Capítulo veintiuno

Casius descendió rápidamente por la densa espesura, sudando y con el pecho desnudo, con barro pegado a las piernas y surcándole el pecho, los negros pantalones cortos pegándosele por el sudor al muslo derecho. Había cubierto más de sesenta kilómetros en las veinticuatro horas desde que entrara a la selva, guiándose por el sol durante el día y por las estrellas en la noche. Había dormido una vez, ocho horas antes. Su padre estaría orgulloso de él.

Pero su padre estaba muerto.

Casius se detuvo al borde de una franja de siete metros cortada en el suelo del bosque, sorprendido de ver la amplia marca tan profunda en la selva. El follaje en lo alto había sobrevivido y ahora se juntaba, creando la apariencia de un largo túnel a través de la maleza.

Sacó un arrugado mapa topográfico. El reducto se hallaba a quince kilómetros al oriente, en la dirección de este gigantesco sendero. Casius se adentró en la selva y reanudó la carrera.

Desde la salida de la ciudad había comido solamente papaya y tajos de palma mientras corría, pero las punzadas del hambre le hacían disminuir ahora el avance.

Sin arco y flechas sería difícil matar un mono, pero necesitaba la proteína.

Diez minutos después divisó la raíz que le proporcionaría carne roja. Casius sacó el cuchillo del cinturón, cortó una rama torcida de mamucori, y dejó que la savia venenosa corriera por la hoja. Bajo condiciones normales los indios disolvían el veneno en agua hirviendo, lo cual evaporaría cualquier superficie bañada, dejando solamente el mortal residuo. Pero él no tenía ni el tiempo ni el fuego necesarios para hacer eso.

Hallar al mono aullador era como toparse con un semáforo en la ciudad. Acercarse sin ser detectado no era tan sencillo. Los animalitos tenían un extraño sentido del peligro. Casius se deslizó detrás de un árbol y miró un grupo de cinco o seis monos aulladores agitando ramas a cincuenta metros de distancia, en lo alto de un árbol. Se deslizó hacia el descubierto y se arrastró hacia ellos. La aproximación fue minuciosamente lenta, y avanzó con gran lentitud durante quince minutos, hasta quedar detrás de una enorme palma. Cuatro monos se hallaban ahora parloteando confiados al final de una rama que colgaba baja, a no más de veinte metros de Casius. Este se deslizó por detrás del árbol y lanzó el cuchillo hacia el grupo.

Los animales se esparcieron aterrados mientras la hoja viajaba hacia ellos. La hoja resonó en los árboles, rozando a uno de los monos. No fue sino hasta dos minutos después que el veneno llegó al sistema nervioso del animal mandándolo en picada desde la elevada posición privilegiada en el árbol, inconsciente. Casius lo levantó, le retorció el cuello con un veloz giro y reanudó su carrera hacia el sur. El veneno no le haría ningún daño, y la carne le repondría la agotada energía. Siempre había preferido la carne cocinada pero había aprendido a comerla como viniera. Hoy día una hoguera era totalmente imposible, así que la carne se mantendría cruda.

El sol ya se había ocultado detrás del horizonte para cuando Casius llegó a la formación rocosa desde donde se divisaba la estación de la misión católica, a treinta kilómetros al sur de su destino según el mapa. Algunas edificaciones diseminadas se levantaban del suelo del valle… habitado ahora. Una vez el valle estuvo desocupado. Ahora, incluso desde esta distancia, casi dos kilómetros más allá, Casius pudo ver una cruz en la base de una pista de aterrizaje en la que ondeaba una débil manga de viento.

Un lento río pasaba por el final de la pista y luego atravesaba perezosamente el valle plano hacia el sur. Si había algo que Casius necesitaba ahora era información, y la misión podría proporcionarle al menos eso.

Se bajó de la formación rocosa y comenzó el descenso. No había visto a nadie en la estación. Extraño. ¿Dónde estaban los indios? Él había creído que estarían holgazaneando por todo el lugar esperando alguna cosa que los misioneros pudieran darles a cambio de sus almas.

Media hora después el hombre salía de la selva bajo un cielo oscuro y corría hacia la alargada casa iluminada desde el interior con lámparas de presión. La noche cantaba con interminables coros de insectos, y el recuerdo de ello produjo un escalofrío en la columna de Casius.

