Capítulo veintitrés

Abdullah Amir se inclinó sobre el escritorio y levantó una costra que se le había formado en el labio superior por la picadura de un mosquito infectado. Minipersianas blancas cubrían la ventana desde donde se divisaba la planta de procesamiento. Detrás de él un destartalado estante alojaba una docena de libros, insertados al azar.

El hombre se chupó sangre del labio y volvió la atención a las fotos instantáneas esparcidas sobre el escritorio. Las había tomado de las bombas abajo en el laboratorio, con los paneles abiertos como dos naves espaciales en espera de ser abordadas, mientras el científico ruso dormía. Al lado de las fotografías se hallaba abierto un libro de pasta dura, titulado Proliferación nuclear: El desafío del siglo veintiuno.

Había pasado casi una semana desde que Jamal se contactara. En esa ocasión tan solo expresó que ya era hora, y luego desapareció. El pensamiento de que el hombre pudiera estar en camino hacia el reducto no había escapado a Abdullah; y tanto lo aterraba como lo alegraba. Había decidido que si Jamal venía, lo mataría.

Un toque en la puerta lo sobresaltó. Abdullah empujó las fotografías dentro del libro, dejando la evidencia en el cajón superior.

—Adelante.

Ramón abrió la puerta y guió al interior del salón al capitán de los guardias, Manuel Bonilla.

Los ojos del capitán lo evadieron y gotas de sudor le cubrían la frente.

—¿Sí? —preguntó Abdullah.

—Tomamos con éxito el campamento, señor.

Pero había más. Abdullah pudo verlo en el labio apretado del hombre.

—¿Y?

—Sufrimos cuatro bajas.

Abdullah necesitó un momento para entender con claridad las palabras. Cuando lo hizo, un calor le subió por la columna y le inundó la cabeza.

—¿Qué quieres decir con que sufrieron bajas? —inquirió, sintiendo que le temblaba la voz.

El hombre miraba ahora directamente al frente, evitando el contacto visual.

—Fue sumamente extraño —contestó Manuel de manera torpe—. Había una mujer… Ella escapó con el sacerdote.

Abdullah se levantó poco a poco. Una oleada de mareo le recorrió la cabeza. La infección en el labio le ardió. No mucho tiempo atrás habría estallado de ira en momentos como este, pero ahora solo se sintió mareado. Lo que estaba a punto de hacer le surgió como un gigante en la mente de manera amenazadora.

—Lo siento…

—¡Cállate! —gritó Abdullah—. ¡Cállate!

El árabe se sentó, consciente de que temblaba. ¿Dónde estaba Jamal?

—Encuéntrala —ordenó—. Cuando la encuentres, mátala. Y mientras tanto, doblarás la guardia en el valle.

Manuel asintió con el rostro lívido, sudor le bajaba en pequeños regueros por las mejillas. Se volvió para salir.

—Y si crees que ellos están solos, eres un idiota —expresó Abdullah, deteniéndolo y haciéndolo volverse.

Manuel volvió a asentir, se volvió de nuevo, y salió del salón.

—¿Has sabido algo de Jamal? —le preguntó Abdullah a Ramón.

—No, señor.

—Vete.

Parlier levantó la mano y miró por sobre la orilla con los lentes de visión nocturna que se le adherían a los ojos como botellas de Coca-Cola. El valle se hundía varios kilómetros debajo de él antes de dar abruptamente contra una formación que creyó que eran los riscos acerca de los que les habían advertido. Pero en la oscuridad de la selva era difícil distinguir claramente la formación.

Graham se colocó sobre el estómago al lado de él.

—¿Lo ves? —preguntó en voz baja.

—No estoy seguro. Eso creo. Tenemos un valle y alguna clase de formación rocosa a mitad de camino allá abajo —informó, quitándose los lentes y girando hacia Phil—. ¿Qué tenemos en el sistema de posicionamiento global, Phil?

—Ese tiene que ser. Estamos 5,2 clics al norte, al nororiente del complejo.

Parlier giró otra vez sobre los hombros. Los otros se le unieron a lo largo del afloramiento de rocas. Volvió a mirar a través de los lentes.

—Entonces ese tiene que ser. Digamos que tenemos como tres kilómetros hasta el risco y luego otros tres hasta el fondo del valle. Debe haber algún claro allá en alguna parte, pero no logro verlo con estos objetos. ¿Alguien más ve un claro?

Ellos miraron al frente, algunos a través de lentes, otros en silencio dentro de la noche. Kilómetro y medio detrás de ellos los equipos Beta y Gama esperaban el primer informe de inteligencia antes de tomar sus posiciones. Según parece el transporte aéreo los había bajado en el lugar preciso.

—Nada —anunció Phil mientras alguien le espantaba un insecto de la piel.

