Capítulo diecinueve

Bombillos esparcidos por todos lados iluminaban la oscurecida costa cuando finalmente el piloto desaceleró el fuera de borda hasta dejarlo en un ronroneo y conducir el pequeño bote hasta un arruinado muelle adyacente a la ciudad costera de Soledad. Casius pagó al hombre la tarifa de doscientos dólares e ingresó al pueblo hacia el Hotel Meliá Caribe. Por una docena de viajes río abajo con su padre, sabía que este era uno de los tres hoteles en que se podía esperar ver turistas arriesgándose a entrar en lo profundo de esta tierra.

El momento en que Casius ingresó al vestíbulo fijó la vista en un hombre pálido y larguirucho que leía un periódico en el rincón. La mirada del tipo se levantó y se topó con la de Casius. Sostuvieron la mirada por unos instantes y luego el individuo volvió al periódico. Casius miró alrededor del salón y rápidamente determinó que había grandes posibilidades de que el tipo fuera un agente de la CIA. Volvió a mirarlo, deseando que este levantara la mirada otra vez. Si el hombre era un observador, delatar a Casius ahora con cabello castaño corto y ojos oscuros podría demostrar que era un desafío. Pero cualquier hombre con su perfil sería reportado, y Casius quería que Friberg supiera que él también los había detectado. Los ojos del hombre se habían quedado quietos; ya no leían.

El individuo volvió a levantar la mirada hasta encontrar la de Casius, quien asintió y guiñó un ojo. Reconocimiento pasó entre ellos. Con la mandíbula firme, Casius se volvió y se dirigió a la recepción, manteniendo al hombre en su visión periférica. Así que Friberg había reaccionado rápidamente como se esperaba. Cuarenta y ocho horas y ya tenía apostados a sus hombres.

Tomó un cuarto en el segundo piso. Desarregló la cama, sacó algunos cajones, examinó la ducha, dejó corrida la cortina, y mojó una toalla. Satisfecho de que el cuarto se viera usado, se deslizó hacia el pasillo. Las escaleras posteriores conducían abajo al vestíbulo, pero una antigua escalera de incendios fabricada de madera llevaba a un callejón detrás del hotel. Casius se trepó a la escalera de incendios, se metió al callejón, y se abrió paso por el oscuro pasaje. No había señales del agente.

Recorrió callejones hasta un pequeño almacén en el lado sur de la ciudad. Los grises bloques de barro quemado salpicados con pintura blanca sucia parecían no haber cambiado desde su última visita a este callejón. Casius subió por la entrada trasera de la tienda, la encontró sin pasador, y entró al almacén de armas de Samuel Bonilla.

Hizo una pausa en la puerta para que la vista se le acostumbrara a la débil luz.

—¿María? —llamó una voz ronca.

Casius entró al iluminado almacén y miró a Samuel sin amilanarse. El hombre parpadeó y le devolvió la mirada.

—¿Qué está haciendo usted? —exigió saber Samuel—. Tenemos una puerta por el frente para clientes. Además ya cerramos.

—¿Es usted Samuel Bonilla? —preguntó Casius, conociendo la respuesta.

El hombre titubeó.

—No le voy a hacer daño —le aseguró Casius.

—Sí, ese es mi nombre. ¿Y quién es usted?

—Usted conoció a mi padre, Sr. Bonilla. Un extranjero que sabía cómo disparar. Tal vez lo recuerde.

—Un extranjero que… Samuel se interrumpió de repente y miró a Casius, escudriñándolo.

—¿Es usted…?

—Sí.

El tendero parpadeó y dio un paso al frente.

—Pero no logro ver el parecido. Usted ha cambiado. No se parece al muchacho que recuerdo.

—El tiempo cambia a algunas personas. Necesito que mantenga en secreto mi venida aquí, Sr. Bonilla. Y necesito comprar algunos cuchillos.

—Sí, por supuesto —expresó el hombre y miró la puerta—. Usted tiene toda mi confianza.

El sujeto sonrió, complacido de repente.

—¿Y necesitará también una pistola? Tengo algunas muy buenas importadas.

—Estoy seguro que así es. Pero no esta vez. Necesito dos cuchillos.

—Sí, sí —contestó él, dando otra prolongada mirada a Casius y luego moviéndose hacia una caja detrás de él.

Casius salió del almacén cinco minutos después con Samuel hablando entre dientes detrás de él. Diez minutos después se registró en un tugurio infestado de cucarachas al que tenían el descaro de llamar hotel, y alquiló un cuarto en el tercer piso. Se quitó los cinturones con el dinero, extrajo cinco mil dólares y escondió el resto en el techo encima del espejo del baño. Habían pasado más de veinticuatro horas desde la última vez que durmió. Exhausto, cayó sobre la cama y se quedó dormido.

Despertó seis horas después ante el sonido de insectos chillando en el bosque cercano mientras la ciudad dormía en silencio. Sin prender las luces del cuarto, Casius se lanzó agua al rostro y se despojó de los pantalones cortos negros. El tatuaje de jaguar que le ennegrecía el muslo lo delataría en la selva, así que lo cubrió con una banda ancha de esparadrapo. Sacó de la bolsa un tubo de pintura de camuflaje y se aplicó el aceite verde al rostro en generosos manotazos. Este era un hábito de cautela que le ocultaba con éxito el rostro ante cualquier posible reconocimiento.

Se metió en la parte trasera de la pretina el cuchillo de monte que comprara en el almacén de armas y con una correa se ató el puñal de cacería en la cintura. Tiró debajo de la cama la mochila y el resto de las ropas.

El amanecer cayó sobre el hombro de Casius al salir a pie de la ciudad y entrar a la elevada selva. La plantación se hallaba a cincuenta kilómetros al oeste. Le tomaría día y medio circunvalar el valle y aproximarse por el sur. La ruta agregaría otros cincuenta kilómetros al viaje, pero él había decidido que la ventaja estratégica del curso más largo compensaba con creces el inconveniente. Para empezar, la CIA esperaría que tomara la ruta más rápida ahora que lo habían localizado. Pero más importante aún, los riscos serían relativamente fáciles de vigilar. Por otra parte, una llegada por el sur constaba de cuarenta mil hectáreas de selva espesa habitada principalmente por indios. Sería más difícil de proteger.

Guacamayas y garzas levantaban el vuelo cuando Casius pasaba sus nidos… graznando ante la intrusión del hombre al mundo de ellas. Dos veces se detuvo en su camino cuando miles de loros intensamente coloridos se desbandaban por el cielo, oscureciendo por un momento el sol naciente. Monos araña miraban hacia abajo, chillándole. El aire se sentía limpio; la vegetación resplandecía con rocío. Todo aquí estaba inexplorado por manos humanas. Los desnudos pies se le cubrieron rápidamente con cortadas superficiales pero su paso se mantuvo firme. Durante las próximas treinta y seis horas dormiría solo una vez, pero por poco tiempo. Por lo demás pararía para comer, principalmente frutas y nueces. Quizás un poco de carne cruda.

Mientras corría lanzaba gruñidos y hacía crujir el cuello. Se sentía bien estar en la selva.