Capítulo nueve

LA GAMA DE EMOCIONES que inundaron a Jordin al convertirse en inmortal llegó como una implacable tormenta que solo comenzó a disminuir cerca del amanecer. Las sensaciones no eran extrañas como las que sentía un amomiado al llegar a la vida por primera vez, pero sí eran devastadoramente viscerales y simplemente se intensificaron cuando intentó resistirlas. Y luego otra vez cuando se dio cuenta de que en realidad no quería resistirlas.

Había observado fascinada la seroconversión de Kaya, en particular la palidez de su piel. La muchacha podría haber pasado por uno de los miembros de la realeza, pues la carne se le había vuelto muy blanca. Parecía un fantasma en ropa de calle, la pisada silenciosa sobre la tierra yerma mientras se dirigían al norte en busca de los de su nueva especie.

Los primeros efectos de la emoción visceral y del color disipándose de la piel de Jordin estaban supeditados al mayor cambio de todos: en sus sentidos. Todo el volumen de la vida le había aumentado en los oídos. Lo que apenas lograba escuchar, o no lo lograba por completo solo horas antes, le llegaba totalmente ahora: un grillo bajo una roca a cien yardas de distancia, el viento susurrando sobre las bajas colinas, el chorrito de un arroyuelo a cuatrocientos metros al este. El desierto, antes sin vida para ella, canturreaba sus secretos en majestuosa sinfonía.

Jordin podía ver perfectamente kilómetro y medio adelante, y distinguir las venas en las alas de un insecto mientras este salía volando en lo alto. Podía oler el excremento de un roedor sobre una colina lejana y apreciar el aroma de las bayas de un enebro transportado sobre una brisa tan suavecita que podía sentir que le levantaba los diminutos cabellos del cuello.

Viva. Tanto que la aterró y la tentó. Pero en realidad no estaba viva, ¿verdad? No como lo estuvo siendo soberana. No como quien había muerto con Jonathan en la comunión de su sangre. Pero con sus sentidos desarrollándose a niveles casi insoportables, lo menos que podía hacer era preguntar por qué él había querido que ellos dejaran tan exquisita experiencia.

¿Lo había querido Jonathan?

Estos eran los pensamientos que la atormentaban ahora. Los soberanos enseñaban que emociones diferentes al amor y la paz eran simplemente reacciones corporales a los pensamientos… reacciones que los alertaban cuando debían reajustar algo si esos pensamientos eran negativos, de manera muy similar a la forma en que el dolor físico avisaba a una persona que algo podría estar mal con su cuerpo. Cambia un pensamiento, y cambia la emoción. Una práctica que últimamente se había hecho cada vez más difícil.

Ahora las emociones de Jordin parecían estar frenéticamente desbocadas, requiriendo demasiado esfuerzo para controlarse. Supuso que Kaya sentía lo mismo mientras caminaban una al lado de la otra en silencio introspectivo. El carácter comunicativo de la jovencita había desaparecido.

Por un momento de pánico se preguntó si el cambio la estaba volviendo loca.

No. Ella se aferraba tenazmente a su verdadera identidad como soberana. Una voluntad más débil podría olvidar fácilmente el valor de la soberanía, por lo embriagador de convertirse en inmortal. No era de extrañar que Roland solo se hubiera vuelto audaz a medida que su especie evolucionaba, seguro de que viviría mil años bloqueando la muerte en batalla o por enfermedad. Con razón los inmortales solo habían aumentado en cantidad mientras la población soberana había disminuido. ¿Quién podía resistir tal existencia?

A insistencia de Jordin, habían caminado toda la noche. Con algo de suerte se pondrían en el camino de una patrulla o un grupo de incursión inmortal, una tarea facilitada en la oscuridad con su vista ampliada.

Pero esa noche no hallaron nada.

Se habían detenido en un pequeño pozo de agua para volver a llenar sus cantimploras cuando los primeros albores del amanecer tiñeron el horizonte oriental.

—¿Jordin?

La voz de Kaya rompió el silencio por primera vez en horas. Esta pareció diferente a los oídos de Jordin desde su conversión: escabrosa, de algún modo, como la mujer misma.

Jordin agarró la cantimplora.

—¿Están negros mis ojos?

