Lunes
La selva volvió a Casius como miel espesa: suave al principio pero luego con volumen repentino.
Las raíces hacían que los pies se le cansaran hasta que encontró el ritmo, corriendo con una seguridad que le permitía colocar los pies donde quería. Enredaderas le golpeaban el rostro hasta que los ojos se le acostumbraron a las sombras de la noche. Criaturas chillaban alrededor de él, aguijoneándole los nervios hasta que se las arregló para empujarlas al fondo de la mente. Cuando la luz del día fluyó a través del follaje, el hombre mejoró considerablemente la marcha y los pensamientos se le perdieron en recuerdos del pasado.
Había llevado una vida en los años desde que saliera de esta tierra, y en realidad aún estaba atrapado en ella. Había vivido para este día. Cien misiones habían llevado a esta. Viviría o moriría, pero al final los responsables de la muerte de su padre morirían con él.
Los pensamientos le machacaban la mente con el ritmo de las pisadas. Él sabía más que cualquiera en la CIA, incluyendo lo que Friberg pudiera posiblemente sospechar. Es más, sabía más de lo que el mismo Friberg sospechaba. Y sabiendo lo que sabía no le sorprendería que trataran de cazarlo con fuerzas especiales. Los peligros eran demasiados para confiar en agentes. Ellos no se tomarían ningún riesgo, y David les diría que eso significaba enviar fuerzas entrenadas en selva.
Era media mañana antes de que Casius emergiera de la selva sobre una elevación que caía lentamente hacia el delta del Orinoco. Una aldea abajo acogía una pequeña población de pescadores que por ingresos extra también llevaban botes de carga y pasajeros río arriba y abajo. Casius se limpió con cuidado el barro de las piernas con hojas húmedas y desabrochó la mochila que aún tenía atada a la espalda. Se puso un par de shorts y pantalones sobre ellos. Luego se deslizó un par de mocasines de color café claro, se puso una holgada camisa inarrugable, y se cubrió la cabeza con una gorra de béisbol. Metió un par de lentes de sol en el bolsillo de la camisa, enterró la bolsa plástica que había mantenido seca la ropa, y se dirigió hacia la pequeña aldea en la distancia.
Casius se acercó a un pontón flotante atendido por un pescador que se hallaba restregando el casco.
—Discúlpeme. ¿Me puede decir cuánto me podría costar un viaje a Soledad? —preguntó.
El hombre se levantó del bote y lo miró con atención.
—Usted es turista, ¿no? ¿Le gusta la pesca? Yo agarro un pez enorme para usted.
—Pescado no, amigo. Necesito una carrera río arriba.
—Sí, señor. Doscientos dólares. Lo atenderé bien.
—Acaba de hacer un trato —asintió Casius.
El pescador dio órdenes rápidamente a dos hijos que aparecieron como si acabara de ser designado el general de un ejército, y alistó el bote en cinco minutos. Diez minutos más tarde piloteaba río arriba el llamativo Evinrude de cuarenta caballos hacia la pequeña pero relativamente moderna población de Soledad. Casius se sentó cerca de la parte trasera, analizando la selva que pasaban, con los brazos cruzados, la mirada fija, y mil pensamientos girándole en la mente.
Abdullah entró al salón de embarque hecho de concreto y vio a Ramón inclinado sobre uno de los troncos preparados para la entrega de la noche. El hispano lo vio y asintió con la cabeza, hablándole aún al trabajador que rellenaba el tronco hueco con bolsas de cocaína. Al otro lado del espacio, cadenas sin fin daban contra la montaña hacia el enorme tubo que lanzaría el tronco al río allá abajo. Abdullah caminó hasta los dos hombres y los observó trabajar.
El método de embarque había sido idea de Jamal, y hasta ahora habían perdido menos de diez troncos en corrientes desviadas. La logística era sencilla: Llenar los troncos flotantes de yevaro con cocaína sellada, lanzar el madero por un tubo de un metro de ancho que atravesaba la montaña hacia el río Orinoco, y recoger los troncos cuando fueran vomitados al océano, más de trescientos kilómetros al oriente. El río efectuaba la entrega con inquebrantable constancia, vomitando incesantemente al océano sus aguas con basura. Radiofaros direccionales adheridos a cada tronco ayudaban la recogida. Los troncos habían ingresado a depósitos estadounidenses de madera, sin incidentes durante cinco años hasta ahora. La gruesa corteza ocultaba bastante bien el panel de cortes, haciendo prácticamente imposible la detección.
—¿Cuántos esta noche? —preguntó Abdullah, y el trabajador se asustó ante el sonido de la voz.
