Sherry seguía de cerca al jadeante hombre, dependiendo de que los movimientos de él la guiaran entre los arbustos. La vista que tenían en la oscuridad parecía más instintiva que una función de percepción sensorial. Un instinto que obviamente el hombre había desarrollado. Un instinto que ni ella ni Petrus tenían. El padre era fuerte y persistía, pero a este ritmo difícilmente era mejor que ella.
Ella era médico practicante de Denver, Colorado, y ahora mismo debería estar siguiendo por blanqueados pasillos a un médico en sus rondas. No corriendo por una pesadilla, detrás de un lunático exaltado. Tal vez se trataba precisamente de eso: otra pesadilla agarrándola de las botas y golpeándole el rostro, en vez de verdaderas raíces de árboles y hojas que la arañaban. Oró porque pronto se irguiera de golpe en su cama.
En realidad la idea del sueño tenía sentido. No recordaba haber despertado, lo cual podría significar que aún dormía. Había ido a su cuarto a descansar; recordaba eso. Y luego los disparos y las imágenes de exterminio, y ahora este hombre dirigiéndola como un conejo entre la selva. Los pensamientos le recorrieron alocadamente por la cabeza mientras luchaba por mantener al hombre a la vista.
¿No había dicho él algo acerca de ir al sur sobre el río? Ella no tenía idea adónde se dirigían, pero esto no era ningún río. Una imagen del padre Petrus le saltó a la mente. Vivir tiene que ver con morir. Las palabras del cura le resonaron en el cerebro. Todos vivimos para morir.
—¿Crees que he debido venir a esta selva para morir? —había preguntado ella, un poco seria.
—¿Y estás lista para morir, Sherry?
Las palabras la sacudieron súbitamente con claridad. ¿Estaba ella lista para morir? No, no lo estaba. Ahora mismo lo único que sentía era una fuerte urgencia de sobrevivir. Dios, sálvanos. Sálvanos, por favor.
Casius había matado con la soltura de un hombre que disparaba a placer, pensó ella. ¿En qué lo convertía eso?
Por otra parte, él los había salvado. Sin Casius ella estaría ahora en ese patio, tendida en su propia sangre. Lo cual lo convertía a él en su ángel en la noche. No obstante, ¿podía un ángel matar del modo en que había matado este hombre?
De pronto Sherry resbaló cayendo duramente sentada, y refunfuñó. Barro se le filtró entre los pantalones cortos de mezclilla. Se levantó antes de que Petrus la alcanzara. Siguió adelante, dándose cuenta de que Casius ni siquiera había hecho una pausa para ver si ella estaba bien. Él estaba allí, a menos de tres metros adelante, con la espalda aún subiendo y bajando como una sombra. Una rama le golpeó el rostro a ella y lanzó un brazo contra esta, tentada a arrancarla del árbol y pisarla bajo los pies. Se tragó la frustración que le crecía como un nudo en la garganta y siguió adelante.
Sherry continuó implacablemente, tropezando con bastante regularidad, cayendo sentada varias veces. Dos veces le perdió el rastro a Casius y se vio obligada a gritar. En cada ocasión Petrus chocó con ella musitando disculpas. Cuando esto ocurrió, Casius no había estado a más de cinco metros de ellos. Si él hiciera más ruido habría sido mucho más fácil, pero parecía deslizarse como un fantasma. Seguir tanto al hombre como a las huellas demostró ser casi imposible.
La joven le explicó defensivamente el problema la segunda vez. Él la miró a través de la oscuridad por algunos segundos, como si intentara comprender. Luego se volvió y continuó, pero esta vez haciendo rozar torpemente las manos contra el follaje para hacer ruido al pasar. Eso la ayudó. Pero entonces vino la lluvia, y lo que había parecido casi imposible se volvió totalmente absurdo.
Sherry dejó que los ojos se le volvieran a inundar de lágrimas, enjugándolas constantemente para aclarar la vista. Pero no dejaría que el hombre le oyera los silenciosos sollozos, y siguió adelante.
Oh, Dios, permíteme despertar, por favor.