Ella levantó la mirada hacia Kaya y al instante le vio el cambio en los ojos. Creador. Durante la noche se habían vuelto negros, rodeados por un chispazo dorado como si brillaran por detrás. Inquietantes y extrañamente hermosos.

Y muy parecidos a los ojos de los sangrenegras.

Ese no era el único cambio. Los labios de la muchacha estaban más oscuros; se habían profundizado en color hasta un rico bermellón, como manchados por vino. Contra la pálida piel del rostro parecían apasionados pucheros. Había desaparecido el rubor rosado de inocencia sobre las mejillas y el coral de sus labios. Estaba asombrosamente seductora. La lengua también era más oscura, coloreada por el mismo vino delicioso de los labios.

—¿Qué pasa? —preguntó Kaya levantando la mano y tocándose los labios con los dedos.

La mirada de Jordin se dirigió a las puntas de los dedos de la chica. Las uñas se le habían tornado varios tonos más oscuros que los labios, apareciendo casi negras.

Jordin levantó las manos y vio que sus propias uñas estaban iguales a las de la chica. Marcada. Alterada en cuerpo, mente y alma. El corazón se le aceleró pero no de miedo o ni siquiera de disgusto. De modo que esto era ser inmortal. Una parte de ella aceptó con entusiasmo la transformación.

La parte más razonable se sentía profanada.

—¡Tenemos los ojos de los sangrenegras! —expresó Kaya poniéndose de rodillas y mirándose en la cristalina superficie del pozo.

—Así parece.

Pudo haber esperado una reacción más fuerte de parte de la jovencita, pero Kaya solo se quedó mirando su tenue reflejo con extraño asombro.

—No pareces terriblemente desilusionada —declaró Jordin.

—¡Es horrible! —vociferó Kaya mirándola.

Pero su tono no estaba tan cargado de disgusto como pudo haber sido. ¿O era que Jordin solo estaba proyectando su propia culpa falsa sobre la chica?

—¿Olvidaremos? Lo que significa ser soberanas… ¿lo olvidaremos?

—Nunca —objetó Jordin—. Moriré antes de olvidar.

Pero ya había oído su propia vacilación antes de la respuesta.

Llenaron las cantimploras y se bañaron, haciendo todo lo posible por eliminar cualquier olor persistente de soberanas en la piel y el cabello. Luego durmieron durante dos horas recostadas en una enorme roca cerca del pozo de agua antes de reanudar su viaje al noreste, al interior de la tierra de los desfiladeros.

Ella habría insistido en dormir más, pero ahora solo tenía cinco días para lograr lo imposible.

—Nos han visto.

—Sí —asintió Jordin mirando hacia abajo el enorme valle desde una elevación que divisaba una formación de quebradas profundas.

El peligro les había llegado al anochecer.

Habían pasado todo el día en dirección a la carretera norte que entraba en Bizancio, sabiendo que los inmortales patrullaban de modo rutinario las rutas de suministro al interior de la ciudad, con intención de cortarles el camino.

En el momento en que Jordin captó el olor de ellos trepó a la colina cercana más alta y emitió tres prolongados y agudos silbidos en dirección al tenue olor. Esa llamada de auxilio la habían usado los nómadas por décadas, y ella la conocía bien. Si la señal hubiera fallado, Jordin los habría seguido a pie.

No llegaron a eso. Los inmortales habían oído, y cuatro de los guerreros vestidos de negro cabalgaban hacia ellas, como espectros brillantes en el horizonte.

—¿Cómo sabemos que no nos harán daño?

—No lo sabemos. Pero no hay razón para creer que lo harían. A menos que empieces a actuar de manera extraña —advirtió Jordin lanzándole una firme mirada a Kaya—. Yo soy la única que hablará, ¿entiendes?

—Desde luego.

—No, no desde luego. Una palabra errada y podrías hacer que nos mataran. Así que no hablarás en absoluto. Solo imagina que eres muda.

—Una inmortal muda.

—Algo así. Sígueme.

Jordin bajó la colina para acortar la distancia entre ellos. A los cinco minutos los inmortales eran jinetes totalmente formados sobre caballos negros, con la postura de quienes poseían el mundo, guerreros protegiendo su reino. En el desierto, al menos, esto era verdad. Roland había labrado su mundo gobernando aquí con total libertad y supremacía.

Mientras los soberanos se encogían de miedo debajo de Bizancio.

