CUATRO. TODOS MONTADOS EN caballos negros, sombras envueltas en tono negro de la cabeza a los pies.
Jordin estaba apoyada sobre el vientre, mirando el borde del precipicio a través de los matorrales. Los inmortales entraban lentamente a la parte ancha del cañón al extremo derecho, guiados por el olor. Olor a soberano. No parecían tener preocupación en el mundo, ¿qué era esto para ellos sino un animal herido cuyo sufrimiento terminarían con un solo golpe?
Pero no eran estúpidos. Su calma aparente era por igual mucha cautela, finamente sintonizada al terreno nocturno que los rodeaba. El olor los había guiado, pero la vista y el oído agudos les servirían ahora… así como ese sexto sentido conocido solo por quienes vivían para atacar o ser atacados.
Jordin sostuvo el arco en la mano derecha, con el corazón palpitándole contra la superficie rocosa debajo del pecho. No pudo negar su envidia al verlos. Mientras los soberanos se enclaustraban hambrientos y acosados debajo de la ciudad de los muertos, estos inmortales ardían con vida vibrante que gritaba superioridad incluso en perfecto silencio.
Tampoco podía negar su odio. ¿No habían escupido sobre la tumba de Jonathan eligiendo esa misma vida? Y sin embargo, si ella triunfaba salvaría las vidas mismas de quienes odiaba.
Por Jonathan y por el bien de su legado.
El jinete líder se detuvo a medio camino en el cañón, los otros tres se hallaban a dos caballos de distancia por detrás. Jordin sabía que ellos no estudiaban tanto sus alrededores como los conocían. Tal vez les estaba dando demasiado mérito. Sangrarían tan fácilmente como ella.
Kaya se arrastró a su lado. Jordin le presionó la mano en el brazo, exigiendo absoluto silencio. La jovencita puso la mejilla en el suelo pero luego levantó la cabeza para ver.
Los jinetes volvieron a reanudar la marcha a paso lento. Uno de los caballos resopló suavemente. Se escuchó el sonido de un leve cloqueo mientras el jinete calmaba la montura y luego se oyó el apagado andar de cascos de caballos a lo largo del suelo del cañón.
Los inmortales supondrían que no debían temer nada. Estaban en busca de un soberano que no tenía ninguno de sus sentidos ampliado, y que estaría herido y atrapado en el desierto donde todos los soberanos temían internarse. Cualquier conflicto aquí sería bien recibido por los inmortales como deporte.
No se detuvieron hasta llegar a la entrada de la fisura. Durante largo rato se quedaron montados en silencio. Cuando hablaban, lo hacían con pocas palabras que Jordin no lograba entender. Ella mantuvo la cabeza agachada y rogó al Creador que empujara a un solo inmortal al interior de la trampa.
Finalmente el de la derecha del líder espoleó su caballo, guiándolo al interior de la fisura. Desenvainó en silencio la espada y se profundizó en el estrecho pasaje.
Desde donde se hallaba, Jordin podía derribar al inmortal con una sola flecha, pero hacerlo solo acabaría con lo que se había propuesto. Si abatía a uno, los otros vendrían tras ella y luego regresarían por el cuerpo de su compañero caído. Los inmortales no dejaban a sus muertos, y Jordin necesitaba el cuerpo.
Solo cuando el jinete estuvo directamente debajo de ellas, Jordin se movió con cuidado hacia atrás, rodó a la izquierda, y puso las palmas sobre la roca que habían establecido para desencadenar el derrumbe. Lanzando una última mirada a Kaya, cuyos ojos estaban bien abiertos en la oscuridad, dio un empujón a la roca. Esta volcó, quedó colgando en un precario equilibrio por un momento, y luego rodó perezosamente sobre el borde. El sonido de la roca cayendo rompió la calma a medida que las piedras bajaban por el muro, llevándose otras piedras con ellas. Con un estrépito pedregoso salpicado por fuertes golpes, las rocas se estrellaron en el pasaje, aterrizando en un trueno cada vez más intenso que resonó a través del cañón.
Detrás del sonido, un grito de alarma: un caballo interrumpió su relincho mientras las rocas trituraban al jinete y la montura.
La trampa había saltado, pero este solo era el principio. En un instante, los tres inmortales restantes comprenderían que los habían llevado a una trampa.