Llegó agazapado a la casa y se pegó al lado de una ventana. Miró por ella y vio a dos personas sentadas a una mesa de madera, metiendo cucharas en sus cenas. Un sacerdote y una mujer. El sacerdote no usaba el cuello clerical, pero no se podía confundir su atavío blanco y negro. La mujer usaba camiseta blanca con mangas arremangadas una o dos veces sobre las partes superiores de los brazos. El cabello oscuro le llegaba hasta los hombros, y por un momento el hombre pensó que ella le recordaba a una cantante cuya música había comprado una vez. Shania Twain. Él había puesto en el equipo de sonido solo dos veces el disco compacto, pero la imagen de la artista lo había conmovido. ¿O se trataba de esa actriz… Demi Moore? De cualquier modo la joven le trajo a la mente imágenes de una delicada estadounidense. Perdida de alguna forma en esta selva.

Los observó comer y por todo un minuto escuchó el indistinguible murmullo de ellos antes de asegurarse que se hallaban solos. Se deslizó alrededor de la casa.

Sherry se sobresaltó al oír un toque en la puerta. Tas-tas-tas.

La noche había sido tranquila. Se oían los reconfortantes sonidos normales de la vida en la selva: los susurros del bosque, un monótono silbido de la presión de la lámpara, el choque de cubiertos. Después de la confesión del sacerdote con relación al sacrificio de sus padres, el día había flotado como un sueño. Tal vez el día más pacífico que Sherry había experimentado en ocho años. Hablaron de lo que significaba perder la vida y de lo que significaba ganarla. Hablaron del verdadero amor, la clase de amor que entregaba todo, incluyendo la vida. Como el padre de ella la había dado, y según el padre Teuwen, la clase de amor que se esperaba que todos dieran. La joven se dejó llevar con él, recordando las apasionadas palabras de su propio padre… reviviendo lo mejor de su propio viaje espiritual, antes del cajón.

Esto le produjo paz.

Durante los últimos veinte minutos la mente de Sherry había dado un círculo completo, hacia la caja, hacia el sufrimiento. Había llorado, pero no era un llanto de remordimiento, sino el llanto de un profundo significado. Le iba a dar gripe, pensó ella. A menos que solo fuera el llanto del día que le había atiborrado las fosas nasales.

Y de repente este tas-tas-tas en la puerta.

Miró al padre Teuwen y se dio la vuelta en la silla para ver abrirse la puerta. Un extraño de buena musculatura estaba en el marco de la entrada, los brazos le colgaban sueltos a los costados, tenía separadas ligeramente las piernas y los hombros cuadrados. Pero este simple entendimiento cedió velozmente ante la realidad de que lo único que el hombre usaba eran pantalones cortos. Además rotos.

Sherry sintió que la mandíbula se le separaba poco a poco. El rostro del tipo estaba pintado con líneas verdes y negras que le salían desde la nariz, dándole la extraña ilusión de que la cabeza le pertenecía a una pantalla de cine, no a una estación misionera aquí. Ojos castaños miraban a través de la pintura. Un brillo de humedad resplandecía en el sucio pecho del intruso, como si hubiera sudado en gran manera y luego se hubiera revolcado en el polvo. Húmedo cabello corto y oscuro le cubría la cabeza. Si ella no supiera mejor, habría jurado que este hombre acababa de salir de la selva. Pero ella sí sabía mejor. Se trataba de un hombre blanco. Y los hombres blancos no salían de la selva durante la noche. Esto era demasiado peligroso.

El extraño entró a la sala y cerró la puerta detrás de él. Ahora otros detalles llenaron la mente de Sherry. Los bordes agudos de la apretada mandíbula, los músculos endurecidos, las piernas embarradas, la amplia banda de cinta oscurecida alrededor del muslo, los pies descalzos.

El tipo estaba goteando en el piso de la casa.

—Buenas noches —saludó, hablando apaciblemente como si ellos debieran haber esperado esta visita.

—Dios mío, amigo —contestó el sacerdote detrás de Sherry—. ¿Se encuentra usted bien?

—Estoy bien, padre —expresó el hombre pasando la mirada de Sherry al sacerdote—. Espero no entremeterme, pero vi las luces y pensé que podía hacerles unas preguntas.

Sherry se puso de pie. La voz del hombre le resonó en el cráneo como el aullido del viento. Vio que el padre Teuwen ya se había parado y que agarraba la silla con una mano.

—¿Hacer unas pocas preguntas? Santo cielo, usted da la impresión de ser de la patrulla de la selva o algo así, apareciéndose de pronto para hacer unas cuantas preguntas. ¿De dónde viene?

El sujeto volteó la mirada hacia Sherry por un momento, y luego otra vez al sacerdote. Parecía de repente perdido, pensó la muchacha. Como si hubiera atravesado otra dimensión y equivocadamente hubiera abierto la puerta de la casa. La joven observó que se le aceleraba el pulso y se tranquilizó diciéndose que el hombre no tenía intención de hacerles daño.

