Capítulo doce

Miércoles

Los ojos de Sherry se abrieron de sopetón, y se sobresaltó, el corazón le palpitaba fuertemente en la tranquila mañana. Las sábanas sobre ella estaban empapadas de sudor.

Por unos interminables segundos el mundo pareció haberse congelado, y ella no estaba segura cómo hacer que las cosas volvieran a moverse. La mitad de su mente aún estaba allá atrás, en la selva, donde acababa de morir.

«¡Marisa!»

Sherry se quitó las cobijas encima de las piernas y las hizo caer al suelo.

«¡Marisa!»

El apartamento resonó vacío. Marisa ya se había ido a la universidad. El reloj analógico junto a la cama mostraba las 8:15, pero se sentía como medianoche, y con toda sinceridad Sherry no estaba segura de haber despertado aún.

Pánico se le apiñó alrededor de la mente. Se había enfrentado con… ¿qué? ¿Qué acababa de ver?

«Amado Dios…»

La oración sonó como un gemido. Sherry salió corriendo hacia la cocina y se lanzó agua en el rostro.

«Oh, Dios…»

Había estado otra vez en la caja. La verdad es que había vuelto allá después de ocho años de pesadillas. Y los dedos le temblaban con la asombrosa realidad de ello.

Helen.

Sherry se estremeció y contuvo el aliento. Sí, ¡desde luego! ¡Debía hablar con Helen!

Caminó por la cocina.

«Está bien… Está bien, tranquila».

Empuñó los temblorosos dedos y respiró de manera deliberada.

«Estás despierta. Este no es un sueño. Es de mañana».

No, este no era un sueño, pero tampoco lo era lo que acababa de ver. No fue un sueño. No estaba segura de qué fue, pero fue real. Tan real como nada que hubiera experimentado alguna vez. Tan real como el cajón.

Sherry corrió hacia la habitación y se puso un par de jeans. Helen sabría, ¿verdad que sí? Ella había tenido visiones. Querido Dios, ¿qué me estás haciendo?

Solo cuando estacionó el Mustang en esa conocida entrada antigua frente a la casa de dos pisos de Helen pensó en llamar primero.

Fue hasta la puerta principal y tocó el timbre.

Nadie contestó. Volvió a tocar. Sherry estaba a punto de golpear la puerta cuando esta se abrió. Helen estaba de pie apoyada en un bastón, con el vestido amarillo bamboleándosele en las rodillas.

—Vaya, vaya, hablando del rey de Roma —comentó Helen.

—Hola, abuela.

—Finalmente decidiste venir.

—Lo siento. Sé que ha pasado un buen tiempo. Pero…

—Tonterías. Siempre es el momento.

—Tengo que hablar contigo —comunicó Sherry pestañeando.

—Por supuesto que sí. Ven, ven.

Helen retrocedió arrastrando los pies y Sherry entró. La casa olía a gardenias y a las rosas blancas que según la abuela vinieron de Bosnia.

La muchacha siguió a la anciana hacia la sala. Helen la había acogido y amado como a una hija. Pero al principio ella no había estado lista para el amor.

—¿Té?

—No, gracias.

—¿Sabes por qué a veces te amedrento, Tanya?

—¿Amedrentarme? No me amedrentas —objetó Sherry, sentándose y observando a Helen reacomodarse en su mecedora exageradamente rellena—. Y es Sherry, ¿recuerdas? Fue bastante difícil cambiarme una vez de nombre; no tengo intención de volver a hacerlo.

—Sí, Sherry. Perdóname.

Helen levantó su propio vaso de té helado y sorbió. Lo bajó y miró a Sherry a los ojos. Lentamente se le hizo un nudo en la garganta. Así sucedía con Helen. Ni siquiera le había dicho lo que le había venido a decir, y Sherry ya estaba sintiendo la importancia de su presencia.

—No nos engañemos. Sí te atemorizo a veces. Pero si yo estuviera en tu lugar también podría amedrentarme.

