan cerca del campamento? Cazadores tal vez. La infección en el labio le palpitó y suavemente se pasó la lengua por encima.

—¿Cómo puedes saber que están viajando rápidamente? —quiso saber.

—Atravesaron aquí el perímetro y luego salieron aquí, diez minutos después. Al principio creímos que habían salido, pero a los pocos minutos volvieron a aparecer aquí.

Por el cuello de Abdullah se extendió calor. ¿Cazadores? Sí, cazadores se podrían mover de ese modo. ¿Pero tan profundo en la selva? Fácilmente podría ser un francotirador con su observador de tiro. O una misión de reconocimiento, emprendida por algún grupo sospechoso. Los rusos, quizás, de alguna manera informados de la ubicación de Yuri tras todos estos años. O la CIA.

O Jamal.

—¿Y qué hiciste? —preguntó.

—Le ordené a Manuel que los recogiera.

—¿Recogerlos? —objetó Abdullah volviéndose hacia el hombre, con mirada centelleante—. ¿Y si se trata de francotiradores? ¿Cómo planeas recoger francotiradores entrenados? No recoges así no más hombres entrenados; ¡los eliminas!

—Si los matamos y están aquí en contacto con alguna autoridad, entonces su ausencia será una advertencia —explicó Ramón dando un paso atrás—. Pensé que los debíamos atrapar vivos.

Abdullah consideró eso, volviéndose al reconocer la validez del argumento del latino.

—Pero no los recoges simplemente como si fueran perros callejeros. Viste cuán bien le fue a Manuel con el complejo misionero. ¿Cómo es posible que tú…?

Un golpecito sonó en la puerta y Ramón la abrió.

Manuel estaba allí, jadeante y respirando con dificultad.

—Los hemos divisado, señor. Dos hombres y una mujer.

—¡Bien! —exclamó Ramón—. Agárrenlos con los tranquilizantes.

Manuel se volvió para salir.

—Y Manuel —añadió Abdullah—. Si dejas escapar otra vez a esos tres, morirás. ¿Entendido?

El guardia miró por un instante con los ojos muy abiertos y luego agachó la cabeza.

Casius los dirigió por la selva a paso de castigo. Para hacer una declaración, pensó Sherry. La declaración de que él deseaba dejarla con todo lo que ella decía, para los animales. Se movieron firmemente por los árboles, bajaron una colina, subieron la siguiente, treparon un risco, atravesaron un riachuelo, solo para comenzar de nuevo el ciclo.

El hombre que la llevaba a rastras entre los arbustos era, por sobre todo, un asesino, eso ahora era dolorosamente obvio. Como los hombres que mataran a sus padres. Asesinos por alguna causa abstracta, haciendo caso omiso a la realidad de que por cada persona asesinada, alguien más estaba sentenciado a vivir con esa muerte. Un hermano, una hermana, una esposa, un hijo. Por no hablar de cuántas pesadillas había ocasionado Casius en sus años. Ella odiaba al individuo.

Por otra parte, él le había salvado la vida. Y cada vez que él hablaba ella se encontraba ahuyentando un sentimentalismo absurdo. Como si él fuera el guardián de ella.

Dios no lo permita.

Pero muy cierto. Por eso es que se había enojado tanto con él, determinó Sherry. Era como si el asesino de sus padres hubiera salido de las pesadillas de ella y venido a salvarla con una resplandeciente sonrisa. Un último lance imprevisto del cuchillo.

Los músculos en las pantorrillas del hombre se encogían y se flexionaban con cada zancada; los pies descalzos se le movían sin ningún esfuerzo sobre el suelo del bosque. Sudor le brillaba en los amplios hombros. En cierto momento ella se descubrió preguntándose cómo sería pasar un dedo sobre esa musculatura tan locamente maciza. A toda prisa desechó la idea.

El padre Petrus seguía en la retaguardia, y Sherry pensó en la sugerencia que le hiciera, de que ella ahora estaba en el sendero de Dios, esperando que le revelara la verdad como a él le pareciera. Y de ser así, entonces este hombre también era parte del grandioso plan del Señor. Tal vez relacionado de alguna manera con la visión. Sí, la visión que le venía cada noche como la caída de una represa. Ese enorme hongo creciente, noche tras noche.

Casius se había detenido tres veces en los últimos quince minutos, escrutando con cuidado la tierra por delante. Ahora se detuvo por cuarta vez y levantó la mano pidiendo silencio.