—¡Aprisa! —susurró Jordin.
Ella rodó, alejándose del borde, se puso en cuclillas, agarró la mochila, y corrió al norte a lo largo de la cima del precipicio, manteniéndose lejos de la línea de visión de los inmortales abajo. Debían ejecutar con precisión el escape; un paso en falso y las atraparían.
Jordin había esparcido la sangre directamente en dirección al este, lejos del cañón y hacia la ciudad por más de tres kilómetros, sabiendo que los inmortales que las perseguían seguirían el cautivante olor. Solo que no sabía si sus enemigos darían marcha atrás cuando el olor se debilitara, o si llegarían a la conclusión de que la herida de su presa se había secado y continuarían la cacería.
La joven guio a Kaya hacia el norte, cien metros hasta el final del pasaje, poniéndose el arco y la mochila en la espalda. Se dejó caer sobre una pequeña saliente, luego se estiró hacia atrás para ayudar a Kaya a bajar. Por el momento estaban a salvo, fuera de la vista.
Ruido de cascos a la distancia. Habían ido en persecución, saliendo del cañón hacia la cima de los precipicios para una rápida matanza antes de regresar a su compañero caído. Es lo que Jordin haría.
Las jóvenes tardaron solo dos minutos en bajar la empinada cuesta que habían descendido dos veces en el ensayo, dejando caer gotas sobre la arena desde un saliente de dos metros de alto.
Jordin puso una rodilla en tierra, escuchando mientras Kaya bajaba a su lado. Un débil grito se oyó adelante, en dirección al derrumbe. Era posible que uno de los demás se hubiera quedado para ayudar. Ya no importaba; ellas estaban comprometidas.
—¿Estás bien? —le susurró a Kaya.
—Sí.
—Quédate detrás de mí. Aquí —expresó ella colocando uno de los cuchillos en la mano de la jovencita—. Por si acaso.
Kaya miró el arma como si sostuviera una por primera vez. Podía disparar un arco relativamente bien, pero los cuchillos de ningún modo eran su fuerte. En realidad el arco tampoco lo era.
Jordin descolgó el arco y ensartó una saeta, lista en caso de que los inmortales no estuvieran solos. La primera tarea era localizar el cuerpo, vivo o muerto. Si estaba vivo, tendrían que matar al jinete y recoger la sangre. Si estaba muerto, la tarea sería mucho más fácil.
Corrió hacia delante agazapada. La arena le suavizaba las pisadas.
La primera señal de rocas apareció a cincuenta metros: piedras más pequeñas que habían rodado más lejos del montón, visibles para ella únicamente en la oscuridad adelante. La joven se detuvo ante el sonido del llamado de un inmortal, al parecer buscando al guerrero caído.
Ninguna respuesta. El primero estaba muerto o inconsciente. Teniendo en cuenta los escombros, ella supuso lo primero. Ni siquiera un inmortal podría sobrevivir a semejante paliza.
Así que ellos habían dejado a uno para el rescate, lo que podría representar un problema. Ahora Jordin tenía que tomar una decisión: tratar de matar al vivo o aguardar, con la esperanza de que el inmortal saliera a encontrar a los otros en lo alto del precipicio cuando estos regresaran.
Cada minuto que esperaban era uno menos que podían usar a fin de poner distancia entre ellas y el cañón, y los inmortales regresarían muy pronto para recuperar a su compañero. Ella no tenía ninguna intención de estar cerca del cañón cuando ellos volvieran.
Mantuvo su espacio, agachada, respirando firmemente por las fosas nasales. Solo un minuto, y entonces iría a probar suerte.
Necesitaba solo treinta segundos. Oyó el crujido de riendas y luego el sonido de un galope en retirada; el inmortal se había ido para unirse a los otros en la cacería.
—¡Aprisa!
Jordin corrió al montón de piedras y rápidamente buscó alguna señal del cuerpo. Las rocas habían caído en mayor cantidad de la que incluso ella había esperado, enterrando tanto al caballo como al hombre bajo una pequeña colina de piedras.
—Mueve la roca… busca un miembro. No tenemos tiempo para sacarlo, solo necesitamos suficiente acceso para extraer algo de sangre.
—¿Está muerto? —preguntó Kaya en voz alta.
—Ya no sentirá más dolor, si eso es lo que te preocupa. ¡Cava!
