Tanya dejó a Shannon cerca de la laguna, exactamente después del apogeo del calor. Trotó la mayor parte de la milla hacia la casa, dominada por tal regocijo que se preguntó si el calor que sentía venía de los cielos venezolanos o de su propio corazón.
Corrió hacia la pequeña estación misionera de sus padres, y el pensamiento de un frío vaso lleno de limonada helada le inundó la mente. El calor la había deshidratado. Adelante, el descendente sol hacía resplandecer la casa con techo de lata que su padre construyera siete años atrás. Tanya le había ayudado a pintar de verde la dura madera lateral. Para matizar, había dicho él.
Sus padres, Jonathan y Heidi Vandervan, habían respondido siete años atrás al llamado de Dios, cuando Tanya tenía diez. Ella aún recordaba a su padre sentado a la mesa del comedor anunciando la decisión de llevarlas a la selva.
La familia de su padre vivía en Alemania, y su madre en realidad no tenía una familia de la cual hablar. Un hermano llamado Kent Anthony vivía en Denver, pero no se habían hablado en más de quince años. Lo último que supieron era que Kent estaba en la cárcel.
De cualquier modo, salir de Estados Unidos no representó gran pérdida para ninguno de sus padres. Un año después habían aterrizado aquí, en el corazón de Venezuela, entre los yanomami.
Tanya pasó varias edificaciones a la izquierda: la casa de la radio, una escuelita, un cobertizo generador, una casucha de suministros, y corrió hacia el porche.
Entonces llegó hasta ella el sonido lejano, exactamente al pasar por la puerta frontal, el zumbido de un débil golpeteo. La joven miró hacia el cielo para ver de qué se trataba, pero lo único que pudo observar fue el brillante cielo azul y una manada de aves volando desde un árbol cercano. Cerró la puerta.
Su padre estaba inclinado sobre una radio que había desarmado en la mesa de la cocina; su madre rompía huevos dentro de un tazón sobre el mesón. Tanya corrió directo hacia la refrigeradora. El latente hedor a queroseno flotaba suavemente en la cocina, pero ella se había acostumbrado al olor después de tantos años. Era el aroma del hogar, la fragancia de la tecnología en una estufa en la selva.
—Hola, cariño. ¿Me quieres ayudar a volver a armar este aparato? —saludó el padre observando una bobina que tenía en la mano derecha.
—Lo siento, en mi currículo no ofrecen electrónica. Qué desorden. Creí que habías construido el cuarto de herramientas para esta clase de cosas —dijo Tanya, y abrió la refrigeradora.
—Exactamente —intervino la madre de Tanya—. ¿Oíste eso, Jonathan? La mesa de la cocina no es lugar para hacer mecánica.
—Así es, bueno, esto aquí no es una segadora de césped o un generador. Es una radio, y estos aparatos tienen centenares de partes muy pequeñas y sensibles, la mitad de las cuales ahora mismo parece que no encuentro.
Tanya rió entre dientes y extrajo la jarra de limonada.
—Pero están aquí —continuó él—. En alguna parte en este montón. Si hubiera desparramado todo esto en ese cuarto no me podría dar cuenta a dónde fueron a parar. Tendrás tu mesa antes de la cena, lo prometo.
—Seguro que la tendré —advirtió la madre guiñando un ojo a Tanya y fingiendo estar enojada.
Un golpeteo ahogado fluctuó en el fondo de la mente de Tanya, ese mismo zumbido que había oído exactamente antes de entrar. Como una mariposa nocturna atrapada en la ventana. Vertió la amarillenta bebida en el vaso. Una brisa levantó la cortina en la ventana de la cocina, cargando con ella ese sonido de mariposa nocturna.
Pero no se trataba de una de estas mariposas, ¿verdad? Para nada, y esa realidad se le ocurrió a Tanya mientras el vaso le tocaba los labios, antes de poder beber algo de la limonada. El sínodo venía de enormes aspas girando en el aire. Se quedó quieta, con el brazo alzado. Jonathan levantó la cabeza de las piezas de la radio.
