Viernes
La buena noticia era que esa noche Sherry durmió profundamente y por bastante tiempo.
La mala noticia era que su sueño fue inundado con un grito vacío que solo pudo haberse formado en el mismísimo infierno.
Se doblaba sobre la arenosa playa, la garganta en carne viva y gimiendo.
¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios, sálvame! ¡Oh!
Se estaba quedando sin aliento, llena de pánico, y sin poder dejar de gritar. Agonizaba… una muerte lenta causada por el ácido que le chisporroteaba en la piel. El dolor le ardía furiosamente por los huesos, como si estos se acabaran de abrir y dentro de ellos hubieran vertido plomo derretido. Por todos lados alrededor de ella las personas gritaban y caían sobre la arena, en osamentas.
Sherry se irguió en la cama, todavía gritando; su voz resonó en la habitación, y se puso una mano sobre la boca. Respiraba con dificultad a través de las fosas nasales, los ojos desorbitados en la cama empapada.
No estaba muerta.
La visión había vuelto. Más fuerte esta vez. Mucho más fuerte.
«Oh, Dios —susurró—. Oh, Dios, esto es peor que el cajón… Por favor…»
¡Helen!
Sherry no se molestó en cepillarse los dientes ni en vestirse. Se puso la bata de baño y corrió hacia el auto.
Helen contestó al segundo toque, como si hubiera estado esperando.
—Hola, Tanya.
Sherry entró, aún temblando.
—Te ves un poco desaliñada, cariño —comentó Helen; miró por sobre la joven y luego entró a la sala—. Pasa, entonces. Cuéntame otra vez.
Ella entró y se sentó.
—No te gustó la bilis, por lo que veo —bromeó Helen.
¿La bilis?
Helen debió haberle visto la expresión.
—El estómago del gran pez. Jonás. El ácido.
—La bilis —manifestó Sherry, inclinando la cabeza y empezando a llorar.
—Lo siento, cariño mío —expresó Helen tiernamente—. De veras, lo siento. Debe ser muy doloroso. Pero te puedo asegurar que no terminará. No hasta que vayas.
—¡No quiero esto! —exclamó Sherry.
—No. Pero todavía no estás sudando sangre, por tanto supongo que estás muy bien.
La muchacha la miró a través de la borrosa visión, sin tener idea de lo que la mujer quería decir.
—No puedo pasar otra noche como esa, abuela. Es decir… en verdad no creo que pueda. Desde el punto de vista físico.
—Precisamente.
—¡Esto es demencial!
—Así es.
Sherry volvió a inclinar la cabeza y a sacudirla. Helen comenzó a susurrar un antiguo himno y después de un rato este había surtido efecto en la joven.
Secándose los ojos, levantó la cabeza y analizó a la anciana.
—Está bien. Así que según tú, Dios me ha elegido para algún… algún designio. Tengo que volver a la selva. Y si no lo hago, él me atormentará con estos… estos…
—Más o menos, sí. Dudo que sea él quien te esté atormentando, pero no lo está impidiendo. Parece que lo has necesitado.
—¿Tienes alguna idea de lo absolutamente ridículo que parece todo esto?
—En realidad no, para nada —contestó Helen después de mirarla por algunos segundos—. Pero he pasado mi parte.
—Sí —respondió Sherry mientras la mente le flotaba ante la idea de volver a su pasado—. Y no veo cómo eso podría ser posible.
—¿Por qué no?
—Para empezar, ¡el lugar estaba plagado de soldados! Quién sabe qué haya allá ahora.
—El padre Petrus Teuwen está allá. Petrus —expuso Helen asintiendo—. No donde estaban tus padres, pero está en Venezuela, en una base misionera más al sur, creo. Mi esposo lo conoció bien cuando era niño. Ayer hablé con él. Es un hombre excepcional, Tanya. Y te recibirá muy bien.
—¿Hablaste con él? —preguntó Sherry mientras un zumbidito le estallaba entre los oídos—. ¿Sabe él acerca de esto?
—Sabe algunas cosas. Y conoció a tus padres.
—¿Así que estás sugiriendo de veras que recoja algunas cosas y vaya allá? —inquirió la joven con incredulidad.
—Creí haber dicho eso ayer. ¿No estabas escuchando?
—¿Por cuánto tiempo?
—Hasta que hayas tenido suficiente. Una semana, un día, un mes —enumeró Helen.
—¿Agarrar sencillamente y volar hacia el sur por un día? Solo para llegar allá se necesita todo un día.
¿Hablaba la mujer en serio? ¡Por supuesto que sí! Tal vez Dios la estaba llamando como llamara a sus padres casi veinte años atrás.
