Capítulo veinte

Martes

Sherry Blake despertó sobresaltada de su primera noche en la selva. Había tenido otra vez la visión. En aterradores colores y gritos.

Tardó algunos segundos en entender que se hallaba en la casa de la misión, sana y salva, no en una playa tratando de cavar un hoyo en la arena para escapar del ácido. Se quitó de las piernas la húmeda sábana y llegó a la puerta antes de darse cuenta de que solo usaba una camiseta suelta de talla muy grande. No estaba en su apartamento con Marisa, por Dios, sino en la selva con el sacerdote. Regresó por unos pantalones cortos y zapatos.

Afuera se oían los sonidos propios en la selva saludando un día más, pero el ruido en la mente de Sherry llegaba principalmente de las personas en la playa, mientras el ácido llovía del hongo, como trozos cafés de melaza ardiente. Ella sacudió la cabeza y se calzó las botas.

Cuando Sherry entró a la sala común adyacente a su cuarto, el padre Teuwen ya había colado café y había frito huevos para el desayuno.

—Buenos días —saludó él, con una radiante sonrisa—. Pensé que podrías disfrutar… Se interrumpió al mirarle el rostro.

—¿Estás bien?

—Sí —contestó ella, levantando una mano hasta el cabello, preguntándose qué había visto él—. Creo que sí. ¿Por qué?

—Parece como si hubieras visto un fantasma. ¿Dormiste bien?

—Como un bebé. Al menos mi cuerpo durmió como un bebé. Mi mente decidió revivir esta demencial visión que he estado teniendo —explicó la muchacha, dejándose caer en el sofá y suspirando.

El sacerdote le llevó una humeante taza y ella le agradeció.

—Sí, Helen la mencionó —expresó él.

—Creo que preferiría una ballena a esto —asintió la joven después de sorber el café caliente.

—Hasta Jonás concluyó finalmente que declarar la verdad era mejor que la ballena —replicó el padre Teuwen sonriendo y sentándose frente a ella en el apoyabrazos de una silla.

—¿Y si yo supiera ese mensaje estaría fanfarroneando? Estamos hablando aquí de mensajes de Dios y sin embargo no tengo un mensaje, ¿verdad? Ni algo parecido. Lo único que tengo es una espantosa visión que me mortifica todas las noches. Como un audaz espectáculo en los cielos, desafiando la imaginación para descifrar alguna absurda adivinanza.

—Paciencia, estimada amiga —aconsejó el sacerdote con voz tranquilizadora y comprensiva—. Al final, verás. Tu senda te llevará al entendimiento.

—Y tal vez yo no quiera recorrer esta senda —objetó ella reclinándose y mirándolo—. Dios es amor… ¿dónde por consiguiente está el amor?

—El sendero entre lo natural y lo sobrenatural, entre lo malo y lo bueno, no es fácil, Sherry —contestó él con premeditación cruzando las piernas—. Por lo general está acompañado de cosas tales como la muerte. Con tormentos. ¿Por qué supones que el cristianismo ondea una cruz en su bandera? ¿Sabes cuán cruel fue la cruz? Creerías que habría un medio más sencillo y más humano para que Dios provocara la muerte de su Hijo. Pero para que pueda haber fruto debe morir una semilla. Antes de que nazca un niño debe gemir una madre. No veo cómo unas cuantas noches sin dormir sean un precio inaguantable.

Esta última frase la expresó sonriendo.

Sherry bajó la taza, derramándose un poco de café en el pulgar.

—¿Unas cuantas noches sin dormir? No, no creo que sea así, padre. ¡No llamaría unas pocas noches sin dormir a ser encerrada en un cajón mientras mis padres eran masacrados encima de mí, para después vivir ocho años de pesadillas!

—Permíteme contarte una historia, Sherry —replicó el sacerdote sin acobardarse ante las palabras de ella—. Creo que esto podría ponerte en perspectiva. Un día hace muchos años, casi al final de la Segunda Guerra Mundial, un hombre común y corriente, un médico, fue detenido y llevado a un campo de detención con su esposa; su hijo de doce años estaba al cuidado de la abuela del muchacho, o así lo creía el médico. En realidad su captor, un tipo obsesionado llamado Karadzic, también había localizado al chico. Decididos a quebrantar el espíritu del médico, lo pusieron en una celda al lado de otras dos celdas… en una estaba su esposa y en la otra su hijo.

Por supuesto que él no sabía que su hijo estaba cautivo… aún creía que se hallaba seguro con la abuela.