Comenzaron a empujar y a hacer rodar piedras fuera del montón. El ruido se oiría fácilmente desde arriba, pero esperaban que los inmortales estuvieran demasiado lejos para escucharlo. Esta era una oportunidad que ella debía aprovechar.
Kaya gruñó y retrocedió, casi cayendo de la roca en que se había trepado para tener mejor acceso a las piedras de arriba. Se cubrió la boca, mirando por una brecha entre dos rocas.
—Creo que encontré algo.
Jordin trepó a la posición de ella, haciendo lo posible por no retorcerse o romperse un tobillo; era lo último que necesitaban. Entonces vio el hueso roto que sobresalía de la carne hecha jirones en la abertura. Un brazo inmortal, desgarrado a través de una manga negra. A su lado, la pierna y el casco de la montura del jinete, maltratado y sin vida. Ella sintió más pesar por el animal que por el jinete.
—Eso bastará.
Se quitó la mochila y sacó una colección de frascos vacíos y la jeringa grande que había llevado. Utilizaban el mismo dispositivo para la seroconversión de amomiados.
No hubo necesidad de pinchar la piel con la gruesa aguja; la herida ya goteaba mucha sangre.
—Mantén la vista en los farallones —dijo.
—¿Cuánta necesitas?
—Tanta como para llenar dos frascos pequeños… es todo lo que tengo. Ojalá no se hubiera desangrado por completo.
Jordin insertó rápidamente la aguja en la ensangrentada masa que una vez había sido un codo, llenando la jeringa tres veces antes de cambiar frascos y repetir la operación. Los inmortales no debían darse cuenta de que habían extraído sangre de la herida.
La joven aseguró la tapa del segundo frasco, lo metió de nuevo en la mochila, y señaló a Kaya hacia adelante, que subiera el montón y que bajara por el otro lado.
—Corre, Kaya. Corre.
Corrieron una al lado de la otra por fuera del estrecho pasaje y a través del cañón. Bajaron la marcha hasta un trote mientras se dirigían al sureste por el mismo camino donde antes dejaran los rastros de sangre soberana. Esto enmascararía su retirada.
Tenían la sangre. Lo único que les quedaba era ponérsela en sus venas.
Y orar a fin de que vivieran para contarlo.
—¿Estás segura de esto? —indagó Kaya—. ¿Qué ocurrirá si nuestra sangre la rechaza?
Habían trotado y caminado de tramo en tramo por casi una hora hacia el este, adentrándose en el desierto y alejándose del punto en que salpicaran primero el suelo con sangre soberana. Ella sabía que finalmente los inmortales rodearían el lugar en busca de cualquier olor del soberano que había matado a su compañero.
—Entonces sabremos que no funciona.
—Suponiendo que vivamos.
—Podría ser.
—¿Nunca has oído que esto se haya hecho antes?
—No.
Jordin se paró en la elevación y buscó en el horizonte algún movimiento contra la noche. El paraje estaba en calma y sin vida como estuviera media hora antes. Satisfecha se colocó sobre una rodilla al lado de la jovencita.
—No estoy segura de que esto sea sabio —comentó Kaya.
—Yo tampoco. Pero sé que si seguimos siendo soberanas en algunas horas finalmente captarán nuestro olor y nos rastrearán. Confía en mí, ellos no se darán por vencidos.
—Por tanto, si no probamos la sangre, nos encontrarán y nos matarán.
—Sí.
—¿Y qué tal si tomamos la sangre y vivimos, pero nos hallamos muertas, como una vez estuvimos?
—Ya hemos hablado de eso.
Aun así, Kaya estaba llena de preguntas.
—Los inmortales odian a los soberanos. ¿Odiaremos nosotras también a los soberanos? ¿Odiaremos a Rom?
Jordin no quería considerar esa pregunta. ¡No! Imposible, quiso decir. ¿Pero era imposible?
Tenía menos de una semana. No podía permitir que la paralizaran dudas como esas. No se atrevía.
—No quiero rechazar tus dudas, Kaya, pero ninguna de ellas cambiará el hecho de que volvernos inmortales es nuestra única esperanza para sobrevivir ahora. Y si fallo…
No llegó a completar el pensamiento. Pero ya había dicho demasiado.
—¿Si fallas en hacer qué? ¿En encontrar a Jonathan?