—¿Qué lugar es ese?

—Estás huyendo. Huí una vez, ¿sabes? Cuando tenía más o menos tu edad. Fue una experiencia aterradora.

—No creo que yo esté huyendo. Quizás no sea tan espiritual como tú, abuela, pero amo a Dios y entiendo que él tiene sus caminos.

—No, estás huyendo —objetó Helen—. Has estado huyendo desde que tu padre y tu madre murieron. Pero ahora ha sucedido algo y estás pensado el doble acerca de salir corriendo.

Sherry la miró. Era como hablarle a un espejo… no había manera de engañar a la mujer. Sonrió de repente sin saber qué decir.

—Te he estado esperando —informó Helen—. No es frecuente que Dios nos dé visiones, y cuando lo hace significan algo.

—¿Sabes de mi sueño? —preguntó Sherry sorprendida.

—Así que has tenido una visión.

—Siempre sueño —expresó Sherry inclinándose hacia adelante, emocionada ahora—. Imagino que las llamarías pesadillas. Pero ahora en las dos últimas noches…

—Cuéntame tu visión —pidió Helen.

—¿Decirte lo que vi? —inquirió Sherry pestañeando.

—Sí, cariño. Cuéntame. He estado esperando este momento por mucho tiempo, y en realidad ya no quiero esperar más. Has sido escogida para esto y yo he sido escogida para oírlo. Así que por favor, cuéntame.

¿Qué ha esperado este momento por mucho tiempo? Sherry apartó la mirada y se acomodó en la silla, viendo en el ojo de la mente la visión como si acabara de ocurrir. Un temblor se le apoderó de los huesos, y cerró los ojos.

—Me quedé dormida, pero luego estaba bien despierta, en otro mundo tan radiante como el día. Exactamente como sucedió en el compartimiento. La primera visión que tuve fue hace dos noches. Vi a Shannon…

—Así que él está vivo.

—No. No lo creo. No vine por eso, sino por la segunda visión. La de anoche.

La joven pensó muy brevemente en la búsqueda de Shannon que ella y Marisa habían efectuado ayer. Marisa había identificado a Enlace Internacional para Personas Perdidas como punto de inicio a fin de hallar registros sobre las muertes de los Richterson. La agencia las había enviado a una búsqueda sin sentido que terminó tres horas después, en el teléfono con una funcionaria de relaciones públicas llamada Sally Blitchner. Sherry supo por primera vez que sí había un archivo de los Richterson en Venezuela. Entonces le dieron un número de un individuo en Dinamarca.

El hombre tenía un fuerte acento. Sí, desde luego que conoció a los Richterson, había anunciado en la línea. Después de todo, él era un Richterson. El anciano de ochenta años afirmó que su sobrino se había ido a los Estados Unidos veinte años atrás con su esposa y su hijo, Shannon. Luego el sobrino había decidido que Estados Unidos ya no era un país libre y se había internado en las selvas de Venezuela, para cultivar café. Sí, eso había sido trágico, ¿verdad? En primer lugar ellos no debieron haberse ido, opinó el hombre. Y no, él no había oído de ningún pariente vivo. Todos habían muerto. No hubo sobrevivientes.

La mente de la joven acogió las palabras con carácter definitivo. No hubo sobrevivientes. Por tanto, Shannon no había sobrevivido. Ella había sabido eso todo el tiempo y sin embargo la burbuja de esperanza le había estallado y el corazón se le había ido al estómago.

—Sherry…

La chica abrió los ojos y vio a Helen descansando, la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos mirando al techo. Sherry respiró hondo y dejó que la visión le inundara la mente.

—Fue lo que sucedió anoche lo que… me asustó. No es como el verdadero sueño, aunque estoy dormida. Estoy en una larga playa blanca entre los elevados árboles y las aguas azules del océano —explicó ella, sintiendo que la presión del pánico le subía por la garganta ante la vívida imagen, entonces cerró los ojos—. Sencillamente soy yo, de pie en esta larga y amplia playa blanca.