»Les amordazaron la boca a la esposa y al hijo, y cada día los torturaban brutalmente a cada uno de ellos. Al médico le dijeron que los gritos de la celda a la izquierda eran de su esposa, y que aquellos a la derecha eran los gritos de un niño vagabundo recogido en las calles. Le dijeron que si ordenaba la muerte del niño, le perdonarían la vida tanto a él como a su esposa, y que si se negaba, ambos morirían la víspera del séptimo día».

»El médico lloraba continuamente, agonizando por los gemidos de dolor desde la celda de su esposa. Sabía que podía salvarle la vida con la muerte de un niño callejero. Karadzic pretendía llevar a rastras al médico el cadáver del hijo una vez que el médico hubiera ordenado su ejecución, con la esperanza de destrozarle la mente. Pero el galeno no pudo ordenar la muerte del niño. El séptimo día tanto él como su esposa recibieron una bala en la cabeza, y el muchacho fue liberado».

El sacerdote hizo una pausa y tragó saliva.

—Así que el médico ofreció su vida y la de su esposa por otro, sin siquiera saber que se trataba de su propio hijo. ¿Te parece justo, Sherry?

La cabeza de la joven le daba vueltas en medio del horror de la historia. Otra emoción le enturbió las aguas de la mente: confusión. No respondió.

—No siempre entendemos por qué Dios permite que alguien muera por la vida de otro. No fácilmente logramos sondear la muerte del Hijo de Dios. Pero al final…

El sacerdote hizo otra pausa y volvió a tragar saliva.

—Al final Sherry, comprenderemos lo que Cristo quiso decir cuando manifestó que para salvar tu vida debes perderla.

Petrus apartó la mirada y encogió los hombros.

—¿Quién sabe? Quizás la muerte de mi padre me salvó para este día… para que te pudiera expresar estas palabras.

Sherry dejó caer la mandíbula. ¿Era el padre Petrus el muchacho?

—¿Era usted…?

El sacerdote la volvió a mirar y asintió, sonriendo otra vez.

—Yo era el muchacho —confirmó él con lágrimas humedeciéndole las mejillas.

Entonces el mundo de Sherry dio vueltas. Tenía los ojos borrosos.

—Un día me uniré a mis padres —continuó el sacerdote—. Pronto, espero. Tan pronto como haya representado mi papel en esta partida de ajedrez.

—Ellos dos murieron por usted.

Él apartó la mirada y tragó grueso.

Sherry sintió que el pecho le podría explotar por este hombre. Por ella. Ella había vivido lo mismo, ¿verdad? Su padre había muerto por ella encima de esa caja.

El padre había hallado amor. Amor por Cristo. En algunas maneras, ella también.

—¿Qué pasa con la muerte? ¿Por qué el mundo está tan lleno de violencia? Hay sangre dondequiera que miramos.

—Al vivir todos finalmente morimos. Al morir vivimos —afirmó él mirándola otra vez—. Él nos pidió que muriéramos. Toma tu cruz y sígueme. No necesariamente una muerte física, pero para ser sincero del todo, en Occidente estamos demasiado enamorados de nuestra propia carne. Cristo no murió para salvarnos de una muerte física.

—Eso no quita el horror de la muerte.

—No. Pero nuestra obsesión con la vida es así de maligna. ¿Quién es el monstruo más grande, el que mata o el que está obsesionado con su propia vida? Una buena estrategia junto al lado oscuro, ¿no crees? ¿Cómo puede una persona aterrada por la muerte trepar voluntariamente a la cruz?

La declaración parecía absurda y Sherry no supo cómo reaccionar.

—En la gran confrontación por el alma de los hombres lo que importa no es quién vive o muere —declaró Petrus—. Lo que importa es quién gana la confrontación. Quién ama a Dios. Cada uno de nosotros tiene su parte en el juego. ¿Sabes cuál es la moraleja de la historia de mis padres?

Ella lo miró.

—La moraleja de la historia es que el amor verdadero y desinteresado prevalecerá. Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por un amigo. O un hijo. O un extraño en una celda a tu lado.

—Tus padres murieron —objetó ella tuteándolo.

Todos morimos. Mis padres derrotaron a Karadzic. El amor de ellos me liberó para hacer lo que debo hacer.

—¿Crees por consiguiente que he sido traída a esta selva a morir? —inquirió ella.

—¿Estás lista para morir, Sherry? —cuestionó él inclinando ligeramente la cabeza.

