Capítulo once

Las veinticuatro horas que el director Friberg le había dado a Casius para entregar sus hallazgos fueron y vinieron. Casius solo se fue. Ese era el problema. Pero entonces en realidad no un problema tan extraordinario… no con Casius.

David Lunow se hallaba frente a Mark Ingersol, mirando por la ventana ahumada al complejo de la CIA, súbitamente deseando haber traído el auto en vez de venir en bicicleta. Un amenazador y oscuro cielo presagiaba lluvia sobre las colinas de Virginia, ocultando el horizonte. Ingersol estaba imperturbable con el cabello abrillantado y el ceño fruncido. De pronto se abrió la puerta y entró Friberg. No se molestó en disculparse por hacerlos esperar. Se dirigió con toda calma a la cabecera de la mesa, se sentó cautelosamente, y se bajó las mangas, una a la vez.

—Así que tenemos un problema, por lo que veo —manifestó y luego levantó la mirada hacia David.

—Así parece.

Friberg miró la carpeta del asesino que se hallaba frente a Ingersol.

—¿Sugerencias?

—Tal vez él sobrepasó la utilidad que tenía —contestó Ingersol.

—Señor, si puedo manifestar —terció David—, Casius es el empleado más activo que tenemos.

Activo no es sinónimo de útil, David. Un empleado solo es útil si puede seguir instrucciones sencillas. Parece que tu hombre tiene problemas con eso. Está fuera de control. Tal vez sea hora de descartarlo.

Un escalofrío se le clavó a David en la base de la cabeza. ¿Descartarlo? Todos ellos sabían que a los asesinos no se les «descarta» simplemente. No se les da dinero así no más para el almuerzo y se les deja en la siguiente parada de autobuses. A los asesinos se les mata. De otro modo ellos muy bien podrían terminar en tu propio patio, matando a alguien que no querías muerto.

—Él está nervioso, pero yo no lo caracterizaría como fuera de control —opinó David aclarando la garganta.

Tanto Ingersol como Friberg lo miraron sin contestar.

—En realidad no veo motivos para eliminarlo.

—Creo que el hombre se ha sobrepasado a la invitación de la agencia —opinó Friberg.

—Si me perdonas, señor, no lo veo de ese modo —objetó David parpadeando—. Un hombre que hace lo que Casius hace necesita una clase de confianza temeraria. Hemos vivido con eso durante siete años.

Ingersol lanzó una mirada inquisitiva a Friberg, y David pensó que lo más probable era que ninguno de estos hombres conocía los hechos acerca de Casius. Alargó la mano hacia la carpeta roja y la abrió.

—Sabemos con quién estamos tratando —comentó Friberg.

—Y yo lo conozco mejor —continuó David antes de que se lo pudieran impedir—. Supe del padre de Casius… se le conocía con el nombre de Micha. Un francotirador de alquiler conocido mejor por matar de un solo tiro a media docena de jefes de carteles. Cuando asesinaron a su padre en ese club nocturno, Casius tenía dieciocho años. El muchacho heredó la habilidad de su padre, por decir lo menos. Acudió a nosotros un año más tarde. No tenía parientes vivos, ni propiedades… nada. Quería un empleo. Lo pusimos en nuestro régimen de entrenamiento, pero créanme, Casius no necesitaba nuestro entrenamiento. Podríamos haberle enseñado uno o dos trucos, pero él nació para matar.

—El tipo es inestable —cuestionó Friberg, y se sintió más como una orden; como decir: La basura está llena, cuando en realidad se quiere decir: Saca la basura.

—En realidad él tiene mucho dominio de sus decisiones.

—El hombre ni siquiera distingue entre nosotros y la gentuza a la que mata por nuestra paga. Ustedes lo oyeron. En su opinión todos somos monstruos.

—Él es un asesino. Si acusas a otro asesino de ser un monstruo, estás acusando a Casius de ser un monstruo. Eso es comprensible —expresó David, e hizo una pausa—. Mira, pocos agentes tienen la habilidad de operar en el nivel de él. Y con eso vienen unas cuantas consecuencias inevitables. Podrían pasar diez años sin que encontremos alguien igual.

—No me importa que se necesiten veinte años para encontrar alguien igual… no podemos permitir a un agente rufián escarbando donde no debe hacerlo —declaró Friberg mirándolo—. Si Casius se convierte en un lastre no tenemos más alternativa que desconectarlo. Me sorprende que eso te preocupe.

—Si el hombre se convierte en un lastre, quizás. Pero no creo que hayamos llegado a ese punto. ¿Qué pasaría si él eliminara a Jamal? ¿Tendríamos problema con eso?

—Ese no es el punto. La motivación que Casius tiene es personal y está fuera de control.

—No estoy de acuerdo —recalcó David.

El director se volvió hacia Ingersol. Como jefe de operaciones especiales la decisión sería finalmente de Ingersol.

—¿Y tú? —preguntó Friberg.

Ingersol haló hacia sí la carpeta roja. Una foto de Casius de veinte centímetros por veinticinco, con corto cabello oscuro y brillantes ojos azules, estaba adherida con un sujetapapeles a la portada izquierda. Ingersol analizó la foto.

—¿Crees poderlo atraer? —preguntó a David.

—Siempre puedo atraerlo. Soy el instructor del hombre.

—Entonces tráelo de vuelta.

—¿Y si no viene? —inquirió Friberg.

Ninguno contestó.

Friberg se puso de pie.

—Tienes otras veinticuatro horas —decretó y salió del salón.