Una manada de periquitos volaba graznando encima de ellos. Sherry se llevó una mano al pecho, sintiendo que el corazón le palpitaba debajo de los dedos.

«¿Qué es?» —susurró.

Él se llevó un dedo a los labios, escuchando.

Casius ya lo había sentido cuatro veces… esa escalofriante sensación de miradas observando. Ya habían avanzado tres kilómetros hacia el complejo, las últimas tres horas bajo la protección de la oscuridad. Dejaría a Sherry y al padre allí bajo la sombra de varias peñas enormes, exploraría rápidamente la plantación, y regresaría por ellos en pocas horas. Luego los llevaría al río Caura y regresaría dependiendo de lo que hallara en el reducto.

Al menos eso había tenido en mente. Pero ahora este cosquilleo en la base del cerebro lo enervaba.

No había visto señales de hombres. Y sin embargo ese cuarto sentido… como si los hubieran estado vigilando con ojos invisibles durante los últimos quince minutos. En la oscuridad, quien hacía uso de la sorpresa esgrimía la mayor arma. Como asesino había confiado fuertemente en la repentina sorpresa en medio de la oscuridad. Perderla ahora con la mujer y el cura lo obligaría a abandonar su plan hasta que pudiera deshacerse de ellos.

Por otra parte él había sido cuidadoso, permaneciendo bajo el más espeso follaje y evitando riscos. Solo un afortunado observador podía haberlos avistado, y solo entonces con instrumentos poderosos. Si hubiera habido hombres apostados en tierra, él los habría descubierto; estaba seguro de eso.

Casius bajó la mano y siguió adelante. Detrás de él siguieron Sherry y Petrus. Aunque no habían hablado, la disposición de Sherry hacia él había cambiado en las últimas horas, pensó. Menos animosidad. Decían que compartir luchas de vida y muerte unía hasta a enemigos. Quizás eso explicaba la creciente aprensión por dejarla sola mientras explorara la plantación. Es más, podría haber sido la presencia de ella lo que le provocaba ese cosquilleo en el cuello.

A los diez minutos llegaron al borde de un claro. A veinte metros brillaba una pequeña laguna con el reflejo de la luna. Tres enormes rocas sobresalían del suelo en un extremo.

—Muy bien —expresó Casius volviéndose hacia ellos y asintiendo—. ¿Ven esas rocas? Quiero que esperen bajo ellas por algunas horas mientras exploro adelante.

Sherry se paró al lado de él, respirando sin parar debido al esfuerzo excesivo. Él pudo olerle el aliento, como solo podía oler el aliento de una mujer, aunque no se podía imaginar la razón, pues ella no había usado lápiz labial ni brillo por al menos veinticuatro horas. La mujer miraba adelante, los labios levemente separados, con clara aprensión en los redondos ojos. El hombro de ella tocó el brazo de él y lo hizo sobresaltar.

—¿Algunas horas? —preguntó ella mirándolo; él alejó la mirada tan casualmente como pudo—. ¿Por qué?

Casius abrió la boca, inseguro de lo que deseaba decir. Fue entonces, con la boca abierta y ella mirándolo como un cachorrito, que los débiles carraspeos le llegaron a él con el viento.

El instante antes de que los dardos los alcanzaran, él supo que venían. Y luego le dieron, tas, tas, el primero en el brazo y el segundo en el muslo. Delgados y peludos, enterrados hasta la empuñadura.

¡Dardos tranquilizadores!

¡Tas, tas! ¡Le dieron a Sherry!

El primer pensamiento de Casius fue el rostro de Friberg, sonriendo allá atrás en Langley. El segundo fue la mujer. Tenía que salvar a Sherry.

Lanzó un brazo alrededor de la cintura de la joven y la llevó hacia atrás, internándose en la protección de la selva. Ella estaba diciendo algo. Él pudo olerle el aliento, pero no logró interpretarle las palabras. La miró y le vio los ojos abiertos, a centímetros del rostro de él.

Casius se tambaleó hacia atrás mientras la droga le recorría las venas. Cayó, sosteniendo aún a la mujer, suavizándole la caída con su propio cuerpo. A lo lejos oyó unos gritos. Español, pensó él. Así que los habían estado siguiendo. Pero ¿cómo? Algo pesado se le posó en el pecho.

Entonces el mundo se le ennegreció.