El viaje había sido fácil hasta que empezó a llover. E incluso eso no habría sido un gran problema de no haber llegado la lluvia cuando comenzaban un brusco descenso dentro de un valle. La oscura y empinada selva, ahora mojada, vino a ser el límite. La marcha se convirtió en un lento avance. Casius se detenía con frecuencia y esperaba que lo alcanzara la mujer, quien se deslizaba y se resbalaba en su camino montaña abajo.
Se apiadó de ella, en cierto modo. Era probable que la pobre mujer hubiera venido emocionada a visitar la selva, y ahora la habían metido violentamente en este inverosímil mundo. Y guiada por él precisamente, quien no era hombre para damas. Si ella no lo sabía ya, muy pronto lo sabría.
Le sorprendió la fortaleza de la muchacha. Tal vez no había desarrollado habilidades para atravesar con facilidad la selva, pero tenía la voluntad de un jaguar.
A mitad del descenso Casius admitió con amargura que sería imposible llegar con ellos dos a la plantación antes del amanecer. Por suerte la lluvia borraría la mayor parte de las huellas, lo cual era bueno considerando que seguramente explorarían la selva con las primeras luces. El ataque no había sido un pillaje al azar. Por cuenta propia él avanzaría con empeño, noche o día, con exploración o sin ella. Pero no con esta mujer y este sacerdote llegando de sopetón entre los arbustos detrás de él. Los divisarían desde el cielo, los harían pedazos dentro de los árboles, y les desgajarían las extremidades.
Lo cual significaba que deberían esconderse durante el día. Con una mujer. Y un sacerdote.
—Está bien, señor —manifestó bruscamente la mujer en la oscuridad—. Esto es demasiado. Estamos cortados, amoratados y exhaustos. ¿Se podría detener por solo un minuto y dejarme descansar?
—¿Por qué no enarbola una bandera por encima de los árboles mientras lo hace? —objetó él volviéndose—. Solo en caso de que ellos ya no le oigan la voz.
Ella lo miró furiosa a través de la oscuridad.
—Pronto descansaremos —anunció él y siguió bajando la colina.
Habían viajado doce o trece kilómetros desde la misión cuando Casius encontró la cueva. Enredaderas cubiertas de musgo que crecían por doquier cubrían la entrada, pero la ubicación de la roca sugería claramente un descanso. El hombre pasó de largo dos veces antes de hacer a un lado las entretejidas malezas que llevaban a una pequeña caverna. Hizo un hueco por el que se pudieran arrastrar.
—Entren —expresó, agitando las manos hacia adelante.
—¿Entrar allí? —preguntó la mujer acercándose, con la boca abierta, mirando dentro de la húmeda oscuridad.
—Ustedes querían descansar. No pueden simplemente dejarse caer al suelo y quedarse dormidos. Sin duda los hallarían. Estarán seguros allá adentro —explicó él señalando hacia el interior de la oscuridad.
—¿Será seguro? ¿Y si hay algo más adentro? —inquirió ella con voz ronca y ansiosa; el resfriado le estaba empeorando.
—Entonces no lo amenacen. Entren despacio —indicó él.
Sherry retrocedió y movió los ojos color avellana hacia los de él.
El padre Petrus dio un paso adelante, miró a Casius, y se deslizó en la cueva sin decir una palabra.
—Siga usted —pidió la joven—. Yo sostendré esto por usted.
Ella se colocó detrás de él y le agarró la maraña de enredaderas de las manos, agarrándole con ellas el dedo índice.
Él se soltó y encogió los hombros.
—Haga lo que quiera —declaró devolviéndose y deslizándose por la abertura.
De inmediato la cueva se abrió a un pequeño enclave como de tres metros cuadrados. Un frío y húmedo musgo cubría el suelo, proporcionando un lecho bastante cómodo. El sonido de insectos escabulléndose a toda prisa confirmó que no estaban solos… arañas por sus rápidos movimientos. Pero la mayoría de las arañas huyen, no atacan. Allí estarían bastante seguros. Casius apenas logró ver la silueta de la joven contra el oscuro cielo mientras entraba vacilante.
