Capítulo diecisiete

Casius había salido de Nueva York bajo el nombre falso de Jason Mckormic y había llegado veintinueve horas más tarde a Georgetown, Guyana.

A no ser por una sencilla mochila negra, no cargaba nada. Había depositado cuatrocientos mil dólares en una caja de seguridad en Mail Boxes Etc. en la esquina de Washington y Elwood, a cinco kilómetros del aeropuerto en Nueva York. Otros trescientos mil dólares reposaban en los herméticos cinturones que le colgaban de la cintura y bajo un sofocante abrigo. Treinta y siete horas habían transcurrido desde que abandonara su auto en el lago, la mayor parte de ellas apretujado dentro de asientos junto a ventanillas a bordo de cuatro diferentes aviones de pasajeros.

El taxi amarillo que llamara en el aeropuerto se había detenido en la carretera de gravilla hacia el muelle. La mente le zumbaba como si permaneciera a treinta mil pies de altura.

Casius lanzó doscientos pesos sobre el asiento y se apeó. Dos barcos de carga estaban pegados al muelle a cien metros de distancia, cada uno cargado para salir hacia el puerto norteño de Tobago. Desde allí los cargamentos de frutas se venderían en una semana a lo largo de las Antillas Menores. El trayecto se haría en cualquiera de los dos barcos a tres kilómetros de la línea costera de Venezuela exactamente al norte de Guyana… en la frontera de Venezuela.

Un anciano con dientes negros torcidos lo miró perezosamente y de reojo. Casius asintió con la cabeza y sonrió con gentileza.

—Señor.

El hombre refunfuñó y se quedó mirándolo. La piel profundamente bronceada de Casius le favorecía en este ambiente, igual que sus pantalones color caqui. Pero la gente que atendía estos botes era descortés. Casius pasó una hora deambulando por el muelle, mezclándose y pasando por los barcos como si perteneciera al lugar.

Abordó el más grande de los barcos de carga en su tercera pasada, durante una discusión especialmente bulliciosa acerca de una carga desparramada de bananos, encontró una cabina desierta bajo cubierta que debido al desorden parecía haber sido usada para la desintoxicación de frecuentes borrachos, cerró la puerta, y se acostó debajo de la litera.

A media tarde el barco salió del puerto a toda máquina. Dos veces en la noche hombres intentaron abrir la puerta de la cabina. Dos veces se retiraron barboteando airadamente. Para la medianoche el barco pasaba por la frontera de Venezuela.

Casius miró por la ventanilla una lluvia sombría y torrencial. Enfocó la mirada a través del aguacero pero no logró ver el litoral. El pensamiento de nadar en medio de la oscuridad hizo que el estómago se le revolviera.

Quitó el pasador que aseguraba la ventanilla lateral y la empujó hacia fuera. Capas de barniz endurecido cedieron con un chasquido. La ventanilla osciló hacia el mar, haciendo entrar al instante ráfagas de húmedo aire marino por la abertura. Revisó una vez más el equipo que se había atado al desnudo cuerpo: los cinturones de dinero estaban fajados alrededor de la cintura y una muda de ropa estaba sellada en la bolsa negra. El abrigo, los pantalones color caqui, la camisa, y los zapatos que había usado en el vuelo saldrían por la ventanilla antes que él. No los necesitaba.

El hombre se paró sobre una silla, arrojó al viento el atado de ropas, y aligeró el cuerpo a través de la abertura, de cabeza, mirando las estrellas. Se empujó hacia fuera hasta quedar colgado solo de las pantorrillas. Dando una última mirada al mar, liberó de la ventanilla las piernas y se lanzó hacia atrás dentro de las heladas y oscuras aguas.

El agua le hizo ruido en los oídos y después solo oyó las agitadas hélices del barco. Oscuridad se cernió en el fondo debajo de él como espacio profundo, y visiones de tiburones le azotaron la mente. Dio zarpazos hacia la superficie y se sacudió la cabeza contra un repentino pánico. El barco se adentraba en medio de la noche, dejándolo a Casius en la espuma blanca de la estela de la nave. Él se dirigió hacia el occidente.

Nadó por dos horas. Tres veces distintas, cuando la lluvia amainó, se encontró nadando paralelo a la distante orilla y no hacia ella. Las olas eran altas, y molestosa la lluvia, pero la tierra se acercaba a paso firme y Casius nadó sin parar hacia ella. Cuando finalmente llegó a la playa sintió un bienvenido alivio.