—Tres, señor.
Abdullah asintió en aprobación.
—Sígueme, Ramón.
El árabe fue hasta el ascensor, insertó una llave hacia el piso más abajo, y retrocedió. El carro empezó a bajar hacia el restringido sótano.
—¿Sabes que nuestro mundo cambiará ahora?
—Sí.
—¿Y estás preparado para cualquier cambio que esto pudiera traer?
—¿Qué cambios anticipa usted? —preguntó con mucho tacto el latino.
—Bueno, en primer lugar sospecho que este lugar cesará pronto de existir. No podemos esperarlos sentados sin hacer nada. El mundo se derrumbará, creo.
Ramón asintió con la cabeza. Parpadeó con el ojo bueno.
—Sí, creo que usted tiene razón.
La campanilla sonó y Abdullah salió del ascensor. La puerta del laboratorio se encontraba cerrada al final del pasillo. La miró sin acercarse.
—Debemos limpiar la selva circundante de toda amenaza posible —manifestó de manera distraída—. Solo hay una base en un radio de ciento cincuenta kilómetros de la plantación. Y la quiero ocupada inmediatamente.
—La misión católica.
—Sí. La quiero bajo nuestro control. Envía un equipo a neutralizar el reducto. Y quiero que se haga limpiamente. Atacarás la estación mañana por la noche.
—Sí, señor.
—Déjame solo.
Ramón volvió a entrar al ascensor y la puerta se cerró.
Aparte de Ramón y Abdullah, solo Yuri Harsanyi sabía de la existencia del piso inferior. Y Yuri lo conocía íntimamente, como un ratón conocería su agujero en el muro.
Usaba una bata blanca de laboratorio, contrastando rigurosamente con su cabello negro azabache que le caía desarreglado sobre el de otro modo regordete y pálido rostro. «Robusta» era la palabra que él había decidido que le describía de modo apropiado la constitución. Robusta y fornida. Un metro ochenta y nueve, para ser exactos. Por eso tendía a agacharse sobre las mesas, y ahora el cuerpo parecía haberse amoldado a la postura.
La naturaleza de la misión exigía que el hombre permaneciera oculto en el sótano todo el tiempo, deambulando encorvado entre el blanco laboratorio y su lugar adjunto de residencia. El piso tenía otros cuartos más, pero Yuri había salido solo dos veces a las habitaciones del perímetro. Su propia vivienda proveía toda la comodidad que podía esperar aquí. Además, en lo que a él concernía, mientras más tiempo pasara en el laboratorio más pronto terminaría su tarea. Y mientras más pronto terminara su tarea, más pronto estaría libre para comenzar su nueva vida, acaudalado esta vez.
Las paredes alrededor de él eran blancas. Cuatro bancos de trabajo sostenían dos tornos y dos aparatos moldeadores alineados a las paredes. A la derecha de Yuri una puerta llevaba a sus aposentos, y al lado de la puerta se hallaba un cuarto de tres por tres sellado con Plexiglás. Una caja fuerte sencilla y cromada del tamaño de una refrigeradora había en el centro del salón, frente a una mesa simple cargada con computadoras.
Pero el enfoque de Yuri estaba en una de las dos mesas de acero en el centro exacto del piso de concreto del laboratorio. Soportes en cada mesa agarraban objetos oblongos… uno del tamaño de un balón de fútbol americano, el otro del doble de tamaño. Ambos tenían paneles abiertos que miraban silenciosamente hacia el techo. Bombas.
Bombas nucleares.
Yuri tenía los brazos cruzados mientras observaba los brillantes objetos de acero. Sentía un zumbido de complacencia que le resonaba en el pecho. Funcionarían. Sabía sin duda alguna que las bombas funcionarían. Una simple colección de extraños materiales amoldados en armonía perfecta. Él los había transformado en una de las fuerzas más poderosas del planeta. No sería muy difícil hallar una facción que pagara cien millones por el aparato más pequeño. Yuri no había pensado en nada más durante los últimos seis meses, y con la culminación del proyecto a la mano parecía insoportable la presión que sentía para tomar una decisión.
El mezquino salario que Rusia le había enviado por tantos años sería dinero de propinas. El socialismo tenía su precio, había decidido él. Ni siquiera el Buró Político debía esperar que proliferaran los científicos nucleares más brillantes sin recompensarlos de modo adecuado. Y ahora era hora de pagar por completo. Sonrió ante el pensamiento.
Una mosca voló desde la luz en el techo y pasó zumbando por el oído de Yuri antes de decidirse por la esfera más grande.