Una ráfaga de calor le surgió en la cabeza a la joven y le bajó por la columna. Se debió a la forma en que él planteó la pregunta.

¿Estás lista para morir, Sherry?

No.

Todo inundó la mente de ella: la muerte de sus padres, la historia del padre, sus propias pesadillas, todo ello se arremolinó hasta formar este nudo que se le hinchaba en la garganta.

La muchacha se paró y entró a la cocina.

—¿Qué hay para comer?

David Lunow agarró con mucho cuidado el vaso de papel. Alguien le había dicho que el café se hacía ácido una vez que su temperatura caía por debajo de setenta y cinco centígrados. Supuso que verdaderos conocedores podían apreciar esto con solo remojar la lengua. Lo único que David alguna vez logró conseguir fue una ampolla y una maldición. De cualquier modo, en su opinión, el buen café siempre era bastante caliente.

Mark Ingersol se hallaba a su lado sobre el puente en arco del parque y miraba el agua turbia abajo.

—Sé que tienes algunas reservas respecto de ir tras Casius, y francamente, las comparto. Pero eso no significa que no sigamos nuestras órdenes. Tampoco significa que haraganeemos. Si el director quiere que eliminemos a Casius, entonces lo eliminamos. Punto.

—En mi opinión, estás implorando problemas —declaró David—. Esta es la clase de asunto que te explota en la cara.

Sintió la mirada de Ingersol, pero siguió hablando sin mirarlo.

—Hemos estado en esto dos días y Casius ha entrado y salido de nuestras garras, deteniéndose el tiempo suficiente para hacernos saber que está totalmente consciente de nuestra cacería. Estamos con suerte que no atrajera a nuestro hombre a algún callejón y lo matara.

—Tal vez, pero eso no cambia nuestro objetivo aquí. Y ese objetivo es matar a Casius —objetó Ingersol recogiendo una piedrecita asentada en la baranda y arrojándola al agua; esta cayó con un tas y desapareció—. Bueno, lo descubriremos muy pronto. Las tropas de asalto serán introducidas antes del anochecer.

—Si ellas fallan, supongo que siempre podrías bombardear la selva. Podrías tener suerte —enunció David apoyándose en la baranda; si Ingersol vio algún humor en la aseveración, no mostró ninguna reacción—. En realidad, si los equipos fallan, tú esperas que Casius salga y confías en atraparlo de rebote. Como inicialmente sugerí.

—¿Cuáles son las posibilidades de las tropas de asalto? —preguntó Ingersol.

—¿Quieres decir posibilidades de salir con vida de esa selva o de matar a Casius? —contraatacó David volviéndose hacia Ingersol, quien levantó la mirada inexpresiva hacia él—. De una u otra manera, algunas personas van a morir. La única pregunta es cuántas, y quién termina pagando los platos rotos.

El capitán Rick Parlier parpadeó ante el sudor que le serpenteaba en los ojos. La mandíbula cuadrada mostraba tres días de incipiente barba, eficientemente cubierta por una generosa capa de pintura verde de camuflaje, que le acentuaba el blanco de los ojos. La mano derecha agarraba un M-16 totalmente cargado; la izquierda vibraba relajadamente hacia el motor Pratt & Whitney encima de ellos. El último cigarrillo le sobresalía de los retorcidos labios. Iba a ir en la parte de atrás, y no estaba seguro de cómo se sentía al respecto.

Parlier miró a los otros sentados allí inexpresivos en medio de la escasa luz y volvió la cabeza hacia los árboles que se divisaban abajo. Las paletas del transporte de tropas de la DEA golpeaban persistentemente encima de él mientras el helicóptero se adentraba más y más en la inexplorada selva. Rick había entrado tres veces antes con equipos de tropas de asalto, cada una logrando con éxito el objetivo situado ante él. Por eso lo habían seleccionado, sabía. Eran muy pocos los hombres con experiencia en combate activo en selva; se podían contar con los dedos de las manos. Pero en el desierto era diferente… todo el grupo de ellos había probado la batalla en el desierto. No que en realidad hubieran peleado mucho, sino que al menos allí había habido balas de verdad volando alrededor. Ninguno de los ambientes era lo que casi todos llamarían un vacilón. No obstante, excepto en términos literales, la guerra nunca lo era. De todos modos, él prefería la selva. Más cubierta.

Él había pensado al principio que era un poco acelerado usar tres equipos para eliminar a un hombre. Pero mientras más leía acerca de Casius, más agradecía por los dos helicópteros batiendo el cielo más y más detrás de ellos.

