Capítulo veintidós

Casius salió de la casa de la misión sintiendo que una sed de sangre le jalaba el pulso. Cortó hacia el nororiente a través de la selva, pensando de pronto en la mujer. Posiblemente una monja, pero más probable es que fuera una visitante por los ojos bien abiertos, fingiéndose monja para protegerse. De ser así, habría sido obra del cura. Un hombre enérgico, el sacerdote, digno de su cargo. Casius supuso que la adversidad había visitado con frecuencia al clérigo. La mujer tal vez no tuviera el alma estoica del padre, pero tampoco era tan delicada como Casius creyó inicialmente. Extraño para una mujer que parecía tan femenina. Apartó el pensamiento de la mente y se apresuró.

Un débil sonido se le registró de pronto en la mente: una contradicción lejana y abstracta en la selva. Se contuvo a mitad de zancada y calmó la respiración. ¿Un carraspeo, tal vez? No se repitió, pero ahora un rítmico golpeteo flotaba suavemente por los árboles, en dirección a la misión.

¡Botas! ¡Corriendo hacia el reducto!

Casius maldijo entre dientes. Era raro oír el pesado golpeteo de botas en lo profundo de esta selva. Definitivamente militares. Se quedó quieto y revisó sus opciones. Estaba demasiado cerca de su objetivo para hacer caso omiso a un ataque.

Volvió a maldecir y regresó por la selva hacia la base de la misión. El padre y la monja tenían que vivir y defender sus propias vidas… ellos no eran preocupación de él. Pero esas botas venían de hombres que no tenían nada que hacer en esta parte de la selva… eso hacía que el sacerdote y la monja sí fueran preocupación de él.

Casius saltó sobre un tronco y recorrió a toda prisa el sendero de selva, sacando el cuchillo de monte mientras corría. El claro de la misión apareció abruptamente, y él se ocultó detrás de un grueso árbol en el borde del complejo.

El pulso se le calmó rápidamente, y se deslizó alrededor del árbol, sabiendo que los oscuros troncos a su espalda lo mantendrían oculto.

Una luna brillante flotaba entre nubes, revelando dos grupos de hombres, claramente paramilitares por sus overoles color caqui. Una banda de tres o cuatro doblaba hacia la casucha de suministros en el extremo de la pista de aterrizaje, posiblemente dirigiéndose hacia la radio. Otros cuatro corrían directamente hacia la casa de la misión.

Sin ponerse a pensar en sus opciones, y el corazón resonándole ahora en los oídos, Casius se agachó y corrió hacia la casa de la misión. Los hombres portaban rifles que se sacudían rítmicamente mientras corrían. El sonido de cargadores de repuesto cascabeleaba con cada pisada. Habían venido a matar.

Peor aún, él estaba yendo tras ellos. Corriendo directamente a través de este campo abierto ahora a plena vista, poniendo en peligro toda su misión por el bien de estos dos misioneros que apenas conocía. No, él estaba protegiendo su propia misión. Sí, protegiéndola.

Dos de los soldados giraron hacia los cuartos a la izquierda; dos corrieron hacia el extremo derecho. Manteniendo limpiamente en su visión periférica a los de la derecha, Casius cortó a la izquierda, empuñando el ancho cuchillo, encubierto. El primer soldado golpeó el rifle contra la puerta con un fuerte ¡tas! escindiendo el aire nocturno. La puerta se abrió de golpe.

Entonces Casius los alcanzó, exactamente cuando el primer hombre levantaba la pierna para entrar. Golpeó a toda velocidad al segundo hombre en la espalda, lanzándolo de barbilla contra la jamba de la puerta. La mandíbula del soldado se partió con un crujido. El otro individuo desapareció en el interior, inconsciente de los problemas de su compañero.

Casius vio a los otros a su derecha girando hacia él. Actuó simplemente por instinto, desde el estómago, donde nacía el exterminio.

Con el brazo izquierdo agarró por debajo el brazo al hombre que había estrellado contra la jamba de la puerta antes de que cayera a tierra. Con el derecho le acuchilló el cuello. Lo hizo girar como un escudo para enfrentar a los otros dos que ahora palpaban a tientas sus armas. Uno tenía el rifle en la mejilla, el otro en la cintura. Casius lanzó el cuchillo al primer hombre y soltó al que tenía en las manos. Agarró el rifle de las manos del soldado muerto y se lanzó a la derecha.