Salió con dificultad del agua y se hundió en la arena a veinte metros del muro de selva. Árboles con largas lianas se elevaban a lo largo del perímetro, con sus amenazadoras ramas estirándose en la luz antes del amanecer. Se puso de pie, se ajustó los mojados cinturones de dinero, y se dirigió hacia el borde del sombrío bosque. Respiró hondo por las fosas nasales, escupió a la derecha, y se internó una vez más en la selva.

Si tenía razón, la CIA ya estaría esperándolo.

Sherry Blake observó al helicóptero girar hacia el cielo, lanzando ráfagas de viento en amplios círculos polvorientos. El cabello la azotó en el rostro, y la muchacha bajó la cabeza hasta que el aire se calmó. A la izquierda una pista de aterrizaje en la selva corría a lo largo del yermo suelo del valle, esculpida por una atípica naturaleza, no por manos humanas. El lugar era una elección natural para la base de la misión. De no haber sido por la plantación de los Richterson a treinta kilómetros al norte, el padre de Sherry habría escogido este lugar quince años atrás.

Cuando la joven levantó la mirada, el padre Petrus Teuwen sonreía de oreja a oreja y la miraba con cejas arqueadas. Al instante le cayó bien el hombre. Brillantes y blancos dientes le llenaban la boca como teclas de piano. El cabello negro le llegaba hasta el cuello clerical. Sherry dudó que el sacerdote hubiera visitado a un barbero en cuatro meses.

—Bienvenida otra vez a la selva —saludó él—. Con seguridad debes estar cansada.

Sherry dejó vagar la mirada por la línea de la selva a cien metros a lo lejos.

—Sí —contestó de manera distraída.

Los árboles se elevaban con lianas cubiertas de musgo ensartadas debajo del follaje. Verdes. Verde muy oscuro e intenso. Cuando amainó el ruido de las aspas del helicóptero, le llegaron los sonidos de la selva. Un entorno de chillidos interminables de cigarras y de loros frente a los cantos de más de una docena de bulliciosos ruidos. Las ramas de un imponente árbol se sacudieron. Sherry vio que un peludo mono aullador café asomaba la cabeza e investigaba la misión.

La escena le fluyó por la mente, haciéndole saltar el corazón a la garganta, y por un breve instante se preguntó si se encontraba en una de sus pesadillas, solo que en tres dimensiones.

—Vaya, esto hace revivir recuerdos —expresó Sherry, inclinándose para agarrar la maleta.

—Seguro que sí. Deja, permite que me encargue de eso.

Sherry lo siguió hacia una larga estructura que supuso era la casa de la misión, aunque le recordó más a un dormitorio. Un sencillo techo de lata cubría el edificio oscurecido con creosota.

—No voy muy hacia el norte, en realidad —explicó el sacerdote volviéndose hacia ella—. La mayor parte de mi trabajo está con los indios del sur. Tus padres trabajaban entre los yanomami al norte, me contó Helen. Oí lo que ocurrió. Lo siento mucho.

Sherry lo miró y vio que el hombre estaba apenado de veras. La joven sonrió. Los ruidos alrededor de ella aún le golpeaban los recuerdos, y por centésima vez desde que saliera del aeropuerto de Denver se preguntó si toda esta idea había sido mal guiada. ¿Qué podría hacer ella posiblemente en la selva? Ah, sí, la visión. Había venido a causa de la visión.

Pero la visión parecía a mil kilómetros de distancia; esto la impactó como un susurro absurdo apenas recordado. Mientras volaba sobre el interminable bosque en el helicóptero había decidido que saldría cuando el aparato regresara a la estación dentro de tres días. Le daría a este asunto del sueño un máximo de tres días. Y solo porque no le quedaba alternativa. Ella no podía salir muy bien de la cabina de mando, echar una mirada por la misión, y volverse a trepar, ¿verdad que no? Eso parecería ridículo. No, tendría que esperar hasta el próximo viaje.

—¿Y qué oyó, padre? —preguntó la recién llegada, tragando saliva y deseando que el corazón se le bajara de la garganta.

—Oí que criminales en drogas atacaron tu misión. Y si lo que los indios dicen es correcto, el valle aún está ocupado.