Tres equipos: alfa, beta y gama, él los había apodado. Dieciocho de los mejores combatientes de selva en el arsenal de las tropas de asalto. El plan era muy sencillo. Los dejarían caer en la cima de una montaña desde donde se dominaba el valle por el que se suponía que iba Casius. Los equipos instalarían puestos de observación y enviarían exploradores al valle. Una vez que se hubiera hecho una identificación positiva acabarían con el objetivo en la primera oportunidad posible. Hasta entonces, sería un juego de espera.

Solo una restricción les entorpecía el movimiento. Bajo ninguna circunstancia debían pasar los riscos. ¿Por qué? ¿Por qué los burócratas les ponían absurdos impedimentos?

El capitán miró por encima de sus hombres, quienes estaban inmóviles. Detrás de esos párpados cerrados se vivían vidas, se tenían recuerdos, se ensayaban procedimientos. Su primer teniente, Tim Graham, levantó la mirada.

«Pan comido, capitán».

Parlier asintió una vez. Graham era el encargado de las comunicaciones. Dele un diodo y unos pocos condensadores, y Tim podría encontrar la manera de hablar con la luna. También podía esgrimir un puñal como ningún hombre que Parlier hubiera visto alguna vez, la cual era tal vez la más sencilla de las razones de que el ejército se las hubiera arreglado para robarle el muchacho a las ansiosas empresas electrónicas.

El resto del equipo constaba de su experto en demolición, Dave Hoffman; su francotirador, Ben Giblet; y otros dos combatientes como él mismo: Phil Crossley y Mark Nelson. El equipo se había entrenado y peleado junto por dos años. Difícilmente podía estar más compacto.

La mente de Rick deambuló hacia la carpeta del objetivo. Casius era un asesino con «numerosas» muertes confirmadas, decía el informe. No diez o dieciséis, sino «numerosas», como si fuera un número secreto. Un tirador de primera que prefería un cuchillo, lo cual significaba que tenía los nervios de un rinoceronte. Cualquiera con la habilidad para eliminar un objetivo a mil metros pero que aún así prefiriera acercarse, cara a cara, tenía unos cuantos tornillos flojos en esa cara. Lo peor era la aparente adaptabilidad del hombre al terreno. Evidentemente se había criado en esta selva.

—¿Qué posibilidades crees que tenga este tipo de llegar al final del día? —indagó Graham.

—Hasta donde sabemos el individuo está de vuelta en Caracas fumándose un cigarrillo de marihuana y burlándose de las tropas de asalto moviéndose a gran velocidad para hacer explotar a un hombre blanco en un país de sanguijuelas.

Alguien rió. Hoffman miró a Phil.

—Ellos no enviarían tres equipos a un punto de descenso a menos que tuvieran muy buena información de que el tipo va a aparecer.

—No consigues buena información en esta profundidad, amigo.

—Listos para el punto de descenso —gritó Parlier mientras el helicóptero hacía rotar las aspas cerca de la cima de la zona de descenso.

El transporte de tropa se sostuvo sobre un claro en el follaje. Hoffman lanzó por la borda la cuerda de setenta metros. Parlier asintió y cayó en los árboles, desapareciendo debajo de la frondosidad. Uno por uno los soldados de asalto bajaron dentro de los árboles.

Muy profundo en la montaña, Yuri Harsanyi se hallaba temblando de emoción. En menos de una hora un helicóptero lo llevaría a la seguridad. Y con él, la grande y negra maleta que contenía su futuro: dos armas termonucleares.

Había almacenado con mucho cuidado los artefactos en su caja la noche anterior, y luego había asegurado fuertemente las correas alrededor de la mochila de cuero. Las bombas de reemplazo se encontraban impotentes en las cajas de Abdullah. Cuando este intentara detonar sus bombas no conseguiría más que silencio. Para entonces Yuri estaría lejos, llevando una nueva vida, derrochando su recién adquirida riqueza. Solo en los tres últimos días había ensayado el plan mil veces.

Yuri vio que la correa izquierda se había aflojado un poco en el húmedo calor. La apretó y alzó la maleta del suelo. Si decidían inspeccionarlo ahora, tendría un problema, por supuesto. Pero nunca antes le habían revisado el equipaje. Miró alrededor del salón en que había vivido por tanto tiempo y salió de allí por última vez.

Una hora después, exactamente a la hora fijada, el helicóptero aceleraba el motor y despegaba con Yuri sudando en el asiento trasero.