—Mientras estemos detenidos deberíamos dormir —expresó él de forma realista—. En la mañana trataré de conseguirles algo para comer. Saldremos tan pronto como estemos seguros de que la selva esté libre de obstáculos.
—Quiero agradecerle por lo que hizo allá atrás —reveló el padre Petrus.
—Yo no estaría tan agradecido aún, padre. Todavía no estamos precisamente en el Hilton.
—En realidad no estoy pensando en mi propia comodidad. Pero Dios… —Esto no tiene nada que ver con Dios.
Eso acalló al clérigo. Casius se encontró deseando haber dejado al sacerdote en su vivienda.
—Duerman —declaró.
Sherry estaba sentada con las piernas cruzadas, quieta por un momento, mirando alrededor en medio de la oscuridad.
—No estoy segura de poder dormir —expresó finalmente con voz áspera—. Dije que estaba cansada y magullada, no con sueño. No estoy segura de que usted lo haya notado con toda esa testosterona recorriéndole por las venas, pero simplemente nos encontramos algo confundidos aquí.
No, ella no era en absoluto debilucha de alma. No esta mujer.
—Haga lo que quiera —contestó él tan tranquilo como era posible.
Él palmeó el musgo con la mano abierta y se volvió de espaldas a ella, como si la mujer ya estuviera muy lejos en la mente de él; se dejó caer de costado y cerró los ojos sin el más ligero interés en dormir ahora.
El sacerdote siguió el ejemplo, susurrándole palabras de ánimo a la mujer. Por varios minutos la cueva permaneció en silencio detrás de Casius. Entonces ella se acostó, pero por la respiración irregular él supo que la joven no estaba bien aclimatada. Es más, ahora parecía haber empeorado. Sin duda el agotamiento se apoderaría de ella en cualquier momento.
Casius hizo crujir los dientes y obligó a la mente a revisar sus opciones por centésima vez.
Sherry despertó ante el olor de madera quemada. Se sobresaltó y se alzó apoyándose en los brazos. A un metro de distancia un pequeño fuego se las arreglaba para arder entre madera húmeda, llenando la cueva con humo.
Le había vuelto la visión, rugiéndole con intensidad y empapándola de sudor. Ahora había despertado. Lo cual significaba claramente que el resto no había sido una visión, una pesadilla, o cualquier otro episodio sobrenatural. El ataque, el escape, y ahora esta cueva… todo era real. Sherry tragó saliva y se sentó totalmente.
El padre Petrus dormía sobre un costado, con la cabeza frente al muro lejos de ella.
Entre otras cosas no sabía cómo Casius había logrado encender un fuego, pero se hallaba inclinado ahora, soplando los carbones mientras cenizas blancas se le filtraban entre el cabello. Una llamita brillaba perezosamente entre rojas brasas. Humo pasó flotando a Casius, concentrándose en el techo de la cueva, saliendo luego hacia la abertura por la que se habían deslizado en la noche. La pequeña lumbre emitía brillo ámbar sobre las ásperas paredes de piedra, iluminando una docena de insectos del tamaño de una ciruela y adheridos al interior de la cueva. Sherry volvió a tragar grueso y giró los ojos hacia un lagarto muerto que yacía sin vida al lado del hombre.
—Buenos días —saludó él sin quitar la mirada de la llama—. La niebla es fuerte afuera, así que prendí un pequeño fuego; no se verá el humo. Ustedes deben comer algo, y no creo que quieran comerlo crudo. Esperaremos aquí hasta que los grupos de búsqueda hayan venido y se hayan ido.
—¿Qué grupos de búsqueda?
—Saben que escapamos. Enviarán grupos de búsqueda.
Tenía sentido.
—¿Adónde estamos yendo? —preguntó ella.
—Los estoy llevando a un lugar seguro —contestó él.
—Sí, ¿pero adónde?
—Al río Caura. Encontraremos un barco que los lleve a Soledad.