Jordin se detuvo cuando ellos estuvieron a cien metros y los dejó acercarse. Rápidamente examinó la condición en que ellas se hallaban. Las marcas en su arco y el acero en las puntas de sus flechas eran de diseño soberano, por eso las había enterrado en la arena junto con la mochila. Eso las dejaba solo con la ropa que usaban y sus cantimploras. Había ocultado un solo frasco de sangre en la cantimplora… con un poco de suerte pasará desapercibido.

La misión de Jordin la había traído a este momento. No tenía idea de cómo Roland organizaba sus inmortales o qué clase de persuasión podrían estos tener sobre él. Ella había matado a un inmortal, hazaña que solo una semana atrás habría festejado. Pero hoy día, con las horas acortándose, esto solo era un paso en un viaje imposible. Ahora vería a sus primeros inmortales cara a cara. Entonces sabría.

El jefe de la patrulla hizo trotar a su caballo y se acercó muy cómodo. Dobló a la izquierda y rodeó una vez a las jóvenes, a diez pasos de distancia, suficientemente lejos para evitar un ataque, y suficientemente cerca para examinarlas con todos los sentidos. Jordin no pudo dejar de admirar la seguridad con que él cabalgaba: no era precaución sino simple razón. Los ojos del inmortal la examinaron a través de las aberturas en la cubierta de la cabeza. Un estupendo inmortal. Un fantasma disfrazado de hombre.

¿Lo conocería Jordin de sus días como mortal? De ser así, él también la reconocería, y ella tendría que hablar rápido, y quizás actuar aun con mayor rapidez. Recordó que una vez había podido superar en combate al mortal más hábil. Los adelantos que ellos disfrutaban debido al cambio que experimentaban, ella también los poseía.

Los otros tres inmortales se detuvieron a cinco pasos de distancia, uno al lado del otro. Ninguno habló hasta que el jefe terminó su circuito y se acercó más.

—Puedo ver que ustedes tienen carne inmortal —declaró el hombre—. Pero no veo nada más inmortal respecto a ustedes.

Jordin inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Entonces ustedes sirven bien a nuestro príncipe —replicó y levantó la mirada hasta encontrar la de él—. Igual que yo.

—¿Como una vagabunda extraviada en el desierto? —intervino uno de los otros—. ¿Y qué de la belleza a tu lado?

Entonces el sujeto dirigió la mirada hacia Kaya.

—Tú podrías servirle mejor ofreciéndonos tus consuelos —concluyó él.

El calor estalló en el cuello de Jordin. Sin embargo le daría un buen uso a la simple lujuria del hombre.

—Dudo que él lo permitiría.

—Entonces no conoces a nuestro príncipe.

—Y ustedes no saben lo que tenemos para ofrecer a cambio de cualquier servicio que él desee. Por desgracia para ustedes, lo que tenemos es únicamente para Roland, no para jóvenes sementales en entrenamiento.

El aire quedó inmóvil. Jordin pudo realmente oír las palpitaciones del corazón del hombre, como el rítmico batido de alas de una mariposa en el aire. Su ritmo no vacilaba. El jinete en el extremo izquierdo finalmente rio.

—Es evidente que no sabes a quién le estás hablando. Sephan no es precisamente joven. Sin embargo, él entrena a lo mejor del grupo selecto del príncipe. Deberías cuidar tu lengua si esperas conservarla, belleza.

—Y yo creí que Kaya era aquí la belleza —replicó Jordin.

El jefe adelantó su caballo un paso.

—Kaya, ¿verdad? —inquirió, mirando hacia abajo a la chica—. ¿Y qué tienes qué decir por ti misma, Kaya? ¿Qué clase de servicio hacen tú y tu amiga hablante aquí para ofrecer a nuestro príncipe?

Kaya lanzó una rápida mirada a Jordin, pero el jefe intervino.

—Mírame a mí, no a ella —ordenó él—. Tu vida está ahora en mis manos. ¿Cómo se llama tu amiga?

Kaya observó al encumbrado jinete como si fuera el mismísimo príncipe, al parecer cautivada por esos ojos profundamente atractivos y la voz sensual.

—No soy libre para decirle eso —expresó Kaya.

—Entonces ninguna de ustedes es libre para vivir.

—Ella viaja conmigo —observó Jordin—. Yo hablo por nosotras.