Para Yuri la llamada telefónica de siete años atrás había sido la voz de un ángel. No se había molestado en preguntar por qué la mafia rusa lo había escogido. Lo único que sabía era que le ofrecieron cien mil dólares por adelantado, en efectivo, además de diez mil cada mes, con un bono de un millón de dólares a la culminación del proyecto. Eso, y los pequeños detalles de que el proyecto era para la Hermandad, un grupo beligerante islámico. Otros habían hablado de conseguir trabajo en el mundo libre, pero ningún otro científico nuclear podía esperar sacar ni siquiera la centésima parte de la oferta. Él había aceptado sin reserva.
Asegurar los elementos básicos había tomado tres años, tiempo durante el cual con toda sinceridad Yuri se había sentido más cautivo que científico. Pero llenar su lista de compras, como la llamaba él, tomaba tiempo en el nuevo mundo.
Sin embargo, el tiempo de ellos era correcto; si la Hermandad hubiera esperado hasta después de que Bush hubiera ido tras Al qaeda y ejerciera fuerte autoridad en la proliferación como había hecho en la administración de él, la tarea habría sido mucho más difícil. La administración Clinton hubiera sido el tiempo correcto.
La lista era bastante simple: conectores de descarga Krytron, detonadores de alta calidad, explosivos de alto rendimiento, uranio, plutonio, berilio y polonio. Junto con veintenas de artículos de ferretería, por supuesto.
Administración Clinton o no, no era posible entrar a una ferretería y comprar iniciadores llenos con berilio y polonio. El descubrimiento que los inspectores de armamento hicieran del enorme programa nuclear de Irak había dado lugar a que se hicieran más estrictos los reportes requeridos por el Tratado de No Proliferación Nuclear. Y no solamente eran el plutonio y el uranio los que se guardaban con extremo cuidado sino cualquier componente requerido para un artefacto nuclear.
Caso concreto, una detonación nuclear requiere un cronometraje absolutamente perfecto entre las cargas conformadas alrededor del plutonio. Cuarenta explosiones perfectamente sincronizadas, para ser exactos. Incluso si una sola de las cuarenta no armonizara en la fracción más pequeña de segundo, la bomba fracasaría. Solo un aparato de detonación muy raro puede brindar tal precisión: un conector Krytron. Y solo dos compañías en el mundo fabricaban conectores de descarga Krytron. Yuri necesitaba ocho. Por desgracia cada uno era reportado a una asamblea legislativa y era cuidadosamente rastreado.
El científico pudo haber intentado un nuevo mecanismo de descarga, pero las posibilidades de fracasar habrían aumentado en gran manera. No, necesitaba los conectores Krytron, y solo estos tardaron dos años en obtenerse, y únicamente entonces en el mercado negro de la antigua Unión Soviética, lo cual tuvo su parte de malhumorados funcionarios dispuestos a hacerse los de la vista gorda por cien mil dólares. Los abastecimientos mundiales de berilio y polonio estaban estrictamente custodiados. El enfoque estuvo siempre en los elementos radiactivos, como plutonio, pero en realidad el plutonio había sido el más fácil. Había mucho plutonio por ahí, y con los contactos que Yuri tenía en la mafia rusa lo había conseguido en menos de seis meses.
En resumidas cuentas, todos los elementos necesarios se podían obtener siempre y cuando el dinero no fuera problema. Yuri no estaba seguro de dónde conseguían dinero estos sujetos: tráfico de drogas, petróleo, etc., pero era obvio que tenían el necesario. Todos los artículos que había solicitado entraron finalmente a la selva.
Y ahora era hora de sacarlos de la selva.
Desde luego, estaba el pequeño asunto de Abdullah, y el árabe no era alguien con quién jugar; el corazón del tipo era del color de sus ojos, pensó Yuri. Negro.
El científico fue hasta la más grande de las dos armas, un aparato de fisión de más o menos tres veces el resultado del mecanismo de Nagasaki. Para las normas modernas el diseño en sí era básico y muy parecido al de la primera bomba. Pero no había nada sencillo respecto de la explosión de sesenta kilotones que este crearía.
Una esfera negra de treinta y cinco centímetros de diámetro reposaba en el panel abierto. Estaba punteada exactamente con cuarenta circuitos rojos espaciados con un cable que sobresalía de cada circuito, dándole la apariencia de un fruto peludo. Al frente de la esfera se hallaba un emisor blanco y un pequeño receptor. La coraza exterior brillaba de plateado (aluminio pulido), nada más que una costosa caja para la bomba negra en el interior. La mosca se arrastró sobre esa superficie brillante y Yuri estiró una mano para ahuyentarla.