—Lo siento, tal vez me debería ir —comentó el individuo.

—No. ¡Usted no se puede ir, amigo! —objetó rápidamente el sacerdote—. ¡Allá afuera es de noche! Un tanto peligroso, ¿no cree?

El extraño hizo una pausa, controlándose.

—Pero supongo que usted ya sabe eso —continuó Teuwen—. Usted luce como si acabara de pasar el día en la selva.

Por un momento el hombre no respondió, y Sherry pensó que el intruso había cometido de veras una equivocación, y que ahora buscaba una salida digna. Un cazador quizás. Sin embargo, ¿qué estaría haciendo un cazador corriendo por ahí descalzo en la noche? Toda la situación era absurda.

—Tal vez me equivoqué al venir aquí —contestó el hombre—. Debería irme.

El padre se colocó ahora al lado de Sherry.

—Esta es una misión católica —expuso con calma el cura—. Estoy seguro de que usted sabe eso. Soy el sacerdote aquí… creo que tengo derecho de conocer la identidad de un hombre que toca a mi puerta en medio de la noche, ¿no es verdad?

Los brazos del extraño aún colgaban sueltos a los costados, y Sherry notó que el sujeto tenía los nudillos rojos de sangre. Quizás el tipo era un contrabandista de drogas, o un mercenario. El pulso de ella se aceleró.

—Lo siento. Debo irme —repitió el hombre apoyándose en el otro pie.

—¿Y por qué insiste en retener su identidad, señor? —preguntó el padre Teuwen—. Tendré que reportar esto, desde luego.

Eso detuvo al intruso, que miró al sacerdote por largo rato y con severidad.

—Y si le digo quién soy, ¿no me reportará usted?

¡Así que el hombre estaba huyendo! Un fugitivo. El pulso de Sherry se aceleró otra vez. Miró al padre Teuwen y vio que este sonreía de manera deliberada.

—Eso dependería de lo que usted me diga, joven. Pero ahora mismo le puedo decir que me estoy imaginando lo peor. Y si no me dice nada reportaré lo que imagino.

El extraño sonrió lentamente.

El momento en que el sacerdote se puso de pie, Casius supo que venir aquí había sido un error y se maldijo.

Quiso salir entonces, antes de que el cura hiciera más preguntas. Tal vez un misionero aguantaría la curiosidad. Pero el sacerdote había demostrado otra cosa. Y ahora no le quedaba más alternativa que matarlos o participarles alguna clase de confianza. Y matarlos tampoco era una verdadera opción, ¿verdad? Ellos no habían hecho nada; eran inocentes.

Los ojos de la mujer estaban enrojecidos, como si hubiera llorado hace poco. El tipo le sonrió al sacerdote.

—Usted es un hombre persistente. No me da mucha alternativa. Pero créame, usted podría desear haberme dejado ir.

—¿Es esa una amenaza? Supongo que eso también va para la hermana.

Él notó la rápida mirada de la mujer al sacerdote. Así que ella era entonces una monja. O al menos el padre la estaba proyectando como monja.

—¿Le amenacé la vida, padre?

—Usted no tiene nada que temer de parte de nosotros —expuso el padre mirando a la monja.

Casius decidió darles una pista falsa, la suficiente para sonsacarles el conocimiento que tuvieran de la región. Tarde o temprano llamarían por la radio, desde luego. Pero para entonces ya no importaría.

—Trabajo para la DEA. ¿Conoce la agencia?

—Por supuesto. La agencia antidrogas.

—Sospechamos de una importante operación al sur de aquí. Estoy en una misión de reconocimiento. Me insertaron a dos kilómetros de aquí, en la cima de la montaña al occidente.

El sacerdote asintió.

Casius hizo una pausa, escudriñándoles los ojos.

—Estoy planeando tomar el río Caura al sur esta noche —confesó; en realidad él se dirigía al norte, desde luego—. Y por mi vestimenta, comprendo que no todos los días ven a un occidental vagando casi desnudo en medio de la maleza. Pero soy brasilero, de Caracas.

—Usted no parece muy brasilero —objetó el padre.

Casius soltó una larga frase de portugués fluido en que le decía que se equivocaba, antes de volver a hablar en español.

—Asistí a la universidad en los Estados Unidos. Ahora, si no le importa, tengo algunas preguntas por mi cuenta.

—¿Y cuál es su nombre? —inquirió el padre.

—Me puede llamar Casius. ¿Algo más, padre? ¿Mi puntaje académico tal vez? ¿Mis ancestros?