—Ustedes están en mi jurisdicción, y las dos contestarán mis preguntas.

—No pretendo ser irrespetuosa. Solo digo que yo dispongo de Kaya como tú dispones de tus hombres.

—Tú no dispones nada más que de mi atención, y esta se está agotando. Mantenme interesado y te podría ir bien.

El hombre volvió a mirar a Kaya, desestimando a Jordin.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Jordin antes de que el inmortal pudiera hablar—. Roland querrá saber quién fue ese que desestimó tan rápido a la que él mismo entrenó para que fuera su campeona. La que ahora le trae noticias que le harán ganar una guerra.

Lentamente la cabeza del cabecilla giró de nuevo, por primera vez sus ojos revelaron verdadero interés. De modo despreocupado regresó a mirar a sus hombres mientras extraía un cuchillo del cinturón y lo lanzaba a la arena a los pies de Jordin.

—Demuéstramelo —ordenó.

—¿A cuál quieres que mate?

—A cualquiera que creas que puedes.

El silencio se posó entre ellos, solo interrumpido por el zumbido de una mosca y el movimiento de la cola de un caballo. Jordin quedó súbitamente abrumada por la urgencia de matarlos a todos. ¿A cuántos soberanos habían masacrado estos mismos inmortales un año atrás?

Pero intentar matar a cualquiera de ellos, peor aun a todos, solo terminaría en tragedia. Estaban habituados al combate, manteniéndose profundamente alerta. Además eran el camino de ellas hacia Roland.

—Escoge uno —propuso ella.

—Te doy esa alternativa.

—Sin una orden directa, no puedo matar a alguien que sirve a mi príncipe. Pero te puedo asegurar que he matado a muchos sangrenegras. Ellos son mis enemigos, no ustedes.

El comandante se quedó en silencio por un prolongado momento, luego sacó algo de debajo de su manto negro. Una manzana.

—Levanta el cuchillo.

Jordin se inclinó hacia el arma, sin dejar de mirar al hombre. Apenas se había medio enderezado cuando él despreocupadamente lanzó la manzana al aire.

La joven permitió que el mundo se le desacelerara. El tiempo también se desaceleró. La manzana colgaba perezosamente en el trémulo aire, un objeto suspendido, imposiblemente grande. Ella sintió que una rodilla le caía al suelo mientras reaccionaba sin pensar. Hizo chasquear la muñeca para enviar la hoja contra la fruta, sabiendo ya que su puntería era certera.

Pero incluso cuando el cuchillo salía de su mano vio que la manzana solo era una distracción destinada a poner a prueba las verdaderas habilidades de Jordin. El inmortal que había comentado sobre la belleza de Kaya ya estaba haciendo girar su mano enguantada. Una hoja circular cortó el aire con vertiginosa velocidad.

Ella lanzó su peso hacia atrás, arqueando la espalda. El arma del inmortal le pasó zumbando la cara, casi desapareciéndole la nariz, y se enterró con un ruido sordo en la arena detrás de Jordin. Ella entonces rodó sobre la espalda y al instante se volvió a poner de pie.

La manzana yacía en el suelo a tres metros, cortada en dos.

Los inmortales no se movieron.

Jordin agarró tranquilamente la hoja circular de la arena y la lanzó al que la había arrojado.

—Creo que perdiste esto —le dijo.

Él agarró hábilmente la esfera de acero en el aire.

—Así que tienes algo de habilidad —manifestó el jefe—. Mi nombre es Rislon. Necesito el tuyo.

—Mi nombre solamente lo conoce Roland. Como puedes ver, estamos aún vestidas en ropa de calle debido a nuestra misión en la ciudad. Logramos salir en un transporte pero no tenemos caballos. O nos das uno de los tuyos o nos regresas contigo al grupo selecto. Ya hemos perdido mucho tiempo.

Rislon la miró, pero ella sabía que ya se lo había ganado.

—Serás recompensado, Rislon. Te puedo prometer que la noticia que le traigo a Roland la celebrarán todos los inmortales.

—Tú vas conmigo —expresó él inclinando la cabeza.

Kaya miró a los otros, indecisa.

—Tú, hermosa Kaya… —masculló el cabecilla haciendo sobresalir la barbilla hacia el primero que la llamara así—. Cabalgas con Sephan.