—¿Todavía? —cuestionó ella, sorprendida—. ¿Quiere usted decir que estas personas nunca fueron llevadas ante la justicia? ¡Me dijeron que sí lo habían hecho!

—El sitio no está necesariamente ocupado por la misma gente que destruyó el reducto de la misión, sino que mercaderes de drogas trabajan en la región. La ley no es precisamente rápida en la selva. Tampoco lo es el gobierno. La mitad de ellos están asociados con los señores de las drogas. Es una parte considerable de la economía. Imagino que la iglesia levantó algunas quejas al principio, pero los recuerdos pasan rápidamente. Algunas batallas son difícilmente dignas de combatirse.

Llegaron a la casa, y el padre giró hacia la puerta en el extremo derecho.

—Llegamos —dijo él entrando por delante de ella y dejando el equipaje en el cuarto—. Aquí es donde te quedarás. No es mucho, pero es lo único que tenemos, temo.

Sherry miró a través de la puerta y vio que el dormitorio contenía un catre sencillo y un baño.

—Está bien. Tal vez usted tenga algo de beber. Yo había olvidado lo caliente que es este lugar —opinó ella abanicándose la garganta con las manos.

—Desde luego. Sígueme.

Él la llevó a la puerta del medio, la cual se abría a una sala considerable y a una cocina más allá. El olor a queroseno le inundó las fosas nasales a Sherry. Igual que su casa ocho años atrás. Dios, ¿qué me estás haciendo? Se dejó caer en una silla y esperó a que el padre le llevara un vaso de limonada. Igual al vaso que se le había roto en la mano ocho años antes. Querido Dios.

Afuera chillaban cigarras de la tarde; sonaba como una misa de muertos. La muchacha le sonrió al sacerdote y dejó que el líquido helado le pasara a través de los labios.

—Gracias.

—De nada —contestó él sentándose frente a ella.

—Entonces, ¿quién le habló del ataque a nuestra misión? —preguntó ella cruzando las piernas.

Él se encogió de hombros.

—La junta misionera, creo… hace cinco años cuando vine por primera vez.

—¿Le mencionaron la plantación al lado de la misión?

Él asintió con la cabeza, suavizando ahora la sonrisa de tal modo que ella apenas le veía los dientes blancos.

—Dijeron que lo más probable es que los bandidos estuvieron tras los campos allí. Según entiendo, la misión simplemente se encontraba en el camino —explicó él y echó un vistazo por la ventana con una mirada distante—. Por lo que han dicho los indios, creo que eso debe ser así. Esa gente quería la plantación para sus drogas, y con esta se apoderaron de la misión. Sea como sea, eso es lo que ocurrió desde la perspectiva humana. Es difícil saber lo que Dios tenía en mente.

—¿Y qué ha oído decir de los dueños de la plantación? —inquirió la muchacha, sintiendo el sudor que le bajaba por la blusa—. Los Richterson.

—Los asesinaron —informó él, y la miró—. Hasta donde me contaron, ninguno sobrevivió. Es más, solo supe por Helen de tu supervivencia, hace varios años. Conocí al esposo de Helen. Él estuvo con algunos soldados que vinieron a nuestra aldea en la Segunda Guerra Mundial. El caudillo del hombre mató a una niña que yo conocía muy bien. Nadia. Tal vez Helen te haya hablado de Nadia.

—Sí, me ha contado la historia.

—Yo estaba allí —dijo el padre—. Nadia era mi amiga.

—Lo siento.

Helen le había pedido a la joven que leyera el libro que su esposo escribiera acerca del episodio, pero nunca lo había hecho.

—¿Así que los indios le dijeron que Shannon resultó muerto? —indagó ella—. ¿Vieron el cadáver?

—La mayor parte de lo que he oído son rumores. Sin embargo, hasta donde sé, sí —dedujo el sacerdote sonriendo con gesto de disculpa—. Pero estoy seguro que no debo decirte eso. De nuevo te expreso que estoy terriblemente apenado.

—Está bien, padre. He aceptado la muerte de mis padres.

—Entonces si no te importa que pregunte, Sherry —expresó el padre Teuwen mirándola detenidamente—. ¿Por qué has venido a la selva después de estos años?

Sherry bajó la mirada al suelo. El sonido de un perro ladrando se filtró por las delgadas paredes. Entonces el animal lanzó ladridos agudos como si le hubieran arrojado una piedra o tal vez lo amenazaran con la mano.