La voz de él pellizcó un nervio sensible en la columna de Sherry, el cual le recordó que había concluido que él no era de su agrado. Miró la ancha tira amarilla que recorría desde el hocico hasta la cola del animal. Si ella había despertado con hambre, el apetito ya se le había marchado a toda prisa. Levantó la mirada hacia el hombre mientras este rápidamente pelaba el lagarto con un enorme cuchillo y tendía largas tiras en los carbones.
La luz de la lumbre danzaba en aquellos amplios y musculosos hombros. El tipo se puso de rodillas por encima de los carbones, y ella pensó que las pantorrillas del hombre debían ser del doble de las suyas. La ancha banda de esparadrapo aún le colgaba del grueso muslo. Tal vez el sustituto temporal de una curita. Tenía cabello oscuro en la cabeza. Los ojos le resplandecían castaños en la débil luz. Aún tenía adherida al rostro pintura de camuflaje, que la lluvia no había lavado.
Quienquiera que él fuera, ella dudó que se tratara simplemente de un explorador de la DEA que se había criado en Caracas. En otro mundo podría llevar fácilmente el título de «el Destructor», «el Libertador» o algún otro sobrenombre como esos. La semejanza resonaba.
El humo le hacía arder los ojos a la joven.
—¿Hay una forma de deshacerse del humo? —preguntó.
El resfriado le había empeorado durante la lluvia de la noche anterior. Carraspeó.
—No —contestó él mirándola y parpadeando una vez.
Él se dedicó de nuevo a la preparación sobre el fuego, y la muchacha comprendió que tal vez él insistiría en que ella comiera la carne.
Sherry desdobló las acalambradas piernas y las estiró por delante, apoyándose otra vez sobre las manos. El lodo se le había secado en las canillas y los muslos, sin duda cubriendo una docena de cortadas y moretones. Descansó una bota sobre la otra y se acercó un poco al fuego, observando el rostro del hombre. Él echó una rápida mirada a las piernas de ella y luego otra vez a la carne de lagarto que ahora se cocía a fuego lento en los carbones rojos.
—Mire, Casius —dijo ella aclarándose otra vez la garganta, pensando que con el resfriado la voz le sonaba como la de un hombre fornido; sentía el pecho como si se lo hubieran apretado toda la noche con una prensa de banco—. Comprendo que todo esto es una espantosa contrariedad para usted. Le hemos derrumbado alguna misión terriblemente importante que con toda ansia usted quería culminar. Cosas de vida y muerte, ¿verdad?
Sherry emitió una sonrisa, pero él solamente la miró sin contestar. Una oleada de calor le surgió a ella por detrás del cuello.
—La realidad es que estamos juntos. Podríamos también ser civilizados.
Él sacó la carne del fuego, la tendió sobre el musgo y se puso en cuclillas.
—Ustedes han provocado un obstáculo en mis planes —expuso, levantando la mirada y analizándola por un instante.
—¿Es así como usted nos ve? —cuestionó ella irguiéndose y cruzando las piernas—. ¿Un obstáculo?
Casius bajó la mirada hacia el fuego y la chica vio que se le habían apretado los músculos de la mandíbula. Vaya, eso fue bueno, Sherry. Adelante, hostiga al hombre. Es evidente que él es un bruto y con las habilidades sociales de un simio. No necesitas enfurecerlo. Solo lánzale un banano y se pondrá bien. Te salvó la vida, ¿no es así?
Sin embargo, ella tampoco era la reina de la cortesía social.
—¿Sabe? La verdad es que yo no elegí esto. Y no quiero decir simplemente esto, como correr por la selva con un… Tarzán, sino ante todo el hecho de venir a la selva.
Él no respondió.
—Hace una semana yo era una practicante de medicina, ejercitando el entendimiento con máximos honores. Entonces mi abuela me convence que debo llegar a este centro misionero a más de trescientos kilómetros al suroriente de Caracas. Algo terrible está a punto de suceder, ¿sabe? Y de algún modo soy parte de eso. He estado teniendo horribles pesadillas respecto de algo que está a punto de ocurrir. Así que vine corriendo aquí, solo para ser arrojada a un baño de sangre. ¿Sabe usted cuántos hombres mató usted allá atrás, o no los cuenta?