La mujer rió entre dientes y luego tosió. Casius le sonrió.

—Usted es muy valiente, hermana. No muchas mujeres escogerían de buena gana la selva como lugar dónde vivir.

Ella asintió lentamente y habló por primera vez.

—Bueno, supongo entonces que no soy como la mayoría de mujeres. Y no muchos hombres, brasileros o no, correrían por la selva medio desnudos y descalzos.

Por el tono enronquecido ella parecía estar resfriada. Él hizo caso omiso del comentario.

—¿Ha oído rumores de drogas al sur? —indagó el sujeto, volviéndose hacia el padre.

—¿Hacia el sur? En realidad no. Lo cual es sorprendente porque la mayoría de indios a los que atendemos viene del sur. ¿Cuán lejos dijo usted?

—Cincuenta kilómetros, a lo largo del río Caura.

—No que yo esté consciente —contestó el padre meneando la cabeza—. Deben estar muy bien encubiertos.

—Posiblemente. Pero supongo que es por eso que me pagan. Para encontrar a los difíciles —declaró Casius.

—¿Qué tal hacia el norte? —preguntó la monja.

—¿El norte? —cuestionó él, parpadeando— ¿Caracas?

—No la ciudad. La selva hacia el norte.

Casius miró al padre. Así que ellos tenían sus sospechas del norte.

—De vez en cuando oímos rumores de tráfico de drogas más hacia el norte. Creo que la hermana se refiere a esos rumores —comentó el sacerdote.

Casius sintió que el pulso se le aceleraba.

—¿Cuánto tiempo hace que oyó estos rumores? —preguntó, tratando de parecer casual.

—¿Cuánto tiempo? Vienen esporádicamente —contestó el padre, y se volvió hacia la mujer—. ¿No lo diría usted, hermana? Cada varios meses más o menos.

Ella asintió, con ojos un poco desorbitados, pensó Casius.

—Interesante. Más hacia el norte, ¿eh? ¿Cuánto más hacia el norte?

—Treinta kilómetros aproximadamente. ¿No diría eso, padre Teuwen? —declaró la mujer.

—Sí.

—Bien, definitivamente lo reportaré —manifestó Casius mirando del uno a la otra—. ¿Algún detalle exclusivo?

Ambos menearon la cabeza.

—Lo siento, pero ¿cuáles son sus nombres?

—Perdóneme. Petrus Teuwen. Y esta es Sherry Blake. La hermana Sherry Blake.

Casius asintió con la cabeza.

—Es un placer conocerlos —dijo.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta.

Sherry creyó que el hombre que se hacía llamar Casius sabía más de lo que admitía y pensó en preguntarle respecto del asalto en la misión. Pero el incidente en la plantación ocurrió ocho años atrás, y a juzgar por la edad del sujeto, tendría que haber sido muy joven para estar involucrado con alguna agencia en esa época.

Mientras más lo miraba, más pensaba ella que él se asemejaba a un extravagante personaje de combate de drogas. O a uno de esos combatientes de lucha libre, resoplando ante las cámaras de televisión y flexionando los músculos para los muchachos. De cualquier modo ella había visto antes esta clase de sujetos, y siempre la hacían encogerse de miedo.

Sherry le vio el puñal en la espalda cuando él se dio vuelta. Un enorme cuchillo de monte metido en la cinturilla. Casius podía hacer más que observar, determinó ella. La imagen de él no pudo haber estado en mayor contraste al día de conversación con el padre Teuwen. Un pequeño nudo de disgusto se le revolvió en el estómago.

De pronto el hombre se volvió.

«Estoy seguro de que pueden entender mi necesidad de silencio por parte de ustedes —dijo tranquilamente—. Al menos durante uno o dos días. Los mercaderes de drogas no son tipos corteses. No dudarían en cortarles la garganta».

Lo dijo de manera tan casual, tan calmada, que Sherry se volvió a preguntar si este tipo sería traficante de drogas, mintiendo para ganarse la confianza de ellos mientras planeaba regresar más tarde para hacer precisamente eso. Cortarles la garganta. Pero eso no tenía sentido. Pudo haberlo hecho ya.

Casius se volvió de ellos, atravesó la puerta, y salió en medio de la noche. La joven respiró aliviada.

—¿Le crees? —preguntó el padre a la derecha de Sherry.

—No sé. Para mí el tipo huele a muerte —contestó ella, mirando aún la puerta cerrada.

Agua enlodada manchaba el piso donde el hombre había estado.

—Sí, el hombre huele a muerte —asintió en calma el padre Teuwen—. De veras que sí.