Dejó de hablar.

—Continúa, por favor —la animó Helen.

—Puedo sentir realmente la arena con las manos —siguió Sherry, levantando la mano derecha y friccionándose los dedos—. Podría jurar que me hallaba realmente allí, oliendo la brisa salobre, oyendo chillidos de gaviotas en lo alto y olas salpicando cada pocos segundos. Fue increíble. Entonces vi a este hombre caminando hacia mí, sobre el agua. Sobre el agua, como si fuera Jesús en esa historia única. Solo que sé que él no es Jesús porque está vestido de negro, con cabello negro azabache hasta los hombros. Y los ojos centelleándole de rojo.

Sherry respiraba ahora a plena conciencia, sintiendo que se le aceleraba el pulso.

«Corro detrás de una palmera de hojas extendidas, temblando. Sé que tiemblo porque al agarrar la palma se mueven las hojas, y tengo miedo que el hombre logre ver el cocotero moviéndose en la playa. Desde luego, eso es ridículo porque todos los árboles están bamboleándose en la brisa».

Helen permaneció en silencio y Sherry continuó.

«Así que veo al hombre caminar hacia la playa, aproximadamente a cincuenta metros de mi árbol, y empieza a cavar con las manos un hoyo en la arena, como un perro enterrando un hueso. Lo observo lanzando esa arena entre las piernas, preguntándome por qué cavaría de ese modo un hombre que puede caminar sobre agua. Entonces oigo niños riendo, y pienso: Sí, así es como niños cavarían un hoyo. Pero tan pronto como lo pienso, niños reales, no solo sus risas, corren por la playa. Ni siquiera puedo decirte de dónde salen, sino que de pronto están en todas partes… y luego adultos también, miles de ellos abarrotando esa arena blanca, lanzando pelotas, hablando, riendo».

»Pero el hombre aún está allí, en medio de todas estas personas, cavando ese hoyo. Ellos no lo ven. Y si él los ve, no muestra ninguna señal de eso. Entonces el individuo deja caer un objeto, como un coco, dentro del hoyo; lo cubre con arena y se marcha inesperadamente de la playa, sobre el agua, y por sobre el horizonte».

La joven continuó rápidamente, consciente de que ahora el corazón le resonaba con fuerza en los oídos.

«Al principio no pasa nada más. Las personas allí corren por la arena, exactamente sobre ese lugar. Pero entonces de pronto una planta brota con fuerza de la arena. En realidad logro verla crecer. Simplemente crece y las personas siguen caminando por allí como si esto sucediera todos los días. Caminan alrededor, y por eso sé que deben ver la planta, o de lo contrario la pisarían, ¿correcto?»

Sherry hizo una pausa, sin esperar realmente que Helen contestara.

Sintió que tenía retorcidos los labios, y pensó que ahora mismo la mayoría de personas en la posición de Helen limitaría el diagnóstico a esquizofrenia.

Los dedos le estaban temblando, y los empuñó.

«Crece como un champiñón. Un hongo gigantesco que sigue creciendo. Y mientras lo hace, yo caigo de rodillas. Recuerdo eso porque una afilada concha de molusco se me clava en la rodilla derecha. El hongo se eleva sobre toda la playa, como una sombrilla gigante que bloquea el sol».

La muchacha tragó grueso.

«Luego llueve. Grandes gotas de llameante líquido, como un ácido que se esparce allí donde cae, lloviendo en torrentes desde el hongo encima de nosotros…» La voz de la joven titubeó un poco. Cruzó las manos y se esforzó por parecer mentalmente sana.

«Las gotas… derriten… derriten todo lo que tocan. Las personas aterradas intentan salir de la playa, pero no pueden. Solo… solo corren en círculos siendo atacadas por estas grandes gotas… gotas de ácido que les derriten la carne. Es la más horrible de las escenas. ¿Sabes? Les grito a las personas que salgan de la playa, pero no creo que me puedan oír. Solo corren en medio de la lluvia y luego caen en un montón de huesos».