Esta vez Jordin no trató de disuadirla. Estaban a punto de saltar a un abismo… unos pocos momentos de transparencia eran comprensibles. Quizás hasta bienvenidos.
—Tienes razón en una cosa, Kaya: Jonathan está en nosotras, aunque sea solo en su sangre —comentó ella relajando los hombros, con el codo apoyado en una rodilla mientras se agazapaba en la elevación, escudriñando la noche—. Siempre he sabido eso. Pero ya no lo siento, y a veces me pregunto si alguna vez lo sentí.
Respiró hondo y examinó a la muchacha, quien se arrodilló a observarla.
—Algo se ha roto en mí. No puedo hallar el amor que una vez tuve. Mi mente está llena de tristeza. Tú misma lo dijiste. La desdicha me sigue como una nube. Soy soberana, pero me siento completamente perdida. No es a Jonathan a quien debo encontrar sino a mí misma.
Una calma pareció posarse sobre la muchacha. Finalmente asintió, con expresión plácida.
—Entonces nos ayudaremos a encontrarnos. A veces mi mente se encuentra tan sombría como la tuya.
—Espero que no sea así.
—No tengo todos los terribles recuerdos que tú tienes, pero me pregunto todo el tiempo por qué parece que nos debilitamos. Creo que cada mes nos debilitamos más.
Astutas palabras para una joven mujer.
—Creo que la única manera en que nos podemos encontrar es hallando a Jonathan —declaró Kaya.
—Entonces esperemos que él salga del escondite.
Kaya no contestó nada a esto.
—Prométeme una cosa —continuó Jordin—. Si la sangre nos cambia, recuérdame a menudo que queremos ser soberanas.
—¿Y si lo olvido?
—Entonces yo te lo recordaré.
Kaya podría haber señalado las dificultades obvias que enfrentarían si ambas olvidaban su propósito. En vez de eso se levantó, se quitó el amuleto, y lo puso por dentro de la cintura de sus pantalones.
—No quiero perderlo —anunció.
Jordin le lanzó una ligera sonrisa. Ser atrapadas con el amuleto soberano alrededor de los cuellos podría ser difícil de explicar. Pero mantenerlo cerca sería un recordatorio constante.
Se paró e hizo lo mismo.
—¿Y nuestra ropa? —quiso saber Kaya—. No es la que ellos usan.
—Tienes razón. Me encargaré de eso.
—Bien entonces —asintió Kaya—, creo que eso es todo.
—Sí.
Jordin se subió la manga hasta dejar al descubierto el hueco del codo, y rápidamente se aplicó un torniquete de goma en la parte superior del brazo. Una gran vena brotó. Sacó una bolsita de su mochila que contenía una aguja desinfectada adherida a una corta manguera con una bomba de caucho incluida. Destapó uno de los frascos llenos de sangre y metió allí el extremo del tubo, luego con cuidado puso el frasco en la arena.
—Te inyectaré si resulta bien conmigo. Si las cosas salen mal, encuentra un lugar dónde esconderte durante la noche, y regresa a la ciudad al amanecer.
—Las dos sabemos que yo no sobreviviría la noche.
—Entonces será mejor que esto funcione.
Lanzando una última mirada a Kaya, Jordin presionó la punta de la aguja contra su vena, la que horadó la piel y luego se deslizó al interior. Soltando la aguja, agarró la bomba en la mano derecha y apretó. Conteniendo el aliento observó cómo la sangre llenaba la manguera traslúcida y, lentamente al principio, entraba en la vena.
El frasco se vació en menos de treinta segundos. Jordin extrajo la aguja y se la pasó a Kaya. Luego soltó el torniquete.
—¿Qué está sucediendo? —inquirió Kaya.
—Dale tiempo.
Ella trató de observar algún cambio en sí misma, pero pasó todo un minuto sin ninguna señal de transformación. ¿Y si no funcionaba, como sugiriera una vez el anciano custodio? Le quedaban siete flechas… tal vez podría matar a uno o dos, pero Kaya tenía razón. Nunca debieron…
De repente la cabeza se le llenó de calor. Este le bajó por la columna como si se estuviera llenando de gasolina y le encendieran un fósforo.
Jadeó.
—¿Qué pasa? ¿Está funcionando?