Dos sonidos se registraron entonces: El primero vino de su cuchillo de monte, taladrando el cuello de ese primer hombre. Lo supo porque logró verlo mientras giraba no solo una sino dos veces, metiendo una bala en la recámara mientras caía. El segundo sonido vino de adentro del edificio. Fue un solo disparo. Supo al instante que alguien adentro había muerto.

Otro estruendo se le estrelló en el oído… ese segundo hombre al otro lado del patio, junto al que tenía el cuchillo en el cuello, estaba disparándole. Casius se levantó sobre una rodilla con el rifle en el hombro, metió dos balas en el pecho del soldado, y volvió a girar hacia la primera puerta. A su derecha ambos soldados caían a tierra.

La noche quedó en un silencio escalofriante y Casius se quedó quieto, con el rifle contra el hombro, enfocado en la oscura entrada por la que el primer soldado había desaparecido. Sobre el césped, tres de los compañeros del hombre yacían amontonados. Casius sintió el corazón palpitándole contra el tronco de madera y respiró hondo, manteniéndose enfocado en esa oscura puerta.

A través del complejo vino ahora el griterío. Los otros hombres habían asegurado su objetivo y se acercaban. Casius observó el cañón de acero oscilando con cada respiración, un palpitante cañón suplicando un blanco.

Pero el blanco estaba tomándose su tiempo, allá adentro tratando de sentir la más leve pulsación, sintiendo sin duda oculta satisfacción por derramar sangre. Calor le subió por la columna ante el pensamiento. Parecía que salvar vidas nunca llegaba fácil para él. Matar, por otra parte, era su segunda naturaleza. Él era un asesino. Un matón. No un salvador. ¡Sencillamente debía acabar con todos y seguir adelante!

De pronto se abrió la puerta a la derecha. En el mismo instante la oscura entrada en la mira de su cañón se llenó con un hombre hispano que se distinguía bien. Casius apretó tres veces el gatillo en rápida sucesión, lanzando al soldado hacia atrás en un silencioso grito.

Ahora el griterío se acercaba más.

Casius giró a la derecha y vio a la mujer parada allí con los ojos desorbitados y jadeando. Lo cual probablemente significaba que le habían disparado al padre.

«¡Espere allí!»

Atravesó la grama de un salto y entró a las habitaciones de la vivienda. Una figura salía del salón posterior… el padre Petrus, pálido y demacrado, pero de algún modo vivo.

—¿Qué…? —empezó a decir el padre.

—¡Ahora no! ¡Corra! —gritó bruscamente Casius.

El sacerdote lo pasó corriendo y Casius lo siguió.

La mujer no se había movido. Un vistazo le informó que ella había tenido la suficiente cordura como para ponerse unas botas. Llevaba la misma camiseta blanca y los pantalones cortos que usara antes.

Casius atravesó el césped en cuatro largas zancadas y agarró de la mano a la mujer.

—¡Sígame si quiere vivir! Rápido —ordenó y la jaló del brazo.

Ella se negó a moverse por un instante, examinando con la mirada los cuerpos muertos. Un pequeño sonido gutural le salió de la garganta. Un gemido. La mano helada tembló feamente entre la de él.

—¡Muévase! —gritó Casius.

—¡Sherry! —exclamó Petrus, quien se había dado la vuelta.

La muchacha saltó por encima de los cuerpos, se tambaleó una vez, casi cayendo de bruces, y luego recuperó el equilibrio.

Corrieron así, Casius dirigiendo, halando con un brazo extendido a Sherry hacia la selva que se veía por delante, y el padre Petrus al lado de ellos. Voces comenzaron a gritarse atrás, unos a otros. Casius recordó la camiseta blanca de la mujer. Sería un blanco fácil. Corrió más rápido, ahora literalmente arrastrándola detrás. Pero en realidad no estaba pensando en ella; tampoco en sí mismo. Pensaba en la oscura selva justo al frente. Podría reanudar su misión una vez que alcanzara esa espesa masa de árboles.

Entraron rápidamente por los primeros árboles, en desorden. No sonaban disparos detrás y volteó a mirar. No los perseguían. Casius aminoró la marcha hasta una rápida caminata.