Sherry cerró los ojos.

«Entonces veo que el ácido está sobre mi piel…»

La garganta se le agarrotó por unos cuantos segundos.

—Empiezo a gritar…

—¿Y es ese el fin? —preguntó Helen.

—Entonces oigo una voz alrededor de mí. Encuéntralo —continuó Sherry carraspeando debido al nudo en la garganta—. Eso es lo que creo que oí. Encuéntralo.

Se quedaron en silencio por unos segundos, cuando Sherry oyó un chirrido. Abrió los ojos para ver a Helen poniéndose de pie lentamente e ir con dificultad hacia la ventana.

La anciana miró hacia afuera por algún tiempo. Cuando finalmente habló, lo hizo sin volverse.

—¿Sabes, Sherry? A menudo miro por esta ventana y veo un mundo común y corriente —declaró, y la chica le siguió la mirada—. Árboles comunes, césped ordinario, cielo azul común y corriente, a veces nieve, que viene y se va, que apenas cambia de año en año. Y sin embargo, aunque la mayoría no la ven, quienes tenemos un poco de percepción sabemos que una fuerza extraordinaria empezó todo esto. Sabemos que incluso ahora esa misma fuerza llena el espacio que no podemos ver. Pero en ocasiones, de vez en cuando, se le permite a una persona común y corriente ver esa fuerza extraordinaria.

Helen se volvió ahora hacia la muchacha, sonriendo.

—Yo soy una de esas personas, Sherry. He visto más allá. Y ahora sé que tú también lo has hecho.

—No soy profetisa —objetó Sherry levantándose.

—Asombroso, ¿no es verdad? Tampoco lo fue Rajab, en el Antiguo Testamento. Es más, ella era prostituta… escogida por Dios para salvar a los espías israelitas. ¿O qué de la burra que le habló a Balán? No siempre podemos comprender por qué Dios escoge las vasijas que escoge. Él sabe que eso no tiene sentido para mí. Pero cuando escoge una vasija, más nos vale que escuchemos el mensaje. Él quiere que regreses, querida.

—¿Regresar? —objetó Sherry meneando la cabeza—. ¿A Venezuela?

Helen asintió.

—¡No puedo volver! —exclamó Sherry—. No quiero ser vasija. No deseo tener estas visiones o lo que sean. ¡Ni siquiera estoy segura de creer en visiones!

Helen volvió a su silla y se sentó sin responder.

—¿Qué te hace pensar aun que es eso de lo que se trata? —inquirió Sherry.

—Tengo esta intuición a la que he aprendido a no hacerle caso omiso.

—Finalmente, en lo que recuerdo, logro dormir por primera vez —explicó Sherry—. Mi único deseo es que las cosas sean normales.

—Pero estás huyendo. Tienes que ir.

—¡No estoy huyendo! ¡Eso es ridículo! ¡Quiero dormir, no huir!

—Entonces duerme, Tanya —desafió Helen con una leve sonrisa—. Duerme y ve qué pasa. Pero yo también he visto algunas cosas, y no me importa decirte que esto está mucho más allá de ti o de mí, querida. Comenzó mucho antes de que quedaras atrapada en una caja. Fuiste elegida antes de que tus padres fueran allá.

—¡No estoy interesada en ser elegida!

—Tampoco Jonás lo estaba. Pero en cierto instante deberás concordar con esto, Tanya.

Sherry tragó saliva. De repente le saltaron a la mente las palabras que había pronunciado en el cajón ocho años atrás: Haré cualquier cosa.

—Soy Sherry, no Tanya —expresó—. ¡Y lo que estás diciendo es insensato! ¡No puedo volver a la selva!

Venir aquí había sido una equivocación. La joven quiso salir entonces. Huir.

—Este asunto te ha estado consumiendo. Dormir no te tranquilizará el estómago. La bilis no le sienta bien a la condición humana. De todos modos, si puedes soportarlo, duerme para siempre. Pero si fuera yo, iría.