Pero la ironía del pensamiento. Helen tenía razón. Sherry había pasado ocho años huyendo del pasado, y ahora la abuela le estaba sugiriendo simplemente que diera un paso atrás. Como si fuera alguna clase de caseta en una feria a la que pudiera entrar y salir a voluntad. Pero no se trataba de ninguna caseta… era la casa de los horrores, y la tapa estuvo cerrada la última vez que ella estuviera allí.
Pero entonces eso le ocurrió a Tanya Vandervan. Ella era Sherry Blake. De pronto le pareció absurdo el cambio de identidad. Santo cielo, su mente no lograba ver cómo le lucían el cabello o los ojos. La mente estaba en el lado equivocado de la cabeza, donde las visiones y pesadillas deambulaban en la noche.
El silencio se estaba prolongando demasiado.
—Estás libre para ir ahora que saliste del hospital —comentó Helen—. ¿Crees que esto sea por casualidad? Piensa en eso, Sherry.
Ella lo hizo. Pensó al respecto, y sintió extrañamente cálido el pensamiento de que regresar podría darle justificación para la licencia autorizada del hospital.
—¿Así que sencillamente compro un boleto y me le aparezco a la puerta al padre Teuwen?
—En realidad, deberé tener noticias de él, pero básicamente, sí.
Sherry se sentó por un largo período e intentó pensar en este llamado de Dios. Pero mientras más pensaba al respecto, más demente le parecía la situación.
Pasó casi todo el día con Helen, quien se dedicó a hacer algunas llamadas telefónicas. En general Sherry permaneció en el sofá grande, llorando, haciendo preguntas y acogiendo lenta, pero muy lentamente, la idea de que estaba ocurriendo algo muy, pero muy, extraño. Dios tenía sus propósitos, y de alguna manera a ella la habían empujado en medio de todos ellos.
David Lunow estaba en la oficina del director con las piernas cruzadas y las palmas húmedas. Lo habían traído para discutir el asunto de Casius, de eso estaba seguro. El enorme escritorio en que se hallaba Friberg estaba hecho de una madera que le recordaba el roble. Por supuesto, no podía ser de roble… el roble era demasiado barato. Tal vez alguna madera importada de uno de los países árabes. Frente al escritorio había dos sillas con espaldar largo. Mark Ingersol ocupaba una, David la otra. No podía recordar haber pasado tanto tiempo con el jefe máximo.
Friberg dejó el teléfono en la base y los miró sin expresión. Se paró y fue hasta la elevada ventana detrás del escritorio.
—¿Ningún mensaje? —preguntó.
—No —contestó Ingersol.
—Entonces nos movemos. Rápido —ordenó Friberg, mirándolos; los músculos de la mandíbula se le relajaron—. Bajo ninguna circunstancia podemos permitir que este hombre viva.
David parpadeó.
—Señor, no estoy seguro de entender por qué él representa tal amenaza. Se fue por cuenta propia, y comprendo tu frustración con la porfiada actitud de él, pero…
—Cállate, Lunow —advirtió Friberg quedamente—. La única razón de que estés sentado donde estás ahora es porque conoces al hombre mejor que nadie más. Jugaste un papel importante en su salida y ahora jugarás un papel importante en su eliminación. No estás aquí para expresar tus reservas.
El cuello de David se acaloró. La advertencia que Casius le manifestara por teléfono le resonó en la mente.
—Desde luego, señor. Pero sin saber más, no estoy seguro de poder ser eficaz. Parece que él sabe más que yo con relación a lo que está pasando.
—Él está tras Jamal —informó Friberg—. Y llegará a Jamal a través de Abdullah Amir. Eso es todo lo que él sabe y es todo lo que necesitas saber.
—No estoy seguro de que eso sea todo lo que él sepa. Al menos sospecha más.
—Entonces tenemos aun más motivos para eliminarlo.
David se quedó ahora en silencio. Se había metido en dificultades, eso ahora estaba mucho más claro.
—Tal vez ayudaría si supiéramos lo que te preocupa —opinó Ingersol—. Al igual que David, me encuentro aquí en la oscuridad. Casius se ha convertido en un problema, pero estoy seguro de que ninguno de nosotros comprende hasta qué grado.
Friberg volvió a mirar hacia la ventana y se inclinó sobre la cornisa. Habló hacia el césped.
—No tengo que decirles que esto es algo que solo «amerite saberse». Y en cuanto a mí, ustedes son los únicos dos que necesitan saber.
El director se pasó la mano por la cabeza calva.