El sitio estaba debajo de la tierra, cubierto de oscuridad. Solo un hombre conocía la ubicación y en realidad nadie conocía a ese individuo. Se llamaba Jamal. Lo odiaban o lo amaban, pero no lo conocían.

Bueno, sí, había quienes le conocían el rostro, la voz y el dinero. Pero no lo conocían a él. No le conocían los amores, los deseos y todos los motivos de por qué hacía lo que hacía. Si le conocían alguna pasión, solo era la pasión por eliminar. Para exigir venganza.

Pero es que Jamal no podía imaginar de otro modo la vida.

Un pequeño sonido de tictac resonaba suavemente en medio de la oscuridad. Jamal había excavado en la tierra la estancia de tres metros por siete, y a veces el agua se las arreglaba para filtrarse entre las rocas. En cierto modo el sonido era reconfortante. Una clase de delicado recordatorio de que el reloj estaba agotando la cuerda.

El momento estaba ahora muy cerca. Muy, pero muy, cerca. El olor a tierra húmeda le inundaba las fosas nasales. Una bombilla de veinte vatios brillaba bajo una pantalla cobriza sobre el escritorio, irradiando una luz aherrumbrada sobre la vieja madera. A la derecha una enorme cucaracha se movía rápidamente a lo largo de la pared y luego se detuvo. Jamal la miró por diez segundos completos, pensando que una cucaracha tenía la mejor de todas las vidas al vivir en su propia oscuridad sin pensar en nada más.

Se dirigió a la pared, agarró velozmente el insecto antes de que pudiera moverse, y a toda prisa le arrancó la cabeza. Jamal volvió al escritorio y puso la cucaracha en lo alto de la pantalla cobriza. El cuerpo sin cabeza se retorció una vez y luego se quedó quieto.

Jamal se puso el audífono y pulsó un número en la almohadilla electrónica que tenía delante. La electrónica a lo largo de la pared a la derecha era quizás de la que se esperaría hallar en un submarino, no aquí en esta mazmorra. Pero había más de una forma de mantenerse oculto del mundo, y Jamal no tenía ningún deseo de sumergirse en las aguas cada vez que quería hacer uso de su influencia. Por supuesto, traer la electrónica aquí, entre todos los lugares, no había sido fácil. Había tardado todo un año traerla sin levantar sospechas.

La señal de protección tomó treinta segundos en localizar su marca. La voz que le habló dentro del audífono sonaba como si viniera del fondo de un pozo.

—¿Aló?

—Hola, mi amigo.

La respiración del hombre en la línea se calmó. La voz de Jamal tenía ese extraño efecto en la gente.

Un estremecimiento recorrió los huesos de Jamal.

—¿Está listo?

—Sí —contestó el hombre después de una pausa de cinco segundos.

—Bien. Porque ha llegado la hora. Comenzarás de inmediato. ¿Podrás hacer esto?

—Sí.

—Escucha con mucho cuidado, amigo mío. Ya no podemos dar marcha atrás. Pase lo que pase, no podemos retroceder. Si algo ocurre que pudiera amenazar nuestros planes, los acelerarás, ¿entendido?

—Sí.

Jamal tuvo al hombre en silencio por un momento. Levantó la cucaracha de la pantalla y le arrancó las alas. El cuerpo se había horneado un poco y un olor parecido a cabello quemado le subió a Jamal hasta las fosas nasales. De un mordisco partió el tórax en dos e hizo rodar una mitad en la boca, salivándola. Regresó la otra mitad a la pantalla caliente. Lo único que sonaba en el audífono era respiración.

—Quizás hayas olvidado con quién estás hablando, Abdullah —manifestó Jamal, y luego escupió el insecto—. Si dejas de complacerme te desharé tan fácilmente como te hice.

—Usted no me hizo. Yo no necesitaba su interferencia. Pude haber hecho esto sin usted.

Una oleada de ira ciega pasó por Jamal. Parpadeó. Más respiración en el audífono.

—Morirás por eso, mi amigo.

—Perdóneme… Estoy ansioso.

Abdullah había dicho finalmente lo que siempre había sentido, desde el primer día Jamal se había acercado a la Hermandad para entregarle el control logístico sobre los planes que tenían en Venezuela. El tipo no provenía de los círculos de ellos, y no solo habían cuestionado la lealtad sino la utilidad del hombre. Le había tomado tres meses ganarles la confianza y persuadirlos de que esta participación era crítica para el éxito del plan. No era crítica, desde luego; Abdullah lo habría llevado a cabo sin él. Pero ellos sabían tan bien como él que Jamal sabía mucho y que era demasiado poderoso para hacerle caso omiso. Y desde todo punto de vista, Jamal había alterado el plan de modo que se ajustara a sus propios objetivos. Así resultó un mejor plan. Uno muchísimo mejor.

—Por favor, perdóneme —contestó la carrasposa voz de Abdullah en la línea.

Jamal cortó bruscamente la conexión.

Se quedó sentado allí por algunos segundos, en silencio bajo la trascendencia de lo que habían logrado. Una ola de calor le recorrió el pecho. Se quitó el audífono y colocó la cara entre las manos.

Una mezcla de alivio y odio le inundó la mente. Pero realmente era más como tristeza, ¿verdad? Tristeza profunda y amarga. Las emociones lo sorprendieron, y se les unió otra: miedo.

Miedo por permitir tal emoción. Comenzó a temblar.

Jamal bajó la cabeza y de repente se puso a sollozar. Se hallaba solo en esta mazmorra, estremeciéndose como una hoja y llorando como un bebé.