—¿Así que se supone que nuestro hombre salga de este valle? —inquirió Graham—. Tendrá que cruzar esos riscos. Allí es donde lo acorralaremos.

—¿Y se supone que nos sentemos a esperar aquí arriba a que este tipo aparezca? —refunfuñó Phil—. Sugiero que cubramos la cima de los riscos.

—No podemos —informó Parlier—. Tenemos órdenes de quedarnos atrás. Graham, agarra la radio y dile a Beta que se ubique kilómetro y medio hacia el oriente. Y a Gama kilómetro y medio al occidente. Quiero vigilancia veinticuatro horas sobre ese risco, empezando ahora.

Se volvió hacia su francotirador.

—Giblet, ¿crees que podrás poner una bala donde sea necesario desde esta distancia?

—Sería difícil —contestó Giblet analizando la selva debajo de ellos—. Pero sí.

—Vamos a bajar allá, Rick, y lo sabes —expuso Graham mirando a Parlier con escepticismo—. ¿Cuál es el problema? Allá abajo en el valle tenemos un reducto con un puñado de drogados. No veo el peligro en tomar los riscos.

—Ese no es el punto. Tenemos nuestras órdenes.

Parlier miró dentro de la tenue luz abajo. Graham tenía razón, por supuesto. Pero las órdenes habían sido mantenerse lejos de los riscos. ¿Qué querían decir? ¿Querían decir frente a los riscos o al borde de los riscos? De ser así, él podría interpretar el asunto un poco por su cuenta, pensó.

El crucero La Princesa descansaba en las aguas del verde puerto bajo un cielo oscuro. Había gran actividad en el barco con pasajeros que subían y bajaban a toda prisa por los tablones, como hormigas entrando y saliendo del hormiguero. Yuri Harsanyi abordó el lujoso crucero rumbo al norte hacia San Juan y se dirigió rápidamente a su cabina. El pasaje comprado a última hora le había costado trescientos dólares y casi no logra llegar al barco antes de la salida programada para las diez de la noche. Pero estaba seguro. Y tenía consigo la maleta.

Miró nerviosamente el estrecho pasillo antes de abrir la puerta de su cabina asignada en el tercer nivel: #303. No había manera de que alguien lograra encontrarlo aquí. Metió a tientas la llave, abrió la puerta de la cabina, recogió la pesada maleta, y entró a su cuarto. Puso la valija sobre una de las dos camas dobles y atravesó la cabina hacia el pequeño baño. Se miró en el espejo y estiró el cuello, pensando que se debería duchar, afeitar y luego ir a cenar. Salió del pequeño espacio y se quitó la camisa.

Se despojó de los pantalones y miró el negro equipaje; este contenía suficiente poder para volar el barco en menos de dos milésimas de segundo. Un minuto aquí, y al siguiente —puf— desaparecido. Quince centímetros de casco de acero desintegrados como los costados de una burbuja de jabón. Ese hombre había descubierto el milagro que significaba tener bajo control este poder. Se preguntó por un instante si durante el viaje de salida de la selva le pudo haber ocurrido algún daño a los dispositivos. Pero la maleta no había salido de su lado.

Yuri metió la mano a la ducha y abrió el agua caliente. Su ropa sucia estaba esparcida por el suelo. Después de tantear el agua entró en la ducha.

Pero su equipo de afeitarse estaba todavía en la maleta.

Salió de la ducha y corrió rápidamente hacia la petaca. Titubeó, viendo que le goteaba agua del rostro mojado sobre el duro estuche. Entonces bajó la mano, soltó las correas, destrabó los cerrojos, y la abrió.

Por un breve momento las cejas de Yuri se contrajeron al mirar adentro. Las dos esferas que había colocado en la valija habían desaparecido. En vez de eso una caja cuadrada reposaba entre la ropa. Entonces los ojos se le brotaron. ¡Abdullah lo había descubierto! Había agarrado las bombas y puesto esta…

En ese momento se unieron dos contactos de tungsteno, enviando una carga de corriente continua dentro de un detonador que encendió un explosivo C-4. Una explosión hizo trizas el cuarto exactamente tres segundos después de que Yuri abriera la maleta. Ninguna explosión nuclear… solo explosivo plástico que habían sustituido por las bombas de Yuri.

Aún así la explosión no fue asunto de risa. Diez libras de explosivo de gran potencia incineraron la cabina en un solo relámpago candente. La explosión hizo mecer el costado del barco que daba al puerto. Fuego, humo y escombros salieron con fuerza de la ventanilla lateral que había estallado bajo el impacto de la descarga. Sorprendentemente los colchones resistentes al fuego, aunque vaciados de su relleno, no se quemaron.

Pero entonces Yuri Harsanyi no podía estar consciente de estos pequeños detalles. Su vida ya se había extinguido.