La noche explotó con color. Un destello de luz blanca convirtió la noche en día, cegándola a todo menos al horizonte plateado.
Llena de pánico se puso de pie, los brazos extendidos para equilibrarse.
Entonces la noche regresó, y con ella la atención de Jordin. El calor se le había extendido a las extremidades, dejándole escozor en los dedos de manos y pies hasta el punto de dolerle. La parte alta del cráneo la sentía como si estuviera llena de miles de hormigas.
Cerró los ojos. Los abrió. Esta vez, cuando miró al interior de la noche, supo que ella había cambiado.
Jordin se había seroconvertido tres veces: de amomiada a mortal con la sangre de Jonathan antes de su muerte, de mortal a soberana con la sangre de Jonathan después de su muerte, y ahora de soberana a inmortal. Sus dos conversiones anteriores le habían dejado una nube abrumadora de paz y amor.
No esta vez.
Sintió la terrible urgencia de huir, tan grande era su miedo. No sabía qué la asustaba, solo que estaba aterrada.
Una fosforescencia verde extendió el paisaje nocturno delante de ella. Cerca, una serpiente se deslizaba por la arena a la derecha, y ella pudo oírla. La brisa había cambiado repentinamente más al oeste, y ella pudo sentirla. El aire le hizo cosquillas en el delicado cabello de la nuca, cálido como el aliento.
Por primera vez pudo oler el aroma soberano, fuerte como especia, como el jazmín pero más penetrante. Tan ácido que las fosas nasales le ardieron.
El pulso se le aceleró, y por un momento creyó que el corazón se le partiría.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Kaya, parada a su lado, con las manos en la cabeza y los ojos abiertos de par en par.
Jordin exhaló profundamente el aire nocturno, primero por las fosas nasales, luego por la boca cuando el olor de Kaya le resultó insoportable. El aire sabía a muerte y vida a la vez; a agua y tierra, a sangre y sudor.
También sabía a esperanza. Con cada respiración se le comenzaba a asentar bienestar en la mente.
Y luego esto acabó. Ella ahora era inmortal, o mortal como antiguamente se llamara, y llena de asombro ante la expresión táctil del mundo físico, los sentidos se le estimularon.
¿Podría aún desacelerar el tiempo con la mirada?
—Muévete —le dijo a Kaya.
—¿Moverme? ¿Estás bien?
—Finge que estás balanceando el puño para pegarme.
—¿Qué?
—Solo hazlo.
Kaya lo hizo, en una manera demasiado inexperta. Llegó en cámara lenta. El dinamismo de la vida con sensaciones intensificadas le inundó la memoria, ahogándole el temor que la devoraba antes.
—¿Por qué me estás mirando así? —preguntó Kaya—. ¿Funcionó?
—Sí.
—¿Eres inmortal?
Jordin levantó la mano, movió los dedos, la piel pálida ante sus ojos. Al vivir bajo tierra había perdido el color de quienes andaban debajo del sol, pero ahora prácticamente se podía ver las venas debajo de la piel. Esto era diferente, más como la piel de los nobles que como la de la mortal que fuera una vez. Entonces, los inmortales habían evolucionado estos últimos seis años. Y ella estaba cambiando en lo que eran ahora, en lugar de en lo que ellos habían sido.
¿Eran también más agudos sus sentidos? Aunque había pasado mucho tiempo, Jordin creyó que sí. No recordaba haber saboreado alguna vez el aire de manera tan fuerte. O haber sentido el placer de la brisa, los diminutos granos de arena que esta transportaba, la sequedad del aire mismo, todo atravesándole la piel con tremenda intensidad.
Todo el cuerpo le vibraba con percepción sensorial. Una horquilla vibratoria, que le destemplaba los dientes. Pero esto no le trajo paz. En lugar de eso lo encontró inquietante.
—¿Vas a matarme? —quiso saber Kaya.
—¿Por qué haría eso?
—Soy soberana. Los inmortales odian a los soberanos.
Al oír la palabra «soberana», Jordin sintió una leve repulsión. O quizás se debió solo al hedor de la piel y el aliento de Kaya.
—No, no te odio. Soy una soberana de corazón y siempre lo seré.
¿Estás tan segura? Tú perdiste esta vida…
Ella rechazó el pensamiento, se arrodillo ante la mochila y extrajo el segundo frasco de sangre.
—Levántate la manga.