Cuatro años e incalculables millones, y ahora el premio: dos esferas brillantes con suficiente poder para demoler una ciudad muy grande. Yuri fue hasta el gabinete de suministros y entró allí. Una amplia gama de herramientas pequeñas se alineaban en tres de las paredes. Se arrodilló, sacó un estuche café de madera y abrió la tapa. Adentro estaba su boleto hacia los cien millones de dólares: dos objetos esféricos negros, idénticos en apariencia a aquellos en los aparatos nucleares. Si él procedía ahora, su destino estaría sellado. Se convertiría en un hombre muy acaudalado o en un tipo muy muerto.
Yuri tragó saliva y deseó calmar el palpitante corazón. Una de esas malditas moscas se le asentó en la cabeza y él impulsivamente le dio una palmada, golpeándose en mala manera el oído. Se secó las sudorosas palmas en las caderas, bajó temblando las manos hacia la caja y sacó la esfera más pequeña.
«Por favor, Dios —susurró débilmente—. Permite que esto último juegue a mi favor».
Por supuesto que eso era ridículo, porque él ya no creía más en Dios de lo que creía que pudiera vivir si Abdullah lo descubría.
Yuri se paró, cerró la puerta de un empujón con el pie, y con mucho cuidado llevó la bola negra hacia la mesa metálica donde reposaba el artefacto más pequeño. Con una última mirada a la entrada, comenzó el trueque.
La idea en realidad era sencilla. Sacaría los explosivos nucleares de sus envolturas y los reemplazaría con explosivos que se veían idénticos pero que solo contenían aire. Cuando Abdullah pasara por un lado para explotar sus juguetitos, estos ni siquiera echarían chispas. El explosivo nuclear estaría seguro con Yuri. Esta era creación suya… él debería cosechar los premios. Dejaría que el hombre desplegara sus bombas de imitación. Para cuando Abdullah descubriera el funcionamiento defectuoso, Yuri estaría a mitad de camino alrededor del mundo con dos artefactos valiosísimos para la venta.
Completó el canje en menos de cinco minutos. Sosteniendo la esfera nuclear del tamaño de una pelota de voleibol con dedos empapados de sudor, regresó al clóset y la metió en la caja café de madera. Luego repitió todo el procedimiento con la segunda esfera. Selló la tapa y se puso de pie mientras un temblor le serpenteaba columna arriba. Hasta ahora todo iba bien.
Agarró un trapeador y lo colocó sobre la tapa, pensando que así la caja de embalaje no llamaría tanto la atención. Por otra parte, normalmente el trapeador reposaría en el piso como cualquier trapeador. Verlo apuntalado en lo alto en realidad podría llamar la atención de Abdullah. Yuri devolvió el trapeador al piso y se regañó por ser tan extremadamente cauteloso. Secándose el sudor de la frente, cerró la puerta del clóset y volvió a entrar al laboratorio. Transferiría las esferas a su maleta más tarde esa noche y las llevaría a Caracas al salir en la mañana.
Yuri permaneció con las manos colgándole sueltas a los costados, respirando profundamente, calmándose, y mirando las mesas delante de él. Los dos estuches de aluminio parecían tan armas nucleares como habían parecido quince minutos antes. Solamente un ojo adiestrado notaría las pequeñas variaciones. Así estaban las cosas. Él se había comprometido.
De pronto el estante a la izquierda de Yuri chirrió a lo largo del suelo, y él se asustó. ¿Abdullah? Saltó hacia las mesas y rápidamente examinó si había algún tornillo olvidado, un cerrojo suelto… cualquier cosa que pudiera alertar al árabe. Se pasó la manga por el rostro, y recogió un medidor de voltaje sin uso.
Abdullah entró frunciendo el ceño al laboratorio, la prominente mandíbula debajo de ojos negros refulgentes. El ceño fruncido que mostraba parecía decir: «¿Qué has estado haciendo, amigo mío?» Un escalofrío recorrió la cabeza de Yuri.
—¿Están concluidas? —preguntó Abdullah.
—Sí, señor —respondió Yuri, y luego carraspeó.
El árabe lo miró sin cambiar la expresión por algunos prolongados segundos y Yuri sintió que le sudaban las palmas. Abdullah dio un paso adelante.
—Muéstrame otra vez el procedimiento de detonación remota —ordenó, se dirigió a la mesa y miró por sobre el hombro del ruso—. Muéstrame todo de nuevo.
—Sí —contestó Yuri, confiando en que el hombre no le lograra sentir el leve temblor en los huesos—. Por supuesto, señor.