—¿Qué es eso? —preguntó Tanya.
—Un helicóptero —respondió el padre, y luego se volvió hacia su esposa—. ¿Esperábamos un helicóptero esta tarde?
Tanya sorbió del líquido, sintiendo el helado jugo bajándole por la garganta.
—No que yo estuviera enterada —contestó Heidi inclinándose hacia la ventana y haciendo a un lado la cortina.
Tanya pensó que de algún modo el helicóptero sonaba diferente, un tono más alto que los Hughes a los que estaba acostumbrada. Un uniforme chas, chas, chas. Quizás dos helicópteros. O más.
Bajó el vaso hasta la cintura, imaginando cinco o seis de esos aparatos revoloteando hasta aterrizar sobre el césped trasero. Ahora eso sería algo diferente.
El vaso que tenía en la mano se rompió súbitamente en mil pedazos y ella se sobresaltó. Bajó la mirada y vio que se acababa de desmoronar como un pedazo de hielo seco. Vidrio salpicó el piso de madera y Tanya pensó que debía barrer antes de que alguien pisara allí.
Entonces todo movimiento cayó en una lentitud surrealista, desenvolviéndose como fragmentos de un sueño. La cocina tembló, rodeando a Tanya con un rápido y repetitivo sonido, como si un gigante hubiera confundido la casa con una batería y decidiera ejecutar una larga tonada.
Ra-ta-ta-pum, ra-ta-ta-pum.
El mesón se astilló en el codo de Tanya y su padre saltó de la silla. El corazón de ella le palpitó ruidosamente en el pecho.
La joven levantó la cabeza y vio series de agujeros blancos perforados por el techo en largas e irregulares líneas. Oyó el rugido de maquinaria chirriando en lo alto, y entonces se dio cuenta de que estos hoyos en el techo eran de balas. Que eran balas las que se habían estrellado contra el mesón, destrozándolo. Que una bala le había desmoronado el vaso.
El entendimiento le entró a la mente como un yunque lanzado desde gran altura y chocando contra concreto. Se volvió hacia la ventana, anonadada. Un brazo la agarró por la sección media, lanzándola al piso de madera. La voz de su padre gritaba por sobre el bullicio, pero ella no lograba discernirle las palabras. Su madre estaba gritando.
Tanya succionó en el aire y descubrió de repente obstinados los pulmones. Se preguntó si le habían dado. Era como si pudiera ver todo desde la perspectiva de una persona ajena, y la escena le pareció absurda. Bajó la mirada hacia el estómago, sintiéndolo agujereado. La mano de su padre estaba allí.
«¡Rápido!» —estaba gritando él.
Él tiró fuertemente del brazo de Tanya, mientras le manaba sangre del hombro.
¡Lo habían herido!
«¡Entra a la bodega! ¡Entra a la bodega!» —gritaba él con el rostro contraído como patas de cuervo alrededor de ojos llorosos.
Lo hirieron, pensó ella mientras su padre la empujaba hacia el pasillo. El clóset del pasillo tenía una portezuela construida en el suelo. Él le estaba gesticulando que bajara por la portezuela y se metiera a la bodega, como solía llamarla. Entonces los músculos de Tanya se llenaron de adrenalina, y se puso en movimiento.
Abrió la portezuela y apartó una docena de zapatos tirados en el piso. Usando el dedo índice buscó frenéticamente a tientas la argolla que su padre había pegado al borde, la enganchó con el dedo y la jaló. La portezuela se levantó.
Lágrimas surcaban el rostro de su padre, pasándole por labios separados. Los motores del helicóptero se habían retirado por un momento pero ahora se acercaban una vez más. Estaban regresando.