—Sin querer, Casius se ha topado por casualidad con una operación en la que estuvimos involucrados hace ocho años —notificó, y se volvió hacia ellos—. Sabemos acerca de Abdullah Amir. Sabemos respecto del reducto del hombre, y lo suficiente para decir que no podemos permitir que Casius comprometa nuestra posición en Venezuela porque tiene la atolondrada idea de que Jamal está implicado.
—¿Tenemos una operación en que participa Abdullah Amir? —preguntó Ingersol cambiando de posición en la silla.
—Fue antes de tu tiempo, pero sí. Dejémoslo así. No podemos permitir bajo ninguna circunstancia que Casius llegue a ese reducto. ¿Estoy siendo claro? Iremos tras él cueste lo que cueste.
David se quedó anonadado en el asiento. No estaba seguro de que ellos supieran qué era meterse con Casius. Él nunca había conocido a un hombre más peligroso. Este había nacido para matar.
—No estoy seguro de que ir tras él sea la mejor opción, señor.
—¿Debido a qué?
—Él podría hacer más daño defensivamente de lo que haría de otro modo.
—Es un riesgo que todos debemos tomar. Este hombre tuyo podrá ser bueno, pero no es Dios. Y ahora que sacas a relucir nuestras posibilidades de tratar con él limpiamente necesito tus recomendaciones para traerlo.
David hizo caso omiso del comentario y consideró la petición.
—No estoy seguro de que lo puedas traer, señor. Al menos no vivo —expresó, y levantó la mirada hacia Ingersol—. Y sin duda no hay ningún operativo que yo conozca que pudiera matar fácilmente al hombre.
—Eso es ridículo —opinó Ingersol—. Ningún hombre es así de bueno.
—Puedes tratar —continuó David—. Pero mejor llevas contigo la caballería, porque no hay manera de que un solo hombre tenga alguna posibilidad contra Casius en el propio terreno de este.
Ingersol se volvió hacia Friberg.
—Ya he alertado a todos nuestros agentes al sur de la frontera. Tenemos ojos en toda ciudad importante en la región. ¿No podríamos insertar dos o tres equipos de francotiradores?
—Podrías, pero dudo de que él alguna vez los dejaría intentar —contestó David—. Tienes que recordar que el tipo se crió en la región. Conoce la selva allá. Su padre fue adiestrador en terreno selvático, él mismo era francotirador. Créeme, Casius sería muchísimo mejor que su padre.
David movió la cabeza de un lado al otro.
—Sigo pensando que ir tras él sería una equivocación —continuó—. Ustedes tendrían una mejor oportunidad agarrándolo una vez que vuelva a emerger.
—No. Ya esperamos una vez; ¡no volveremos a hacerlo! —exclamó Friberg con el rostro rojo—. ¡Quiero muerto a Casius! No me importa qué tengamos que enviar tras él; lo enviaremos todo. Quiero algunas opciones estratégicas para traerlo aquí, no estas tonterías acerca de francotiradores. Simplemente díganme cómo podemos capturar a este tipo y déjenme que yo me preocupe de la ejecución.
—¿Qué tal enviar tropas, David? —preguntó Ingersol en tono bajo—. Si no crees que francotiradores lo puedan alcanzar… ¿qué acerca de aislarlo por completo?
—¿Tropas? ¿Desde cuándo la CIA manda tropas? —cuestionó David, y al instante se arrepintió de haberlo hecho.
El ojo izquierdo de Ingersol se le contrajo por debajo del nacimiento del cabello peinado hacia atrás, como si dijera: Basta ya, David. Simplemente contesta la pregunta.
—Sí, suponiendo que pudieras conseguir tropas, tendrían que ser fuerzas especiales. Entrenadas en selva y con experiencia en combate. Las insertas en un perímetro alrededor de esta plantación a la que supuestamente Casius se dirige y tal vez tengas suerte con él.
—Podemos hacer eso —estableció categóricamente Friberg—. ¿Cuántos crees que se necesitarán?
—Quizás tres equipos —contestó él con nerviosismo—. Siempre y cuando estén entrenados en selva. Creo que él tendría dificultades para sortear a tres equipos de soldados de comando. Pero no será fácil.
Una nueva luz de esperanza pareció haberse encendido detrás de los ojos de Friberg.
—Bien. Quiero sobre mi escritorio detalles específicos en tres horas. Eso es todo.
Ingersol y David tardaron un momento en comprender que se les había dicho que salieran. David se quedó con palabras zumbándole en la cabeza. No eran palabras de Friberg; eran las palabras expresadas por Casius un día antes y le estaban sugiriendo que se fuera por un tiempo.
Lejos.