—Podría parecer extraño, pero en realidad Helen me convenció de que debía venir; ya que Dios me llamó —asintió ella, pensando al respecto—. Sí, porque Dios me llamó.

Sherry levantó la mirada hacia el hombre y vio que este había arqueado las cejas… no podía afirmar si por ansiedad o por duda.

—¿Cree usted que Dios habla, padre?

—Por supuesto que Dios habla —respondió él levantando un dedo e irguiendo el oído—. ¿Oyes eso? Ese es Dios hablando ahora.

—¿Pero cree que él habla específicamente a personas hoy día? —preguntó ella sonriendo y asintiendo.

—Sí. Lo creo. He visto demasiado de lo sobrenatural aquí —declaró, e hizo una seña hacia fuera—, para dudar que él nos revolotea todos los días. Estoy seguro que Dios habla de vez en cuando al oído dispuesto.

Ella asintió con aprobación. Él era un hombre sabio, concluyó.

—Bueno, me parece muy extraño, le puedo asegurar. No solo que me están acribillando recuerdos que francamente me aterran por completo, sino que se supone que debo encontrar respuestas en medio de todos esos recuerdos —reconoció la visitante y meneó la cabeza—. No me siento muy espiritual, padre.

—Y si te sintieras muy espiritual, querida mía, podría preocuparme por ti. No es tu deber sentirte predispuesta a algún mensaje claro. Piensa en ti como una vasija. Una taza. No trates de imaginar lo que el Maestro verterá en ti antes de que lo haga. Solo ora porque sea el Maestro quien vierta. Luego ten la disposición de aceptar cualquier mensaje con que él desee llenarte. El oficio de él es llenarte. Tú simplemente recibes.

Las palabras le llegaron como miel y ella se encontró deseando más. Descruzó las piernas y cambió de posición en la silla.

—Usted tiene razón —expresó Sherry, y alejó la mirada—. Eso tiene mucho sentido. Dios sabe que ahora necesito que las cosas tengan sentido.

—Sí. Bueno, eso es tanto bueno como malo. Si tu vida tiene demasiado sentido para ti te podrías olvidar totalmente de Dios. Este es el pecado más prolífico del ser humano: estar lleno de sí mismo. Pero el tormento que has recibido te ha suavizado, como una esponja para las palabras de Dios. Esa es tu más grande bendición.

—¿Es una bendición sufrir? He sufrido muchísimo.

—Sí, puedo ver eso. A Cristo le preguntaron una vez por qué un hombre ciego había nacido ciego. ¿Sabes cómo respondió? Dijo que el hombre había nacido ciego para que un día Dios se glorificara por medio de eso. Nosotros solo vemos la terrible tragedia; él ve más. Él ve la gloria final —formuló el sacerdote y dejó que la idea se asentara un poco, pero ella no estaba segura cómo se podría asentar—. Cuando hayas concluido, Sherry, verás que muchos fueron afectados para bien a causa de tu sufrimiento. Y debido a la muerte de tus padres. Estoy seguro de eso.

Ahora las palabras le bañaban el pecho con calidez y la joven sintió que el corazón se le avivaba. De alguna manera supo que una cantidad de verdad acababa de entrarle a la mente.

Bajó la mirada, esperando que él no hubiera visto la humedad en los ojos.

—Sherry —continuó él—. Sherry Blake. Yo creía que tu apellido era Vandervan.

—Así era.

—¿Y lo cambiaste?

Ella asintió con la cabeza.

Él esperó un momento, observándola con esos ojos afables.

—Creo que cuando esto haya acabado, Sherry, habrás aceptado tu pasado. Cada parte de este. Has hecho lo correcto al venir aquí. Una parte de la historia reposa sobre tus hombros.

Ninguno de los dos habló por algunos prolongados minutos. Parecía absurdo. ¿Qué podría este rincón perdido de la selva tener que ver con la historia? Sherry sorbió su limonada sin mirar directamente al sacerdote, y él la analizó. Luego el hombre sonrió y palmoteó, haciéndola sobresaltar.

—Bueno jovencita, se está haciendo tarde y estoy seguro que tienes mucho en qué pensar. Debo preparar algo de cenar. Siéntete libre para descansar o andar por la estación… cualquier cosa que se te antoje. Cenaremos en una hora.

El clérigo se volvió hacia la cocina y se arremangó las mangas.

Sí, a ella le gustaba mucho el padre, pensó.