Detrás de Jonathan, la madre de Tanya salió corriendo a lo largo del piso hacia ellos, el rostro pálido y surcado de humedad. Sangre le caía al suelo desde un gran agujero en el brazo derecho.
Tanya volvió a girar hacia la portezuela y la empujó hacia un costado. Un pensamiento le recorrió alocadamente el cerebro, indicándole que se había roto la uña al jalar con brusquedad la portezuela. Quizás se la había arrancado. Le dolía mucho. Hizo oscilar las piernas dentro del hueco y se lanzó a la oscuridad.
La bodega era diminuta, en realidad una caja… un compartimiento de embalaje suficientemente grande para ocultar unos cuantos pollos por unas horas. Tanya se apretujó a un costado, dejando espacio para que su padre o su madre cayeran a su lado. Las armas volvían a desgarrar en el techo, como una sierra de cadena accionada por gas.
«¡Padre, apúrate!» —gritó Tanya, con el pánico filtrándosele por la garganta.
Pero el padre no se apuró. Él hizo caer la tapa otra vez sobre el compartimiento, tas, y oscuridad total acuchilló los exageradamente abiertos ojos de Tanya.
Arriba las balas cortaban la casa como leña. La joven inhaló el oscuro aire y estiró los brazos para orientarse, repentinamente aterrada de haber bajado sola aquí. Arriba oía gritar a su madre, y Tanya lloriqueó bajo el clamor.
«¿Madre?»
La enmudecida voz de su padre le llegó con urgencia, insistiendo en algo, pero ella solo pudo descifrar su nombre.
—¡Tanya! Ta ¡uf!
Un débil ruido sordo llegó al compartimiento.
—¡Padre! —gritó Tanya.
La madre también se había callado. Un escalofrío entumecedor desgarró la columna de Tanya, como si la atacara una de esas ametralladoras, solo que a lo largo de las vértebras de la joven.
Entonces el martilleo se detuvo. Ecos resonaron en los oídos de Tanya. Ecos de estruendosas balas. Sobre ella solo silencio. El ataque había sido desde el aire… no había soldados en tierra. Todavía.
«¡Padreeeee!» —gritó Tanya; fue un crudo alarido a pleno pulmón que le rebotó en el rostro y la volvió a dejar en silencio.
Jadeó y oyó solamente esos ecos. Sintió como si se le rompiera el pecho, como un casco de submarino cayendo a la profundidad.
Tanya se dio cuenta de repente que debía salir de esta caja. Se irguió de su posición agachada y la espalda chocó con madera. Alargó los brazos por encima de la cabeza y empujó hacia arriba. La portezuela no quiso moverse. ¡Se había trabado de alguna manera!
Ella cayó hacia atrás, respirando con dificultad, entrecerrando los ojos en la oscuridad. Pero solo veía tinieblas, como si fuera brea espesa en vez del vacío que la rodeaba. El codo derecho se le presionó contra una tablilla, el hombro izquierdo chocó contra una pared, y comenzó a temblar en el rincón como una rata atrapada. Olor a tierra húmeda le impregnó las fosas nasales.
Tanya se descontroló entonces, como si un animal se hubiera erguido dentro de ella… la bestia del pánico. Rezongó y se lanzó con los codos hacia el espacio por el que había descendido. Los brazos chocaron abruptamente contra madera rígida y ella cayó de rodillas, sintiendo apenas el corte profundo en el punto medio entre la muñeca y el codo.
Temblando bamboleó los puños contra la madera, torpemente consciente de cuán poco daño hacían sus nudillos a la dura superficie. De manera impulsiva, solo como un acto reflejo, estiró todo músculo que le respondió y se levantó, deseando romper la tumba con la cabeza.
Pero su padre había construido el compartimiento de madera dura, y Tanya muy bien pudo haberse golpeado la cabeza contra una pared de cemento. Estrellas le cegaron la noche y cayó al suelo, muerta para el mundo.