Un suave sollozo se le filtró en los oídos. Parpadeó. Por primera vez una extraña idea se le formó en la mente. Tenía una mujer remolcada, ¿verdad? Una mujer y un sacerdote. Un zumbidito le ronroneó entre los oídos.

Se percató que aún tenía agarrada la mano de la mujer. La soltó de manera instintiva y se secó en los pantalones cortos las sudorosas palmas.

No podía llevarlos con él. Volvió a oír el sollozo, exactamente detrás, a través de dientes apretados, como si la muchacha entablara una batalla perdida a fin de mantener a raya sus emociones. Una obsesionante estadounidense yendo a la zaga de él dentro de la selva como su propio fantasma personal, pensó.

Casius tragó grueso, negándose a mirar hacia atrás. Podía ponerlos en dirección a una aldea cercana y enviarlos dándoles una palmada en la espalda. Pero también podría estarlos enviando a la muerte.

¿Y hay algún problema con eso?

No, por supuesto que no.

.

Calor le inundó el rostro ante el pensamiento y se apartó del sendero selva adentro. Los hombres detrás no los estaban persiguiendo, pero no había manera de saber qué más podría aparecer en un sendero marcado.

Subió por un tronco grande que bordeaba la senda y cayó más allá. Las botas de la mujer rozaron la corteza del tronco. Ellos lo seguían sin protestar. Garras de pánico le rastrillaron la mente a Casius.

Dio vuelta alrededor. El oscuro follaje ocultaba la luna en lo alto. Sherry se detuvo tres metros detrás como si fuera la sombra de él, mirándolo con ojos blancos en medio de la oscuridad. Petrus se paró al lado de ella. Por largos momentos ninguno se movió.

Las opciones dieron vueltas en la mente de Casius, analizándolas por primera vez. Por una parte estaba tentado a abandonarlos. Simplemente fugándose ahora mientras ellos estaban parados como momias, dejándolos para que se volvieran a rastras por el sendero y sobrevivieran por sí mismos. De vuelta a la misión tal vez. Los hombres podrían haberse ido.

Por otra parte, ella era una mujer. Y el hombre era un sacerdote.

A pesar de todo, por eso mismo debería abandonarlos. Difícilmente llegaría a la plantación, mucho menos entraría allí con el cura y la mujer pisándole los talones.

Ellos seguían allí sin moverse, un hecho que ahora se le clarificaba con un brillo de esperanza. Quizás la mujer no era de esas que se decía de espíritu delicado, sino de aquellas de tipo atlético. Le había mantenido el paso con bastante facilidad, parecía. Además ella acababa de verlo disparar a un hombre en la garganta mientras la sangre de otros dos le fluía por debajo de las botas. Sí, ella había gritado, pero no había chillado o gemido como harían algunas otras.

En realidad, dejarla sería matarla. Los hombros de Casius se le relajaron y cerró brevemente los ojos.

Cuando los abrió vio que la mujer había dado un paso hacia él. El sacerdote había hecho lo mismo.

—Sherry y Petrus, ¿están bien?

La voz le sonó como si se acabara de tragar un puñado de tachuelas.

—Sí —contestó el sacerdote con voz firme.

—Muy bien, Sherry y Petrus —expresó después de exhalar y empuñar las manos—. Así son las cosas. ¿Quieren vivir? Hagan exactamente lo que digo. Sin habladurías ni cuestionamientos. Aquí afuera esto podría significar vida o muerte.

Guarden todos esos sentimientos en el pecho y amontónenlos allí. Cuando lleguemos a un lugar seguro pueden hacer lo que quieran. Siento mucho que esto parezca áspero, pero aquí estamos simplemente tratando de sobrevivir. No de salvar almas.

—No soy monja —confesó ella.

—Qué bueno. Síganme tan cerca como puedan. Observen dónde coloco los pies; les ayudará. Padre, sígala. Si se cansan demasiado, háganmelo saber —informó, se volvió y se metió entre la maleza; Sherry lo siguió al instante.

Él se deslizó sobre otro tronco que le llegaba a la cintura, creyendo que la mujer podría necesitar ayuda. Pero por el rabillo del ojo vio que ella subía rápidamente por el tronco llevando el ritmo con Petrus detrás.

Casius los llevaría al perímetro de la plantación, los escondería en lugar seguro, y regresaría después de una veloz entrada.