—Algunos hombres deben morir —contestó él mirándola.
—¿Algunos?
—La mayoría —expresó él sosteniéndole la mirada por unos segundos.
Las dos palabras parecieron llenar el enclave con un espeso silencio. ¿La mayoría? Fue la manera en que lo dijo, como si en realidad hubiera querido decir eso mismo. Como si en su opinión no debería vivir la mayoría de personas.
—Usted tiene razón —terció el padre Petrus; Sherry se volvió para ver que el sacerdote había despertado y los miraba—. En realidad todos los hombres deben morir… de una u otra manera. Pero no por medio de usted. ¿Es usted la mano de Dios?
—Todos somos la mano de Dios —respondió Casius con la comisura de los labios levantada—. Dios trata con la muerte tanto como con la vida.
—¿Y para quién trata usted con la muerte? —preguntó el padre Petrus.
Casius pareció como si fuera a cortar la conversación. Bajó la mirada y agitó los carbones. Pero luego levantó la mirada.
—Trato con la muerte para quien me dice que mate.
El fuego chisporroteó.
—¿Quién le dice que mate?
—El Dios suyo, como lo llaman, no parece ser tan discriminador —declaró Casius con la mirada en blanco—. Asesinó naciones enteras.
—¿Está usted dirigido por Dios?
No hubo respuesta.
—Entonces usted está contra él —continuó Petrus—. Y en la gran planificación de las cosas, ese no es un lugar bueno dónde estar. No obstante, le estamos agradecidos por lo que hizo. Bien, ¿qué hay de desayuno?
Casius lo miró. Al observar al hombre, se extendió por el pecho de Sherry una pequeña porción de tristeza. Allí, en él, había toda una historia que ni ella ni Petrus podían posiblemente saber.
Ella bajó la mirada hacia el fuego, sintiéndose cargada de repente.
—Ayer me dijeron que la vida viene a través de la muerte —expresó Sherry levantando la vista y viendo que Casius la miraba—. ¿Está usted listo para morir, Casius?
Ella no tenía idea por qué hizo la pregunta. En realidad se la estaba haciendo para sí misma. Se le formó un nudo en la garganta y de pronto las llamas se desvanecieron. La muchacha tragó saliva.
Casius lanzó una rama al fuego, enviando una lluvia de chispas hacia el techo.
—Estaré listo para morir cuando me derrote la muerte.
—Por tanto… —ella se puso a hablar de nuevo, pero no estaba segura por qué—. ¿No ha puesto aún la muerte sus garras sobre usted, verdad? Usted no ha sentido los efectos de la muerte… está demasiado ocupado matando.
—Usted habla demasiado —comentó él.
Esto estuvo totalmente equivocado. Ella no quería ofender a este hombre. Por otra parte, él le hizo recordar todo aquello que ella había llegado a creer que era ofensivo. Hombres como Casius habían matado a sus padres.
—Lo siento. No es que no esté agradecida por su ayuda… lo estoy. Solo que usted me trae algunos… recuerdos horribles. He visto suficiente matanza —confesó ella, y miró a Petrus—. El padre me dijo que por cada homicidio hay una muerte. Hubo dos aspectos en la muerte de Cristo: un homicidio y una muerte. Como en un magnífico juego de ajedrez, están los jugadores negros que son los asesinos, y están los blancos, que son los que mueren. Unos matan por odio, mientras otros mueren por amor. Simplemente estaba llegando a entender que…
—Muéstreme a alguien, cualquiera, que muera por amor, y la escucharé. Hasta entonces, mataré a quien tenga que matar. Y usted debería aprender a mantener cerrada la boca.
—¿Es usted de la CIA? —indagó el padre Petrus.
—Ya he hablado demasiado —objetó Casius replegándose y luego respirando resueltamente—. Volveré tan pronto como revise el perímetro.
El hombre se paró de repente, se dirigió a la entrada, y salió, dejando al padre Petrus y a Sherry solos con la hoguera.
Y al lagarto.